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“PIDO LA PALABRA PARA AMAR”: Gertrudis Gómez de Avellaneda Mercedes Arriaga Flórez Universidad de Sevilla Todos los biógrafos de Gertrudis Gómez de Avellaneda subrayan que la suya fue una “vida romántica”1[1], dándole a ese término un trasfondo de energía vital, fatalidades y pasiones. Hay que reconocer que la vida personal de nuestra autora fue bastante singular para un siglo como el suyo, en el que la mujer estaba destinada a la invalidez social e intelectual, por ser un ser “frágil”, “delicado” y “enfermizo”. Definiciones que difícilmente pueden adaptarse a la vida de una mujer viajera y políglota, que tuvo una hija de soltera, enviudó dos veces, y terminó su vida definiendo como “triste” la libertad sin amor; y menos aún la obra de una escritora que prácticamente abarcó todos los géneros literarios. Gertrudis Gómez de Avellaneda había nacido en Cuba en 1814, y se había criado en un ambiente refinado al que llegaba la buena literatura europea del momento. Por lo tanto, cuando se traslada a España con su familia, en 1836, lo hace con una cultura refinada a sus espaldas. Vive en Galicia una temporada y luego en Sevilla. En su periodo andaluz escribe para los periódicos de Sevilla y Cádiz, firmando sus artículos con el pseudónimo de La Peregrina (un nombre no casual, como veremos más adelante). En Sevilla estrena su primera obra de teatro (Leoncia, en 1840), escribe poesía y su primera novela Sab. Importante por ser la primera novela antiesclavista, que se adelanta de diez años a la más conocida La Cabaña del Tío Tom. Pronto gozó de fama literaria y fue aplaudida en Madrid, donde fue recibida en el Liceo y en la Habana, donde fue obsequiada con grandes honores. Su extensa obra abarcó el artículo periodístico, la poesía, el ensayo, el teatro, y, por supuesto, el cuento y la novela. Menéndez y Pelayo la consideró “la poetisa más grande de los tiempos modernos”. Su brillante carrera literaria, la llevó a ser una mujer de reconocido prestigio, pero con las limitaciones que su época imponía2[2]. No pudo entrar en la Real Academia, en la que había solicitado ocupar el sillón de su amigo Nicasio Gallego, y su irrupción en la vida pública, en parte, fue tolerada gracias a su aspecto físico. Su belleza, que tanto elogios le valió por parte de los escritores de su época, fue para Gertrudis una especie de pasaporte que le abrió las puertas del éxito literario, pero al mismo tiempo, una buena parte de esos escritores nunca aceptaron su condición de mujer. Para entender la encrucijada en la que Gertrudis, como otras escritoras de su tiempo, tuvo que vivir, hay que recordar que la sociedad del siglo XIX en España, prescribe una tajante división del espacio de lo público (para los hombres) y de lo privado (para las mujeres), y en esa división física, pero también, y sobre todo simbólica, la mujer tiene que ceñirse a su papel de “ángel del hogar”, eufemismo que escondía, tanto las fatigas y abusos de la vida doméstica, como la imposibilidad de acceder a cualquier tipo de actividad fuera de ella, incluida la creatividad. Si lo “natural” para la mujer era ser esposa y madre encerrada en el hogar, ser escritora se presentaba como algo insólito, cuando no francamente deplorable. Sólo en una circunstancia, la escritora podía “salvarse”, es decir, en el caso en que su obra representase “lo eterno femenino”. “Las poetisas” románticas, aunque en muchos casos ridiculizadas, eran las únicas que podían entrar como mujeres en la literatura, o para ser más exactos, en una forma “menor” de literatura, precisamente por encarnar ese “eterno femenino”, definido por los críticos como una escritura de tono apasionado, en la que predominan, la “naturalidad”, la “sinceridad” y los “sentimientos”. Es decir se trataba de un coto cerrado en el que la sensibilidad romántica se desprestigiaba en sus tonos más dulzones y sensibleros, es decir, más “femeninos”, dando al adjetivo todo su significado de intrascendente y superfluo pasatiempo para señoras que no tenían nada que hacer. El caso de Gertrudis Gómez de Avellaneda fue diferente. Por una parte, su éxito se vio asegurado por representar el canon literario de la época de Isabel II. La vena patriótica, el nacionalismo y el idealismo cristiano de sus obras se encuentran en plena consonancia con ese canon. Pero, por otra parte, su éxito se vio dificultado también por el hecho de que Gertrudis cultivaba géneros literarios que no eran los propios de mujeres (Sánchez, 2000), lo cual creaba no pocos inconvenientes para los críticos de su época: “Al frente de las poetisas españolas se encuentra Carolina Coronado: no es la Avellaneda poetisa sino poeta: sus acentos valientes, sus elevados tonos, son impropios de su sexo” (Ferrer, 1846: 309) Las palabras de Ferrer no dejan lugar a dudas de la separación, y diferente valoración, de las palabras “poetisa” y “poeta”, que marcan también otra frontera: de lo que pueden hablar las mujeres en literatura y de lo que no pueden. La división entre lo público y lo privado se reproduce en el siglo XIX con precisión especular en los géneros literarios, considerados unos masculinos y otros femeninos: “El romanticismo español puede reclamar por suya a la única mujer que ha sabido conquistar lauros y coronas del Teatro, no por su desfachatez rudimentaria, ni por virtud de su galantería aduladora, sino descendiendo a la palestra ruda con genio y arrojo masculinos” (Blanco García, 1981: 269) Muchas escritoras románticas, son conscientes de la frontera que separa la mujer de la escritora, y optan, bien por cancelar por completo su parte femenina en favor de la literatura, aceptando y asumiendo como propia dicha frontera, como hizo Fernán Caballero, bien, intentando esquivarla en algunos géneros literarios, y trasgrediéndola claramente en otros, como hizo Gertrudis Gómez de Avellaneda. Estas actitudes ante las normas literarias y sociales marcan la diferencia entre las escritoras que tomaron la palabra para reproducir, e incluso reforzar, la ideología y el pensamiento de su época, y las escritoras que llevaron a la literatura su propia palabra. Una palabra que provenía de la experiencia concreta de ser mujer impedida y recortada por la cultura del momento, una palabra que reclamaba para el sujeto femenino el derecho a una creatividad y una responsabilidad en el mundo negadas, una palabra, por último, que trastocaba la definición de lo femenino: qué era y qué podía hacer una mujer. Está claro también que ambas actitudes nos indican el miedo profundo a comprometer la propia “reputación”, y la presión que la opinión social ejercía sobre el comportamiento femenino. Para salvar la incompatibilidad entre ser mujer y escritora Fernán Caballero se divide a si misma en dos personas: una masculina, que escribe, y otra femenina, que vive en la esfera de lo doméstico. Pero al mismo tiempo, también divide a las mujeres en dos categorías: la mujer excepcional, que es un modelo único e inimitable, y que está autorizada a tener voz en la cultura precisamente por ser una excepción, y la mujer normal, que no puede ser más que doméstica, a la que se niega por completo la palabra: “Tengo por íntimo convencimiento que el círculo que forma la esfera de una mujer, mientras más estrecho, más adecuado a su felicidad y a la de las personas que la rodean, y así jamás trataré de ensancharlo… No sólo no he pensado jamás en escribir para el público, sino que es mi sistema, tanto en teoría como en práctica, que más adorna la débil mano de una señora la aguja que no la pluma” (en Kirkpatrick, 1991: 228). Fernán Caballero construye su “yo” que escribe por oposición a lo “eterno femenino”, y el único modelo al que acude es a un yo masculino con el que se coloca en consonancia. Gertrudis Goméz de Avellaneda, en cambio, no sólo asume la contradicción de ser una mujer que escribe, sino que, además, está dispuesta a pagar en términos de soledad el hecho de ser una mujer diferente. Su “yo” que escribe también se coloca en oposición a lo “eterno femenino”, pero al mismo tiempo señala la búsqueda de un nuevo “yo” femenino al que no se le nieguen los derechos de ciudadanía en la escritura y en la cultura. “He trabajado mucho tiempo en minorar mi existencia moral para ponerla al nivel de mi existencia física. Juzgada por la sociedad, que no me comprende, y cansada de un género de vida que acaso me ridiculiza; superior e inferior a mi sexo, me encuentro extranjera en el mundo y aislada en la naturaleza” (Gómez de Avellaneda, 1996: 83) Entendemos ahora la elección del pseudónimo de La Peregrina, que ilustra muy bien la posición descolocada de nuestra autora. Gertrudis se siente en esa tierra de nadie “superior” e “inferior”, en el espacio de la hostilidad, donde se la ridiculiza, pero no renuncia, a pesar de las dificultades que la sociedad de su época le impone, a tener una palabra propia, que irrumpe con valentía en los géneros literarios privados, y permanece solapada en los géneros literarios destinados al público. Gertrudis no renuncia al amor, ni al matrimonio, ni a la maternidad, para convertirse en una vestal de la literatura. Al contrario, al ser el amor uno de sus temas constantes, plantea la relación amorosa desde el punto de vista de una mujer que ve compatibles amor y libertad. “Soy libre, y lo eres tú; libres debemos ser ambos siempre, y el hombre que adquiere un derecho para humillar a una mujer, el hombre que abusa de su poder, arranca a la mujer esa preciosa libertad; porque no es ya libre quien reconoce un dueño” […] “hoy día sé que el hombre que es amado con idolatría, con veneración, puede hacerse culpable de egoísmo y crueldad cuando se reviste con el derecho de superioridad ¿Y qué mayor superioridad que la de ser arbitro del destino del otro?” (Gómez de Avellaneda, 1996: 116). Este es uno de los puntos en los que descubrimos la actualidad del pensamiento de Gertrudis Gómez de Avellaneda que podemos colocar en la misma línea de autoras como Fátima Mernissi: “Yo aquella historia la aprendí de memoria. El núcleo central de su mensaje es que la mujer tendría que vivir como una nómada, siempre alerta, preparada para emigrar incluso cuando es amada, porque, al menos eso dice el cuento de hadas, el amor puede fagocitarla y convertirse en su prisión” (Mernissi, 2000: 9). Gertrudis Gómez de Avellaneda, ya en el siglo XIX, distingue claramente entre “tener un amor” y “tener un dueño”, con lo cual está dibujando una subjetividad femenina muy moderna, que nada tiene que ver con la domesticidad ni la pasividad que el modelo femenino sigue en su siglo. Es más, Gertrudis recurre a la literatura como una aliada que le permite plasmar su acción sobre el mundo. Sobre todo en las cartas y en la autobiografía, rompe una norma consuetudinaria en su tiempo, al tomar la iniciativa amorosa, es decir, es ella la que impulsa la relación, la que la plantea, la que se declara a su amigo y la que se expone a ser rechazada. Tomar la iniciativa vuelve del revés el estereotipo de la mujer “objeto de amor”, objeto inanimado que no tiene existencia hasta que un hombre se fija en ella. Gertrudis se construye a si misma como sujeto de pasión, sujeto de deseo, sujeto que no se avergüenza de sus sentimientos, y al hacerlo es consciente que está también cambiando los papeles sociales entre hombre y mujer, que está violando las construcciones simbólicas del género, que atribuye a lo masculino, ciertas cualidades (positivas y prestigiosas) y a lo femenino otras (negativas y desprestigiadas) “Raro, original papel que hago contigo. Yo, mujer, tranquilizándote a ti del miedo de amarme. ¡Es cosa peregrina! Pero contigo no soy mujer, no; soy toda espíritu, y ninguna regla es aplicable a este cariño excepcional que me inspiras” (Gómez de Avellaneda, 1996: 98). Para llevar a cabo un amor de igual a igual Gertrudis ignora la jerarquía social que coloca a la mujer por debajo del hombre, y sitúa su amor más allá de toda regla. Para poder ser el sujeto activo de dicho amor, tiene que dejar de ser “cuerpo de carne” para convertirse en “espíritu”, tiene que sortear el concepto de “pasión”, que remite directamente al cuerpo femenino como objeto de deseo por parte del otro, y redefinir constantemente lo que es el amor para ella. En esa definición la negociación interpersonal entre iguales supone una igualdad sexual y emocional que anula la relación de poder del hombre sobre la mujer, para sustituirla por otro tipo de relación que sólo puede ser posible desde la autonomía personal de un yo femenino, que construye para si misma un proyecto de felicidad. “¿Me creerás, empero, si te digo que, con todo este amor, yo no deseo inspirarte eso que los hombres llaman pasión? No, yo quiero que me ames con extremo, con vehemencia, como yo te amo: pero no quiero que tu amor difiera del mío” (Gómez de Avellaneda, 1996: 115). En la especial redefinición de amor de Gertrudis queda desbancado el orden tradicional, que exigía que el deseo femenino, si existía, debía permanecer oculto (Le Doeuff, 1993: 161). Gertrudis busca la comprensión, busca la correspondencia, busca la complicidad con su interlocutor. Los textos de nuestra autora trastocan lo “eterno femenino”, que desde siempre se había caracterizado por la ausencia de reciprocidad con respecto al hombre. Como nos recuerdan las palabras de Simón de Beauvoir: “la mujer se determina y diferencia con relación al hombre y no éste con relación a ella” (Beauvoir, 1987: 12). Gertrudis modifica simbólicamente el terreno más difícil: el de las relaciones personales entre hombres y mujeres. En su Autobiografía y sus epistolarios salva la distancia que existía entre la heroína romántica, siempre dispuesta a seguir los impulsos de su corazón, por encima de las convenciones sociales, pero condenada a la muerte o al castigo, y la mujer real del siglo XIX que, en cambio, reclama mayores espacios de libertad. Gertrudis inventa una nueva forma de relacionarse con un hombre que no es ni “cruda sexualidad o veneración distante, casi religiosa” (Mayoral, 1995: 139). Son ilustrativas, en este sentido, sus opiniones acerca del matrimonio: “Para mí la verdadera felicidad no consiste en el estado que se tiene. El matrimonio es mucho o poco según se considere: es absurdo o racional, según se motive…Lo abrazaría con la bendición del cura o sin ella: poco me importaría, para mí el matrimonio garantizado por los hombres o garantizado por la recíproca fe de los contrayentes únicamente no tiene más diferencia. Para mí es santo todo vínculo contraído con recíproca confianza y buena fe, y sólo veo deshonra donde hay mentira y codicia” (Lazo, 1972: 90). Gertrudis intenta construir su identidad a través de la escritura, separándose tanto del “modelo femenino” vigente en su época (Gilbert y Gubart, 1998: 64), como de los modelos masculinizados de mujer. Con una buena dosis de ironía, que podríamos imitar ante las imágenes que los mas-media nos proponen constantemente, Gertrudis se presenta siempre como un tipo de mujer “defectuosa”, sabiendo que, precisamente, las desavenencias con los modelos son el único espacio que puede ocupar una mujer real, una mujer que e enfrenta a los retos que la vida plantea día a día: “Ya se lo he dicho a usted otras veces, que no soy una de esas mujeres razonables que inspiran la admiración al hombre que aman, por lo muy sensato de sus procederes. Yo soy incapaz de cierta prudencia, verbigracia: dejar de escribir a usted hoy” (Gómez de Avellaneda, 1996: 113). La falta de “prudencia” condujo a Gertrudis Gómez de Avellaneda a tomar la palabra, lo que equivale, como dice Luisa Muraro, a “tomar el mundo” (Muraro, 1992: 58). Palabra de una mujer que se atrevió a amar con la misma pasión que puso en ser ella misma, y que nos dejó el camino abierto para poder escoger entre ser o no ser razonables. Referencias bibliográficas BALLESTEROS, Mercedes: Vida de la Avellaneda. Madrid, Ediciones de Cultura hispánica, 1949. BEAUVOIR, Simone de: Los hechos y los mitos. Buenos Aires, Siglo XXI, 1987. BLANCO GRACIA, Francisco: La literatura española en el siglo XIX, Madrid, Sáenz de Jubera, 1981, 2 vols., vol 1, p. 269. BRAVO-VILLASANTE, Carmen: Una vida romántica. La Avellaneda. Barcelona-Buenos Aires, Edhasa, 1967. CATENA, Elena (ed.): Gertrudis Gómez de Avellaneda. Poesías y epistolario de amor y de amistad. Madrid, Castalia, 1989. FERRER DEL RIO, Antonio: Galería de literatura española. Madrid, Tipografía de P. Mellado, 1948. 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MERNISSI, Fátima: L´Harem e l´Occidente. Florencia, Giunti, 2000. MURARO, Luisa: “Sobre la autoridad femenina”, en F. Birulés coord., Filosofía y género. Identidades femeninas. Pamplona, Pamiela, 1992. SANCHES LLAMA, Iñigo: Galería de escritoras isabelinas. La prensa periódica entre 1833 y 1895. Madrid, Cátedra, 2000. ![]() 1[1] Entre otros, Carmen Villasante (1967), Elena Catena (1989) y Mercedes Ballesteros (1949). 2[2] Laura Freixas recoge la opinión de Juan Valera al respecto, que ilustra muy bien la ideología del siglo con respecto a la mujer intelectual: “querer convertir a “la mujer sabia” en académica equivale a neutralizarla o quererla jubilar como mujer” y “hacer de ella un fenómeno raro” (Freixas, 2000: 83). Por otra parte, Marina Mayoral en un trabajo titulado “Los hombres las prefieren tontas” pone de manifiesto la misoginia que acomunaba a muchos de los escritores españoles de la segunda mitad del siglo XIX (Mayoral, 2001: 729-754) |