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Mons. Enrique Pelach De Gerona a los Andes del Perú. A modo de confidencia. En 1929, hubo en España la famosa Exposición Internacional de Barcelona. Llamaba la atención la belleza de jardines y el derroche de agua en surtidores y cascadas delante del Pabellón Nacional, de cuyo entorno salían de noche unos haces de luz tan potentes que los veíamos en el cielo desde la finca de mis padres, a cien kilómetros de distancia. Mis padres nos llevaron, a los siete hijos mayores –éramos en total diez hermanos–, a ver aquella maravilla. Yo era un muchachito de doce años que miraba todo aquello - los nuevos inventos y las maquinarias expuestas y tanto aparato sofisticado- con aires de persona mayor, pero sin entender gran cosa. De verdad, lo único que me interesó fue el Pabellón de Misiones. ¡Aquello sí, todo! Recuerdo que, a la salida, vendían pañuelos de seda con fotografías estampadas de los diversos pabellones. Mi padre nos dejó escoger un pañuelo a cada uno, como recuerdo. El que más me agradaba era el del Pabellón Nacional con aquellos haces de luz; pero escogí el del Pabellón de Misiones, aunque era menos llamativo. Sin duda lo preferí porque sintonizaba más con lo que Dios puso en mí desde niño. Fue un presagio de mi vida entera; y no me canso de dar gracias a Dios, porque “eso”, el soñar y vivir para los demás con proyección misionera, me ha hecho siempre muy feliz, ¡felicísimo! En mi andadura por el mundo de las almas, para asegurar el cumplimiento del "Mandamiento Nuevo" del Señor Jesús “de amarnos unos a otros como Él nos amó”, he tratado de amar al prójimo –alma y cuerpo– más que a mí mismo. Confieso que no siempre lo logré, pero escogí como lema de mi episcopado el lema “ARDEO NAM CREDO”, y he tratado de jamás desmentirlo. Ardo de amor a Dios y al prójimo porque creo, porque Dios me ha regalado el don de la Fe. En estas páginas se encuentra algo del intento personal, de vivir el amor a Dios y al prójimo, que bien sé son una sola y misma cosa y dependen uno del otro íntima y totalmente. Y beso mi anillo en el cual está mi lema, y repito: Ardeo nam credo! + Enrique Pèlach INTRODUCCION Cuando llegué al Perú en 1957, había ya ensillado y montado muchas veces una yegua de mi casa. Era una diversión que ponía alas a mis sueños misioneros con afán de almas. Cabalgando por los caminos y senderos de la finca de mis padres, contemplando los sembríos y los avellanos y entrando por los bosques de pinos, encinas, robles y alcornoques, qué fácil era imaginar parajes de ultramar: África, Asia, América... Para ir en pos de las almas, ¿montaría caballos o mulas o camellos o quizás algún burrito como aquel del Señor? La imaginación volaba. Luego rezaba y ofrecía sacrificios y trabajos con la esperanza de que algún día ... Y siempre aquellos paseos tenían que terminar demasiado pronto. Al desensillar aquella buena yegua color castaño, la acariciaba como fiel compañera de ideales. Le conversaba y la engreía con algarrobas y algún terrón de azúcar, que comía en mi mano. Cuando llegué a los Andes, ya vi que serían caballos y mulas y carros de doble tracción los compañeros de mis aventuras humano-divinas. Pero antes de llegar a los Andes, hubo un largo camino de cuarenta años, que pasó por el seminario de Gerona, la universidad, Roma y un montón de apostolado sacerdotal y vivencias providenciales, que creo conviene mencionar. La primera de ellas fue conocer el Opus Dei, que tanto tuvo que ver con mi ida y vida en el Perú. PRIMERA NOTICIA DEL OPUS DEI. Del Opus Dei tuve la primera información –y muy buena– el año 1941, con motivo de una de tantas persecuciones que padeció san Josemaría Escrivá de Balaguer y su Obra; aquella vez en Barcelona. Seminarista aún, estaba de vicerrector del seminario de Gerona, y el Rector, el doctor Damián Estela, recibió noticia de que en Barcelona habían expulsado de la Congregación Mariana a dos jóvenes, por ser miembros de una "secta herética" llamada Opus Dei. Esta fue la noticia que llegó al seminario de Gerona. No sabíamos más. El Rector, alarmado por la vecindad que teníamos con Barcelona, a sólo cien kilómetros, me comentó la noticia. Me ofrecí a viajar allí y enterarme de lo sucedido. En Barcelona residía un sacerdote amigo, escritor, el doctor Ricardo Aragó, que sabía cuanto sucedía en el mundillo eclesiástico. Él podría informamos bien. Este sacerdote, mayor que yo, era oriundo de una masía muy cercana a la de mis padres, pero vivía en Barcelona. En el primer tren de la mañana viajé a Barcelona y, de la estación, en taxi , a Sarriá, la parte alta de la ciudad, donde vivía el doctor Aragó. Se llevó una sorpresa al abrirme él mismo la puerta. -¡Qué milagro! ¿Qué te trae? - Necesito una información. Y casi sin preámbulo, ya sentados, le pregunté por la "herejía" Opus Dei. - No es herejía, me dijo; sino una obra de mucho bien y de un gran porvenir para la Iglesia. Pensé que no le había expresado bien el tema, e insistí. - No, doctor Aragó, yo pregunto por una herejía que dicen que es muy perniciosa y que desorienta especialmente a la juventud. - Sí, claro, el Opus Dei –me repitió–; pero esto no es una herejía, sino una organización de un gran porvenir para la Iglesia. Es una obra muy buena. Yo, que esperaba saber de una herejía tremenda, seguí preguntando: - Pero, ¿no han expulsado a dos jóvenes de la Congregación Mariana por pertenecer a esta herejía? - Sí, claro; pero ha sido una equivocación de la Congregación Mariana. Entonces me contó con lujo de detalles quién era el Fundador, cuándo había nacido el Opus Dei, qué pretendía y por qué era perseguido injustamente, incluso por gente buena que veía herejías donde había una llamada universal a la santidad y un querer ser santos en medio del mundo, metidos en los trabajos y quehaceres de la vida ordinaria. La conversación era tan interesante que siguió durante el almuerzo y el tiempo de una larga sobremesa, contándome muchos detalles de la vida que llevaban los miembros del Opus Dei, y el apostolado que hacían con tanta garra, aunque allí, en Barcelona, todavía eran pocos en número, en comparación de Madrid, donde había nacido, y otras ciudades. Salí para tomar el tren hacia Gerona con una idea bien clara: el Opus Dei no sólo no era una herejía, sino que se trataba de una obra buena y de mucho porvenir para la Iglesia. No tenía ya que preocuparse el Rector del Seminario. Le conté la larga entrevista con un sinfín de pormenores, y quedaba claro que no había por qué temer, sino alegramos de que Dios hubiera suscitado algo tan bueno en la Iglesia. Esta buena información me llevó, en años sucesivos, a tener interés por las actividades del Opus Dei, más que más cuando sabía de algún conocido –e incluso de algún amigo mío– que pertenecía a la Obra. AÑO SANTO 1950 Estaba por terminar la década de los 40, y era exactamente el 3 de diciembre de 1949, cuando conocí personalmente al Fundador del Opus Dei. En Roma se vivía gran expectación por el Año Santo de 1950, que prometía grandes celebraciones. Se habían derruido aquellos espigones de casas que iban desde la Plaza de San Pedro al Tíber, para hacer la ancha Vía della Conciliazzione. Se estaban terminando a toda prisa los palacios que iban a cerrar de nuevo, en parte, la amplia Vía, para no desmejorar la monumental Plaza de San Pedro con la Columnata de Bernini, formando la Plaza Pío XII. Iban y venían las noticias de un año santo extraordinario. El embajador español ante la Santa Sede, don Joaquín Ruiz Jiménez, tuvo la feliz idea de organizar un almuerzo y encuentro de la flor y nata de la colonia española en Roma, para conversar sobre el Año Santo. Se celebró en el Palazzo Altemps, residencia del Colegio Español de Roma, para los seminaristas y sacerdotes de las diócesis españolas que los obispos enviaban a las Universidades Pontificias. Allí estaba yo por aquellos años. En el gran comedor del Colegio los alumnos nos situamos en las mesas junto a las paredes, dejando en el centro mesas en forma de una gran T, para los invitados. En la presidencia estaba Monseñor Escrivá junto al Embajador, el Rector Don Jaime Flores y otras personalidades. En cuanto entró Monseñor Escrivá, los alumnos que tenía cerca cuchichearon:” ¡Es Monseñor Escrivá!..., ¡el Fundador del Opus Dei, el Padre!!” Era el 3 de diciembre del 49, a mediodía, y no se me olvida. Durante el almuerzo pensé que si Monseñor Escrivá había fundado y llevado adelante su gran Obra, sin duda podría orientarme para una obra misional y misionera que yo trataba de poner en marcha en las diócesis catalanas, y tropezaba con que los señores obispos no me atendían. Después del almuerzo, hicimos la visita al Santísimo y, luego, una alegre reunión informal, entre invitados y alumnos, en la galería principal del Colegio. Monseñor Escrivá era muy requerido por todos, unos y otros le saludaban y hablaban con él. Me fui acercando y, ya junto a él, se volvió hacia mí; me presenté y añadí que quería pedirle un consejo. - Dime, hijo mío, ¿qué quieres? En pocas palabras le expuse mi proyecto y mi gran dificultad: los señores obispos. - Mira, hijo mío, –me dijo seguido–: en primer lugar encomiéndalo mucho; en segundo lugar ofrece estudio, trabajo, horas ... ; después, vete a hablar a solas y confiadamente a cada obispo; y en cuarto lugar, ponlo en marcha. No añadió nada más, ni yo tampoco. Le agradecí el consejo y me retiré del grupo. Quedó tan a fuego lo que me dijo, que han pasado muchos años y lo recuerdo textualmente. ¡Vaya si lo encomendé! En el poco tiempo que faltaba para la Navidad fui ofreciendo todo lo que podía, porque quería ponerlo en marcha cuanto antes. Entre Navidad y Reyes, aprovechando las vacaciones de la Universidad, hice las visitas a las ocho diócesis catalanas y todo fue saliendo como coser y cantar. ¡Qué amables y dispuestos los señores Obispos! Me animé también a ir a hablar al abad Escarré, porque a Montserrat suben muchos peregrinos, y también aceptó la idea y le pareció magnífico poner allí propaganda y lo que yo quisiera sobre misiones. En resumen, el 7 de enero regresaba a Roma teniendo ya en marcha toda la organización inicial que deseaba. Mientras, corría el Año Santo, realmente esplendoroso en Roma. A mitad de mayo hubo la canonización de San Antonio María Claret, un santo catalán –de Vich, por más señas–, que fue Obispo de Cuba. Acudieron a la canonización muchos españoles y el embajador Ruiz Jiménez ofreció, de nuevo, un almuerzo y agasajo en el mismo Palazzo Altems –el Colegio Español– a las personalidades llegadas y a algunas de la colonia romana. Estuvo también invitado Monseñor Escrivá, y esta fue mi oportunidad para agradecerle su acertado consejo. Como la vez anterior –3 de diciembre–, después de la visita al Santísimo, me acerqué y enseguida me dijo: - Te recuerdo, hijo mío. Y antes de que pudiera decirle algo, me cogió del brazo y fuimos caminando rápido, huyendo del barullo, hasta la galería abierta, que había en frente, al otro lado de patio interior. Allí no había nadie. Nos detuvimos y él me escuchó mientras le daba gracias por el buen consejo; le conté las gestiones hechas y que ya estaba el proyecto misionero en marcha. No hizo ningún comentario. Al terminar mis cuatro palabras, pasó su mano por detrás de mi espalda y me cogió del brazo derecho, apretándome fuerte contra su pecho y comenzamos a caminar a lo largo de la galería. Monseñor Escrivá me iba hablando de tema bien diferente al que yo traía, aunque tenía relación. Me hablaba de sacerdocio, de santidad, de amor a la Iglesia, de entrega personal, de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. ¡Me llevé una impresión fortísima! Me di cuenta de que me estaba hablando un hombre de Dios, un sacerdote santo. Al llegar al final de la galería, no me soltó; dimos vuelta y siguió hablándome, caminando igual, yo apretado a su pecho. Recuerdo que era un caminar algo incómodo, porque las dos sotanas se enredaban, pero al final de la galería tampoco me soltó y así dimos unas cuantas vueltas, no se cuántas –quizá ocho o diez–, despacio, siempre hablándome con palabras de fuego y yo contestando con algún monosílabo. El impacto que me causó fue indescriptible. Encontrarme de repente con un sacerdote santo que se interesaba por lo esencial de mi vida y de un modo tan directo y personal, fue algo tan profundo que cuando quise rehacer toda la conversación –mi parte fue mínima–, ya no pude. La impresión me había avasallado y los propósitos surgían. En aquel momento el clero diocesano no tenía aún cabida dentro del Opus Dei. Lo tendría un mes más tarde, el 16 de junio de aquel año 1950, cuando Pío XII firmó la aprobación definitiva del Opus Dei, de la que forma parte inseparablemente unida la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, a la que podrían asociarse otros sacerdotes diocesanos. No me enteré entonces de aquella aprobación trascendental, que tendría tanto que ver en mi vida. EL OPUS DEI EN GERONA Al finalizar mis estudios universitarios en Roma en 1951, viajé por Europa buscando en siete naciones cómo poder ir a Misiones siendo sacerdote secular diocesano, pero con un grupo igual de sacerdotes y con el derecho y el deber de tener la conveniente atención espiritual y humana. No lo encontré. Regresé a Gerona a mi seminario, donde me esperaban, con la determinación de no ir a Misiones, ya que no encontraba la forma que me parecía más conveniente. El año siguiente estaba trabajando en Telégrafos de Gerona un miembro del Opus Dei, llamado Mariano. Era un joven con una grave desviación de la columna, muy atento. simpático y trabajador. Por aquel entonces, –primavera del ‘52–, llegó a Gerona el nuevo Director de Correos y Telégrafos. Era el señor Cardona, que se vino de Jaén con su familia. El hijo mayor, Carlos Cardona, anduvo por las oficinas de Correos como para entretenerse, sin conocidos en la nueva ciudad. Pronto Mariano entabló amistad con él, que fue rápidamente una sincera y gran amistad. A principios del mes de mayo don Florencio Sánchez Bella, sacerdote del Opus Dei que residía en Monterols, un Colegio Mayor de Barcelona, recibió un telegrama que escuetamente decía: "Ya somos dos. Mariano". En el primer tren llegó don Florencio a Gerona y buscó a Mariano, que le presentó a Carlos, quien había escrito al Padre pidiendo formar parte del Opus Dei. Fueron los tres al gran parque la Dehesa a conversar y, luego, sentados en uno de aquellos bancos del paseo, Don Florencio les dio una meditación, que fue la primera que se daba en Gerona por un sacerdote de la Obra. Pienso que aquellos tremendos árboles –plátanos– que plantaron los franceses durante la ocupación de Gerona, guardan aún la vibración y el calor de fuego de aquel rato de oración. Lo cierto es que enseguida comenzaron aquellos dos jóvenes un verdadero incendio en la ciudad y, al mes, aprovechando el "puente" de San Juan y San Pedro, un grupo de hombres tenía un curso de retiro que daba don Florencio, en la Casa Misión de la ciudad de Bañolas, con permiso del señor Obispo de Gerona. Al regresar a Gerona fueron a casa de mi tocayo y amigo Enrique Salvatella, quien me llamó por teléfono preguntando a qué hora podía recibir a un sacerdote del Opus Dei que acababa de darles un curso de retiro en Bañolas y deseaba hablar conmigo. -“Mira, Enrique –le dije–, escucho por teléfono el rumor de las voces de hombres, que deben ser los que estuvieron en el retiro.” - Así es; están conversando con el mosén - Pues mejor voy a tu casa, y no le quito tiempo. En el Seminario estamos ya de vacaciones. Con el solemne manteo y sombrero afelpado que usábamos en aquel tiempo, en diez minutos, me presenté a aquel tercer piso de la calle Santa Clara, con curiosa vista al río Oñar, que atraviesa la ciudad. |
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