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LA INCREDULIDAD DEL PADRE BROWN G. K. Chesterton Título original The Incredulity of Father Brown © 1999 Ediciones Encuentro, Madrid Traducción Isabel Abelló de Lamarca Revisión Cristina Ansorena Colección dirigida por Guadalupe Arbona Abascal Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Cedaceros, 3-2Q - 28014 Madrid - Tel. 532 26 07 Digitalización por Antiguo. Corrección por Álvaro el Histórico. índice La resurrección del padre Brown .............. 3 La saeta del cielo......................................... 16 El oráculo del perro..................................... 34 El milagro de la «Media Luna» ............... 49 La maldición de la cruz dorada................... 67 El puñal alado ........................................... 85 El sino de los Darnaway ............................ 101 El espectro de Gideon Wise ...................... 119 LA RESURRECCIÓN DEL PADRE BROWN Hubo un corto período en la vida del padre Brown durante el cual éste disfrutó o, mejor dicho, no disfrutó de algo parecido a la fama. Anduvo, por espacio de unos días, convertido en la sensación periodística: fue el tópico usual de las controversias de semanario; sus hazañas se comentaron con intensidad e inexactitud en el mundillo de cafés y tertulias, especialmente en América. Y, aunque pueda parecer extraño a las personas que lo conocieran, sus detectivescas aventuras llegaron incluso a dar materia a los relatos breves de los «magazines». Por una extraña coincidencia, todo aquel brillo pasajero recayó en su persona cuando estaba en el más oscuro, o por lo menos el más apartado, de sus lugares de residencia. Pues se le había enviado a desempeñar un papel, entre misionero y párroco, en uno de aquellos países septentrionales de Sudamérica donde existen sectores que soportan inquietos la autoridad de las potencias europeas, o que amenazan de continuo con alzarse en repúblicas independientes bajo la gigantesca sombra del presidente Monroe. La población de estas regiones es de raza cobriza, morena y con pintas rosadas: quiero decir, que está integrada por hispanoamericanos y, en grado mayor aún, por criollos, a pesar de la infiltración continua y creciente de norteamericanos, ingleses, alemanes y demás. El trastorno parece haberse producido a raíz de la llegada de uno de dichos extranjeros. Una vez en tierra firme, sumido en la honda preocupación por la pérdida de una de sus maletas, se acercó al primer edificio que tenía a mano, que resultó ser nada menos que la casa de la misión con su capilla anexa. Recorría la fachada de dicho edificio una larga terraza y una también larga hilera de postes por los que trepaban oscuras y retorcidas lianas de hojas achatadas y enrojecidas por el otoño. En el interior del recinto se apreciaba asimismo, en hilera, cierto número de seres humanos, tan rígidos como los postes, cuyo color recordaba de algún modo al de las lianas. Pues mientras sus sombreros de ala ancha eran tan negros como sus ojos, abiertos sin la más leve sombra de pestañeo, la tez de casi todos ellos parecía tallada en la oscura madera de aquellos bosques transatlánticos. Fumaban en su mayor parte cigarros largos, delgados y negros; y bien se podría decir que en aquel grupo de fumadores lo único que se movía era el humo. Probablemente, el forastero les habría clasificado a todos como nativos, aun cuando algunos parecían enorgullecerse de su sangre española. Sin embargo, no era él la persona indicada para establecer distinciones sutiles entre españoles y cobrizos, y sí, más bien, para obviar, una vez percibidas las características que veía en los naturales del lugar, a quien hubiese clasificado como indígenas. Nuestro personaje era un periodista de la ciudad de Kansas, hombre delgaducho, cabello claro y lo que Meredith habría llamado una ««nariz intrépida»; se podía presumir de ella que se abría camino tanteando los objetos y que se movía como la trompa de un oso hormiguero. Se apellidaba Snaith y sus padres, después de una concienzuda meditación, le pusieron por nombre de pila Saúl, hecho que, muy acertadamente, ocultaba cuando le era posible. Por cierto que había acabado por adoptar el nombre de Pablo, aunque por una razón que nada tenía que ver con la que indujera a hacerlo al Apóstol de los Gentiles. Por el contrario, de haber sido mayor su conocimiento de la materia, se habría dado cuenta de que el aspecto que mejor le cuadraba era el de perseguidor, pues consideraba a las religiones sistemáticas con cierto desprecio convencional, más fácil de aprenderse en Ingersoll que en Voltaire. Y el caso es que, vestido con tal característica secundaria de su personalidad, se enfrentó con la misión y el grupo estacionado ante la terraza. Algo, en su indiferencia e imposible comportamiento, inflamó su furia; y, al no obtener respuesta adecuada a sus primeras preguntas, empezó a preguntarse y a responder a todo por sí mismo. Inmóvil en su sitio bajo el ardiente sol, figura impecable con su panamá y su espléndido traje, y aguantando con puño de hierro por el asa su bolsa de mano, comenzó a vociferar dirigiéndose a la pacífica concurrencia que permanecía a la sombra. Empezó a explicarles, en voz muy alta, la razón por la que eran perezosos, marranos, brutalmente ignorantes y más rebajados que los animales inmundos, en el supuesto caso de que ese problema hubiese podido ocupar alguna vez sus mentes. En su opinión, todo se debía a la nefasta influencia del clero, que tan miserablemente pobres les había hecho y tan sin esperanza les había oprimido, hasta hacer posible que se sentaran como lo estaban en la sombra, fumando y sin ocuparse de nada. —¡Y que seáis una multitud poderosa y dúctil para ser embaucados por semejantes ídolos vanidosos, con sólo ir de acá para allá con sus mitras, sus tiaras, sus capas pluviales y demás parafernalia, mirándolo todo por encima del hombro como si fuese basura; embaucados, sí, por coronas, palios y paraguas santos, como cabritillos de saltimbanquis; sólo porque un pomposo y viejo Sumo Sacerdote de la Conchinchina se cree el dueño absoluto de la tierra! ¿Cuál es vuestra opinión? ¿Qué tenéis que añadir por vuestra cuenta, pobres inútiles? Ya os digo yo que por esta razón os quedáis rezagados en la barbarie y no sabéis ni leer, ni escribir, ni... En aquel preciso instante el Sumo Sacerdote de la Conchinchina aparecía con aturdimiento carente de toda gravedad por la puerta de la casa de la misión, no bajo la forma del verdadero señor de la tierra, sino más bien como un lío de oscuros trapos viejos abrochados alrededor de un almohadón de escasa altura con aires de mamarracho. En el supuesto de que la tuviese, no llevaba entonces su tiara, sino en todo caso un sombrero ancho, que apenas difería de los que llevaban aquellos hispano indios, echando para atrás con ademán de fastidio. Parecía disponerse a dirigir la palabra a los inconmovibles indígenas cuando vio al extranjero y le dijo sin tardanza: —¡Oh! ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea usted entrar? El señor Paul Snaith entró, en efecto, y fue su entrada la fuente de donde comenzó a manar una inagotable información periodística sobre las más variadas materias. Es de presumir que su instinto periodístico fuera más poderoso que sus prejuicios, como le sucede en realidad a todo periodista inteligente; así que expuso una cantidad enorme de preguntas, cuyas respuestas le sorprendieron, a la vez que despertaron su interés. Descubrió que los indios sabían leer y escribir por la sencilla razón de que el sacerdote les había enseñado, y que, no obstante, se limitaban a hacerlo en ocasiones estrictamente necesarias, puesto que preferían comunicarse directamente a cualquier otro procedimiento. Aprendió también que aquellas extrañas gentes, acostumbradas a sentarse en las terrazas sin mover uno solo de sus cabellos, podían trabajar con ahínco su propia tierra. Especialmente aquellos en que predominaba la sangre española, e incluso llegó a saber, con mayor asombro todavía, que todos ellos poseían parcelas de tierra de su propiedad. Ésta era una tradición de última hora que había arraigado profundamente entre los naturales del país. También el sacerdote había tenido que ver con ello; y, al hacerlo, se había adjudicado el más importante y decisivo papel en la política local, si es que podía considerarse únicamente como política local. Acababa de atravesar como un huracán por todo el país una de esas epidemias anárquicas y ateas que irrumpen de vez en cuando en las naciones de cultura latina, una de esas epidemias que arrancan, por lo general, de una sociedad secreta y acaban en guerra civil, como poco. El cabecilla local del partido iconoclasta era un individuo llamado Álvarez, aventurero pintoresco de nacionalidad portuguesa y, según sus enemigos, de origen oscuro. El jefe de innumerables logias y templos de iniciación, que disfrazan el ateísmo con un ropaje místico. El jefe del partido conservador era una persona mucho más vulgar, un propietario rico llamado Mendoza, dueño de muchas fábricas y a quien se respetaba considerablemente, a pesar de ser muy poco atractivo. Todo el mundo opinaba que la ley y el orden se habrían perdido totalmente al no haberse adoptado medidas más populares y adjudicado a todos los campesinos algún lote de tierra en propiedad; dicho movimiento había partido, desde su misma base, de la pequeña misión donde residía el padre Brown. Mientras éste hablaba con el periodista, el cabecilla conservador, Mendoza, entró en el recinto. Se trataba de un hombre grueso, moreno, cabeza calva de melón y cuerpo redondo, también como un melón; fumaba un aromático cigarro, que arrojó con gesto tal vez algo teatral al encontrarse en presencia del sacerdote, como si hubiese entrado en una iglesia; saludó con una inclinación tan pronunciada que maravillaba en sujeto tan enorme. Era extremadamente grave en sus modales, y, especialmente, cuando se relacionaba con instituciones religiosas. Era uno de esos seglares que son más clericales que los mismos clérigos. Todo este comportamiento, en especial cuando era llevado a la vida privada, al padre Brown le molestaba. —Me parece que yo soy bastante anticlerical —solía decir el curita sonriendo—; estoy seguro de que no habría ni la mitad de clericalismo si lo dejaran en manos de los clérigos. —¿Y bien, señor Mendoza? —exclamó el periodista, más animado—. Me parece que usted y yo tenemos ya el gusto de conocernos. ¿No estaba usted, el año pasado, en el Congreso Mercantil de México? Los pesados párpados del señor Mendoza se movieron un poco en señal de consentimiento, mientras sonreía perezosamente, diciendo: —Ya recuerdo. —¡Buen trabajo el que se hizo allí en una o dos horas! —exclamó Snaith con fruición—. Todo cambió, y supongo que también usted. ¿No es cierto? —He de reconocer que me fue muy bien —dijo Mendoza con modestia. —¡Y aún dirá que no cree en la suerte...! —exclamó el entusiasta Snaith—. La suerte se alía con aquellas personas que saben acogerla oportunamente, y usted se agarró con fuerza a ella. ¡Ah! Pero espero no interrumpir sus asuntos. —En absoluto —afirmó el otro—. Tengo el honor de venir a menudo a conversar con el padre; nada más que para hablar un rato. En cierta manera, esta familiaridad entre el padre Brown y el afortunado e incluso famoso hombre de negocios dio fin a la obra de reconciliación del práctico Snaith con el sacerdote. Sintió, como es de suponer, que esta relación daba mayor respetabilidad al lugar y al edificio del misionero, y se mostró dispuesto a pasar por alto todo recuerdo que se relacionara con la existencia de religión, capillas y casas parroquiales. Se entusiasmó con el programa del cura, por lo menos en su parte seglar y social, e hizo saber que se prestaba desde aquel momento a actuar de portavoz para transmitirlo al mundo entero. Fue entonces cuando el padre Brown comenzó a preocuparse más por la simpatía del periodista que por su reciente hostilidad. Mr. Paul Snaith se puso a realzar con todas sus fuerzas la figura del padre Brown. Remitía a su periódico del Middle-West largos y altisonantes elogios del sacerdote. Hacía fotografías del infortunado clérigo, ejercitándose en sus labores más triviales, y las exhibía a gran tamaño en los enormes periódicos dominicales de Estados Unidos. Convertía sus frases corrientes en lemas y no cesaba de presentar al mundo los inagotables mensajes del reverendo de Sudamérica. Cualquier público menos fuerte y probablemente receptivo que el norteamericano estaría un poco harto de tanto padre Brown. En cambio, éste recibió elegantes e insistentes proposiciones para dar un ciclo de conferencias por Estados Unidos; y en cuanto rechazó estas ofertas, se levantó un aire de reverente admiración. Un buen número de anécdotas acerca del clérigo, siguiendo la pauta trazada por las historias de Sherlock Holmes, brotaron de la mente de Mr. Snaith y fueron presentadas a nuestro héroe con el fin de que las apoyara y patrocinara. Como el sacerdote comprendió que acababa de iniciar aquel camino, no se le ocurrió otra cosa, para satisfacer al demandante, que sugerirle que no siguiera. Y de esto, a su vez, Mr. Snaith aprovechó para comenzar una encuesta acerca de si sería o no conveniente que el padre Brown desapareciese por un tiempo detrás de una roca, como el héroe del doctor Watson. El padre se veía obligado a llenarse de paciencia y a contestar por escrito a todas aquellas demandas alegando que no podía consentir, bajo ningún pretexto, que aparecieran tales historias y añadiendo, por fin, el ruego de que se dejara pasar un cierto intervalo de tiempo antes de que volvieran a aparecer. Las cartas que contestaba se hacían cada vez más cortas y, cuando escribió la última, lanzó un suspiro. No es preciso decir que este bombo que se le dio en el Norte repercutió en la pequeña localidad donde el padre Brown había pensado vivir olvidado y en solitario destierro. La población inglesa y americana, que había aumentado considerablemente, comenzó a enorgullecerse de contar con un personaje tan universalmente anunciado como lo era el padre. Los turistas americanos que llegaban a Inglaterra pidiendo a gritos que deseaban ver la Abadía de Westminster, desembarcaban también aquí, en esta lejana costa, pidiendo a voz en grito ver al padre Brown. Se llegó incluso a organizar trenes de excursionistas que bautizaron con su nombre, y a reunir grupos de personas que afluían a su residencia como si se tratara de visitar un monumento público. Quienes realmente le molestaron fueron los activos y ambiciosos comerciantes del lugar, que no cesaban de acosarle incansablemente para que probara sus productos y les recomendara con fines publicitarios. Y cuando no eran las cuestiones de propaganda comercial, era la correspondencia lo que le robaba el tiempo, con la plena convicción de que sólo la requerían los coleccionistas de autógrafos. Como era una persona bondadosa, accedía con bastante regularidad a las solicitudes, y así contestó con pocas palabras, escritas apresuradamente, a la demanda de un comerciante de Francfort llamado Eckstein, carta que iba a marcar en su vida un terrible momento crucial. Eckstein era un hombrecillo meticuloso, con cabello revuelto y lentes, que estaba terriblemente empeñado en que el sacerdote probara su vino medicinal, y que demostraba un interés desorbitado por saber en qué lugar y momento lo bebería al recibir la muestra. El sacerdote no se mostró muy sorprendido por la petición, ya que había dejado, desde hacía ya mucho tiempo, de sorprenderse ante las extravagancias publicitarias. Escribió algunas palabras de contestación y pasó después a trabajar en un asunto que le pareció más sensato. Volvieron a llamar, y una nota que procedía nada menos que de su enemigo político, Álvarez, volvió a interrumpir su trabajo. Dicho señor le rogaba que asistiera a una entrevista en la que esperaba llegar a un acuerdo sobre un punto determinado, para lo cual le proponía encontrarse aquella noche en un café de las afueras del lugar. Contestó también a esta tarjeta aceptando la invitación, la entregó a un mensajero de aspecto militar que aguardaba la contestación y, como le quedaban todavía un buen par de horas hasta la cita, se entregó de nuevo a su trabajo en aquello que era realmente de su incumbencia. Transcurridas las dos horas, llenó un vaso con el vino de Mr. Eckstein y, mirando humorísticamente al reloj, se tomó la bebida y salió para perderse entre las sombras de la noche. Una intensa claridad lunar resplandecía sobre la pequeña ciudad española, de forma que cuando llegó a la pintoresca puerta de acceso, con su arco, de un marcado rococó, y un fantástico fleco de hojas de palmera, tuvo la sensación de estar en un escenario de ópera española. Una larga hoja de palma de puntas pronunciadas se perfilaba sobre el fondo de la luna, visible desde la otra parte del arco; tenía el aspecto de la mandíbula de un cocodrilo negro. La imagen hubiera persistido agradablemente en su mente si otra cosa no hubiese llamado la atención de su ojo avizor. El aire se sumergía en una calma mortal y no se percibía ni una ráfaga; sin embargo, él pudo apreciar claramente que algo imprimía un ligero movimiento a la hoja de palmera. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba solo; acababa de dejar atrás las últimas casas, cerradas en su mayoría y con las persianas echadas. Avanzaba entre dos largas paredes de piedras lisas y desiguales, salpicadas aquí y allá con las peculiares hierbas espinosas del país. El camino entre paredes conducía hasta la puerta del pueblo. No podía divisar las luces del café del otro lado de la puerta; probablemente debía de estar demasiado lejos. No distinguía otra cosa que una extensión de terreno, pálido bajo la luna, con unos resistentes arbustos de púas acá y allá. Le pareció intuir algo peligroso; sintió una rara opresión física, y, sin embargo, en ningún momento pensó en volver atrás. Su valor, que era considerable, es posible que no llegara a tanto como su curiosidad. Durante toda su vida había obedecido a los impulsos de una verdadera necesidad intelectual por conocer la verdad, incluso en las cosas más insignificantes. Con mucha frecuencia, tenía que dominarse en nombre de la medida, pero invariablemente persistía en dicho impulso. Atravesó decididamente el umbral y, al pasarlo, un hombre saltó del árbol como un mono y arremetió contra él con un cuchillo. Al mismo tiempo, otro hombre se deslizó por la pared blandiendo una porra que descargó sobre su cabeza. El padre Brown se volvió, pataleó un poco y acabó por desplomarse hecho un ovillo, pero al dejarse caer apareció en su cara redonda una expresión de apacible e inmensa sorpresa. En el pueblecillo vivía por aquel entonces un joven americano, muy distinto de Mr. Paul Snaith. Su nombre era John Adams Race, ingeniero electricista, contratado por Mendoza para surtir al lugar de los más modernos adelantos. Estaba mucho menos familiarizado con la ironía del chismorreo internacional que el periodista americano. Por cierto, América posee un millón de hombres del tipo moral de Race contra uno del tipo de Snaith. Era único, por ser excepcionalmente bueno en su trabajo, pero en todo lo demás era sencillamente vulgar. En el comienzo de su vida fue ayudante de un boticario, y gracias a su disposición y buen hacer se había abierto camino; todavía consideraba a su pueblecillo natal como si fuera el ombligo del mundo. Se le había inculcado, desde las rodillas de su madre, un cristianismo muy evangélico y puritano, cuya raíz encontraríamos en la Biblia familiar, y, cuando le quedaba tiempo para pensar en asuntos de religión, aquélla seguía siendo la suya. Entre todas las deslumbrantes luces y más recientes e imprevistos descubrimientos, cuando llegaba al límite del experimento, haciendo milagros con luces y sonidos, como un dios que crea nuevas estrellas y sistemas solares, jamás dudaba ni por un solo instante de que «las cosas de casa» eran las mejores del mundo: su madre, la Biblia familiar y la quieta y extravagante moral de su pueblecillo. Tenía un concepto serio y noble de la santidad de su madre, como si hubiese sido un francés frívolo. No dudaba de que la religión de la Biblia era la mejor, aunque la dejaba a un lado en cuanto se metía en el mundo moderno. No podía esperarse de él que simpatizara con las demostraciones religiosas de los países católicos, y en la aprensión que sentía por mitras y báculos coincidía con el señor Snaith, aunque no de forma tan presuntuosa. Le disgustaban enormemente los saludos y adulaciones de Mendoza, y, por otra parte, no se sentía nada tentado por el masónico misticismo del ateo Álvarez. Tal vez esa vida semitropical fuera demasiado para él: rasgos de indio bermejo salpicados de oro español. De todas maneras, cuando decía que no había nada que pudiera compararse con su vida casera, no alardeaba. Quería dar a entender que existía, donde fuera, algo sencillo, natural y conmovedor, que él respetaba por encima de todo lo demás. Tal era la actitud de John Adams Race en aquel lugar de América del Sur. Se apoderaba de él, desde hacía tiempo, una sensación rara que contradecía todos sus prejuicios y con la cual no contaba. La verdad era ésta: la única cosa que no había encontrado en sus viajes y que menos le recordaba los viejos montones de madera, las propiedades rurales y la Biblia sobre las rodillas de su mamá, era (por razones inescrutables) el rostro redondo y el destartalado paraguas negro del padre Brown. Sin notarlo, solía observar insensiblemente la vulgar, e incluso cómica, figura negra afanándose de un lado para otro; la observaba con enfermiza fascinación, como si fuera un enigma errante o un contrasentido. Representaba todo lo que él odiaba, pero en el fondo de esta persona había encontrado algo que inevitablemente le atraía; era como si hasta entonces hubiese sido tentado por insignificantes diablos y, al topar con el verdadero, cayera en la cuenta de que, al fin y al cabo, el Demonio era una persona bastante normal. Sucedió, pues, que estando asomado a su ventana aquella noche vio pasar al diablo, al culpable de infinidad de cosas; vestía un ancho sombrero negro y su larga sotana negra y, arrastrando los pies por la calle, se dirigía hacia el portalón. Lo miraba con un interés que él mismo no podía explicarse. Le entró una viva curiosidad por saber adonde se dirigía y qué asunto llevaba entre manos. Luego vio otra cosa, que despertó más aún su interés. Dos hombres, que pudo reconocer pasaron ante su ventana como ante un escenario iluminado. Un rayo azulado de la luna dibujó un halo espectral alrededor del enmarañado cabello del pequeño Eckstein, el comerciante de vinos, y delineó una silueta más alta y oscura, de perfil aguileño y extravagante y anacrónico sombrero de copa negro, que le daba un aire extraño al conjunto, como una pantomima de sombras chinescas. Race se lamentó por dejar que su fantasía siguiese tales derroteros a la luz de la luna; cuando volvió a mirar, reconoció el bigote caído, negro y español, y las facciones pronunciadas del doctor Calderón,, un médico eminente de la ciudad, a quien había visto cuidar a Mendoza. Había algo en el modo en el que los hombres se hablaban por lo bajo y fisgaban la calle que le resultó extraño; por un impulso súbito saltó por su ventana baja y sin sombrero les siguió calle abajo. Los vio desaparecer por el oscuro portalón y un momento después oyó un grito terrible: era agudo y desgarrador y removió la sangre de Race, puesto que le hablaba de algo muy concreto en un lenguaje para él desconocido. Instantes después, oyó el ruido de pasos presurosos, de gente que chillaba y de una confusión tal que hizo estremecer las piedras y las copas de las altas palmeras de alrededor; hubo un movimiento entre la muchedumbre que se había congregado que le indicó que se disponían a cruzar el portal. En aquel instante, desde la entrada oscura retumbó, con una resonancia inaudita, inteligible esta vez, pero con el timbre de algo que suena a fatalidad, un grito proferido por alguien: —¡El padre Brown ha muerto! Nunca supo lo que pasó por su mente o por qué le falló de repente algo sobre lo que descansaba; fue corriendo hacia el umbral y se encontró con que su paisano, el periodista Snaith, salía del lóbrego antro con una mortal palidez en su rostro y chasqueando los dedos muy agitado. —Es absolutamente cierto —exclamó Snaith en un tono de voz que para él era casi de reverencia—. Está muerto. El doctor le ha examinado y no hay nada que hacer. Alguno de esos malditos mestizos le ha aporreado cuando cruzaba el portal... ¡Sabe Dios por qué! Será una gran pérdida para el lugar. Race no contestó, o tal vez no podía hacerlo. Se puso a correr hacia el lugar del suceso. La pequeña figura negra yacía en el suelo sobre anchas piedras salpicadas acá y allá por pequeños cactus; el creciente grupo era apartado por los ademanes de una figura gigantesca. Había muchos que se doblaban y movían al son de sus vaivenes, como si se tratara de un prestidigitador. Álvarez, el dictador y demagogo, era un sujeto alto, generalmente vestido con trajes muy llamativos. En aquel momento llevaba uno verde, con serpientes de plata bordadas cruzándose por todas partes. De su cuello pendía una condecoración colgada de una cinta color pardo subido. Su corto cabello rizado era ya gris y en contraste con su piel, que para sus amigos era color oliva y para sus enemigos color cetrino, parecía de oro, como si llevara una máscara de ese metal. Su rostro largo, generalmente vivo y jocoso, estaba en aquel momento a la altura de las circunstancias. Declaró que había estado esperando al padre Brown en el café cuando oyó un ruido, un golpe, y a su salida halló el cadáver tendido sobre las losas. —Ya sé lo que la mayoría de ustedes piensa... —dijo echando una mirada altanera—, y si ustedes me temen, como veo, lo diré yo en su lugar. Soy un ateo, y no tengo un Dios a quien poner por testigo de mis palabras frente a los que no me creen. Pero a todos digo, en nombre del más profundo honor que pueda tener como soldado o como hombre, que no he tenido parte alguna en todo esto. Si los causantes de este crimen se pusieran al alcance de mi mano, me regocijaría colgándolos de aquel árbol. Sus palabras provocaron un silencio impresionante. —Naturalmente que nos alegramos de oírle decir semejantes cosas —dijo el viejo Mendoza, serio y solemne al lado del cuerpo de su coadjutor muerto—. Este golpe ha sido demasiado importante para que podamos ahora expresarlo adecuadamente. Sería, en mi opinión, más decente y correcto levantar el cadáver de mi amigo y dar fin a esta inesperada convocatoria. Comprendo —añadió dirigiéndose gravemente hacia el doctor—: no queda, por desgracia, lugar a dudas. —No hay, en efecto, lugar a dudas —dijo el doctor Calderón. John Race se volvió a su alojamiento triste y con un peculiar sentimiento de vacío. Le parecía inaudito echar de menos a una persona a quien nunca había tratado. Se enteró de que el funeral iba a ser al día siguiente, ya que todos consideraban que era preferible zanjar la cuestión lo antes posible, porque se preveían disturbios que serían más probables cuanto más tiempo discurriera. Snaith había visto a los cobrizos alineados en la baranda como una hilera de antiguas imágenes aztecas talladas en madera de color rojo zorruno. Pero jamás les había visto como cuando se enteraron de la muerte del sacerdote. Se mostraron dispuestos a revolucionarse y a linchar al cabecilla republicano si el respeto que debían al ataúd de su director espiritual no se lo hubiese impedido. Y los verdaderos asesinos, a quienes hubiera sido más natural linchar, se habían desvanecido en el aire como el humo. Nadie conocía sus nombres ni sabían si el muerto había logrado ver sus rostros. Aquella expresión de sorpresa, que aparentemente fue su última mirada terrenal, pudo deberse a que los había reconocido. Álvarez no cesaba de repetir con violencia que no habían sido maquinaciones suyas y estuvo presente en el entierro, caminando detrás del ataúd con su espléndido traje de color verde y plata, haciendo gala de un aire de raro acatamiento. Detrás de la balconada, había una escalinata de piedra que trepaba por una pendiente verde muy pronunciada. La escalera estaba bordeada de cactus. El ataúd se colocó sobre dicho promontorio bajo el gran crucifijo que dominaba la calle y el camposanto. En el exterior había un verdadero océano de gente lamentándose y rezando el rosario; un pueblo huérfano que acababa de perder a su padre. A pesar de tantos detalles suficientes para provocarlo, Álvarez se comportó con respeto y mesura, y todo habría salido a pedir de boca —pensó Race— si los demás no le hubieran pinchado. Race pensó con tristeza que el viejo Mendoza se había comportado siempre como un viejo loco y que, indudablemente, ahora lo seguía haciendo. Siguiendo una costumbre de los pueblos más primitivos, el ataúd estaba abierto y el rostro del difunto destapado, lo que constituía un espectáculo patético para aquellas gentes sencillas. Aquel espectáculo tradicional habría carecido de consecuencias si alguien, inoportuno al máximo, no hubiese añadido al acto la costumbre de los librepensadores franceses de pronunciar discursos ante la tumba. Mendoza pronunció su discurso, bastante largo, por lo que el espíritu de John Race y las simpatías por la religión cuyos ritos presenciaba se iban enfriando más y más. Desplegó ante el auditorio una lista de cualidades santas y anticuadas con la pesadez típica de orador de sobremesa que no sabe cuándo sentarse. Esto en sí era ya bastante malo; pero resultó de una estupidez descontrolada que Mendoza comenzara a reprochar e incluso a provocar a sus adversarios. En tres minutos, montó una escena tal que resultó un escándalo extraordinario. —Con razón podemos preguntarnos —profirió lanzando una mirada retadora a su alrededor—, con razón podemos preguntarnos, digo, ¿cómo es posible concebir tales virtudes en aquellos que han abandonado la fe de sus padres? Es en el momento en que existen ateos entre nosotros, cabecillas ateos, e incluso, bien puedo decirlo, gobernantes ateos, cuando vemos a su infame filosofía dar sus frutos en crímenes como el que lloramos. Si preguntásemos quién asesinó a este santo varón, encontraríamos, sin duda alguna... El África salvaje asomó a los ojos de Álvarez, el híbrido aventurero, y a Race le pareció ver en él, de pronto, al hombre que a fin de cuentas no es más que un bárbaro que carece del pleno dominio de sus instintos; era posible vislumbrar que su «iluminado» trascendentalismo tenía ribetes de vudú. De cualquier modo, Mendoza no pudo continuar, pues Álvarez se había puesto en pie y vociferaba contra él, ahogando con su voz la de su rival y valiéndose de la fuerza infinitamente superior de sus pulmones. —¿Quién lo mató? —rugía—. ¡Lo mató vuestro Dios! ¡Su propio Dios! En vuestra opinión, envía la muerte a todos sus fieles e ineptos servidores, como la envió a ése. Y acompañando tales palabras hizo un gesto violento, señalando no al ataúd, sino al crucifijo. Con apariencia de dominarse algo más, continuó en tono enojado aún, pero más persuasivo: —Yo no creo en ello, pero vosotros sí. ¿No es infinitamente preferible no tener Dios que tener a uno que os robe de esta manera? No temo, por mi parte, deciros que Dios no existe. No hay poder alguno en todo ese ciego universo a la deriva que pueda oír vuestras plegarias o devolver a vuestro amigo. Por más que roguéis al cielo que lo levante, no resucitará. Por más que desafiéis al cielo a moverle, no lo moverá; lo afirmaré en cualquier parte: no creo en el Dios que no se presenta a despertar al hombre entregado al sueño eterno. Hubo un silencio sobrecogido, señal de que el demagogo había logrado el efecto que pretendía. —Ojalá hubiésemos sabido —afirmo Mendoza con voz sombría y entrecortada— que un hombre de su calaña... Una nueva voz interrumpió sus palabras; una voz aguda y penetrante, con marcado acento norteamericano. —¡Callen, callen! —exclamó el periodista Snaith—. ¡Algo sucede! Juraría que le he visto moverse! Subió corriendo los peldaños y se echó encima del ataúd, al propio tiempo que las multitudes se movían con indescriptible frenesí. El joven se volvió totalmente asombrado, y haciendo un gesto con el dedo llamó al doctor Calderón, que se apresuró a ponerse junto a él. Cuando los dos hombres se retiraron del lado del ataúd, todos pudieron comprobar que el difunto había cambiado la cabeza de posición. Un murmullo de entusiasmo comenzó a levantarse de la multitud y, de repente, quedó cortado. El sacerdote, con un quejido, se incorporó apoyándose sobre un codo y mirando con ojos legañosos y parpadeantes a la multitud. John Adams Race, que hasta entonces sólo había presenciado milagros científicos, no ha llegado jamás a describir el trastorno de los días siguientes. Le parecía haber salido del mundo temporal y espacial y vivir en el imposible. En media hora, el pueblo y su comarca se había convertido en algo no visto desde hacía millares de años. Personajes de la Edad Media convertidos en una sociedad de monjes ante un milagro portentoso; una ciudad griega, a la que acabase de descender un dios. Miles de personas se prosternaban por las calles; cientos de ellas hacían promesas en aquel lugar, e incluso los dos espectadores norteamericanos no pudieron hablar ni pensar en otra cosa, durante los días siguientes, que sobre el inaudito milagro. El mismo Álvarez estaba conmovido, como es lógico, y se sentó con la cabeza entre las manos. Y en medio de este felicísimo desenlace, un hombrecillo se debatía por hacerse oír. Su vocecita era débil y baja y el ruido ensordecedor; hacía pequeños ademanes que daban más la imagen de un hombre irritado que de cualquier otra cosa. Se acercó a la orilla del parapeto y levantó las manos hacia la multitud para apaciguarla; sus movimientos parecían el aleteo de las cortas alitas de los pingüinos. El ruido se acalló un poco, y entonces el padre Brown, por primera vez, llegó al máximo de indignación contra su rebaño. —¡Oh, gente necia! —pudo exclamar al fin con voz fuerte y acalorada—. ¡Oh, necios, más que necios! De pronto, pareció recuperar el dominio de sí mismo y se dirigió hacia la escalera por la que comenzó a bajar con su porte habitual. —¿Adonde va usted, padre? —dijo Mendoza, con más veneración de la acostumbrada. —A la oficina de telégrafos —dijo el padre Brown, presuroso—. ¿Qué? No, claro que no es un milagro. ¿Por qué razón ha de ser un milagro? Los milagros no son tan frecuentes. Bajó a empellones las escaleras, pues la gente se postraba ante él, pidiendo su bendición. —Benditos seáis, benditos seáis —repetía el padre Brown, presuroso—. Dios os bendiga y os dé más sensatez. Salió con una prisa extraordinaria hacia la oficina de telégrafos y una vez allí telegrafió al secretario del obispo: «Por aquí corre el bulo de un milagro; espero que Su Eminencia no le preste oídos. Es un rumor infundado». Al volver en sí de su esfuerzo, sintió que las piernas le flaqueaban y John Race le tomó por el brazo. —Permítame que le acompañe a su casa; merece muchas más atenciones de las que esta gentuza le otorga. John Race y el sacerdote estaban sentados en el despacho parroquial; la mesa aún estaba abarrotada de papeles, en los que había trabajado el cura el día anterior; la botella de vino y el vaso vacío estaban aún sobre la mesa donde los había dejado. —Y ahora —dijo el padre Brown con cierto enojo—, ahora puedo pensar. —Yo, en su lugar, no pensaría demasiado —dijo el americano—; es mejor que descanse. Además, ¿sobre qué va usted a pensar? —Me he visto en el caso de tener que investigar algunos asesinatos —dijo el padre Brown—, y ahora me veo en el caso insólito de investigar mi propio asesinato. —Le digo que yo en su lugar tomaría un poco de vino —insistió Race. El padre Brown se levantó y llenó el vaso, lo tomó en su mano, miró pensativo a lo lejos y lo volvió a dejar; a continuación se sentó y prosiguió diciendo: —¿Sabe usted lo que sentí cuando me moría? Puede usted no creerlo, pero me sentí invadido por una gran sorpresa. —Claro —repuso Race—, supongo que estaría usted sorprendido de que alguien le aporreara en la cabeza. El padre Brown se acercó a John Race y le cuchicheó: —Me sorprendí precisamente de que no me golpearan en la cabeza. Race le miró unos instantes con la sospecha de que realmente había sido eficaz el aporreamiento; no obstante, dijo sencillamente: —¿Y qué quiere usted decir? —Cuando aquel hombre blandió con todas sus fuerzas la porra, me maravilló de que no parara sobre mi cabeza y que ni tan sólo la tocara, de la misma manera que el otro sujeto armado de un cuchillo arremetió como para maltratarme y ni siquiera me hizo un rasguño. Era como si representáramos una obra de teatro. Eso es. Pero lo que siguió fue realmente extraordinario —se fijó pensativo en los papeles que había sobre la mesa, y continuó diciendo—: a pesar de no alcanzarme ni cuchillo ni porra, sentí que se me doblaban las piernas y que la vida me abandonaba. Sabía que algo me había tocado, pero algo que no eran aquellas armas. ¿Sabe usted a qué creo que se debió? Y, extendiendo la mano, indicó el vaso de vino que estaba encima de la mesa. Race lo tomó, lo miró y lo olfateó. —Creo que está en lo cierto —dijo—. Yo empecé en una farmacia y estudié química. No se lo puedo asegurar sin antes haber hecho un análisis, pero creo que hay algo raro en este mejunje. Existen drogas que, según recetas asiáticas, pueden producir un aletargamiento temporal parecido a la muerte. —Eso es —exclamó el padre con calma—. Todo el milagro fue tramado por la razón que se quiera. La escena funeraria fue escogida y planeada. Creo que forma parte de esa manía publicitaria que se ha apoderado de Snaith; pero me resisto a creer que llegara a tanto sólo por esa razón. Al fin y al cabo, no ha hecho más que hacerme pasar por una farsa a lo Sherlock Holmes y... Mientras hablaba, el rostro del sacerdote varió de expresión, sus parpadeantes párpados se cerraron de pronto y se levantó como si se hubiese atragantado. Alargó finalmente el brazo como si quisiera llegar a tientas a la puerta. —¿Adonde va usted? —preguntó su compañero sorprendido. —Ya que me lo pregunta —exclamó el padre Brown, que había palidecido por completo—, iba a rezar. O mejor dicho, a alabar. —No lo comprendo: ¿qué es lo que le sucede? —Iba a agradecer a Dios por haberme salvado de una manera tan extraña e inconcebible. Me salvó por un centímetro. —Naturalmente; está claro —dijo Race—; no profeso su religión, pero créame, tengo la suficiente fe para comprenderlo. Es muy natural que dé usted gracias a Dios por haberle salvado de la muerte. —No —exclamó el sacerdote—. No de la muerte, sino de la desgracia. Su compañero continuaba sentado, mirándolo boquiabierto, y las palabras que oyó después fueron proferidas como un sollozo. —¡Si sólo hubiese sido mía la desgracia! Era la ruina de todo lo que yo represento, el anonadamiento de la fe lo que ellos pretendían. ¡Lo que hubiera podido suceder! El mayor y más espantoso escándalo que jamás se ha cernido sobre nosotros desde que se ahogó la última mentira en la garganta de Titus Oates1. —Pero, ¿de qué me está usted hablando? —preguntó su compañero. —Será mejor que se lo diga de una vez —exclamó el sacerdote sentándose y disponiéndose a hablar con más calma—. Se me ocurrió de repente, cuando mencioné los nombres de Snaith y Sherlock Holmes. Recuerdo lo que una vez escribí sobre su absurdo proyecto; era un comentario muy natural, y me inclino a creer que tramaron la cosa de forma que no pudiera escribir otra cosa, sino esas precisas palabras. Decían, más o menos: «Estoy dispuesto a morir y a volver a la vida como Sherlock Holmes, si es esto lo que conviene». Y, en el instante en que me he dado cuenta de ello, he comprendido que me habían hecho escribir una cantidad de cosas parecidas a ésta y encaminadas todas a un mismo fin. Escribí, como si me dirigiera a mi propio cómplice, una tarjeta diciendo a qué hora tomaría la droga. ¿Comprende usted ahora? Race se puso de pie y exclamó: —Sí, me parece que empiezo a comprenderlo. —Ellos habrían voceado el milagro a los cuatro vientos, luego habrían descubierto la farsa y, lo que es peor, habrían probado mi complicidad en el asunto. Se habría convertido entonces en nuestra farsa milagrera. Eso es todo. Y espero que jamás ni usted ni yo estemos tan cerca del infierno. Prosiguió, después de una pausa, con voz queda, diciendo: —Hay que reconocer que habrían sacado mucho tema de mí. Race miró a la mesa y añadió frunciendo el ceño: —¿Cuántos de esos canallas cree usted que están implicados? El padre Brown meneó la cabeza y dijo: —Me temo que hay más de los que quisiera imaginarme. Espero que algunos sólo actuaran de instrumento. Álvarez puede tener la opinión de que en la guerra todo es lícito. Su mente es muy peculiar. Mucho me temo que Mendoza sea un hipócrita empedernido; no me fié nunca de él y él aborrecía mi actuación en asuntos comerciales. Para todo habrá tiempo. Ahora tengo que ir únicamente a dar gracias a Dios por haber escapado, y en especial por haber telegrafiado enseguida al obispo. John Race estuvo muy pensativo. —Me ha explicado usted muchas cosas que yo desconocía —exclamó al fin—, y me siento obligado a decirle lo único que usted ignora. Puedo imaginarme lo bien que calcularon estos individuos. Creían que cualquier hombre, despertándose en su ataúd y hallándose canonizado y convertido en un milagro ambulante para que todos le admiraran, no titubearía en caer fascinado por sus adoradores y en aceptar la corona de gloria que le venía del cielo. Y veo que sus cálculos eran lo bastante acertados por lo que toca a la psicología de la mayor parte de la gente. He visto infinidad de hombres en infinidad de lugares distintos y le digo con toda franqueza que no creo que haya uno solo entre mil que pudiera despertar en la completa posesión de sus facultades. Y que hablando, casi en sueños, tuviera la ingenuidad, sencillez y humildad de... —Race quedó muy sorprendido al ver que se conmovía y que le temblaba la voz. El padre Brown le miraba abstraído mientras dirigía los ojos de una manera bastante zumbona a la botella que estaba sobre la mesa. —Veamos —dijo— lo que le parece una botella de vino verdadero. |
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