Nuestras vidas son los ríos






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títuloNuestras vidas son los ríos
fecha de publicación11.03.2016
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EL AS DE ESPADAS




John Foster

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
qu'es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;
allí ... son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.
Jorge Manrique (1440-1479)


El as de espadas


Al atardecer, el poeta, Andrei Surgeeivich Kamarazov, que era conocido aquí por el nombre de El Ruso miraba a los 37 ó 38 hombres que quedaban casi inmoviles en la colina, algunos sentados otros postrados.

- ¿Por qué viajaste tan lejos para acabar así en esta colina? – se preguntó. Dio un suspiro:

- Sabes la respuesta - pensó para sí – Abandonaste a tu país, a tus amores, tu trabajo importante - una sonrisa irónica en los labios – y cruzaste Europa para luchar por la libertad. Te llenaste la cabeza de ideas absurdas. Creías que un individuo podría cambiar todo. Viste una contienda entre buenos y malos y creías que tenías la justicia de tu lado. Te creías alguien. Te creías muy astuto. Mírate ahora: sucio, despeinado, en harapos, hambriento, sediento, nostálgico, desanimado, vencido. Y hueles a mulas también. La batalla se perdió antes de tu llegada. Eras demasiado torpe para comprenderlo. ¿No?
Le tocó el hombro e interrumpió su ensueño uno de los cuatro compañeros sentados con él, un enorme hombrón calvo, fumando un cigarrillo que apestaba a excrementos; su ropa se había impregnado de tabaco, lo que era tal vez preferible a su olor corporal. Si hubiera tenido pelo, habría tenido el pelo negro, lo que se sabía por las cejas y la barba bien pobladas:

- ¿Qué te preocupa, Ruso?

- Nada, Barbas. Me duelen las tripas y la cabeza.

- Y estás triste. ¿No?

- Sí, tienes razón. Me parte el corazón lo que ha sucedido aquí en España. Es una gran decepción para todos los hombres que… - Paró de hablar; luego, cerrando los ojos, continuó - Cuando llegué a este país yo amaba la libertad por encima de todas las cosas. Sus cuatro compañeros bajaron la cabeza. El poeta continuó: Tengo un amor profundo por ese pueblo español. Los campesinos nos han ayudado con mucha bondad, nos han ocultado en sus casas, con peligro real por sus vidas. - Emocionado, se detuvo para tomar aliento. Al llegar a España tres años antes, no sabía español. Ahora dominaba el idioma, y aunque su habla era algo formal, esto armonizaba con su aire de profesor. –Por eso me enfada tanto que Franco y los chacales que corren tras él ganen la guerra.

- ¡Escorpiones! – dijo entre dientes Jesús María, el español guapo de unos treinta años, sentado enfrente de Andrei Surgeevich.

- ¡Verrugas peludas con liendras sebosas! – añadió el barbudo.

- ¡Filthy bastards! – siseó el tercero, Joel, un norteamericano más bien bajito, olvidándose momentáneamente de hablar español.

Lazar, el cuarto hombre, cuyos padres eran húngaros, había abandonado Budapest, ciudad de su nacimiento, a los pocos años y había crecido como serbio en Belgrado. Era bastante taciturno y morboso, pero cuando hablaba la gente escuchaba. Se quitó las gafas para limpiarlas y dijo:

- Son los sucios fascistas de Franco quienes saquean vuestras casas y fuerzan vuestras mujeres, pero son Hitler y Mussolini quienes ganan la guerra.

- Tienes razón, Lazar, como siempre – dijo su capitán.

El serbio se puso las gafas y añadió:

- No creo que la República tenga amigos.

- Ahora dices tonterías, Lazar. Están Francia y Inglaterra. ¿No? ¿Y los Estados Unidos? preguntó Jesús María.

- Los franceses tienen miedo de los nazis, tienen miedo de que la República se haga comunista, tienen miedo de enemistarse con otros paises.

- Pero los ingleses nos envian alimentos. ¿No?

- Claro que sí. Pero me extraña que no hayas notado que los ingleses hacen a dos caras. Las autoridades británicas son hipócritas. Todo lo que hacen es sesgado contra la República. No quieren ver una República en España. ¡Y ese Comité de No Intervención!- escupió en la tierra: es posible que ya estén teniendo conversaciones con los politicastros franquistas.

- No lo creo – dijo el español.

- La República sólo ha recibido del extranjero una fracción de lo que necesita para defenderse, y esto ha sido enviado por paises que pretenden ser amigos, que fingen ser amigos. Un día los fascistas irán a llamar a sus puertas. Merecen pagar por su traición. Ya veremos lo que harán.

- ¿Y el país del Ruso? - preguntó Manolo, el español grandote, fiel a su jefe. – Rusia nos ha enviado muchas armas. ¿No?

Andrei Surgeevich interrumpió:

  • ¡Sí, pero no fueron regaladas! ¿Sabes cuánto ha pagado el gobierno por esas armas?

Manolo respondió a la pregunta negando con la cabeza.

  • ¡Todo el oro del Banco de España! Quinientos millones de dólares por lo menos.

Manolo dio un grito sofocado de asombro:

- ¡Hombre! ¡Carajo!

- Y siguen enviándonos aviones y armamento muy anticuados - Cogió su rifle – Míralo, Barbas. Data de los años setenta del siglo pasado. Está desgastado. Eso es típico de lo que envian Francia y la URSS. En una palabra, defraudan a la República. Me avergüenzo de mi patria.
En aquel momento apareció de la nada, o mejor dicho de la oscuridad de los arbustos, una figura alta y delgada. Jesús María se levantó de un salto, revólver en la mano:

-¡ Alto! ¿Quién va?

- Soy yo, Jesús María. ¿No ves que soy yo?

Se acercaba un hombre que llevaba un turbante ornado con el lazo amarillo, rojo y morado de la República.

- ¡Madre de Dios! Mahomed. Te hacíamos muerto.

- Lo siento. Tuve que esconderme. Al retirarnos vi a Miguel tendido en el suelo con un balazo en el pecho. No le pude dejar allá. Le llevé en hombros a una cueva cerca del río.

- ¿Qué ha sido de él?

- Se murió.

Sus cinco compañeros miraban al árabe en silencio absoluto.

- Buenas tardes, Mahomed - le saludó por fin el capitán. – Te reconocí por tu andar. ¿Como estás?

- Bien. Tengo hambre, me duele el tobillo y me está hartando el invierno, pero estoy bien, capitán.

- ¿Por qué no te escapaste? La suerte te dio la ocasión de salvar tu vida. – le preguntó dulcemente Joel, pregunta irónica, puesto que él había rechazado la ocasión de librarse de la guerra con los otros brigadistas internacionales en noviembre.

Mahomed afirmó con la cabeza:

- Vi a Miguel morirse. Mi padre quería que yo me hiciera médico. Si yo hubiera sido médico, habría podido ayudar a Miguel.- por poco se echó a llorar. – Desde mi escondite vi claramente a los italianos quemar la bandera tricolor – recordaba otros detalles del día y cerró los ojos, temblando. Se llevó las manos a la cabeza, pálido. – No sabía a quién acudir. Quizás yo quería volver para demostrarme a mí mismo mi entereza y mi lealtad a mis compañeros.

- Déjadle en paz – mandó el capitán Kamarazov. – Tiene hambre y sed. Que coma y beba un poco.
El ruso se puso de pie y miró otra vez alrededor. Unos diez u once milicianos comunistas cantaban desanimados la Internacional mientras limpiaban sus fusiles. Ponían a mal tiempo buena cara, pero no cantaban con el ardor asociado con este himno. Sus palabras eran lentas, espaciadas y graves, como las campanas de los funerales:

Arriba, parias de la tierra.

En pie, famélica legión…


.

Un grupo de jóvenes anarquistas del POUM, sentados en silencio, con el pañuelo rojo y negro anudado al cuello, ya ponían cara de veteranos, aunque no tenían más de diecisiete o dieciocho años. Pálidos, con ojeras profundas, tenían heridas que se habían vendado ellos mismos.

La ironía de la guerra había querido que, por puro azar, terminaran luchando juntos comunistas y anarquistas, dos grupos que nunca se habrían ayudado uno a otro, pese a estar en el mismo bando, y cuya rivalidad había contribuido al fracaso del bando republicano.

Ahora eran sus hombres, sus niños. Era su capitán, su padre.

  • No debería sentirme viejo, pero esta noche me he vuelto más viejo que Matusalén - pensó para sí.

Iba y venía un anciano; un perro corretaba a su lado. El hombre, que no se llamaba más que El Loco, y el perro buscaban algo en todas partes, los ojos como platos. El perro husmeaba en el aire, frenético. Se decía que desde hace unos años el anciano seguía con su perro a varios batallones republicanos sin decir palabra a nadie. Su hijo comunista había sido delatado por el cura de su pueblo. Los fascistas le habían roto los brazos y las piernas al joven, le habían castrado y abandonado en la calle. Nadie se había atrevido a ayudardarle y el hijo había muerto desangrado. Sólo su perro, este perro, había acudido a lamer la sangre. El cura se había suicidado y el padre se había vuelto loco de angustia. Desde entonces hombre y perro habían guardado silencio. Debían haber visto morir a miles de hombres pero por milagro nunca habían resultado heridos.
El capitán se concentró en su dilema. Detrás de él, hacia el este había rocas altas y desnudas que parecían imposibles de escalar. A la derecha, a un kilómetro más o menos, permanecían unos doscientos soldados carlistas, mientras a la izquierda se oía el canto de las tropas italianas que habían montado sus tiendas en la colina. Abajo fluía el Tajo, ancho y profundo, con un puente que parecía ofrecer la única ruta de escape.

- Nos lo han puesto muy fácil – dijo el ruso, mirándolo.

- ¿El puente? – preguntó Lazar.

- Sí.

- Allí hay gato encerrado. ¿No?

- El coronel Enrique Lister cruzó este puente ayer al retirarse. Me pregunto por qué no lo ha volado.

- Es probable que lo hayan minado ¿No? – El serbio se atusó los bigotes.

- ¿Quién sabe? Creo que sí. Necesitamos alguien que sepa desarmar bombas. No hay nada que podamos hacer. De todos modos no quiero ayudar a los italianos a cruzar el río.

- Pero tenemos que escaparnos antes de que vengan a rematarnos mañana.

- Es la hora de la verdad. ¿No? - dijo el ex-torero Jesús María. - No puedo dejar de pensar en todas las cosas que no he hecho.

- ¿Qué quieres decir? preguntó Manolo.

- Pues, nunca he estado en Nueva York y Estados Unidos.

- Nunca he visto Granada y la Alhambra – murmuró el argelino, Mahomed.

- Y yo, nunca he hecho el amor con una pelirroja – sonrió el norteamericano.

- ¡Basta! – dijo bruscamente el capitán. Vais a hacer todo eso. Os invito a cenar conmigo en Paris en la primavera. Conozco un bistro ruso en el barrio latino.

- ¡Con tal que no sirvan remolacha y col! - bromeó el serbio. Todos rieron a cajadas.

Se oyó el ruido de sollozos apagados. Andrei Surgeevich volvió la cabeza. El mulero, Juanito, estaba de rodillas. Estaba bebiéndose las lágrimas al lado de su amigo tendido en el suelo. El ruso se acercó a él:

- ¿Qué te pasa, hijo?

- Se muere, Don Andrei – sollozó el chico. – y quiere a un padre.

- Yo soy su padre ahora.

- No, Don Andrei. Quiero decir un cura, para confesarse. Va a morirse sin ver a su madre, solo, en el frío.

- Juanito, el que se muere, rico o pobre, siempre está solo. Lo siento.

El agonizante susurraba algunas palabras confusas:

- Padre, me arrepiento de mis pecados…

El ruso se inclinó y le besó la frente:

- Ego te absolvo – dijo, y se levantó – in nomine republicae et populi.

- Gracias, Don Andrei – dijo el mulero con voz ronca. – Usted no cree en Dios. ¿Verdad?

- ¿Dios que permite la pobreza y el dolor, que permite que sufran y mueran inocentes? No, hijo, no.

El capitán se volvió a sus hombres, se aclaró la voz y llamó:

- ¡Camaradas, escúchadme!

Se callaron todos. Miraba alrededor, en silencio. Dominaba sus nervios con dificultad. Por fin continuó a media voz:

- Sabéis que le mandé un parte anoche al general Enrique Lister. Por lo visto no viene nadie a ayudarnos. No importa. Hoy disteis prueba de vuestro carácter, de una sangre fría increíble. Me enorgullece ser vuestro capitán. Sé que estáis cansados. A mí también se me hace pesada la guerra. Pero voy a pedir una última cosa. Para nosotros la guerra ha terminado hoy. Se acabó. Os doy a elegir entre dos opciones. Os podéis entregar o fugar.

- ¡Muerto me entregaré! – gritó uno de los anarquistas.

- ¡No somos cobardes! – dijo uno de los comunistas. – Nunca vamos a fugarnos.

- Cálmaos, hombres. Yo sé que no sois cobardes. ¿Para qué derramar más sangre? La República es una causa perdida. Tenéis que sobrevivir a esta guerra para que sepan vuestros hijos y nietos lo que han hecho los fascistas. Mi padre decía que no se deshace en un día lo que se ha hecho en cuatrocientos años. Él hablaba de Rusia. Vale para España también. Habrá otros días. Tengo una sola pregunta: ¿Tenéis bastante valor para fugaros? Con esto se verá quiénes son hombres y quiénes no.

Se hizo un silencio penoso.

- Yo propongo que cruzemos el río – dijo por fin el anarquista que había hablado antes.

- Es una trampa, Juan Carlos. Creo que el puente está minado. En todo caso es probable que haya francotiradores, o que hayan escondido una ametralladora cerca. Están invitándonos a cruzar el puente.

- ¿Y las rocas? – preguntó otro anarquista.

- No hay nadie en el mundo que pudiera escalarlas.

- ¡Sí! Lo hago yo con los ojos cerrados – dijo Juanito, el mulero. - ¿Quiénes venéis conmigo? Podemos servirnos de las cuerdas de las mulas.

- ¡Hombre! ¡Dios te oiga! – murmuró Jesús María.

- Nos vamos arriesgar con los italianos. Los italianos son todos cobardes y borrachos – dijo un comunista.

- No son italianos cualquiera – advirtió el ruso. Son los italianos del Barbero.

- ¿Giuseppe el Barbero? He oído hablar de él. Él de la decimación. ¿No?

- ¿Qué es, la decimación? – preguntó un compañero.

- Es una costumbre romana que restableció este coronel italiano. Cuando los soldados romanos se fugaban de una batalla, el general alineaba a los cobardes y los contaba, uno, dos, tres, etcétera. Cada décimo hombre era asesinado a golpes por sus nueve compañeros.

- ¿Por qué se llama Giuseppe el Barbero?

- Es como un chiste. Su nombre es Giuseppe y suele afeitarse con una navaja hecha a mano en Toledo, tanto mejor para asesinar a los españoles, dice el coronel. La usa también para cortarles el pescuezo a los número diez. Le gusta más hacerlo él mismo.

- ¡Hostia! ¡Qué hijo de puta! Eso me da asco.

- Cuentan que crucificó presos después de la batalla de Málaga.

- Es un cuento chino, un mito de la guerra. No os preocupéis. – dijo el capitán. –Pero, cuidado, lo cierto es que muchos hombres han muerto en sus manos.

- Sin embargo. Estoy a favor de pasar por entre los italianos y el río. ¡Oye! Giuseppe. ¡Te sacaré las tripas, cabrón! – llamó a voces el comunista.

- Yo prefiero enfrentarme con los carlistas. He oído decir que tienen mujeres soldado – gritó otro miliciano.

- ¡Te pone cachondo la muchacha que está en el cartel! – llamó un compañero.

Rió todo el mundo.

- ¡Buena suerte, Ramón – dijo Andrei Surgeevich.

- ¿Cuál es su consejo, capitán? –preguntó Juan Carlos.

- Camaradas, estamos entre la espada y la pared. Hay que escoger entre los italianos, los carlistas, las rocas o el puente. Vamos a salir entre las cuatro y media y las cinco de la madrugada. Hay que separarnos en grupos y salir tres o cuatro a la vez. Os doy una hora para decidiros.

Se volvió a Jesús María:

  • Entonces ¿qué hacemos? Es la hora del póquer ¿No?


Solían jugar al póquer cada noche para matar el tiempo, todos salvo el argelino, cuya religión lo prohibía. El torero sacó una baraja de naipes de su mochila.

- ¿Sois búhos o gatos? ¿Podéis ver en la oscuridad? – preguntó el árabe.

- Está la luz de la luna – dijo Joel. – No se juega bien al póquer con la baraja española, Jesús María. Tengo una baraja francesa.

- De acuerdo, da las cartas.
Siguieron jugando y charlando unos cuarenta minutos. Manolo quiso saber por qué los italianos y los carlistas, que estaban a dos pasos de allí, no habían venido a rematarlos. Según Jesús María los carlistas eran demasiado soberbios para seguir a ‘una pandilla de granujas y galopines’, mientras que los italianos no solían luchar después de las cuatro de la tarde y también tenían miedo de atacar a ciegas en la oscuridad.

El torero se puso más serio:

- No puedo creer que esto me esté pasando a mí. Recuerdo el primer día hace tres años. Al principio lo hice en broma, para divertirme. Era como la corrida. Pero no tardé en ver la sangre. Fue una lucha tan próxima que podíamos ver la cara del enemigo y hablar con él a viva voz. Bromeábamos con ellos. No sé como, pero uno de los nacionales me conocía y sabía que yo era torero. Me tomaba el pelo. Decía: “Te voy a coger, torero” o “¿Dónde están tus picadores?” y otras cosas, y yo respondía con otras injurias: “Te cortaré las orejas” o “Los perros te van a comer los cojones”. Más tarde avanzamos y reconocí la cara del chico con el que había bromeado, los ojos todavía abiertos, pero muerto. Una imagen imposible de olvidar.

- ¿Qué harás después de la guerra, Jesús María? ¿Serás torero otra vez? - preguntó Joel.

- Quizás. Y tú? ¿Volverás a Nueva York?

- Es probable que ya me busque el FBI por ser comunista subversivo. Han confiscado los pasaportes de todos los brigadistas.

- Y yo – saltó el ruso – no me extrañaría que me detuvieran en la Unión Soviética por ser trotskista peligroso.

- Es igual – sonrió Lazar – El Presidente nos ha prometido pasaportes españoles.

- ¡Franco os dará el pasaporte! – rió Jesús María. - No cabe duda.

Manolo miró al argelino que respondió con una mirada vacía:

- Y tú, Mahomed. Eres moro. Nunca he entendido por qué eres de los nuestros. Los moros luchan por Franco. ¿No?

- Sí, Manolo. Seguí a Franco, como muchos árabes, pero comprendí pronto la verdad. Huí y pasé al otro bando. También la República tiene sus moros. – pronunció esta última palabra con énfasis. - Hay cientos de árabes que han luchado en el bando republicano.

- ¡No me digas!
El ruso miraba sus cartas. Tenía cinco cartas negras, el rey, la dama, la sota y el diez de espadas, y el nueve de tréboles. Una buena mano, pero una carta le faltaba para tener la mano perfecta que cada jugador, cada fullero espera toda la vida, el flux real. Echó unos billetes en el montón de dinero en la tierra.

Manolo se encogió los hombros:

- No quiero echar la soga tras el caldero. No juego.

- Yo tampoco – dijo el otro español.

Lazar negó con la cabeza y dejó sus cartas.

- Tú y yo, Ruso – dijo el neoyorquino.

- ¿Cuántas cartas quieres? –preguntó Manolo.

- Planto - dijo Joel dulcemente y añadió un billete de mil pesetas al montón. – No tires tu dinero, Ruso.

- Es dinero republicano. No valdrá nada la semana que viene. – Miró a Joel a los ojos. Nada. Cara de póquer. – Dame una carta, Barbas.

Echó el nueve y miró la carta que le dio Manolo. ¡Que sí! fue la carta que le faltaba. Pero al verla sintió la mano glacial de Dios tocarle el alma. El as de espadas. La Muerte.

Con la voz entrecortada dijo:

  • No juego. No tengo suerte esta noche.

Joel cogió el dinero:

- ¿Estás okey?

- Sí. Tengo frío. Creo que va a nevar.

Nunca había tenido tanto frío, tanto miedo.

Manolo rompió el silencio:

- Quisiera entender tu poema, Ruso, él de la mujer de las medias de seda.

- ¿La canción del soldado? Si quieres.
Con un nudo en la garganta, Andrei Surgeevich Kamarazov empezó:
Yo quisiera ser como el viento

para poder acariciar

el pelo de esa mujer linda,

o como las medias de seda

tan pegadas a sus piernas

para poder besarlas.

Yo quisiera ser como la lluvia

para poder gotear en su boca

y tocarle los labios y la lengua,

una vez, antes de morir.
Ya caían en la colina los primeros copos de nieve.



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