Prólogo del autor a la edición española






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KARL ADAM

CRISTO NUESTRO HERMANO
BARCELONA

EDITORIAL HERDER

1963
ÍNDICE

Prólogo del autor a la edición española

Prólogo a la octava edición alemana

Jesús y la vida

La oración de Jesús

El amor de Jesús

Por Cristo nuestro Señor

La palabra redentora de Cristo

La obra redentora de Cristo

El camino a Cristo

Cómo llega el hombre a Cristo

Por qué creo en Cristo

¡Ven, Espíritu Santo!

Anunciación

El sacerdocio católico

¡Hermanos, permaneced fieles a la tierra!

Hacerse santo

PRÓLOGO A LA OCTAVA EDICIÓN ALEMANA

EN la presente edición se han incluido las conferencias publicadas ya en la revista Seele y que versan sobre el amor de Jesús, la Anunciación y el sacerdocio católico; además, los artículos, también publicados: Cómo llega el hombre a Cristo («Der Mensch vor Gott», Festschrift für Theodor Steinbüchel, pág. 365 y ss.) y Por qué creo en Cristo («Hochland», año 41, fase. 5, pág. 409 y ss.).

Como se echa de ver, estos dos últimos tratados se refieren también a El camino a Cristo, que en lo funda­ mental fue descrito ya en las ediciones anteriores. Mas éstos lo iluminan propiamente desde los nuevos puntos de vista de la cura pastoral y de la experiencia personal. Todas estas exposiciones, aunque deban su origen a ocasiones distintas, tienen por único objetivo facilitar una comprensión más profunda de Cristo y del cristianismo.

Tubinga, octubre de 1949.

KARI ADAM

JESÚS Y LA VIDA

El mensaje de Jesús se dirige a la glorificación del Padre, al cumplimiento de la voluntad divina, a la fundación del reino de los cielos. Junto a esto, lo único necesario, no hay lugar para otro objetivo meramente terreno. «Quien no aborrece a su padre, y a su madre, y a la mujer, y a los hijos, y a los hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo» (Mt 10, 37; Lc 14, 26).

¿No parece así que Jesús, enardecido tan sólo por la gloria del Padre en los cielos, desconocía y despreciaba los valores de la tierra y la vida que de estos valores se mitre y en torno de los mismos se revuelve? ¿O, por lo menos, que el mundo terreno con sus contrastes y tensiones había de serle algo indiferente en sí, algo que se relaciona con el reino de los cielos sólo en un sentido lato, como un campo de ejercicio y de batalla para los soldados de Dios? ¿A qué grupo pertenece Jesús, por su postura espiritual, meramente humana? ¿Está entre los místicos que, en un ascenso espasmódico hacia Dios, han echado de sí toda alegría terrena y miran la tierra como algo extraño o como una prisión? ¿Ha huido El de la vida que en las silenciosas mesetas de Galilea o en las ruidosas calles de Jerusalén riendo, llorando, exuberante, orgullosa, violenta, le rodeaba? ¿La ha rehuido o... la ha dominado?

Ningún rasgo destacan los Evangelistas de un modo tan unívoco y vigoroso en el retrato de Jesús como su amor encendido al Padre celestial, la entrega incondicional de todo su ser a la. voluntad divina. «Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado)) (Jn 4, 34). Mas el Padre para Jesús no es el Dios anémico, lejano, que mostraba la filosofía helénica de aquellos tiempos o la teología tardía de los judíos, informada de aquélla; no es el Dios que está sentado en su trono más allá de las nubes en un silencio solitario y que sólo se comunica con los hombres mediante los ejércitos de sus espíritus, sino el Dios vivo de la revelación. La buena nueva de Jesús se empalma aquí con la pura predicación de los Profetas, la cual habla siempre de Dios como de una fuerza y presencia vivísimas y personalísimas. Para Jesús, el Padre está siempre obrando (Jn 5, 19), siempre trabajando (Jn 9, 4). Es Él quien envía el sol y la lluvia (Mt 5, 45). Él viste los lirios del campo (Mt 6, 30). Él alimenta los cuervos (Lc 12, 24). Ningún pájaro cae en tierra sin que lo disponga el Padre (Mt 10, 29), y todos los cabellos en la cabeza del hombre están contados (Mt 10, 30) las cualidades y los valores del hombre, sus «talentos», son de Dios, y Dios pedirá cuenta de lo «suyo» (Mt 25, 15). El pan que comemos cada día, es don del Padre. El hombre, según todo su ser y actividad, pertenece a Dios como la oveja a su pastor y dueño (Lc 15, 6). Y por esto depende de Dios el destino del hombre y del mundo. En sus manos está el curso de todos los acontecimientos, las conmociones y guerra del mundo (Mc 13, 32), hasta el postrer día. Todos los espíritus cumbres, los Profetas (Mt 23, 29, 37) y Juan Bautista (Mt 11, 10; Jn 1, 6) son enviados por Él. Y de un modo especial el Hijo.

Para Jesús no se computan entre las fuerzas en último grado decisivas las cualidades del orden puramente natural, así la inflexibilidad de las leyes físicas como la fuerza de la actividad humana. En el fondo más profundo de toda existencia, de toda actividad y de todo acontecimiento, Él ve el dedo de Dios. No hay en la tierra absolutamente nada que no esté supeditado por completo a la voluntad divina. Cada caso dado viene a encarnar la voluntad de Dios.

De ahí que la postura de Jesús frente a la existencia y sus valores vivos no pueda ser sino positiva, afirmativa, y aun altamente religiosa. No es una necesidad extraña, fría, no es la inexorabilidad sin alma del sino lo que Él ve en lo que acontece, sino el espíritu hecho cuerpo, la más noble libertad y bondad, la voluntad del Padre. Para Jesús no hay naturaleza «muerta». En el monte y en el río, en las flores y en los pájaros, y, ante todo, en el hombre, el predilecto de Dios, el alma de Jesús, embriagada de Dios, descubre lo más vivo, lo más profundo, lo más precioso que pueda haber. Y así el contacto con d mundo real es un contacto con la voluntad del Padre, un experimentar directamente su sabiduría, bondad, hermosura... es devoción, plegaria, religión.

De ahí la manera realista, generosa, íntima, de sabor tan moderno, que tiene Jesús en la contemplación de la naturaleza. Sus parábolas, que destacan tan magistralmente lo humilde, lo inadvertido, pertenecen a las perlas de la literatura mundial. Aquí se alegra de los pájaros del cielo que no siembran y cosechan. Allí observa a los muchachos de la calle, cómo silban, bailan, cantan y riñen. Aquí recuerda el regocijo de la joven madre, a la que el recién nacido hace olvidar todas las angustias padecidas. Allí se fija en el ama de casa que, preocupada, busca la dracma perdida... Lo pequeño, lo más diminuto que encuentra por el camino, Él lo levanta con amor como un nomeolvides de Dios y lo hace hablar como con mil lenguas. El amor a la naturaleza y a lo natural no es para Él un ensueño sentimental, como lo era para los poetas del romanticismo. Nada sabe Jesús de un puro culto a la naturaleza. Más bien la naturaleza es para Él la voluntad de Dios escultóricamente expresada y viviente. Su amor a la naturaleza no es sino una nueva forma de amor a Dios y a su voluntad, y por esto precisamente es tan verdadero y cordial.

Con mayor cordialidad aún, como es obvio, con una cordialidad sin reserva, ábrese Jesús al hombre. Y es que el ser humano está saturado de la voluntad del Padre y tan ligado a ella, que no se puede querer a Dios sin querer al mismo tiempo al hombre. Si el Antiguo Testamento colocó inmediatamente juntos estos dos mandamientos: «Amarás a Dios», «amarás al prójimo», Jesús los funde en uno solo: «Haced vosotros con los demás hombres todo lo que deseáis que hagan ellos con vosotros; porque ésta es la suma de la Ley y de los Profetas» (Mt 7, 12). El amor al hombre es amor a Dios, sólo que visto de otro lado. Como no conoce Jesús un puro culto a la naturaleza, así tampoco conoce un culto al hombre, que prescinda de Dios. Ama a los hombres porque Dios los ama. «De esta más alta dependencia» recibe su amor a los hombres «su medida, su fineza, su granito de sal y su polvillo de ámbar» (Nietzsche). Pero, precisamente por esto, su amor es algo completamente verdadero, personal, delicado, tan verdadero y profundo como un amor al Padre.

«Y cogiendo a un niño, le puso en medio de ellos, y lo abrazó» (Mc 9, 35). ¡ Cómo sabe vivir a unísono de los otros, compartir la angustia del corazón paterno (Mc 5, 36), el dolor sordo de una madre desolada (Lc 7, 13), la lucha espiritual de un enfermo! (cf. Mt 9, 2). Su comportamiento con la mujer cogida en adulterio, con Pedro arrepentido y con la ramera — lo que dice y lo que no dice — pertenece a lo más fragante y delicado de todo el Evangelio.

¡ Y cómo se conmueve su alma al encontrarse con el dolor humano! Una y otra vez repite el Evangelista: «Se compadecía entrañablemente de las gentes» (Mt 9, 36; 14, 14; 15, 32; cf. Mc 1, 41; Lc 7, 13). Éste es un rasgo esencial de Jesús que se grabó profundamente en el espíritu del santo escritor. Varias veces rechazó Jesús las súplicas extrañas (Lc 12, 14; Mc 5, 19), pero nunca hizo el sordo a una voz de socorro que le llamase en la necesidad. «Y los curaba todos» (cf. Mc 6, 56; Mt 4, 24; 8, 16; 9; 35 10, 1; Lc 4, 40, etc.). No es raro el caso de que se adelante a la súplica (Mc 1, 25; 3, 3; 5. 8, etc.). Prefiere escandalizar a los fariseos despreciando aparentemente el precepto del descanso sabatino, a denegar la ayuda (Mc 1, 23; 3. 2; Lc 13, 14; 14, 3; Jn 5.

9; 9, 14) No puede ver miseria en torno suyo; no quiere comer antes de curar al enfermo en el aposento (Lúe. 14, 2). Y apenas le bastan las más delicadas palabras para los que sufren. «Hijo mío», dice al paralítico (Mc 2, 5); «hija mía», así se dirige a la hemorroisa (Mc 5, 34). Y cuando el dolor humano se le manifiesta con toda su profundidad, así ante la tumba de Lázaro como a la vista de Jerusalén, destinada a la destrucción, entonces «se estremece en su alma y contúrbase a sí mismo» (Jn 11, 33), entonces «derrama lágrimas» (Lc 19, 41). La. vida y los milagros de Jesús con «un amor que atraviesa triunfalmente las más grandes dificultades» (Ninck). Hasta tal grado viene a ser el prójimo su propio yo, que lo que se hace al «más pequeño de sus hermanos» lo considera Jesús como hecho a «Él mismo».

:¡ Cuánto dista Jesús de Juan en este punto! En el predicador del desierto, el amor se retrae por completo. Los temperamentos ascéticos pierden con demasiada facilidad el sentido del dolor ajeno. Jesús no se queda en el desierto. El va a los hombres. En ellos no ve solamente mala voluntad y pecado, sino también dolor profundo, grande. Y todo su corazón, rico, generoso, es de los hombres y de su dolor.

Pero también es de sus alegrías. Y precisamente aquí está el punto en que resalta con la más viva luz la manera que tiene Jesús de mirar y tomar la vida. «Sufre y renuncia», tal es la predicación del emperador Marco Aurelio. «Cárcel del alma» llaman los neoplatónicos al cuerpo. El antiguo monacato del Egipto nada mejor sabe que este mandamiento: «¡ Huye, calla, llora!» En los tiempos de Jesús pensaban de la misma manera los «justos», los «separados», los fariseos. Apoyándose en las tradiciones de los antiguos (Mt 15, 1 y ss.; Mc 7, 4 y ss.), habían añadido a los cinco grandes días nacionales de ayuno el lunes y el jueves de cada semana, y cohibían toda alegría con estrechas, severas reglas de ayuno. También Juan y sus discípulos eran «muy dados al ayuno». Jesús se opone con toda deliberación a semejantes exigencias (cf. Mt n, 18; Lc 7, 33-34). No es el ayuno en sí mismo lo que Él rechaza —ayunó Él mismo cuarenta días en el desierto —, sino la postura espiritual con que los judíos lo practicaban. Ayunaban en memoria de grandes calamidades nacionales; sus ayunos eran de luto, de opresión interior. Jesús reprueba un ayuno tan sombrío. «Cuando ayunes, perfuma tu cabeza» (Mt 6, 17). Él cifra el valor y la dignidad del ayuno, como de todas las demás prácticas de piedad, en la íntima alegría del corazón, en el «sí» puro y gozoso, que se da a Dios y a su voluntad de Padre. El ayuno no es provechoso desde el momento que agobia y paraliza.

Por esto no ayunan sus discípulos, los «amigos del esposo)), «mientras el esposo está con ellos» (Mt 9, 15). Por lo tanto, al reprobar Jesús las mortificaciones de los fariseos, lo que hace es rechazar deliberadamente toda ascética sombría, espasmódica, violenta, y declararse con audacia en favor de una postura de vida interiormente libre, alegre. Si David comió los panes de la proposición, ¿podría prohibirse a los hijos de la casa lo que les ofrece el Padre? (cf. Mt 12, 4). Por esto Jesús toma parte francamente en las pequeñas alegrías que trae el día. Se deja invitar a la mesa, aunque sus malvados enemigos le motejen por ello de «glotón y vinoso» (Mt 11, 19). En cierta ocasión, Leví (Lc 5, 29) u otro fariseo (Lc 7, 36; Mc 14, 3; 1) organiza un gran banquete para honrarle. Otra vez come Él, en un círculo de intimidad, en la casa de Simón y de su suegra (Mc 1, 31), o en la casa de la atareada Marta (Lc 10, 38; Jn 12, 2), o se hace invitar como huésped por Zaqueo (Lc 19, 6). Para una gente que alegre está de bodas, obra su primer milagro (Jn 2, 11). Es significativo que precisamente el banquete jovial, sabroso (Lc 15, 22; 12, 16; 13, 26; Mt 8, 11) y la pomposa fiesta de bodas (Mt 22, n; 9, 15; 25, 1; LC 12, 36) le ofrecen no pocas veces ocasión y materia para proponer sus parábolas. La misma glorificación final es para Él como un sentarse con Abraham, Isaac y Jacob, a una misma mesa (Mt 8, 11). Y lo último, lo mejor que puede dar a sus Apóstoles en la tierra es un banquete de amor: el banquete de la comunión perpetua en su carne y sangre.

Así, no pudo sostenerse con Nietzsche que Jesús nunca se haya reído. ¿Cómo ser ajeno a una profunda y pura alegría aquel que anunciaba la alegre, la buena nueva del Padre y, en todo lo alegre y en todo lo acerbo, daba testimonio de la voluntad divina, toda bondadosa? En la voluntad del Padre amaba Jesús a los hombres y su vida. Le cautivaban no solamente las lágrimas, sino también las sonrisas de los seres humanos.

Fundándose en la misma voluntad del Padre, adquiere Jesús una relación íntima con aquello mismo que se pone, a fuer de sedimento, como cieno e inmundicia en el fondo del ser humano... nuestras pequeñeces y miserias. Ningún ojo ve tan agudamente como el suyo la mezquindad de lo muy humano: «vosotros, siendo malos» (Mt 7, 11); «sois malos» (Mt 12, 34); «esta raza mala y adúltera» (Mt 2, 39 y ss.). Se percibe aquí algo, como un íntimo secreto desafecto, algo contra esta aviesa, torcida manera de ser del hombre. Y con todo. Jesús no sabe ver este mismo fondo, en demasía humano, sin una íntima relación con la voluntad de su Padre. Por esto puede «soportarlo» por más tiempo. Y por esto pasa por su alma el cántico noble, delicado, de una paciencia incansable para con las miserias humanas. No hay que arrancar la mala hierba, sino dejarla crecer hasta el día de la cosecha de Dios. No hay que pedir fuego del cielo para que caiga sobre las ciudades incrédulas. El Padre envía el rayo de sol y la lluvia también sobre los pecadores. Y porque todo está en manos del Padre, por esto «¡no juzguéis!». No se puede separar en este mundo a los «pecadores» de los «justos». El hijo de Abraham, el mismo sacerdote y levita, no siempre es mejor que el samaritano. En la voluntad del Padre tiene su raigambre la superioridad regia con que Jesús se levanta sobre todas las deformaciones de la vida cultural humana, sobre todas las desfiguraciones y contrastes éticos, sociales y nacionales. Por esto se mantiene al margen de todas las luchas económicas y políticas. Nada quiere saber de cuestiones de herencia (Lc 12, 14). Y se ha de dar al César lo que es del César. ¡Pedro, «vuelve tu espada a la vaina»!

¿Cuál es la postura de Jesús respecto de la vida? Nada hay en Él de cansancio del mundo, de dolor impotente ni de huida cobarde. Él ve la realidad con los dos ojos, la ase con ambas manos y la afirma con todo su corazón. No hay realidad que pretenda tergiversar violentamente, o sobre la cual quiera pasar en silencio. Jesús no es un soñador. Es realista, mira de cara todo lo existente, la realidad llena, entera, tanto si ésta esparce sombras como si irradia luz. Y su entrega a las cosas y a los hombres no es un «amor por encargo», no es un mero acto de obediencia a Dios, no deja indiferente el corazón.

Porque para Jesús la voluntad divina y las cosas no están separadas, no tienen entre sí una relación tan sólo exterior. Antes bien, la voluntad de Dios está en las cosas y pasa viva a través de ellas. Por tanto, al amar Jesús la voluntad de Dios, ama también las cosas en sí mismas. Él siente que forma una unidad con todo lo real, unidad sostenida y ligada por la fuerza vital de la voluntad de Dios, que se revela en todo lo existente.

Por otra parte, precisamente porque para Jesús la realidad no se sostiene sino como expresión de la voluntad del Padre, su amor a ella es absorbido por el amor al Padre. Él pertenece a la realidad del mismo modo que pertenece al Padre. Y por esto nunca se deja cautivar por ella. Si un fulgor terreno choca con la voluntad del Padre, no logra conmover el alma de Jesús, ha alegría del vivir es ennoblecida y transfigurada en Él por una maravillosa reserva interior, por una superioridad de sentimiento y ánimo, segura de sí misma. Su largo ayuno en el desierto, sus vigilias, su pobre vida de peregrino, su predicación asidua, su entrega a los pobres y necesitados, el tono maduro y noble de su discusión con los contrarios maliciosos, y antes de todo el heroísmo de su vida y muerte, delatan un corazón que se posee por completo, un corazón que no vive por las cosas, antes bien, poderoso por si mismo, vive en ellas.

Jesús no ha rehuido la vida, como tampoco ha sido subyugado por ella. Jesús ha domeñado la vida.
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