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José Toribio MedinaHISTORIA DE LA LITERATURA COLONIAL DE CHILE Tomo I Cátedra: “Las Letras del periodo colonial (1550-1810)” Introducción¿Qué debe entenderse por literatura colonial de Chile?.– Estado intelectual de Chile a la llegada de los españoles.– Oratoria araucana.– Carácter impreso a la literatura colonial por la guerra araucana.– Diferencia de otros pueblos de la América.– Doble papel de actores y escritores que representaron nuestros hombres.– Ingratitud de la corte.– Amor a Chile.– Encadenamiento en la vida de nuestros escritores.– Transiciones violentas que experimentaron.– Principios fatalistas.– Crueldades atribuidas a los conquistadores.– El teatro español y la conquista de Chile.– Creencia vulgar sobre la oposición que se suponía existir entre las armas y la pluma.– Condiciones favorables para escribir la historia.– Las obras de los escritores chilenos aparecen por lo general inconclusas.– Profesiones ordinarias de esos escritores.– Falta de espontaneidad que se nota en ellos.– Ilustración de algunos de nuestros gobernadores.– Errores bibliográficos.– Obras perdidas.– Ignorancia de nuestros autores acerca de lo que otros escribieron.– Dificultades de impresión.– Sistema de la corte.– El respeto a la majestad real.– Prohibición de leer obras de imaginación.– Id. de escribir impuesta a los indígenas.– Privación de la influencia extranjera.– Persecuciones de la corte.– Disposiciones legales.– Dedicatorias.– La crítica.– Respeto por la antigüedad.– Prurito de las citas.– Monotonía de la vida colonial.– La sociedad.– El gusto por la lectura.– Bibliotecas.– Preferencias por el latín.– Falta de estímulos.– Sociedades literarias.– Historia de la instrucción en Chile.– Id. del teatro.– Importancia del estudio de nuestra antigua literatura.– Uniformidad.– Falta de sentimiento en los poetas.– La poesía sólo fue un pasatiempo.– Pobreza de la rima.– Juegos de palabras.– Citas mitológicas.– Descomposición de palabras.– Un testamento.– Un enigma.– Los lados del rectángulo.– Fiestas.– Ejemplos tomados de Lima.– Un laberinto.– Consideraciones generales sobre los poemas de la conquista de Chile.– Id. sobre la prosa.– Los historiadores astrólogos.– Programas para escribir la historia.– Biografía.– Viajes.– Obras de imaginación.– La oratoria.– Teología.– Siglo de oro de la literatura colonial. ¿Qué debe entenderse por literatura colonial de Chile? Tal es la pregunta a que debemos responder antes de entrar al análisis detallado de cada una de las obras que la componen. Es natural y corriente en todos los que han encaminado sus labores al estudio del desarrollo del pensamiento en un país determinado, [VIII] comenzar por investigar la formación del idioma y aun los orígenes del pueblo de cuyos monumentos literarios se trata. La Harpe, Villemain en Francia, Sismondi, Ginguené respecto de Italia, don Amador de los Ríos en España, en una palabra, cuantos han escrito de la historia literaria de las naciones europeas han debido siempre tomar este hecho capital como punto de partida de sus tareas. Mas, estas investigaciones quedan manifiestamente fuera de la órbita de nuestros estudios. El idioma castellano, empleado por los escritores chilenos, estaba ya formado cuando los primeros conquistadores pisaron los valles del sur del desierto. Cervantes aún no había nacido, pero el instrumento de que hiciera tan brillante alarde en el Quijote iba a llegar con él a la plenitud de su desarrollo. Las palabras literatura chilena no se refieren, pues, como fácilmente se deja entender, sino al cultivo que el pensamiento en todas sus formas alcanzó en Chile durante el tiempo de la dominación española. Aquella literatura puede decirse que fue una planta exótica trasplantada a un suelo virgen, nada más que el arroyuelo que va a derramarse en la corriente madre. Trátase simplemente en nuestro caso de averiguar y constatar la marcha seguida entre nosotros por los que se dedicaron a las letras, estudiando el alcance de las producciones del espíritu bajo las influencias inmediatas que obraron en nuestro suelo, bien sea a consecuencia de los hombres que las sufrieron, bien sea a causa de las tendencias impresas a su carácter por el pueblo en medio del cual vivieron o de la naturaleza propia de un país desconocido y como perdido en un rincón del mundo, estrechado por el océano y los Andes. ¿Qué fue lo que los compañeros de Valdivia encontraron en el territorio que Almagro acababa de explorar hacía poco tiempo? ¿Cuál era el estado intelectual de los pueblos en cuyo centro venían a establecerse? Desde luego, cuantos han tenido ocasión de examinar la lengua araucana, unánimes testifican su admirable regularidad, lo [IX] sonoro de sus frases, y una sorprendente riqueza de expresiones. «Es cortada al talle de su genio arrogante, dice, Olivares; es de más armonía que copia, porque cada cosa tiene regularmente un solo hombre, y cada acción un solo verbo con que significarse: con todo eso; por usar de voces de muchas sílabas sale el lenguaje sonoro y armonioso»1. Los araucanos no conocían el uso de la escritura; sus más importantes mensajes apenas si sabían trasmitirlos por groseras representaciones materiales, inferiores aun a los quipos que los súbditos del Inca acostumbraban. Su atraso era notablemente superior al de los indios peruanos, ya se examine con relación a su industria, de la cual dan espléndido testimonio las grandes calzadas labradas en una extensión de centenares de leguas, ya con relación a las concepciones del espíritu que había sabido elevarse hasta la producción e inteligencia del drama. Los pobladores de Arauco tenían sus poetas que en el entierro de algún muerto, en medio de la general borrachera, declamaban composiciones en verso, que los parientes remuneraban con chichas2. «La poesía de esta lengua, dice Olivares, hablando en términos más generales, si no tiene aquellos conceptos altos, alusiones eruditas y locuciones figuradas que se ven en obras poéticas de otras naciones sabias, por lo menos es dulce y numerosa, y aunque sea soberbísimo el juicio de los oídos que condena sin apelación todo lo que no le cuadra, con todo, el más delicado no hallará cosa que reprender en la cadencia y numerosidad de sus metros»3. Pero puede decirse que de todos los géneros literarios el único que cultivaban era el de la oratoria. Guerreros por excelencia, conocían perfectamente las grandes determinaciones que en sus reuniones bélicas estaba destinado a producir el uso elegante o apasionado de la palabra, que los llevaba a la pelea prometiéndoles la victoria. «Como en lo antiguo los griegos y romanos [X] tenían y ahora los que profesan las buenas letras usan cotidianos ejercicios de la oratoria, y así estos indios ejercitan, se puede decir, a todas horas los bárbaros primores de que son capaces unos ingenios destituidos de toda ciencia y dejados a la enseñanza de la naturaleza, porque en este particular no hay nación que tenga semejanza con ésta, que practica como moda cortesana lo que entre los escitas fuera la mayor impertinencia. Siempre que uno visita a otro (y esto es continuo por su ociosidad) no traban la conversación como otra gente con alternativa de breves cláusulas, sino de razonamientos prolijos. En tanto que el uno está declamando su sermón, está el otro rindiéndole quietísima atención de sentidos y potencias, porque fuera muy mal caso y de mucha ofensa no hacerlo así; y para dar muestra de que escucha diligentemente, el que oye ha de hacer una de dos cosas: o repetir la última voz de cada período en que hace pausa el predicador o decirle: Vellechi, veinocanas, mu piqueimi, que quiere decir así es, bien decís, decís verdad. Luego coge el otro la mano para corresponder a una declamación con otra, y de este modo gastan comúnmente algunas horas, andando mientras esto muy listas las mujeres para dar jugo y fecundidad al orador. Este modo de ensayos elocuentes practican desde niños, porque saben la mucha cuenta que se hace entre ellos de quien habla bien, y que lo contrario es exacción que se opone para que alguno no suceda en algún bastón, aunque le venga por sangre. Estos razonamientos pronuncian en los congresos particulares con tonos moderados; mas, en las juntas grandes para asentar paces, o persuadirlas, que llaman en su idioma huinca-coyan, o para publicar guerra que llaman auca coyan, dicen sus oraciones con tal rigor que, como se dijo del griego Pericles, parece que hablan con truenos y que sus operaciones son borrascas deshechas. Verdaderamente, cuando he visto en juntas de muchos centenares de indios declamar a estos bárbaros oradores, juzgué que ni Poreyl y Latron cuando hacían estremecer las paredes del Gimnasio, ni Marco Tulio, cuando fulminaba en la curia contra un reo el más criminal del Estado, lo ejecutaría con más esfuerzo del pecho y ardor del ánimo. [XI] Y como el orador movido se halla a mano las fórmulas más vivas y eficaces de imprimir su afecto en los otros, es indecible cuán bien usan estos indios bárbaros de aquellas figuras de sentencias que encienden en los ánimos de los oyentes los afectos de ira, indignación y furor que arden en el ánimo del orador, y a veces los de lástima, compasión y misericordia, usando de vivísimas prosopopeyas, hipótesis, reticencias irónicas, y de aquellas interrogaciones retóricas que sirven, no para preguntar, sino para reprender y argüir, como usó Cicerón en el principio de una oración que hizo contra Catilina en el Senado... En sus persuasiones se valen bellamente de los argumentos que se toman de lo necesario, fácil, útil y deleitable, y en la disuasión, de sus contrarios, omitiendo las pruebas que se sacan de lo honesto e inhonesto, o tocándolas solamente por los respectos extrínsecos que tiene lo bien y mal, hecho a la honra y deshonra que ocasiona; porque, realmente, no han hecho concepto verdadero del precio y hermosura de la virtud por sí sola, y les parece más digna de honra la iniquidad poderosa que la inocencia desarmada»4. Nada, pues, tuvieron los invasores que aprender del pueblo que venían a conquistar. Al revés de lo que sucedió en Europa cuando el imperio romano comenzó a segregarse en diversas nacionalidades, en que los conquistadores, encontrando en su camino pueblos más civilizados que ellos, adoptaron sus costumbres, se impregnaron de la civilización mucho más adelantada que hallaron, y, poco a poco, su bárbaro idioma fue trasformándose para dar origen a las diversas lenguas de las naciones modernas; los españoles nada recibieron de los hijos de Arauco, a no ser una que otra voz que vino a aumentar el castellano. Pero, en cambio, la lucha constante en que vivieron, el peligro diario en que sus vidas se hallaron por la indomable resistencia de un pueblo salvaje, vino a imprimir a los escritos que se elaboraron durante todo el curso del período colonial una fisonomía especial. Interesados en recordar las experiencias del pasado para [XII] resguardarse de los peligros del porvenir, se dedicaron con afán a escribir la crónica de los sucesos de la guerra araucana. Bajo este aspecto, puede asegurarse que, a excepción de los libros teológicos y de otros de menor importancia, toda la literatura colonial, está reducida a la historia de los hijos de Arauco. Ellos inspiraron a los poetas, ellos dieron asunto a los viajeros, ellos, por fin, ocuparon la pluma de los políticos. Este continuo batallar, imprimiendo a las letras de la colonia un carácter diverso del que asumieron en el resto de los dominios españoles de América, constituye precisamente su originalidad y su importancia, pues en ese período se escribieron en Chile más obras históricas que las que los literatos de todas las colonias restantes pudieron fabricar, siendo cierto, como dice M. Moke, que «en las muestras de la literatura de un pueblo es donde se reflejan sus sentimientos y sus ideas, porque ella es la que ofrece la expresión más viva, más pronunciada y más inteligente»5. Así, al paso que en otros lugares se trabajaba con más holgura y sobre temas acaso más variados y abstractos, pero siempre mucho más frívolos, entre nosotros, limitado el horizonte de producción por la necesidad de la conservación propia, nos han quedado, por ese mismo motivo, obras que interesan en alto grado a la posteridad. ¿Quién irá hoy a leer la vida de místicos personajes, los abultados volúmenes de sermones, las recopilaciones de versos disparatados que en la metrópoli del virreinato se escribieron en aquel tiempo? Y, por el contrario, un libro cualquiera de entre los numerosos que se redactaron sobre Arauco, ¿no será siempre un monumento digno de consultarse? Prescindiendo de este rasgo capital, hay otra circunstancia que concurre a dar a la literatura colonial de Chile cierto sello distintivo, y es el doble papel de autores y escritores que representaron los hombres de quienes vamos a ocuparnos. Este estudio, no[s] revelará, pues, al mismo tiempo que el conocimiento de las obras que la componen las líneas personales de los que la formaron. Tal [XIII] hecho fue siempre anómalo en los anales literarios de cualquier pueblo, pero entre nosotros la excepción la constituye el sistema contrario. Refiriéndose Voltaire a este preciso caso, decía con razón, que punto de vista tan nuevo, debía también originar nuevas ideas. En nuestra época es difícil explicarse cómo aquellos hombres ansiosos de dinero y dotados de inteligencia muchas veces cultivada, se lanzaban en pos de lo desconocido y del ignorado más allá con tanta fe y entusiasmo que nunca admiraremos bastante sus esfuerzos de gigantes. Para ellos; ajenos siempre a las fatigas, las distancias fabulosas, interrumpidas por inmensos desiertos y elevadas cumbres, eran devoradas en momentos; las acciones más sorprendentes se veían realizadas como la cosa más vulgar, y siempre el desprecio de la vida, asentándose sobre su codicia y crueldad, producía en ocasiones la singular paradoja de llevarlos a la fortuna por los caminos que ordinariamente le son más opuestos. En cambio, muchas veces, una vida entera consagrada al servicio de la causa del rey para la sujeción de un país que a cada momento reclamaba sacrificios de todo género en sus vasallos, se aproximaba a la vejez sin que el más miserable premio recompensase sus desvelos, terminando al fin oscurecida y olvidada; «hasta morir en un hospital, decía el [sic: debe ser ‘al’] rey en 1664 don Jorge de Eguia y Lumbe: ordinario premio de los que sirven en las Indias después de haber gastado su juventud en servicio de Su Majestad»6. En la indigencia no quedaba a esos infelices más recurso que consignar por escrito en forma de memoriales la relación de sus servicios, cuya extensión solo podremos apreciar cuando sepamos que algunos de ellos asistieron a más de cien batallas. Pero en todos permanecía entero el amor al país en cuyo servicio habían consumido sus mejores años. El nombre de Chile aparece casi siempre en las obras de esos escritores rodeado de una especie de aureola iluminada por los destellos de un cariño [XIV] entusiasta. Ovalle, Molina y más que ninguno, Santiago de Tesillo, que veía reproducirse en los Andes las montañas de su pueblo natal, no tienen palabras bastantes con que ponderar las bellezas de nuestro suelo. El estudio de la vida de uno de estos escritores conduce naturalmente, a hablar de la de los demás. Pedro de Valdivia nos recuerda a Góngora Marmolejo y a Mariño de Lovera; fray Juan de Jesús María nos hace pensar inmediatamente en el defensor de don Francisco de Meneses; y así, sucesivamente. Sin embargo, poco a poco, va desapareciendo esa personalidad vinculada a las obras históricas principalmente, hasta llegar a Molina que ha podido prescindir de ella casi por completo. Hay un hecho biográfico casi constante que se aparece al crítico cual un rasgo marcadísimo de la fisonomía moral de nuestros antiguos escritores. Tal como en España, Lope de Vega, Calderón, Tirso de Molina y otros, después de haber seguido la carrera del siglo y de las armas, daban de repente un adiós al mundo y trocaban su casaca militar por la cogulla del fraile; así entre nosotros hubo muchos que, después de haber profesado las armas, entrábanse a un convento a prepararse más en sosiego para el trance de la muerte, procurando olvidar con la penitencia las faltas de una vida más o menos trabajada y azarosa. Caro de Torres, después de haber pasado su juventud en los campamentos, vistió sotana, sin alejarse por eso del ejercicio militar; Carvallo mismo, que era un soldado no poco alegre, lo intentó también, y a este tenor pudiéramos citar varios otros nombres. Muchas veces estos cambios de estado fueron atribuidos a designios de Dios, cuando no hacían entrar de por medio a la Fortuna, esta diosa ciega a la cual tan gran culto rindieron, nuestros antepasados. Aventureros por excelencia, todo lo fiaban a la suerte; fatalistas por principios, no se arredraban jamás ante los peligros de la naturaleza o del enemigo, seguros de salir ilesos si su buena estrella, por anterior designio, no hubiera de eclipsarse todavía. Estas teorías eran sin duda reprochables, pero fueron en aquellos años la fuente de brillantes acciones, y [XV] las doctrinas de la Europa en una época en que Godofredo de Bouillon levantaba todo un continente para partir a la conquista de la Tierra Santa al grito de «Dios lo quiere». Se ha repetido tanto fuera de España que los conquistadores del Nuevo Mundo fueron los verdugos de los indios, que se hace necesario vindicar a los que escribieron entre nosotros, y especialmente a los poetas, de tan grave inculpación. Tenemos casualmente el testimonio lealmente expresado del mismo Ercilla sobre un lance tan grave y doloroso como fue la muerte del valiente Caupolicán, en que declara que, a haber él estado presente, habría sabido impedirlo. Álvarez de Toledo no es menos compasivo. Bascuñán, aun Tesillo, cuya alma hubiera podido sentirse enconada en tantos años de lucha con un enemigo de ordinario pérfido, no tienen para ellos sino palabras de piedad. Acaso los que por su estado hubieran podido sentirse más distantes, no digo de ser crueles, sino de odiarlos, cuales eran los frailes, fueron los que levantaron siempre más alto la voz en contra de los araucanos rebeldes a la fe. Mas, el amor desinteresado del héroe de la Compañía de Jesús en Chile, el padre Luis de Valdivia, ¿no ha redimido en este orden las faltas de todos ellos? Las acciones de esos escritores realizadas en la grandiosa naturaleza de un mundo nuevo y prestigioso, formaba tema admirable para que los autores dramáticos de España no se apoderasen de sus figuras y las presentasen en la escena hermoseadas con el prestigio de una imaginación brillante y de un talento superior. Lope de Vega, Calderón, Pérez de Montalbán, Ruiz de Alarcón, los más famosos dramaturgos de la Península, en una palabra, tomaron los hechos de la conquista de América, y de Chile sobre todo, y escribieron sobre ellos piezas de sensación que los contemporáneos designaron con el nombre de «comedias famosas». Algunos de ellos, llevados de pasiones mezquinas y de pequeñas rivalidades, falsearon ciertamente la verdad, y a Ercilla, el más famoso de los poetas que contaran nuestra historia, se le vio aparecer en las tablas de los teatros de Madrid ridiculizado por la pluma envidiosa del gran Lope. ¡Era siempre la eterna rivalidad [XVI] de don Alonso y don García, la justa venganza del héroe soldado y el desquite asalariado del magnate. Fue en aquellos años muy corriente la vulgar creencia de que las armas no hacían consorcio feliz con la pluma. Preocupados los chilenos casi únicamente de asegurar su propio y material bienestar, en la necesidad casi constante de proteger sus hogares contra un enemigo siempre derrotado y jamás vencido, era natural que faltase el suficiente reposo para escribir. Las consideraciones que el solo título de autor pudieran acarrear, no eran suficiente en una sociedad turbada casi siempre por el estrépito de las armas; es constante, en cambio, que los grandes soldados, hombres con frecuencia distinguidos, fueron también los narradores de los sucesos del país. De aquí, por qué cuando un escritor no era a un mismo tiempo militar de distinción, apenas sí la posteridad conoce su nombre. Mas aún: para el que emprende diseñar la vida de uno de esos hombres que brillaron más o menos en las armas, su trabajo tiene mucho de parecido a la tela que ha de recibir el bordado: a trechos, pulida, completa; a trechos, bosquejada, inconexa. Las figuras capitales, ángulos del trabajo, son los grandes acontecimientos en los que, cual la mano del artista, aparece la huella del soldado, he aquí lo perceptible. Los blancos que se observan en el telar son también los vacíos que se notan en los rasgos del hombre que se estudia, que se sabe pertenecen a lo anterior y están ligados a lo que sigue, pero que solo representan los eslabones de una cadena que divisamos a pedazos. Cual el indio de las praderas siempre iguales que se inclina para escuchar un ruido imperceptible que le trae un eco lejano y se mira feliz si descubre una huella, así el biógrafo tiene sus alegrías y sus desfallecimientos: recorre en todo sentido el campo de sus investigaciones, un dato es para él un hallazgo, una palabra un indicio de valor, una fecha un rayo de luz; a veces triunfa, pero las más ¡se esfuerza, combate y sale vencido! De los precedentes anteriores resulta, que todos esos historiadores se han encontrado en situación de pintar a los hombres y [XVII] las cosas como testigos de vista, dando a su relación cierto colorido propio y un aire de veracidad perfectamente explicable si se considera que escribían en medio de gentes que también habían presenciado los sucesos y que en el acto habrían protestado ante cualquiera falta de verdad. Por estas circunstancias podemos decir que, sumando los testimonios de todos esos escritores, puede formarse con ellos una relación completa y auténtica de la era colonial entera. Mas, cualquiera de esas relaciones que se examine se encuentra inconclusa, como si la luz a cuyo resplandor iban renaciendo las cenizas del pasado se hubiese extinguido por alguna ráfaga repentina. ¡Ah! es que de ordinario la muerte venía a cortar aquellos trabajos emprendidos en el ocaso de la vida, o que el historiador, al corriente ya en su relación de lo que en esos momentos sucedía, tiraba la pluma y reservaba para los que viniesen en pos la continuación de su obra. Otras veces, el desaliento se apoderaba del escritor y renunciaba a su tarea; en ocasiones también, dábase a la prensa la primera parte de algún trabajo y nunca más tarde llegaba a ofrecerse la ocasión de dar a luz lo restante. Es seguro, sin embargo, que, a no considerarse muy de cerca lo que entonces pasaba en Chile, se podrá decir que esos hombres en apariencia rudos como soldados y faltos de tiempo para darse la instrucción necesaria no eran los más a propósito para el manejo de la pluma; pero si se atiende a que ellos y los miembros de las órdenes religiosas eran casi los únicos que gozaban de los beneficios de la enseñanza, será necesario llegar al resultado de que, consignando impresiones propias, o sucesos pasados perfectamente análogos a los que en su tiempo presenciaban, esos capitanes de ejército o esos eclesiásticos diligentes y activos eran los más idóneos para la tarea que dejaron realizada. Había, con todo, un poderoso elemento que en gran parte venía a destruir la buena disposición en que nuestros escritores pudieron encontrarse, y era la falta de espontaneidad que presidió a la mayoría de sus trabajos; porque es necesario tener presente [XVIII] que muchas de esas obras de una labor sostenida que hoy poseemos no fueron hijas del impulso propio sino de los mandatos de un superior cualquiera. Tomemos desde el fundador de Santiago en adelante. Pedro de Valdivia no escribió sus celebradas |