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I Europa y el país de los Incas: La utopía andina[7] Para Inés y Gerardo A partir del siglo XVI se entabla una relación asimétrica entre los Andes y Europa. Podría resumirse en el encuentro de dos curvas: la población que desciende y las importaciones del ganado ovino que paralelamente crecen, ocupando los espacios que los hombres dejan vacíos. Encuentro dominado por la violencia y la imposición. Pero estos intercambios son más complejos, como lo ha recordado Ruggiero Romano: barcos que vienen trayendo caña, vid, bueyes, arado a tracción, hombres del Mediterráneo, otros hombres provenientes del África y, con todo ello, ideas y concepciones del mundo, donde se confunden palabras y conceptos admitidos con otros que estaban condenados por heréticos. Del lado andino, junto al resquebrajamiento de un universo mental, surge el esfuerzo por comprender ese verdadero cataclismo que fue la conquista colonial, por entender a los vencedores y sobre todo por entenderse a sí mismos. Identidad y utopía son dos dimensiones del mismo problema. La utopía hoy Los Andes son el escenario de una antigua civilización. Entre los 8,000 y 6,000 años, en las altas punas o los valles de la costa, sus habitantes iniciaron el lento proceso de domesticación de plantas que les abrió las puertas a la alta cultura. Habría que esperar al primer milenio antes de la era cristiana para que desde un santuario enclavado en los Andes centrales, Chavín de Huantar, se produzca el primer momento de unificación panandina.[8] Sólo con la invasión europea se interrumpió un proceso que transcurría en los marcos de una radical independencia. Los hombres andinos, sin que mediara intercambio cultural alguno con el área centroamericana o con cualquier otra, desarrollaron sus cultivos fundamentales como la papa, el maíz, la coca, su ganadería de camélidos, descubrieron la cerámica y el tejido, el trabajo sobre la piedra, la edificación de terrazas cultivables y de canales de regadío1. A pesar del aislamiento, estos hombres no produjeron un mundo homogéneo y cohesionado. A lo largo de su historia autónoma han predominado los reinos y señoríos regionales. Los imperios han sido fenómenos recientes. Para que una organización estatal comprenda a toda el área cultural, tuvo que aguardarse a los incas, quienes, como es bastante conocido, realizaron desde el Cusco una expansión rápida pero frágil. A la llegada de los españoles, con el derrumbe del estado incaico, reaparecen diversos grupos étnicos –como los huancas, chocorvos, lupacas, chancas– con lenguas y costumbres diferentes, muchas veces rivales entre sí, resultado de una antigua historia de enfrentamientos. La invasión occidental, al reducir a todos los hombres andinos a la condición común de indios o colonizados, hizo posible, sin proponérselo, que emergieran algunos factores de cohesión. Sin embargo, junto a ellos, la administración española buscó mantener los viejos conflictos e introducir nuevos, como los que se irían dando entre comuneros (habitantes de pueblos de indios) y colonos (siervos adscritos a las haciendas). A pesar de la estricta demarcación de fronteras jurídicas entre indios y españoles –quienes debían conformar dos repúblicas separadas y autónomas–, la relación entre vencedores y vencidos terminó produciendo una franja incierta dentro de la población colonial: los mestizos, hijos de unos y otros y a veces menospreciados por ambos. A ellos habría que añadir esos españoles nacidos en América que recibirían el nombre de criollos; sin olvidar los múltiples grupos étnicos de la selva, las migraciones compulsivas procedentes de África y después del Oriente, para de esta manera tener a los principales componentes de una sociedad sumamente heterogénea. Este es uno de los aspectos[9] más sugerentes del Perú actual, país de todas las sangres como decía Arguedas; sin embargo, estas tradiciones[10] diversas no han conseguido fusionarse y, muchas veces, ni siquiera convivir. Conflictos y rivalidades han terminado produciendo un subterráneo pero eficaz racismo. Menosprecio, desconfianza y agresividades mutuas, en el interior mismo de las clases populares, como se han traslucido en las relaciones cotidianas entre negros e indios. Aquí encontró un sólido sustento la dominación colonial2. Esta fragmentación se expresa también en la conciencia social de los protagonistas. En la sierra peruana, por ejemplo, los campesinos hoy en día no se definen como andinos o indios –a pesar del pasado común–, sino que habitualmente recurren al nombre del lugar donde han nacido, la quebrada o el pueblo tal, como observan, en Ayacucho Rodrigo Montoya y en Huánuco César Fonseca. Una conciencia localista. En la sierra central, otro antropólogo, Henri Favre, encontró tres grupos étnicos –asto, chunku y laraw–, limítrofes pero incomunicados[11] a pesar de la cercanía geográfica, a causa de variantes ininteligibles del quechua y el kawki3. La idea de un hombre andino inalterable en el tiempo y con una totalidad armónica de rasgos comunes expresa, entonces, la historia imaginada o deseada, pero no la realidad de un mundo demasiado fragmentado. La utopía andina es los proyectos[12] (en plural) que pretendían enfrentar esta realidad. Intentos de navegar contra la corriente para doblegar tanto a la dependencia como a la fragmentación. Buscar una alternativa en el encuentro entre la memoria y lo imaginario: la vuelta de la sociedad incaica y el regreso del inca. Encontrar en la reedificación del pasado la solución a los problemas de identidad. Es por esto que aquí, para desconcierto de un investigador sueco, “... se ha creído conveniente utilizar lo incaico, no solamente en la discusión ideológica, sino también en el debate político actual”4. Mencionar a los incas es un lugar común en cualquier discurso. A nadie asombra si se proponen ya sea su antigua tecnología o sus presumibles principios éticos como respuestas a problemas actuales. Parece que existiera una predisposición natural para pensar en “larga duración”. El pasado gravita sobre el presente y de sus redes no se libran ni la derecha –Acción Popular fundando su doctrina en una imaginaria filosofía incaica– ni la izquierda: los programas de sus múltiples grupos empiezan con un primer capítulo histórico en el que se debate encarnizadamente qué era la sociedad prehispánica. Todos se sienten obligados a partir de ese entonces. En los Andes parece funcionar un ritmo temporal diferente, cercano a las “permanencias y continuidades”. Es evidente que el imperio incaico se derrumba al primer contacto con occidente, pero con la cultura no ocurriría lo mismo. Casi al inicio de un texto sobre la sociedad prehispánica, el historiador indigenista Luis E. Valcárcel sostiene que la civilización andina “había convertido un país inoperante para la agricultura en país agrícola, en un esfuerzo tremendo que no desaparece durante todo el dominio español y que tampoco ha desaparecido hoy. Por eso, desde este punto de vista, el estudio de la Historia Antigua del Perú es de carácter actual, y estamos estudiando cosas reales, que todavía existen y que vamos descubriendo mediante los estudios etnológicos. Hay, pues, un vínculo muy riguroso entre el Perú Antiguo y el Perú Actual”5. Ningún europeo podría escribir en los mismos términos sobre Grecia y Roma. Friedrich Katz advierte una diferencia notable entre aztecas e incas6. En México no se encontraría una memoria histórica equivalente a la que existe en los Andes. No hay una utopía azteca. El lugar que aquí tiene el pasado imperial y los antiguos monarcas, lo ocupa allá la Virgen de Guadalupe. Quizá porque la sociedad mexicana es más integrada que la peruana, porque el porcentaje de mestizos es mayor allá y porque los campesinos han tenido una intervención directa en su escena oficial, primero durante la independencia y después con la revolución de 1910. En los Andes peruanos, por el contrario, las revueltas y rebeliones han sido frecuentes, pero nunca los campesinos han entrado en la capital y se han posesionado del palacio de gobierno. Salvo el proyecto de Túpac Amaru (1780) y la aventura de Juan Santos Atahualpa (1742) en la selva, no han conformado un ejército guerrillero como los de Villa o Zapata en México. Sujetos a la dominación, entre los andinos la memoria fue un mecanismo para conservar (o edificar) una identidad. Tuvieron que ser algo más que campesinos: también indios, poseedores de ritos y costumbres propios. ¿Simple retórica? ¿Elaboraciones ideológicas, en la acepción más despectiva de este término? ¿Mistificaciones de intelectuales tras los pasos de Valcárcel? Los incas habitan la cultura popular. Al margen de lo que escriban los autores de manuales escolares, profesores y alumnos en el Perú están convencidos de que el imperio incaico fue una sociedad equitativa, en la que no existía hambre, ni injusticia y que constituye por lo tanto un paradigma para el mundo actual. Se explica por esto la popularidad del libro de Louis Baudin El imperio socialista de los incas (publicado en francés en 1928). Popularidad del título: Baudin eran un abogado conservador que escribió esa obra para criticar al socialismo como un régimen opresivo; quienes en el Perú hablan del socialismo incaico, lo hacen desde una valoración diferente, como es obvio. Una reciente investigación sociológica sobre la enseñanza de la historia en colegios de Lima mostró que la mayoría de encuestados tenía una imagen claramente positiva del imperio incaico. Los alumnos procedían tanto de sectores adinerados (hijos de empresarios y altos profesionales), como de los sectores más pauperizados (pobladores marginales, desocupados). Los nueve colegios en los que se realizó la encuesta se ubican en el casco urbano y en barriadas y zonas tugurizadas de la capital. A los encuestados se les planteaban cinco características opcionales atribuibles del imperio incaico. Podían escoger una o más. Por eso, aparte del número total de respuestas que obtuvo cada característica, indicamos el porcentaje de encuestados que la escogieron y luego el porcentaje que se puede establecer sobre el total de respuestas. Las dos opciones escogidas con más frecuencia fueron justo y armónico. El imperio es una suerte de imagen invertida de la realidad del país: aparece contrapuesto con la dramática injusticia y los desequilibrios actuales. Si sumamos las características que se pueden considerar como positivas, ellas llegan a 68%: la gran mayoría. Es de sospechar que el porcentaje sería más alto en colegios provincianos y rurales. La encuesta propone al estudiante una valoración desde el presente, un juicio ético. No es una invitación insólita. Por el contrario, es una actitud habitual en las escuelas, entre alumnos y profesores, frente a un pasado que se vive como demasiado cercano.
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