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CANO AGUILAR , RAFAEL(1988) EL ESPAÑOL A TRAVÉS DE LOS TIEMPOS.Madrid, Arco/Libros, S.A. PRIMERA PARTE CAPÍTULO ILOS ORÍGENES DEL IDIOMA. ¿Desde cuándo existe la lengua española (o castellana, conflictiva dualidad que veremos en su momento)? No es fácil responder a una pregunta como ésta. Sólo sabemos con cierta seguridad desde cuándo hay textos escritos en una forma lingüística a la que podemos denominar así. Pero es indudable que ya entonces llevaría siglos de vida: las lenguas suelen tardar mucho tiempo en pasar a la escritura (y la inmensa mayoría de las que existen o han existido no lo ha conseguido). Ese “momento inicial” sólo puede inferirse por conjeturas, en las que, además, habrá que hacer intervenir datos diferentes a los avatares de la propia lengua. Por otra parte, tampoco la pregunta es adecuada, ni parece responder a ninguna realidad. Por lo que sabemos del modo en que cambian las lenguas, cualquier decisión en este sentido contendría una elevada dosis de arbitrariedad (aunque todas puedan justificarse, en mayor o menor grado). Si bien es cierto que pueden producirse discontinuidades y transformaciones abruptas, también lo es el que nunca podemos decir que en un momento dado de la historia de una comunidad lingüística su lengua “deja de ser”, p. ej., latín para “empezar”, p. ej., castellano (o cualquier otra lengua románica). Lo único que podemos saber, y no siempre con precisión, es cuándo una lengua ya formada empezó a utilizarse en un nuevo ámbito (p. ej. el latín en la Península Ibérica, el castellano en el Valle del Guadalquivir, o el español en las tierras americanas). Por todo ello, la historia de una lengua ha de incluir, necesariamente, su prehistoria. En primer lugar, porque hemos de reconstruir las etapas primitivas de las que no tenemos documentación escrita directa. En segundo lugar, porque para entender su génesis y desarrollo debemos conocer sus antecedentes no sólo saber de qué “otra” lengua se originó y cómo, sino también en qué lugares se fraguó, a cuáles y cómo se extendió, y, muy especialmente, con qué otras formas lingüísticas entró en contacto, incluyendo entre éstas aquellas anteriores a su antecesora inmediata y que existieron en el mismo entorno geográfico.
El castellano es una de las varias lenguas romances, románicas o neolatinas, surgidas del latín: en su origen no debió ser sino una más de las variantes dialectales que esa lengua importada adquirió en ciertas zonas y entre ciertos hablantes de la Península Ibérica y que, al ir desarrollando y consolidando sus rasgos propios, acabó siendo una entidad lingüística suficientemente diferenciada. La conciencia de esta génesis es ya antigua en España: empieza a formularse a finales de la Edad Media, adquiriendo la forma de la “tesis de la corrupción “, tan reiterada en los Siglos de Oro, según la cual el castellano no es sino latín degenerado por el contacto con gentes bárbaras (godos, árabes, etc.), aunque muy pocos intentaran precisar los modos concretos de tal “corrupción” (los eruditos que en el s. XVII defendieron la idea de un “castellano primitivo” independiente del latín, no tuvieron, lógicamente, continuadores). Como vemos, pues, la Filología románica, disciplina ya “científica”, no ha hecho en los ss. XIX y XX sino llevar al extremo la línea de investigación indicada1. Primitivos dialectos castellanos
Mayor interés tiene su aparición directa, en principio en forma de palabras o frases insertadas en textos latinos y, por fin, de manera ya exclusiva, constituyendo textos propiamente castellanos. Esto último tardará también bastante en producirse: de hecho, no ocurre hasta fines del s. XII y principios del XIII. La presencia del romance castellano se da, en progresión creciente desde el s. X en los documentos de tipo jurídico: privilegios y fueros reales y nobiliarios, contratos de compra y venta, etc., hasta arrinconar el latón a meras fórmulas estereotipadas en los documentos de finales del XII. En la centuria siguiente el uso del romance castellano se consagrará definitivamente, no ya sólo en este tipo de textos, sino en casi cualquier otro. Es una situación muy distinta a la del francés, que aparece en un texto completo ya en 842 (con los Juramentos de Estrasburgo), pero bastante parecida a la de las otras lenguas peninsulares, cuyas primeras manifestaciones plenas surgen también entre los siglos XII y XIII.
En cuanto al Cantar de Mio Cid, considerado el primer texto literario castellano, hay que admitir que, lingüísticamente, parece pertenecer más bien al s. XIII que a la época de 1140 propuesta por Menéndez Pidal (lo que no impide que contenga numerosos arcaísmos de lenguaje)2 Otros textos literarios primitivos muestran también en su forma presente abundantes caracteres ajenos al castellano: así, la Razón de Amor, poema juglaresco, es aragonesa, y otros poemas del mismo tipo, aunque de contenido religioso (Vida de Santa María Egipciaca, Libre dels tres Reys d’Orient (o Libro de la Infancia y muerte de Jesús), ofrecen numerosos aragonesismos gráficos, si bien se atribuyen a los copistas, no a su forma originaria; el poema épico Roncesvalles tiene rasgos navarros; y los Anales Toledanos contienen numerosos mozarabismos, propios de su lugar de composición; aun el primer poeta castellano de nombre conocido, Gonzalo de Berceo, incluye formas propias de su Rioja natal. Es decir, hasta mediados del s. XIII no hubo una escritura propiamente castellana, lo cual nos dice mucho de cómo se fue configurando la tradición literaria española. Geografía del castellano primitivo.
El solar del castellano fue, pues, una tierra fronteriza con los musulmanes, una avanzadilla defensiva cristiana, lugar de encuentro de gentes atrevidas, escasamente condicionadas por la tradición que imperaba en el reino de León: esas gentes, montañeses y vascos, serán los que le den a Castilla su personalidad tan peculiar en el derecho, las costumbres y, sobre todo, la lengua. Todo ello puede explicarnos, de acuerdo con Menéndez Pidal, el carácter innovador, revolucionario incluso, y decidido en la evolución lingüística castellana. Pero también nos ayuda a entender por qué cuando, por fin, surge una tradición escrita castellana nos presenta tantos elementos (los “dialectalismos” que señalamos arriba) de otras regiones con mayor tradición cultural.
Había sido ésta una región difícil para los romanos, quienes no terminaron de pacificarla hasta la época de Augusto (aún después hubo intentos de rebelión, incluso en el período visigótico). Sus habitantes, muy poco desarrollados, fueron integrados tarde y mal a la cultura latina: debieron de aprender un latín muy simplificado, lleno de rasgos de sus primitivas lenguas, una de la cuales, el vascuence, siguió existiendo, no sólo en su lugar de origen, sino también entre los primeros repobladores de Castilla. Esa prolongada situación bilingüe (o multilingüe), en un entorno pobre, belicoso y muy poco ilustrado, va a condicionar decisivamente la transformación del latín en romance castellano. Pero la oscuridad que envuelve todos estos antecedentes históricos del castellano va a hacernos también muy difícil poder seguir detenidamente ese proceso.
Al igual que en la mayor parte del mundo románico, el latín fue en la Península Ibérica una lengua trasplantada por obra de los conquistadores romanos. La latinización de Hispania, paralela a su romanización política y cultural, comienza, como señalan todos los historiadores, en el 218 a.C., fecha en que desembarca en Ampurias el primer contingente romano, al mando de Cneo Escipión, dentro de la guerra que enfrentaba por entonces a Roma con Cartago. En el proceso de latinización hay dos elementos: modo en que se produce y lenguas anteriores desplazadas, que para los romanistas son clave en la configuración de las posteriores lenguas romances. Situación lingüística de la Hispania prerromana.
A grandes rasgos, podemos afirmar que la Península presentaba dos grandes zonas más o menos compactas a la llegada de los romanos: por un lado, toda la franja del Sureste, desde Andalucía Oriental hasta Valencia y Cataluña (con extensión al otro lado de la cordillera pirenaica), penetrando por el Valle del Ebro casi hasta el final, constituía la zona ibérica, de cultura elevada, como muestran sus abundantes inscripciones y las referencias de los historiadores antiguos. De origen discutido: ¿procedían del Norte de África, o eran autóctonos de la Península?, tampoco sabemos si hablaban una sola lengua o varias, aunque de la misma familia. En Cataluña convivieron con pueblos de estirpe preibérica (layetanos, cosetanos, etc.), de cuyas lenguas no quedan restos. Al Sur, aproximadamente en el Bajo Guadalquivir, se encontraba la lengua de los tartesios (llamados también túrdulos o turdetanos), que no se cree fuera de tipo ibérico, aun siéndonos desconocida por completo. La otra gran zona es la de tipo indoeuropeo, extendida por el Centro y ((Nor)Oeste de la Península: dentro de ella habría que diferenciar una capa no- céltica, más primitiva (en la que algunos creen ver los míticos ligures de la Historia antigua), arrinconada hacia el Norte y Oeste de la Península, y mezclada probablemente con pueblos más antiguos de naturaleza desconocida; y otra posterior céltica, desarrollada en toda la zona central y occidental del Norte del Guadiana, y sobre todo del Tajo, aunque con presencia en muchos otros puntos (desde el Valle del Ebro a Andalucía): los celtas del borde oriental de la Meseta, muy relacionados con la cultura ibérica (utilizaron el alfabeto silábico ibero para sus inscripciones, como después el latino), son los que recibieron la denominación de celtíberos. Con el primer grupo de pobladores indoeuropeos no célticos (entrados en la Península hacia el 1000 a.C.) podrían relacionarse los cántabros (cuya afinidad primitiva con los vascos se discute, aunque hoy ya no se les considera como pueblo ibérico), astures, callaecos, lusitanos, etc.: salvo nombres de lugar, siempre de difícil explicación, nada sabemos de las lenguas de estos pueblos. Los otros grupos lingüísticos son mucho más variados; casi todos, de origen ignoto, y muchos de ellos sin ninguna muestra lingüística conocida. El más importante, por supuesto, es el vasco, idioma pirenaico en la Antigüedad, pues llegaba desde su emplazamiento actual hasta el Mediterráneo; parece que era propio no sólo de los vascones (habitantes de la actual Navarra) sino también de otros pueblos más occidentales, situados en la zona del actual País Vasco. Hoy ya no se admite que sea una lengua ibérica común a toda la Península; pero sí son evidentes muchos rasgos comunes entre ambos grupos (tanto de tipo fónico como morfológico o léxico), debidos quizá a una base común primitiva a la que se añadieron elementos posteriores muy diferentes ya; parece, incluso, que el mismo término ibero puede tener raíz vasca, si se admite que se les dio tal nombre por el río Iberus (> Ebro), del vasco ibai, ibar ‘río’ (¿pero era esta palabra originariamente vasca?). Por otra parte, la presencia céltica fue también importante en la zona vasca, aunque quizá no en la estructura propiamente lingüística, sino sólo en nombres de lugar o persona (aparte de influencias culturales de otro tipo): vascones parece tener raíz céltica. Por último, no hay que olvidar las colonias orientales establecidas en las costas del Sur y en Levante. Las más antiguas son las fenicias, en general factorías comerciales; del mismo tipo lingüístico, aunque ya de carácter militar, son los enclaves púnicos o cartagineses. Por otro lado, las colonias griegas (establecidas por diferentes ciudades). Unas y otras podían entremezclarse, aunque los griegos fueron los únicos en fundar poblaciones en la costa mediterránea más al Norte (Valencia y Cataluña). La herencia de las lenguas prerromanas
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