PROYECTO DE DISCURSO DE INGRESO EN LA REAL ACADEMIA DE LA LENGUA ESPAÑOLA DE ANTONIO MACHADO.
Señores académicos:
Perdonadme que haya tardado más de cuatro años en presentarme ante vosotros. todo ese tiempo ha sido necesario para que venza yo ciertos escrúpulos de conciencia. Tengo muy alta ida de la Academia Española, por lo que ha sido, por lo que es, por lo que puede ser. Me habéis honrado mucho, demasiado, al elegirme académico, y los honores desmedidos perturban siempre el equilibrio psíquico de todo hombre medianamente reflexivo. Cuando nos alejamos de la juventud, que es casi toda ella anhelo de porvenir y, por ende, ansia de todo lo posible, limitamos el campo de nuestras aspiraciones; creemos conocer ya, no sólo el ritmo, sino la ley que ha de regir la totalidad de nuestra vida, y renunciamos a hacemos ilusiones, quiero decir que aspiramos a vivir de realidades.
Pensamos entonces que lo real de nuestra vida es solamente aquello que no pugna con la norma ideal que habíamos sacado, por abstracción, de nuestra experiencia. Es la edad en que, fatalmente, desconfiamos de merecer todo honor y toda ventura que no esperábamos. Así, el hombre que en plena juventud no logró inquietar demasiado el corazón femenino, y ya en su madurez vio claro que los caminos de Don Juan no eran los suyos, se siente algo desconcertado y perplejo si, candidior postquam tondenti barba cadet, alguna bella dama le brinda sus favores. Y pongo este ejemplo, aparentemente inadecuado, para demostraros que no es menosprecio del honor que no se espera o de la dicha inopinada la causa de nuestro desconcierto y perplejidad porque ¿quién habrá que desdeñe el amor aunque le llegue cuando el sueño perdurable comienza a enturbiarle los ojos? Es que, en verdad, lo que no estaba ya en el campo de nuestras esperanzas, si por azar nos aparece, no logra convencemos de su realidad. Por eso habéis de perdonarme, señores, este rubor y esta timidez con que llego ante vosotros y el que yo, académico electo desde el día, ya lejano, en que vertisteis sobre mí la cornucopia de vuestras bondades, me haya preguntado muchas veces y me pregunte todavía si merezco serlo, si, en realidad, lo soy.
No creo poseer las dotes específicas del académico. No soy humanista, ni filólogo, ni erudito. Ando muy flojo de latín, porque me lo hizo aborrecer un mal maestro. Estudié el griego con amor, por ansia de leer a Platón, pero tardíamente y, tal vez por ello, con escaso aprovechamiento. Pobres son mis letras en suma, pues, aunque he leído mucho, mi memoria es débil y he retenido muy poco. Si algo estudié con ahínco fue más de filosofía que de amena literatura. Y confesaros he que con excepción de algunos poetas, las bellas letras nunca me apasionaron. Quiero deciros más: soy poco sensible a los primores de forma, a la pulcritud y pulidez del lenguaje, y a todo cuanto en literatura no se recomienda por su contenido. Lo bien dicho me seduce sólo cuando dice algo interesante, y la palabra escrita me fatiga cuando no me recuerda la espontaneidad de la palabra hablada. Amo a la naturaleza, y al arte sólo cuando me la representa o evoca, y no siempre encontré la belleza allí donde literalmente se guisa.
Pero vosotros me hicisteis académico y no debo yo insistir sobre el tema de mi ineptitud para serIo. Algo habrá en mí que a vuestra dilección me recomienda. Además, yo acepto el honor que me habéis conferido como un crédito que generosamente me otorgáis sobre mi obra futura. A reconocer esta deuda vengo a vuestra casa, confiado en que, al lado vuestro podré mostraros al menos cuánto es sincera mi voluntad de pagarla.
Y ahora quisiera hablaros algo de poesía. ¿Qué es la poesía? pregunta es ésta que muy rara vez me he formulado. Sin el examen de conciencia a que el acto de presentarme ante vosotros me obliga, la poesía no hubiera sido nunca para mí un tema de reflexión. Para los franceses lo ha sido, recientemente de una crítica y de una controversia que no lograron ni convencerme ni apasionarme. Allá, como siempre, lo más sensato lo ha dicho Monsieur de la Palice. Un poeta español lo tradujo a lengua de Pero Grullo en estos o parecidos términos: "Si eliminamos de cuanto pretende ser poesía todo lo que, en realidad, no lo es, obtendremos como residuo una poesía limpia de toda impureza, la poesía pura que buscamos." El experimento sería decisivo, pero difícil de realizar. Reparemos en que esta prueba eliminatoria supone una clara noción de cuanto no es poesía, lo cual implica, a su vez, un previo conocimiento de lo que ella sea. No hemos de asombramos de estos resultados evidentemente tautológicos de la crítica. Ella es, sin duda, el más alto deporte de la inteligencia, pero acaso también el más superfluo, el más pobre en conclusiones positivas. Cuando es dogmática, parte de una definición para tornar a ella, y cuando no lo es, sólo nos descubre su propio problema: la dificultad de definir eludiendo definiciones.
Anotemos, sin embargo, el intento plausible, muy de nuestro tiempo, de purificar los géneros. El siglo XIX, sobre todo en sus postrimerías, fue muy inclinado a toda suerte de impurezas y confusiones. Las artes no tuvieron clara noción de sus límites. Se diría que cada una de ellas se buscaba en las otras. Para evitar conflictos de frontera, quisiéramos hoy que las artes recobrasen conciencia de sus fines y de sus medios. Pero la empresa es más ambiciosa de lo que a primera vista parece. Ella nos plantea todos los problemas de la filosofía del arte. Otros, mejores que yo, pueden y deben acometerla. Los filósofos, es decir, los hombres capaces de meditar sobre aspectos totales de la cultura, nos dirán un día si existe, de hecho o de derecho, una poesía absoluta y cuáles son las condiciones sine qua non de ella. Sólo entonces podremos responder a esta pregunta: ¿Qué es la poesía? Yo, por de pronto, quiero hacer constar que la poesía, y especialmente la lírica, se ha convertido para nosotros en problema. ¿Es esto un bien o un mal? Desde luego es un hecho. Y no olvidemos que son los poetas mismos aquellos en quienes la actitud crítica, reflexiva y escéptica, frente a su propia labor, más señaladamente se acusa. No es éste un fenómeno insólito en la historia de la literatura, pero tampoco demasiado frecuente. Una cierta fe en la esencia inconmovible del arte cultivado, suele acompañar al artista en los períodos más fecundos. No es, en suma, una actitud poética de preguntarse qué sea la poesía y si, a fin de cuentas, la poesía es algo, porque ello es prueba de escasa confianza en la propia actividad, la sospecha, al menos, de vivir en clima espiritual que le es hostil. Acaso los poetas, que no son siempre los últimos en intuir las más hondas corrientes de la cultura, trabajan con una vaga conciencia de la extemporaneidad de su labor. Y apenas si hay alguno -digámoslo de pasada- que no ejerza una afanosa abogacía por su propia obra para defenderla contra ataques no siempre visibles, que no revele, en suma, turbia conciencia de lo que hace, o sospecha de que su arte ha pasado a ser, en opinión de muchos, actividad subalterna. A veces, esta actitud inquieta, cavilosa y descontentadiza adopta formas desconcertantes y equívocas. Tal poeta niega calidad estética a cuanto se ha producido con anterioridad a su obra; tal otro define el poema como milagro verbal, creación arbitraria y sin precedentes, recusando así, para o ser juzgado, las más elementales normas del juicio; ni falta quien adopte la actitud cínica, en el peor sentido de la palabra, ni quien se entregue a un ejercicio de meras cabriolas. Alguien ha dicho que no son líricos los tiempos que corren, porque estamos de vuelta de un siglo -el XIX- que lo fue con exceso. Difícil es juzgar todo un siglo por lo específicamente suyo, envuelto siempre en la aportación de siglos anteriores. Así, juzgando al XIX, los más sagaces yerran, aunque acierten a señalar algo de lo que contiene. No es extraño. Por mucho que el siglo XIX deba a los hombres que durante él vivieron debe más al siglo de la iluminación, más aún al siglo barroco, mucho más al ingente hecho renacentista, enormemente más al saber antiguo. Muy pocos son capaces de señalar la labor realizada y los acentos que pone un siglo en el volumen total de la cultura.
Yo, sin embargo, no vacilo en afirmar que el siglo XIX fue, entre otras cosas, propicio a la lírica y, en general, a las formas subjetivas del arte. En el movimiento pendular que va, en las artes como en el pensar especulativo, del objeto al sujeto, y viceversa, el ochocientos marca una extrema posición subjetiva. Casi todo él milita contra el objeto. Kant lo elimina en su ingente tautología, que esto significa la llamada revolución copernicana, que se le atribuye. Su análisis de la razón sólo revela la estructura ideal del sujeto cognoscente. Los desmesurados edificios de las metafísicas postkantianas son obra de la razón raciocinante, de la razón que ha eliminado su objeto. Fichte, Shelling, Hegel, los románticos de la filosofía, son autores de grandes poemas lógicos en los cuales resuena constantemente una emoción sui generis: la emoción de los superlativos del pensamiento humano frente a los románticos. El positivismo es una consecuencia agnóstica de la eliminación del objeto absoluto y del descrédito inevitable de la metafísica. A él acompaña una emoción de signo contrario, humana, demasiado humana, pero no menos subjetiva que la romántica: la del hombre como sujeto empírico de una vida sin trascendencia posible, mero accidente cósmico, efímero episodio en el ciego curso de la naturaleza. Todo cuanto en el siglo ensalza o empequeñece al hombre, refuerza y afirma al sujeto. Individualismo se llama, en lo social y político, la nota específica del siglo XIX. La corriente individualista es un nuevo incremento de la subjetividad. El sujeto kantiano es todavía el hombre genérico: razón, entendimiento, formas de lo sensible, son normas objetivas en cuanto trascienden del sujeto individual. Del hombre kantiano no sabemos cómo sea el rostro, ni el carácter, ni el humor, ni sabemos cómo siente ni siquiera cómo piensa, sólo sabemos cuál es el rígido esquema de su razón en el espejo de la ciencia fisicomatemática. El hombre del ochocientos conserva cuánto hay de limitativo en el idealismo kantiano, de la filosofía romántica, en general, la exaltación del devenir sobre el ser, la conversión del hecho del espíritu en pura acción, transformación constante; evolución, que tal es el concepto esencial del siglo. Pero, al mismo tiempo, como filosofía para andar por casa, mejor diré como una religión no confesada, va acentuando el culto del yo sensible, de su individualidad psicológica. L´individualité enveloppe l'infini, había dicho Leibniz y el siglo XIX repite en vario tono la vieja sentencia.
Si pensamos que es la lírica expresión en palabras de lo subjetivo individual, actividad en el tiempo psíquico, no en el estadio impersonal de la lógica, pensamiento heraclidio más que eleático, fue el siglo XIX el más propicio a la lírica. El hombre del ochocientos, la gran centuria de Carnot en que r la ciencia misma pone en el tiempo la ley más general de la naturaleza, tiene la preocupación de su siglo, cree sentirlo, y escucharlo; lo ama y lo padece, el siglo es un fantasma en el fluir de su propia conciencia, de su íntima temporalidad. Sólo el hombre del ochocientos se confiesa enfant du siec/e, padece un mal del siglo, abriga la ilusión un siglo sin génesis, especialmente cualificado que vive y envejece con él. Fue el hombre menos clásico de todos los siglos, el menos capaz de crear bajo normas objetivas, porque vive encerrado en su conciencia individual. Mas sólo para él -y en esto consiste su profunda originalidad- alcanza el tiempo un supremo valor emotivo. Su metafísica ha sido formulada, aunque tardíamen- te, por Henri Bergson: du vécu de /'abso/u. La vida es el ser en el tiempo, y sólo lo que vive es. Con Bergson y algunos de sus epígonos, ya en pleno siglo xx, el pensamiento del gran siglo romántico alcanza una conciencia total de sí mismo. No despreciemos a los poetas del siglo XIX, desde los románticos hasta los simbolistas, porque nada hay en ellos que sea trivial. Cierto que, al alejarse de nosotros pierden, a nuestros ojos, su tercera dimensión, nos aparecen como estampas descoloridas del pasado. Pero reparemos en que la desvalorización de un tiempo según la perspectiva de otro, no es siempre justa y está sometida a múltiples rectificaciones. Es muy posible que la fatua declamación que hoy nos parece advertir en la lírica de los románticos sea un espejismo de nuestras horas y acuse un empobrecimiento de nuestra psique, una ; incapacidad de sentir con ellos. Si E//ago, de Lamartine, no nos conmueve hoy, la culpa pudiera no ser del poeta elegíaco. Acaso la ausencia de esa tercera dimensión que señalábamos en él, provenga de una planificación de nuestro espíritu. El arte no cambia siempre por superación de formas anteriores sino, muchas veces, por disminución de nuestra capacidad receptiva, y por debilitación y cansancio del esfuerzo creador.
Nueva sensibilidad es una expresión que he visto escrita muchas veces y que, acaso, yo mismo he empleado alguna vez. Confieso que no sé, realmente, lo que puede significar. Una nueva sensibilidad sería un hecho biológico muy difícil de observar y que, tal vez, no sea apreciable durante la vida de una especie zoológica. Nueva sentimentalidad suena peor y, sin embargo, no me parece un desatino. Los sentimientos cambian a través de la historia, y aun durante la vida individual del hombre. En cuanto resonancias cordiales de los valores en boga, los sentimientos varían cuando estos valores se desdoran, enmohecen o son sustituidos por otros. ¿Cuántos siglos durará el sentimiento de la patria? Y aun dentro de un mismo ambiente sentimental ¡qué variedad de grados y de matices! Hay quien llora al paso de una bandera, quien se descubre con respeto; quien la mira pasar indiferente; quien siente hacia ella antipatía, aversión. Nada tan voluble y tan vario como el sentimiento. Esto debieran aprender los poetas, que piensan que les basta sentir para ser eterno [falta algo} algunos sentimientos perduran a través de los siglos, más no por eso han de ser eternos.
La lírica fallece, se ha dicho, porque nuestro mundo interior se ha empobrecido. Y se dice con alguna verdad, aunque no siempre sabiendo lo que se dice. Porque no olvidemos que nuestro mundo interior, la intimidad de la conciencia individual es, en parte, invención moderna, laboriosa creación del siglo XIX. Los griegos no conocieron el mundo interior, aunque en su umbral pusieron la famosa sentencia délfica; los hombres del Renacimiento tampoco. No por eso dejaron de ser humanos y profundos. Lo que en verdad declina es una lírica magnífica e insuperable, mejor diré incapaz de superarse a sí misma: la del hombre romántico -aceptemos el mote en su acepción más amplia- del ochocientos. Esta lírica tuvo, como toda manifestación de cultura, su reducción al absurdo en su propia exaltación. Sus extravíos pueden estudiarse en su decadencia y en la obra de sus epígonos que alcanzan hasta nuestros días, como los procesos de nuestra psique se revelan a veces más claramente en los estados patológicos que en los normales. Cuantos seguimos con alguna curiosidad el movimiento literario moderno, pudiéramos señalar la eclosión de múltiples escuelas aparentemente arbitrarias y absurdas, pero que todas ellas tuvieron, al fin, un denominador común: guerra a la razón y al sentimiento, es decir, a las dos formas de comunión humana. El individualismo romántico no excluía la universalidad, antes por el contrario aspiraba siempre a ella. Se pensaba que lo más individual es lo más universal y que en el corazón de cada hombre canta la humanidad entera. Sí, el individualismo románico es idealista y cordial, desmesura la razón, pero cree en ella, exalta el sentimiento hasta agotarlo al pretender darle el radio infinito de las ideas. Sin embargo, ha perdido definitivamente el canon, la medida, el equilibrio clásico, porque, en el fondo, sólo cree en el sujeto, sus grandes poemas son los ingentes rascacielos de las metafísicas postkantianas. Cuando el espíritu romántico desfallece como un atleta que agota su energía en la mera tensión de sus músculos, sólo se salva el culto al yo, a la pura intimidad del sujeto individual. Y una nueva fe, un tanto perversa, se inserta en la fe romántica en la soledad del sujeto. Se piensa que lo individual humano, el yo propiamente dicho, el sí mismo es lo diferencial entre hombre y hombre y que carece de formas de expresión genéricas. Razón y sentimientos son cosas de todos, instrumentos ómnibus que el poeta desdeña en su afán de cantarse a sí mismo, no responden a la íntima realidad psíquica. Y el problema de la lírica, en su relación con el lenguaje, se complica. Porque el lenguaje humano se ha formado en diálogo y polémica con el mundo exterior, y es ya inadecuado para la introversión romántica. En la lírica de los románticos el lenguaje tiene todavía una función universal que cumplir: la expresión de la gran nostalgia de todas las almas. Pero, más tarde, en la época postromántica, tras la ruina del idealismo metafísico, lo que el poeta llama su mundo interior no trasciende de los estrechos límites de su con- ciencia psicológica (deambulando por sus más intrincadas callejuelas cree encontrar su musa). El poeta explora la ciudad más o menos subterránea de sus sueños y aspira a la expresión de lo inefable, sin que le asuste el contradictio in adjecto que su expresión implica. Es el momento literalmente profundo de la lírica, en que el poeta desciende a sus propios infiernos, renunciando a todo vuelo de altura. «Mi corazón, anticipa Heine, se parece al hondo mar: el huracán y la marea lo agitan; pero en su arena oscura bellas perlas se esconden, cavando en sí mismo hasta alcanzar los más hondos estratos de la subconsciencia, buceando sus más turbios mares, encontrará el poeta su tesoro.» Y fueron, en verdad" las bellas perlas heinianas, asombro y encanto de la luz, cuando auténticas, las que al fin se habían de fabricar artificialmente a bajo precio. El momento profundo de la lírica que coincide con el culto un tanto supersticioso de lo subconsciente, dejó algunas obras inmortales, entre ellas las de toda una escuela perfectamente lograda: el simbolismo francés. Es evidente que en la poesía de los simbolistas el largo radio de los sentimientos se ha acortado hasta coincidir con el radio, mucho más breve, de la sensación: y que las ideas propiamente dichas, esas luminarias de horizonte, inasequibles constelaciones de la mente, se han eclipsado. Pronto no serán las ideas, sino todo elemento conceptual lo que el poeta tienda a eliminar; pronto, el poeta creerá expresar el fluir de su conciencia horro en absoluto del tamiz de la lógica. De la musique avant toute chose, decía Verlaine. y no olvidemos que la musique de Verlaine no era ya la pura aritmética sonora de los clavicémbalos setecentistas, sino algo más y algo menos, la caótica melodía infinita wagneriana y la furiosa cacofonía del orgue de Barbarie.
Tras el simbolismo francés, comienza el período de la franca desintegración, la reducción al absurdo del subjetivismo romántico. En los años de la guerra y en los que inmediatamente la siguieron, entre múltiples escuelas literarias que duran unos días, efímera producción de grupos de vociferadores que aspiran a la abigarrada y absoluta novedad, aparecen dos frutos maduros y tardíos -mejor diré rezagados- del espíritu ochocentista. Me refiero a la obra de Marcel Proust en Francia y de James Joyce en Inglaterra. Ni Proust ni Joyce pueden llamarse poetas, en el sentido estricto de la palabra, pero los poemas esenciales de cada época no siempre son la producción de los cultivadores del verso. A la recherche du temps perdu, se llama la interminable novela de Marcel Proust, cuyas últimas copiosas páginas aparecieron después de muerto su autor. En ella vemos cerrado con llave de oro, el ámbito de la novela burguesa del ochocientos francés. Es el poema donde resuenan los últimos compases de la melodía de un siglo. El poeta analiza su propia historia, una existencia vulgar sin ideales ni heroísmo, y en cada momento de ella nos revela un haz de inquietudes y esperanzas intrascendentes. Para Proust, este gran epígono del siglo romántico, el poema o la novela -¿no es la novela un poema degenerado?- surge del recuerdo, no de la fantasía creadora, porque su tema es el pasado que se acumula en la memoria, un pasado destinado a perderse, si no se rememora, por su incapacidad de convertirse en porvenir. Si examinamos sin prejuicios literarios la novela proustiana, veremos claramente que su protagonista es el tiempo, marcado con el signo ocho- centista, del siglo ya decrépito que se escucha a sí mismo. El personaje que habla y cuenta su pobre vida de snob dista mucho, en verdad, del héroe de las novelas de Stendhal, viva estampa de la burguesía recién emancipada, en su período napoleónico; mucho, es cierto, de aquel Julián Sorel cínico y sádico, cuya alegría vital le convierte en ídolo de las damas y en fácil castigador de duquesas. No tanto, sin embargo, que sea otro, porque es él mismo, envejecido y pocho, vitalmente disminuido, que ha ganado en reflexión cuanto ha perdido en confianza de sí mismo, en ímpetu acometedor y en voluntad creadora. La burguesía con zapatos nuevos que nos pinta Balzac aparece en el alma de Proust en su período declinante y defensivo, madura de nostalgia, horra de idealidad, ansiosa de crear su propia tradición, de convertirse a su vez en aristocracia. Proust es un gran psicólogo, fino, sutil y autoinspectivo, y un gran poeta de la memoria, que evoca, con una panorámica visión de agonizante, toda una fenecida primavera social. Proust es el autor de un monumento literario que es, a su vez un punto final; Proust acaba literalmente un siglo y se aleja de nosotros luciendo, como los gentileshombres palatinos, una llave dorada en el trasero.
El Ulises del irlandés James Joyce es a su manera -manera, en verdad, demoníaca- obra también de poeta. Si la considero fruto rezagado del ochocientos es porque me parece que sin haber seguido con atención la más turbia corriente del siglo romántico, no acertaríamos a comprender de ella una sola página. ¿Es la obra de un loco? La locura es una enfermedad de la razón y este monólogo de Joyce está fría, sabia y sistemáticamente desracionalizado. No hay razón que pueda enfermar en todo el libro, porque el pensamiento genérico ha sido, valientemente, arrojado por el autor al cesto de la basura. No puede ser producto de un débil mental cuya conciencia fragmentaria se vierte al fin alguna vez en moldes racionales, sino de una robusta inteligencia, capaz de someter muchos cientos de páginas a un completo expurgo de toda lógica externa. Si la obra de Proust es el poema de la memoria, la obra de Joyce pretende ser el poema de la percepción, horra del lógico esquematismo, mejor diré de la expresión directa del embrollo sensible, la caótica algarabía en que colaboran, con la heterogeneidad de las sensaciones, toda suerte de resonancias viscerales. Exigir inteligibilidad a esta obra carece de sentido, porque el lenguaje no tiene en ella nada que comunicar. Las palabras, a veces, se reúnen en frases que parecen significar lógicamente algo, pero pronto observamos que se asocian al azar o por virtud de un mecanismo diabólico. El lenguaje es un elemento más del caos mental, un ingrediente del bodrio psíquico que el poeta nos Si la obra de Proust es literalmente un punto final, mejor diré un canto epilogal, en tono menor, de todo un siglo de novelas, la obra de Joyce es una vía muerta, un callejón sin salida del solipsismo lírico del mil ochocientos. La extrema individuación de las almas, su monadismo hermético y autosuficiente, sin posible armonía preestablecida, es la gran chochez del sujeto consciente que termina en un canto de cisne que es, a su vez -¿por qué no decirlo?-, un canto de grajo. Obra del anticristo ha llamado al U lises el alemán Curtius. y en verdad que este libro sin lógica es también un libro sin ética y, en este sentido, satánico. Pero no hay que asombrarse por ello: los valores morales tienen el mismo radio que las ideas, el eclipse de los unos y de las otras son fenómenos necesariamente concomitantes.
En el Ulises de Joyce, en un solo momento literario, podemos estudiar todo lo que hoy se llama, con equívoca y desorientadora denominación, superrealismo: una definitiva desintegración de la personalidad individual por acortamiento progresivo del horizonte mental. El sujeto se fragmenta, se corrompe y se agota por empacho de subjetivismo. El desfile vertiginoso de sus imágenes no es ya el fluir de una conciencia, porque estas imágenes, que unas parecen brotar de lo hondo y otras venir de fuera, pretenden valer por sí mismas, no pertenecer a nadie, no guardar relación entre sí; no constituyen de ningún modo un objeto mental que pueda contemplarse, conservando, no obstante, la antipática frialdad de lo objetivo. Continuar a Joyce, tomar como punto de partida su obra, parece, a primera vista, empresa más ardua que escribir novelas después de haber leído A la recherche du temps perdu. Algo hay, sin embargo, en el libro del irlandés, no obstante lo absurdo y extremado de su contenido y, acaso por ello mismo, que mira al porvenir. Dicho de otro modo: cuando una pesadilla estética se hace insoportable, el despertar se anuncia rnmn cercano. Cuando el poeta ha explorado todo su infierno, tornará, como el Dante, a rivedere le stelle, descubrirá, eterno descubridor de mediterráneos, la maravilla de las cosas y el milagro de la razón.
Y ahora quisiera decir algo de lo que a mí me parece actual en poesía, por si pudiera alcanzar un poco de lo que pueda ser su porvenir. Comprendo que el oficio de profeta es, como se dice, arduo de suyo, y en nuestros días más que nunca aventurado y expuesto al error. Sin embargo, hoy como ayer, la misión de los ojos -los ojos de la cara y los del espíritu- es ver. Mas como toda visión requiere distancia, lo verdaderamente difícil no es distinguir lo que viene hacia nosotros o aquello que de nosotros se aleja, sino precisamente lo que se nos echa encima y nos envuelve. El gran problema de la crítica es siempre el análisis de lo presente y de lo cercano. No es extraño. Lo actual es el momento en que las cosas carecen para nosotros de contornos precisos, y en que, obligados a vivirlas, no podemos juzgarlas. Todas las épocas, aun las más creadoras, han sido torpes para juzgarse a sí mismas, y no siempre infecundas en previsiones de lo futuro. Por esta misma razón la crítica suele manejar conceptos atinados cuando señala lo que falta en las obras de arte y rara vez acierta a señalar lo que tienen. Dicho sea todo esto en descargo anticipado de conciencia, por errores probables en cuanto vaya a decir.
¿Qué es lo actual en poesía? Ya no es el fugit irreparabile tempus del pensamiento más o menos es trópico del siglo romántico de Carnot y Lamartine. Parece como si la lírica se hubiere emancipado del tiempo. Los poemas están excesiva- mente lastrados de pensamiento conceptual, lo que quiere decir que las imágenes no navegan, como antaño, en el fluir de la conciencia psicológica. Nunca, en verdad, la lírica ha sido más fecunda en imágenes; pero estas imágenes que reviste en conceptos y no señalan intuiciones, que nunca reflejan experiencias vitales, carecen de raíz emotiva, de savia cordial.
El nuevo barroco literario, como el de ayer mal interpretado por la crítica, nos da una abigarrada y profusa imaginería conceptual. Hoy como ayer conceptistas y culteranos tienen el concepto, no la intuición, por denominador común. Cuando leemos a algún poeta de nuestros días -recordemos a Paul Valéry entre los franceses, a Jorge Guillén entre los españoles buscamos en su obra la línea melódica trazada sobre el sentir individual. No la encontramos. Su frigidez nos desconcierta y, en parte, nos repele. ¿Son poetas sin alma? Yo no vacilaría en afirmarlo, si por alma entendemos aquella cálida zona de nuestra psique que constituye nuestra intimidad, el húmedo rincón de nuestros sueños humanos, demasiado humanos, donde cada hombre cree encontrarse a sí mismo al margen de la vida cósmica y universal. Esta zona media que fue mucho, si no todo, para el poeta de ayer, tiende a ser el campo vedado para el poeta de hoy. En ella queda lo esencialmente anímico: lo afectivo, lo emotivo, lo pasional, lo concupiscente, los amores, no el amor in genere, los deseos y apetitos de cada hombre, su íntimo y único paisaje, su historia tejida de anécdotas singulares. A todo ello siente el poeta actual una invencible repugnancia, de todo ello quisiera el poeta purificarse para elevarse mejor a las regiones del espíritu.
Porque este poeta sin alma no es, necesariamente, un poeta sin espiritualidad, antes aspira a ella con la mayor vehemencia. y ahora podemos emplear la expresión poesía pura, conscientes, al menos, de una marcada atención en el poeta: empleo de las imágenes como puro juego del intelecto. Bajo múltiple y enmarañada apariencia es esto lo que se descubre en la poesía actual. El poeta tiende a emanciparse del hic et nunc, del tiempo psíquico y el espacio concreto en que se produce su algebraico como símbolos conceptuales de un arte combinatorio más o menos ingenioso y sutil. Esta lírica desubjetivizada, destemporalizada, deshumanizada, para emplear la certera expresión de nuestro Ortega y Gasset, es producto de una actividad más lógica que estética y sólo una crítica superficial no atinará a descubrir en ella la madeja de conceptos que encierra su laberinto de imágenes. Porque hoy como ayer las imágenes señalan intuiciones o revisten conceptos tertium non datur; pero toda intuición es imposible al margen de la experiencia vital de cada hombre. A los poetas de hoy pudiéramos aplicar mutatis mutandis, los argumentos de Kant contra la metafísica de escuela y recordar les la parábola de aquella paloma que al sentir en sus alas la resistencia del aire, sueña que podría volar mejor en el vacío; porque también hay una paloma lírica que pretende eliminar el tiempo para mejor elevarse a 10 eterno que, como la kantiana, ignora la ley de su propio vuelo...
Fuente: Biblioteca Virtual Antonio Machado. Escuela Oficial de Idiomas de Soria.
|