Los jóvenes ante las nuevas tecnologías: entre la “crisis de la lectura” y el nuevo ocio fragmentado






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Los jóvenes ante las nuevas tecnologías: entre la “crisis de la lectura” y el nuevo ocio fragmentado

Autor(-a/s): Igor Sádaba Rodriguez MARIO DOMINGUEZ SANCHEZ

http://www.cibersocietat.net/congres2006/gts/comunicacio.php?id=820
Abstract:

Se ha repetido con frecuencia un discurso tópico que anuncia una supuesta crisis del libro y la lectura, especialmente en referencia a colectivos juveniles que parecieran atrapados únicamente por el ocio neotecnologíco. Se augura por parte de los profetas más reputados el declive del texto impreso y su decadencia frente a otros objetos culturales en auge. Nuestra primera intención es, haciendo uso de algunos estudios empíricos de corte estadístico, poner en cuestión tales afirmaciones ya que lo que se desprende de dichos estudios es más bien que los jóvenes siguen leyendo más que los adultos. La lectura continúa siendo la fuente principal de adquisición de capital cultural en nuestras sociedades. En segundo lugar, pretendemos demostrar que lo que está ocurriendo es realmente una dislocación del orden cultural tradiconal generado por la nueva oferta mediática y de entretenimiento digital. Ello redibuja el mapa de las prácticas de lectura que pasan a ubicarse en pantallas y se vuelven hipertextuales y fragmentados. Es decir, la singularidad presente no es la desaparición de la lectura juvenil sino más bien la configuración de un nuevo hábitus generacional de relación con los textos.
Ante la supuesta crisis de la lectura juvenil.

"Hasta que dure la actividad de producir textos a través de la escritura (en cualquiera de sus formas) seguirá existiendo la actividad de leerlos al menos por parte de alguna parte de la población. Se seguirá leyendo mientras hay personas (las mismas u otras) que sigan escribiendo para que cuando escriban sea leído por alguien; y todo ello nos hace pensar que esta situación continuará existiendo durante algún tiempo". (Petrucci, 2001: 593)

El cuadro de la producción y circulación de los textos en forma de libro en el ámbito de la cultura escrita de la tradición occidental parece dibujar un continente armoniosamente homogéneo, basado en un canon uniformemente aceptado y sobre reglas de ordenación respetadas. Sin embargo, cabe desmentir tal panorama por la aparición de recurrentes síntomas de desestabilización y continuas alarmas de crisis que conciernen a la lectura por lo que las incertidumbres y contradicciones del programa aumentan y las demandas de intervención estatal resultan opresoras. ¿Existe en efecto una crisis de lectura y del libro especialmente en las jóvenes generaciones?
Pese a que la formación de lectores es una de las prioridades educativas, sólo hasta hace muy poco se ha comenzado a plantearse un análisis sistemático acerca de las prácticas de lectura de la población. Curiosa paradoja, la lectura es reconocida por legos y expertos como el mejor vehículo para transmitir el conocimiento, pero rara vez se ha convertido ella misma en objeto de conocimiento. Por esto en las discusiones y programas en torno a la lectura prospera la opinión antes que los estudios ("antes se leía más", "en nuestro país no se lee"); los presupuestos ideológicos ("leer nos hará mejores", "formar lectores es la mejor manera de alcanzar el desarrollo"), no investigaciones rigurosas. Esto nos condena a oscilar entre diagnósticos catastrofistas y campañas y programas que los pretenden encarar sin saber bien a bien qué relación tienen hacia la lectura y los diferentes objetos de la cultura escrita (libros, revistas, periódicos) los niños, jóvenes y adultos de nuestros países. (1)
En términos cuantitativos no parece oportuno dejarse llevar, al menos ahora, por el desencanto. El Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros, (2) recogido en un informe elaborado por "Precisa Research" para la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE) para 2002 indicaba que un 47% de la población española no lee nunca o casi nunca, pero no es así como se refleja entre los jóvenes, quienes parecen leer más que sus padres, así como las mujeres más que los hombres. En principio, los citados datos reflejan que se mantiene estable el porcentaje de población que practica el hábito de la lectura y que tan sólo un 0,8% de los hogares españoles no cuentan con ningún libro. En cuanto al hábitat, el estudio confirma una vez más que se lee más en las grandes ciudades (el 67,5% de los residentes en ciudades de más de un millón de habitantes son lectores) que en los municipios más pequeños (en 2002 leyeron algún libro sólo un 46% de los residentes en municipios de menos de 10.000 habitantes). Por nivel de estudios, en el Barómetro correspondiente al año 2002 se advierte la relación más contundente: a mayor nivel de estudios, mayores índices de lectura. Asimismo se observa, según los datos proporcionados por el Barómetro, que hay más lectores entre las personas que tienen estudios de Bachillerato, Formación Profesional y BUP. Dado que la proporción de la población urbana tiende a crecer, así como su formación, cabe esperar al menos sin pesimismo, el porvenir de la lectura. Máxime si tenemos en cuenta que las generaciones futuras obtienen los mayores índices de lectura. En efecto, en relación con el factor edad, el Barómetro muestra en sus datos que cuanto mayor es la edad menor es el porcentaje de lectores. Por segmentos de edad, los más lectores en el año 2002 fueron los jóvenes de 14 a 24 años, grupo que ofrece una tasa de lectores de un 70,2%. Tampoco parece que la utilización de las nuevas tecnologías suponga una merma significativa de la práctica de leer: el informe refleja asimismo que el uso de Internet es más frecuente entre los lectores (un 36,7% de éstos son internautas) que entre los no lectores (16,2%). Además, uno de cada cinco lectores usuarios de Internet lee o consulta libros a través de la Red, porcentaje que se sitúa en un 5,3% entre el total de los españoles, lectores o no.
En la misma línea, la Encuesta sobre hábitos de lectura a jóvenes españoles (2002), que incluye los datos de 3600 cuestionarios aplicados a jóvenes de 15 y 16 años, establece un porcentaje (en esa franja de edad) de 36% de lectores frecuentes (más de una vez por semana) y 38% de lectores ocasionales (más de una vez al trimestre). Sólo un 25% no lee nunca o casi nunca que, comparado con el mismo dato para adultos (un 45%), nos informa de que los adolescentes leen algo más que éstos últimos. En general, se desprende también de este estudio que la mayoría de los chicos y chicas aumenta la frecuencia de lectura con la edad y que no sólo leen libros sino que la oferta de consumo cultural se ha diversificado e incrementado en los últimos tiempos. Gran parte de los encuestados responde que le gusta leer (45%) e incluso que le gustaría leer más (47%) precisamente porque leen por placer (53%). Un par de datos más pueden ser interesantes: i) las mujeres leen significativamente más que los hombres (44% de lectoras frecuentes frente al 27% de lectores frecuentes) y ii) el nivel de estudios de los padres influye significativamente en los hábitos lectores de los jóvenes (el capital cultural se transmite).
En cualquier caso, cabe cuestionarse hasta que punto el análisis cuantitativo, sembrado de preguntas legitimadoras puede contribuir a una comprensión profunda de los procesos de lectura. Autoras como Bahloul (2003) al reubicar la lectura en el tejido de las relaciones simbólicas y reales de los lectores, pone de manifiesto las limitaciones de una aproximación así pues muestra cómo lo que determina la cualidad de un lector en tanto tal, no es sólo qué o cuánto lee, sino la manera en que capitaliza la lectura en su vida social, afectiva, política o laboral, cómo y por qué se llega a la lectura, qué o quiénes influyen en ella, cómo se socializa, etc. O, para decirlo coloquialmente, la forma en que a través de la lectura el lector se planta en el mundo; puesto que en las diferencias cuantitativas de la lectura de libros, hay que ver variaciones cualitativas en la relación individual con el libro y la cultura legítima, definida así por las instancias dotadas de autoridad cultural. Pues en la sociedad contemporánea que privilegia la comunicación virtual y cibernética, el libro impreso, el libro-objeto es más que nunca un mundo en sí, una historia, una manera de ver el mundo y de transmitirlo.
Los textos, entre el leer y el escribir

"La escritura acumula, almacena, resiste al tiempo mediante el establecimiento de un lugar y multiplica su producción por el expansionismo de la reproducción. La lectura no se garantiza contra el desgaste del tiempo (se olvida y se la olvida), no conserva la experiencia lograda (o lo hace mal), y cada uno de los lugares por donde pasa es una repetición del paraíso perdido" (Michel de Certeau, 1990, 251).

Este texto Michel de Certeau establece una distinción esencial entre lo escrito, de carácter duradero y conservador, y sus lecturas, que pertenecen al orden de lo efímero, lo plural, de la invención. La lectura no es solamente una operación intelectual abstracta: es una puesta a prueba del cuerpo, la inscripción en un espacio, la relación consigo mismo o con los demás.
En el pasado siglo XX, casi todas las campañas de alfabetización de masas conducidas a niveles nacionales o mundiales, en países avanzados o excolonias, han incidido ante todo en potenciar y difundir la capacidad de leer, no la capacidad de escribir. Tal elección ha sido el fruto de un planteamiento consciente de carácter pedagógico de las instituciones que en todo el mundo han elaborado diversas ideologías y metodologías del aprendizaje: la escuela estatal y confesional; el aparato bibliotecario, creador de la ideología democrática de la lectura pública; la industria editorial, interesada en la constitución de un público cada vez más amplio de lectores, etc. No obstante, en la base de esta elección universal hubo algo más: la conciencia de que la lectura era, antes de la llegada de la radio y televisión, el medio más adecuado para determinar la difusión de valores e ideologías, y además el que más fácilmente se puede regular una vez se controlasen los procesos de producción y sobre todo de distribución y conservación de los textos; mientras que la escritura es una actividad individual y más o menos libre, que se puede ejercitar casi de cualquier modo y en cualquier lugar, y con la que se puede producir lo que se quiera al margen de casi todo control e incluso de toda censura.
Es cierto que se puede controlar incluso la producción escrita, tal y como ilustra Michel Foucault en El orden del discurso (1987). Sin embargo, el control de la lectura parece en comparación más directo y simple que aquel, pues para que funcione sólo es preciso que las lecturas del público a alfabetizar y educar (y por tanto, a adoctrinar), esto es los jóvenes, estén orientadas hacia un corpus de obras y no hacia otras. Con ello se establece un canon como valor indiscutible a asumir como tal. Se trata pues de un auténtico "orden del discurso" partiendo de la hipótesis de que en cualquier sociedad la producción del discurso es a la vez controlada, seleccionada, organizada y distribuida por medio de un cierto número de procedimientos que tienen la función de conjurar los poderes y los peligros, de gobernar los elementos aleatorios y de esquivar la pesada y temible materialidad (Foucault, 1987, 10-11). El análisis de este autor se refiere a la producción del texto, pero todo cuanto ha escrito puede aplicarse al uso del texto, es decir, a la lectura.
La enseñanza de la lengua escrita, actualmente inseparable de la escolarización, es ingrediente esencial del libro. El texto resume cuatro siglos de innovaciones para enseñar a leer y a escribir, algunas de las cuales han reaparecido varias veces. En el ámbito escolar, el análisis de Anne-Marie Chartier (2002) revela una institución escolar marcada por profundas contradicciones y paradojas. Sus argumentos conducen por caminos poco transitados, propios de quien ha estudiado las formas educativas del pasado, y al mismo tiempo ha mantenido una estrecha relación con maestros y estudiantes de la actualidad. La conciencia del devenir histórico de la escuela actual, aclara la autora, permite actuar en el presente de una manera menos ingenua y por tanto ni en términos de visión apocalíptica ni de entusiasmo desmedido por la transformación de aquella. De hecho, el texto muestra cómo se formaron en diversas épocas muchas características de la escuela que ahora se suponen naturales: la educación básica como derecho y obligación de todo individuo; la imagen de una profesión docente anclada en un conocimiento científico; el consenso legítimo en torno a los contenidos escolares mínimos; la adopción o el rechazo de innovaciones pedagógicas y parámetros de éxito escolar; y aun la creencia en la posibilidad de democratizar la cultura (ahora sí) vía cibernética.
La lengua escrita nunca se ofrece a la población mayoritaria de un país de manera desinteresada. Esta herramienta cultural siempre se entrega a condición de que los aprendices acepten realizar otros trabajos y asimilar otros contenidos, algunos más explícitos, otros más bien ocultos. El resultado ha sido la prolongación paulatina y deliberada de los años de escolarización obligatoria. Con cada paso creció también el conjunto de los excluidos. ¿Cómo explicar, a pesar del continuo aumento de los años escolares, apunta la autora, la magnitud creciente de lo que en Francia se llama iletrismo, es decir la incapacidad de "leer" al nivel requerido por la vida urbana actual? Así parece que se aleja cada vez más la esperanza de llevar a todos las herramientas básicas de la lengua escrita. El sistema escolar norteamericano tiende cada vez más a separar una enseñanza de elite, instalada e impartida en los colleges más caros y preparados, basada en la cultura oficial y el absoluto respeto de los usos lingüísticos tradicionales, de una enseñanza de masas, tecnicista y de bajo nivel. Esta contraposición se evidencia por la creciente diferenciación entre una cultura juvenil mediática, volcada en la música de consumo, el cine, la televisión y los videojuegos y que deja en un plano secundario la lectura, limitada a obras de narrativa contemporánea y sobre todo de ciencia ficción y tebeos; y por otra parte una cultura juvenil tradicionalmente cultivada, basada en la lectura de libros, asistencia al teatro y al cine de calidad, en escuchar música clásica y en el uso sólo complementario de las nuevas tecnologías mediáticas. Una vez más en Estados Unidos la identificación del analfabetismo de masas se ha planteado sobre un programa de refuerzo y de cifras sociales de la lectura de libros. Europa presenta otra cara del problema, la de una crisis convulsiva de las empresas editoriales grandes y pequeñas, alteradas por un fenómeno de desculturización que arremete en todos los niveles contra el proceso del producción del libro, de lo cual dan cuenta la caza del autor y del libro de éxito. La frenética creación de literatura trivializada y el anclaje pasivo en autores del pasado, que llevan a una anulación de todo criterio de selección y que al no discriminar los productos que lanzan constantemente al mercado ni por el sello editorial, ni por el aspecto comercial ni por el precio, lleva a la anulación de todo criterio de selección.
En cualquier caso se trata de toda una paradoja educativa si consideramos los contenidos de aprendizaje que se consideran prioritarios y sobre los que se mide la capacidad lectora. Los contenidos que habían sido pensados para educar a los niños de las elites se convirtieron en un modelo para formar a los niños del pueblo. ¿A qué costo? En la segunda mitad del siglo XX, las referencias de esa cultura escolar, literaria y humanista son cuestionadas, por una parte, por la "cultura de masas" que difunden las industrias audiovisuales y, por otra, por las necesidades de las empresas de contar con técnicos calificados.
Un ingrediente clave en todo esto es la discusión sobre el sentido de la noción de cultura. Los acontecimientos de mayo de 1968 desconcertaron a los educadores y pedagogos occidentales. Mostraron que la esperanza de democratizar la cultura de la elite vía la escuela era una trampa, ya que justo esa cultura servía, como mostró Pierre Bourdieu (1977), para legitimar la exclusión encubierta por el acceso universal a la escuela media. Es decir, al ofrecer a todos, en principio, una misma educación, limitada únicamente por el mérito individual, la escuela pública ocultaba las distinciones de clase que daban ventaja a unos sobre otros. Por otra parte, hacia finales del siglo XX surgió la competencia de la cultura "popular" o "de masas" abriendo múltiples canales paralelos al escolar (cine, televisión, música, moda, entre otros). Esta oferta convirtió todo lo factible en mercancía. Expandió la sociedad de consumo, y a la vez logró invalidar cualquier política cultural, al colocarla en el terreno de la relatividad. Para analizar los efectos de esta última transformación, Chartier (2002) parte del pensamiento de uno de sus primeros mentores, Michel de Certeau (1990), y desarrolla para la escuela el concepto de cultura como práctica social y sentido práctico. Soslayando tanto la cultura "legítima" que suministraba la escuela pública y laica, (3) como la oferta abigarrada del mercado cultural, recuerda lo que De Certeau propuso como limitación radical: "sólo hay cultura si una práctica social tiene sentido para la propia persona que la efectúa, si sus acciones son portadoras de sentido en sí mismas, y no para obtener otras cosas."
La misma precaución debe asumirse respecto al término literatura. "Literatura" es, desde luego, un término muy problemático pues tiene las connotaciones de lo bueno y lo verdadero. A este respecto es interesante la sugerencia que hacía Barthes (1987) en S/Z de que los textos producían sentido de acuerdo con cinco tipos de códigos que los recorrían, (4) y algunas investigaciones han logrado demostrar (Sarland, 2004) que todos esos códigos podían verse en acción cuando un niño o adolescente que lea y respondía a las obras de ficción de autores "populares". Es obvio que investigar únicamente la operación mecánica de los códigos no daría una explicación suficiente al problema de la respuesta y hace falta una investigación cultural más amplia. Lo importante es subrayar que se trata de jóvenes que leen esas obras de ficción, en el formato que sea, lo que tienen que decir acerca de ellas, y lo que tienen que decir acerca del mundo en general en relación con esas obras. En definitiva que la naturaleza de lo que hasta ahora hemos llamado "respuesta" es un concepto mucho más amplio de lo que normalmente imaginamos. Los libros, los textos, no son más que una parte de la elaboración social de sentido a la que llamamos cultura, con la idea de reubicar la "respuesta" en una estructura cultural más amplia, puesto que es la mezcla, en la cual se combinan de manera inextricable lo aprendido y lo vivido, lo que guía la observación de una nueva situación.
El otro elemento relevante tiene que ver con cómo la educación ha de encontrar caminos para abordar esos libros o textos no incluidos en el canon tradicional y propios de la literatura popular, puesto que tal vez puedan brindar una experiencia de lectura tan "valiosa" como la que tradicionalmente atribuimos a la ficción de "calidad".
Por su parte, la escritura hipertextual es el correlato de la lectura hipertextual. En el mundo de los textos electrónicos pueden anularse tres restricciones consideradas desde siempre como imperiosas (5). La primera es la que limita de modo estricto las posibles intervenciones de lector en el libro. En el texto electrónico no sólo puede el lector someter los textos a múltiples operaciones (confeccionarles índices, anotarlos, copiarlos, desplazarlos, recomponerlos, etc.); más aún, puede convertirse en coautor. La distinción, visible de inmediato en el libro impreso, entre la escritura y la lectura, entre el autor del texto y el lector del libro, se borra en provecho de una realidad diferente: el lector ante la pantalla se convierte en uno de los actores de una escritura múltiple y no acabada, o por lo menos se halla en posición de constituir un nuevo texto a partir de fragmentos cortados y conjuntados. La segunda restricción es la imposible exhaustividad, el ensueño de una biblioteca universal que reuniría todos los libros publicados desde siempre (Borges). La electrónica, que permite la comunicación de textos a distancia anula la distinción, hasta ahora imborrable, entre el lugar del texto y el lugar del lector. Además, la tercera cosa que ha cambiado radicalmente con la escritura hipertextual ha sido la idea sacralizada de que la escritura es una actividad sólo reservada a las élites literarias, a los intelectuales, y que está frontalmente reñida con las pantallas de las nuevas tecnologías y de las nuevas generaciones. Los desacreditados screen agers, se han convertido en unos expertos grafómanos (en formato de messenger, cuadernos de bitácora o correos electrónicos), y si bien salen ágrafos de la escuela, pues supuestamente no les enseñan a escribir ni muchos menos les inducen al placer de la lectura (todo es lo mismo), se citan masivamente a la salida de clase para escribir frenéticamente durante horas en las mensajerías instantáneas de la Red. (6) Lo harán con faltas de ortografía, con vocabulario inventado y con una sintaxis y sindéresis que recuerda mucho a los experimentos vanguardistas, la escritura automática y simultánea de los surrealistas o la intertextualidad multimedia de los setenta; en definitiva dedican su tiempo a aquel placer solitario de la escritura del que hablaba Barthes.
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