La generación del 98 y el problema de España1
Pedro Laín Entralgo
Comencemos esta indagación con dos breves apuntes autobiográficos. Son de Azorín y proceden de su libro Madrid, tan importante para conocer lo que en realidad fue la «generación del 98». Dice el primero: «Nos sentíamos atraídos por el misterio. La vaga melancolía de que estaba impregnada esta generación confluía con la tristeza que emanaba de los sepulcros. Sentíamos el destino infortunado de España, derrotada y maltrecha, más allá de los mares, y nos prometíamos exaltarla a nueva vida. De la consideración de la muerte sacábamos fuerzas para la venidera vida. Todo se enlazaba lógicamente en nosotros: el arte, la muerte, la vida y el amor a la tierra patria». Reza así el segundo: «El grupo de escritores tan mentado aquí ha traído a la literatura, ya de un modo sistemático, el paisaje... Nos quedábamos absortos ante un paisaje y los íntimos cuadernitos inseparables del escritor se llenaban de notas. En tal novedad reside el secreto de la innovación cumplida por estos escritores»2.
Dos textos, dos ventanas hacia la intimidad de un grupo de almas. Uno testifica cierta profunda inquietud acerca del destino de la Patria; el otro nos habla de un determinado propósito literario. La inquietud española y la ambición literaria son el anverso y el reverso de esa luciente, áurea moneda que en la historia de las letras españolas solemos llamar «generación del 98». Dejemos intacto, con íntima pena, el problema de sus méritos literarios. Atengámonos tan sólo a la común actitud frente al «problema de España» por parte de todos o casi todos los que constituyeron el grupo: Unamuno, Ganivet, Azorín, Valle-Inclán, Baroja, Antonio y Manuel Machado, Maeztu, Benavente. Procedamos con método, con sinceridad, con delicadeza.
Descubrimiento del «Problema de España»
Comienza a formarse la personalidad individual de todos los hombres del 98 en ese cómodo y engañoso remanso de la vida española que subsigue a la Restauración: años de 1880 a 1895. Los españoles, seducidos por la alegre apariencia de la paz anhelada, la reciben como se recibe un tesoro más merecido por gracia que conquistado con es fuerzo, y se conducen como si en verdad hubiesen resuelto el problema que España tenía latente en su seno.
Pero el problema perdura. Léanse dos testimonios de excepción: las páginas finales de la Historia de los heterodoxos españoles, de Menéndez Pelayo, y la conferencia Vieja y nueva política, de Ortega. «La Restauración, señores, fue un panorama de fantasmas, y Cánovas el empresario de la fantasmagoría -escribió Ortega-. Orden, orden público, paz..., es la única voz que se escucha de un cabo a otro de la Restauración. Y para que no se altere el orden público se renuncia a atacar ninguno de los problemas vitales de España...». Pese a la fácil alegría de la superficie y a la innegable paz, España era, en efecto, un cuerpo sin verdadera consistencia histórica y social. El llamado «Pacto del Pardo» y la posibilidad de concordia oratoria que el Parlamento ofrecía no impidieron el progreso de los nacionalismos regionales, ni supieron oponerse a la creciente escisión política entre los españoles -la traen ahora el auge sucesivo de la subversión obrera y el nuevo republicanismo-, ni evitaron la pérdida de las últimas posesiones ultramarinas. Faltaba en el alma de casi todos la voluntad de cumplir una empresa histórica adecuada a nuestra historia y a nuestros recursos; y la misma deficiencia no era tan nefasta como la alegre y chabacana ligereza con que se la desconocía.
¿Podían los españoles de entonces despertar a la lucidez y aspirar a la eficacia? Dejemos la pregunta sin respuesta. Mi tarea actual no es conjeturar eventos futuribles, sino comprender sucesos pretéritos. Debo limitarme, por tanto, a denunciar cómo algunos hombres esclarecidos sintieron la impresión de vacío, de flacidez que traía a sus almas su propia situación de españoles. Tal impresión será expresada con distintos nombres: es la «abulia» que Ganivet diagnostica, el «marasmo» que angustia a Unamuno, la «depresión enorme de la vida» que Azorínadvierte, la visión de una España:
| «vieja y tahúr, zaragatera y triste»,
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que asquea a Antonio Machado, el inconsciente «suicidio lento» que con tan enorme tristeza delata Menéndez Pelayo. No hay duda: el «problema de España» perdura irresuelto. España progresa material y científicamente -es la hora de Menéndez Pelayo y Cajal-, pero tal adelanto no es capaz de poner ilusión en las almas de los españoles más sensibles.
En el seno de esa calma zaragatera e inconsistente se formó la personalidad de los hombres del 98. Ganivet se apedrea en Granada con losgreñudos, descubre a Séneca en los tomos de Rivadeneyra, pasea y dialoga desde la ciudad a la Fuente del Avellano, lee y lee en soledad. En Bilbao, Unamuno asiste al Instituto Vizcaíno, se deleita ascendiendo al Pagazarri, sueña futuros en la basílica del Señor Santiago,
| «-aquí soñé los sueños de mi infancia
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| de santidad y de ambición tejidos»3,
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dirá luego, recordando sus oraciones infantiles -y se mete entre pecho y espalda a Balmes y a Donoso Cortés, a Kant y a Hegel. Azorínaprende sus primeras letras en la escuela de Monóvar, «entre confiado y medroso, como lobezno recién cazado»; cursa su bachillerato en los Escolapios de Yecla; y luego, en Valencia, se gradúa de abogado e intima con Montaigne, Leopardi y Baudelaire. Baroja inicia en San Sebastián, Madrid y Pamplona su vida de «hombre humilde y errante», descubre la muerte en los suburbios de Madrid, sueña con ser héroe de Julio Verne en una isla desierta y se aburre en las clases grandilocuentes de Letamendi. Valle-Inclán se hace bachiller en Pontevedra y Santiago y, frente a las páginas de Pastor Díaz, la Pardo Bazán y Jacinto Octavio Picón, se pregunta si él no será capaz de escribir mejor prosa que quienes entonces gobiernan las letras castellanas. Antonio Machado deja pronto su Sevilla nativa -el «huerto claro donde madura el limonero» de su semblanza autobiográfica- y se educa en la Institución Libre de Enseñanza.
¿Qué mensajes envía la historia a todos estos hombres, mientras sus almas despiertan a vida propia? ¿Qué estímulos históricos hacen estremecer su mente recién nacida y su incipiente corazón? El apunte de la vida de España que antes tracé permite adelantar la respuesta: los primeros contactos de su alma con la historia nacional en curso les llevan una triste impresión de oquedad, discordia y amenaza. Recuérdese el relato que de sus primeras experiencias infantiles -el sitio de Bilbao en la segunda guerra carlista- hace Unamuno en la novela Paz en la guerra; reléanse luego las páginas de La Voluntad, de Azorín, en que su autor nos confiesa su descubrimiento de la política española: «[...] políticos discurseadores y venales, periodistas vacíos y palabreros... Toda una época de trivialidad, de chabacanería en la historia de España»4; complétese el cuadro con las narraciones autobiográficas de Baroja. Bajo una u otra figura, a todos los hombres de la «generación del 98» les envía la España de la Restauración el mensaje de su inconsistencia, a todos muestra la triste oquedad de su cuerpo histórico. En medio de una alegre y fingida paz, sus almas comienzan a sentir el malestar oculto de la «España real»; esto es, la existencia de un grave problema en los cimientos mismos de la Patria.
La llegada a Madrid -«remolino de España, rompeolas / de las cuarenta y nueve provincias españolas»5, según la definición de Antonio Machado- confirma y exaspera aquella impresión de su primer contacto con la actualidad de España. «Centro productor de ramplonerías, vasto campamento de un pueblo de instintos nómadas, del pueblo del picarismo»6, le parece a Unamuno. Antonio Azorín o, si se prefiere, José Martínez Ruiz, llega a Madrid en 1895, ávido de vida y de ensueño. Pronto se ve defraudado. «En Madrid -nos dice el autor de su etopeya- su pesimismo instintivo se ha consolidado, su voluntad ha acabado de disgregarse en este espectáculo de vanidades y miserias»7. ¿Quién no recuerda, por otra parte, la visión de Madrid en la obra de Baroja: en La busca, en Aurora roja, en La dama errante? ¿Y cómo no poner junto a ella la ciudad que Valle-Inclán pinta en los «esperpentos» y la que Maeztu describe en las páginas de Alma española? Madrid ofrece un mismo rostro a todos los provincianos del 98. Cuando era más ostensible el optimismo de la España «oficial», estos jóvenes sensibles y ambiciosos tienen la osadía de ver y describir un Madrid de arrabal, agrio cuando muestra el verdadero sabor de su vida, grotesco cuando enseña la película histórica que cubre tan desabrida entraña. Madrid, pura actualidad visible de la historia de España, era a los ojos de todos ellos el espejo y el símbolo de la enorme displicencia que el curso dehesa historia de España estaba produciendo en sus almas.
No tardó en llegar el año 1898, la fecha que luego será epónima de la generación. Para todos los españoles despiertos a la existencia histórica, el desastre de Ultramar fue como un imprevisto hachazo. «Recibí la nueva horrenda y angustiosa como una bomba», escribirá Cajal en sus Recuerdos. Pero a las heridas reaccionan los hombres según como son, y más aún a las heridas del espíritu. La respuesta tópica al desastre de 1898 por parte de los españoles capaces de expresión tuvo un nombre específico: la «regeneración de España». Terrible palabra, si uno atiende a su significado propio. España, dicen todos, necesita regenerarse, volver a nacer. La pérdida de los últimos restos del antiguo imperio colonial sería la señal de que un ciclo de la vida española, el que comenzó a la muerte de los Reyes Católicos y Cisneros, está ya concluso, y España, sola consigo misma, fecundada por su propio dolor, dispuesta a iniciar palingenésicamente la nueva etapa de su vida inmortal. Pero, ¿entienden todos los españoles de igual modo esa anhelada «regeneración»?
Inventaron el tema hombres que a la hora del desastre habían traspuesto el filo a los cincuenta años: Macías Picavea, Pérez Galdós, Costa. Pronto lo hicieron suyo todos, hasta los que, como Azorín, acababan de cumplir los veinticinco. Seducidos por la voz tonante de Joaquín Costa, todos comenzaron entendiendo esa «regeneración de España» como un programa de remedios prácticos, más «reales» que «políticos»: reformas hidráulicas y agrarias, repoblación de montes, «escuela y despensa», etc. «Los españoles -decía Costa con poderosa frase- tienen hambre de pan, hambre de instrucción, hambre de justicia», y a la provisión de esa «real» necesidad se aplicaba su programa. Pero no tardaron en diversificarse las actitudes de los «regeneradores». Los mayores de edad, hombres que habían llegado a su primera madurez por los años de la Revolución de Septiembre, siguieron fieles a su condición de predicadores y arbitristas de la regeneración: así Costa y Macías Picavea. La promoción siguiente se halla constituida por los que inician su vida propia en la calma de la Restauración: Ramón y Cajal, Menéndez Pelayo, Julián Ribera. Estos son profesores, sabios y, tras un fugaz episodio de arbitrismo económico y educacional, pensarán que la verdadera renovación de España no puede llegar sino por obra del trabajo personal cotidiano y especializado. «La generación presente -decía Menéndez Pelayo, aludiendo, claro está, a los hombres maduros de su tiempo- se formó en los cafés, en los clubs y en las cátedras de los krausistas; la generación siguiente -esto es, la suya, si algo ha de valer, debe formarse en las bibliotecas»; y en los laboratorios, hubiese añadido Cajal.
Más joven que la promoción de predicadores y que la promoción de sabios, viene otra de literatos: la integran Unamuno, Ganivet, Baroja,Azorín, Maeztu, los Machado, Valle-Inclán, Benavente; el grupo que luego será llamado, por antonomasia, «generación del 98». Son los mozos que salen a la vida respirando la oquedad de nuestro fin de siglo, cuando, pasadas las primeras mieles del codiciado reposo, empieza a advertirse la inconsistencia de la España «restaurada». Los hombres de las tres promociones hablan y escriben. Pero la palabra de los más jóvenes -literatos y aun «literatísimos»- no será el sermón arbitrista de Costa, ni la prosa científica y especializada de Cajal, Hinojosa o Menéndez Pelayo. Frente al problema de España sus plumas harán, principalmente, literatura, una espléndida literatura de dos vertientes, como las altas sierras: por una parte, criticarán aceradamente la realidad presente y pretérita de España; por otra, inventarán un bello mito de España, a la vez literario e histórico. Crítica y mitopoética son los dos ingredientes de su operación española. Veámoslos por separado.
Crítica de la España real
«Feroz análisis de todo», llamó Azorín en 1902 a la empresa crítica de su generación. Nunca han sido vertidos tantos y tan despiadados juicios sobre la vida pretérita y actual de España como entre 1895 y 1910, el período más agresivo del grupo. Pero esta implacable censura de la realidad de España no excluye un vivo amor a la Patria; al contrario, lo supone: «Soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión u oficio»8, escribió por todos sus camaradas don Miguel de Unamuno. Y cuando asciende a Gredos y mira el suelo de España, siente que la luz llega al corazón mismo de la Patria:
| «aquí, a tu corazón, patria querida,
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| ¡oh, mi España inmortal!9»,
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«De nuestro amor a España responden nuestros libros»10, dirá luego Azorín.
Amaban a España. ¿A qué España? Luego responderé a esta ineludible interrogación. Por ahora me limitaré a decir: amaban a una España distinta de la que contemplaban. Frente a ésta apenas cabría otra actitud que la censura y el denuesto. En tres grandes apartados cabe ordenar los casi innumerables juicios críticos de la generación:
Crítica de la vida española en lo que ésta tenía entonces de «civilizada» y «moderna». La repulsa se referirá unas veces a la vida civilizada y moderna en sí, y otras a la manera española de copiarla.
Crítica de la historia de España y de las formas de vida que, a modo de secuela, actualizaban entonces la fracción inaceptada e inaceptable de esa historia.
Crítica de la peculiaridad psicológica del hombre español, así la dependiente de su índole nativa o racial (casticismo de casta, temperamento) como la engendrada por la singularidad de la historia de España (casticismo histórico).
Permítaseme, en gracia a la sencillez, exponer al hilo del pensamiento de Unamuno el sentir crítico de toda la generación. |