Gilbert K. Chesterton Barbagris en escena






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títuloGilbert K. Chesterton Barbagris en escena
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Gilbert K. Chesterton

Barbagris en escena

(Greybeards at play)

Ilustraciones de Gilbert K. Chesterton

Traducción y prólogo de

José Antonio Hernández García

Dedicatoria

Para E. C. B.



Era mi amigo más cercano y fiel

Entre la lluvia y tormenta de la niñez;

Con un mismo sombrero, fumábamos el mismo puro,
Uno frente a otro, esperando hasta el final, de pie

Éramos dos corazones y una sola esperanza,
Bajo una misma capucha dos rostros.
De su juventud conocí sus secretos
Sabía de su ánimo, no de otro.

Nadie, sólo yo, veía las pequeñeces,
ocultas más allá de sus costumbres,
su cabellera ondulante, el lazo que lo sujetaba,
y su abrigo que por delante abanicaba.

Notaba su grito ausente,
el tic nervioso que no se notaba
al correr rápido la reja
que la luz de la amistad apuraba.

Las negras tormentas de juventud pasan y se van;
y somos otra vez como bebés.
Desnuda está cada frente vieja
crece nuestra calva, la vejez nos llega.

Aprendiendo supimos, y aún hoy,
deletreando libros de devoción,
buscamos palabras de una sílaba
en momentos de emoción.

Conocimos riquezas; muñecas bien vestidas
–muñecas vivientes– que no expresaban
pensamientos filiales, por más
que en tu pecho golpeaban.

Gris como nosotros es la vieja felicidad,
y aún la podemos dejar muy atrás;
si fuésemos pantalones resbaladizos,
¡mejor atorémoslos con zapatillas, y listo!

Con claros colores se ilumina el viejo mundo;
y, como dice el santo,
el mundo es sólo espectáculo abigarrado,
¡ah, sorbamos su pintura de todos lados!

Lejos, muy lejos, quedaron las horas enfermas,
y los heridos corazones solitarios.
Lejos muy lejos están los días,
en que éramos vejestorios de armario.

Dejemos al niño; él sí se entiende
con científicos y místicos;
con profunda voz profética llora
las estadísticas canadienses de la comida de ahora.

Hoy sé cuán pocas y pequeñas
necesitan ser las cosas que pido
–los juguetes y el universo y tú–
y, para tomar té, sólo un pequeño amigo.

La suma simple de las cosas,
entrama un solo gran esplendor,
las estrellas rodean la planta de moras,
la zarza ardiente, el Sol.

Hoy somos canosos, viejos y sabios,
y nuestras rodillas flaquean;
pero es tiempo de disfrutar
un libro de dibujos, como el que vas a apreciar.

Cano y encorvado bailo una hora
¿aunque mañana muera?
De las estrellas sale un grito,
"Esta noche ha nacido un niño".


Prólogo
Compuesto por una dedicatoria, tres poemas, una moraleja y un epílogo o “envío”, Barbagris en escena1 apareció en el año 1900, y fue el primer libro publicado por Gilbert K. Chesterton, quien había nacido veintiséis años atrás, el 29 de mayo de 1874. A pesar de que todavía no era un escritor muy conocido, ya habían aparecido muchos de sus poemas de adolescencia en hebdomadarios estudiantiles y –al frisar los veinte años– en revistas y periódicos de gran circulación. Sus artículos y ensayos sobre temas diversos también habían llamado la atención de los lectores ingleses de periódicos que veían nacer el siglo veinte junto con un pensador original, un escritor ágil y ameno poseedor de una mente analítica que se valía de la paradoja en un mundo en el que prevalecía la lógica unidimensional preñada de racionalismo. Recién acababa de morir Friderich Nietszche –quien, en muchos sentidos, es no sólo su antípoda sino uno de sus ubicuos contrastes– cuando Chesterton saca a la luz este divertimento poético que correría el riesgo de parecer insulso si se comparara con los aforismos graves y mayestáticos del solitario de Sils-María. Esa, desde luego, no fue su intención. Parecería más bien una burla anticipada a su grupo de amigos de la adolescencia, quienes al ingresar a la edad adulta son caricaturizados por Chesterton. En un lance imaginativo, los moteja de tener los barruntos de una barba entrecana y les inflige una dulce admonición para que descubran los sinsentidos de la solemnidad y las virtudes del desdoro.

Francisco Castañeda Iturbide, estudioso del simbolismo sagrado y de la literatura universal, y hombre peculiar por sus vastos conocimientos sobre poesía, pintura, metafísica, teología católica, relatos de ficción, novelas policíacas y las vanguardias artísticas, ha advertido justamente el carácter vanguardista de Chesterton en Barbagris en escena, ejercicio lúdico en donde se aprecian graciosas imágenes del absurdo que anticipan en casi tres lustros los experimentos dadaístas. Esto no es extraño: el poema –que aparentaría tener solamente una connotación de fábula infantil– más bien propone una nueva lógica que desmonta la solemnidad de la vida y nos prepara para observarla bajo una óptica de mayor profundidad existencial. De allí sus coincidencias con una parte del dadaísmo, aquella que pretendía subvertir el orden del mundo reduciendo ad absurdum sus principales criterios y dogmas totalizadores. El poema es un divertimento en el que subyace la lógica de que la evasión, mediante la parodia, equivale a una expiación.

Desde que era prácticamente un niño, Chesterton comenzó a versificar de manera elocuente y lúdica. Su entrada al mundo editorial ocurre precisamente con Barbagris en escena, libro de versos candorosos y mordaces; tenía entonces veintiséis años. Ese mismo año de 1900 –el año cero de su producción editorial– aparece su segundo libro que también fue de poesía: El caballero indómito y otros poemas.

Barbagris en escena tiene como dedicatoria unos versos dirigidos a Ernest Clerihew Bentley (E. C. B.) –amigo entrañable de Chesterton– que fue reconocido en Inglaterra por ser el creador del clerihew, una versificación que consiste en una estrofa breve de cuatro versos –especie de haikú inglés– y cuyo contenido es fundamentalmente humorístico. Chesterton escribió Barbagris en escena siguiendo ese mismo modelo; sin embrago, añade una especie de fábula jocosa que lo emparenta con los grandes maestros ingleses, franceses y españoles de esa tradición estilística.

Ernest Clerihew Bentley nació en Londres el 10 de julio de 1875, y trabajó como periodista en diversos diarios, incluyendo el Daily Telegraph, en el que también colaboró Chesterton. Su novela detectivesca Trent's Last Case (1913) tuvo una acogida muy aceptable entre los lectores de literatura policíaca. El éxito de esta novela le inspiró a Bentley –23 años después– la secuela llamada Trent's Own Case que se publicó en 1936, año de la muerte de Chesterton. Bentley sobrevivió veinte años más a su enorme amigo, pues falleció el 30 de marzo de 1956.

Chesterton y E. C. Bentley se conocieron hacia 1883, en Bewsher’s, la escuela primaria que antecedía a los estudios de liceo de St. Paul. Cuando Chesterton tenía unos diez años, redactó este poema titulado “La quintilla jocosa” (“Limerick”), que preconiza su estilo lúdico que lo vincula por siempre con Bentley:
Hubo una persona vieja de Laponia

Que objetó ver un mapa de la tierra

Si ése sólo fuera mar

Sería libre la humanidad.

Qué idealista persona de Laponia
Ilustró también muchos de los versos de E. C. Bentley, como puede verse en la compilación titulada Clerihews complete2. Es importante apuntar que la labor como ilustrador de Chesterton siempre fue muy reconocida, y aún podemos disfrutar de relatos de Sherlock Holmes, y de obras de Hilaire Belloc, George Bernard Shaw y Charles Dickens enriquecidas con el trazo desenfadado e imaginativo de su genio.

Dos ejemplos de versos clerihew pueden darnos una idea muy clara de por qué Chesterton utilizó, con una finalidad humorística, mordaz e irónica esta métrica que se presta, por su brevedad y contundencia, a la percepción anti-solemne del mundo y de sí mismo, es decir, a la comprensión jovial de la existencia bajo un concepto de vida desprovisto de las complicaciones que nacen de la vanidad y de la falsa etiqueta:
El arte de la Biografía

Difiere de la Geografía.

La Geografía trata de mapas,

Pero en la Biografía hay lapas.
Y también:
John Stuart Mill,

Poderosa voluntad que no es vil,

Se sobrepuso a su natural bonhomía

Y escribió Principios de Economía.
Es bajo este modelo de clerihew que Chesterton redacta los versos de Barbagris en escena ilustrados por él mismo, lo que les confiere un valor excepcional. El libro no requiere mayor presentación, pues en cada estrofa se trasluce el carácter, el temperamento y el talento de Chesterton. Quizá sea oportuno anotar que en su adolescencia Chesterton siguió estudios formales de dibujo, amén que desde su infancia estuvo sometido al universo creativo y amoroso de su propia madre, quien montaba para él y para su hermano Cecil pequeños teatritos y guiñoles que ella misma confeccionaba. Las imágenes y representaciones gráficas siempre acompañaron las historias y relatos que su madre contaba. Esa enorme creatividad doméstica, y el sentido del humor proveniente de las calamidades y vergüenzas que habitan en la imaginación, se perciben en estos poemas ligeros, donde es ostensible la búsqueda permanente de la paradoja en cualquier acto de la vida. Esta norma fertilizará toda su obra posterior.

* * *
En el primer poema, “La Unidad del Filósofo con la Naturaleza”, apreciamos ya el sentimiento de hermandad que une a Chesterton con la creación. Algunas de las criaturas más eminentes y las fuerzas de la naturaleza (las estrellas, el Sol, la Luna, el tigre, el león, los bosques, las cataratas, el agua, la ballena, el rinoceronte, el cerdo, la percebe, el elefante, el caracol, el pulpo, el buitre, el tiburón, la lluvia, la niebla, la nieve, el granizo, los relámpagos) denotan el espíritu del Creador, la comunión de los seres en la Tierra vistos a la luz de la paradoja, la ironía y el humor.

No resultará sorprendente, para quienes siguieron su carrera literaria, la devoción y admiración que Chesterton profesó hacia San Francisco de Asís. Una empatía análoga a la del místico medieval imbuye los versos de Barbagris en escena. Además de la biografía3 de Chesterton que fue reconocida por especialistas y que también se convirtió en fuente nutricia de muchos religiosos y contemplativos contemporáneos, ya había publicado en The Debater en noviembre de 1892 –con tan sólo dieciocho años de edad– un exquisito poema a San Francisco de Asís. De manera que al escribir este libro no era ajeno a la espiritualidad y a la sencillez franciscana:
En antiguas épocas cristianas, mientras maravillaba una fe soñadora que

Permanecía como el encanto místico de la estrella de Belén,

Vivió un monje que amaba las gaviotas que revoleteaban su capilla,

Y que amó al perro callejero y a las flores del baldío que a su hábito rozaban;
No exigió el conocimiento cruel de los límites de la gracia eterna,

Ni dijo: "Así lejos, y no más allá, Dios ha puesto las esperanzas de vida".

Solo supo que el cielo le había enviado vidas más débiles en la comunión de la tierra,

Y le rogó que morara y trabajara entre ellos, sin odio ni riña4.

También resulta reveladora esta reflexión que, en torno a San Francisco, hace Chesterton en su primera compilación de artículos y ensayos titulada Doce Tipos y que fue publicada en 1902:
El ascetismo, en sentido religioso, es el repudio a la enorme masa de alegrías humanas debidas al supremo regocijo de la única alegría, la alegría religiosa. Pero el ascetismo no se ciñe en lo más mínimo sólo al ascetismo religioso: hay un ascetismo científico que afirma que solamente le satisface la verdad; hay un ascetismo estético que afirma que sólo el arte satisface; hay un ascetismo amatorio que afirma que solamente el amor es satisfactorio. Hay incluso un ascetismo epicúreo que establece que exclusivamente la cerveza y los bolos satisfacen. Cualquiera que sea la forma de alabar algo y que implique la declaración de que quien habla solamente podría vivir con ello, allí yace el germen y la esencia del ascetismo5.

En el segundo poema, “Sobre los Peligros de Esperar Muestras de Altruismo en Alta Mar”, ironiza acerca de salvar lo que ya está a salvo. En este caso un pez, al que un grupo de piratas desea salvar para que no se ahogue y, al ser condenado, lo vuelven a arrojar al mar como castigo. Parodia anticipada de los modernos grupos ambientalistas.

Finalmente, en la tercera parte, “Sobre la Desastrosa Propagación del Esteticismo en todas las Clases”, se burla de quienes encuentran en los periódicos de la época (The Strand y The Referee) la materia prima para formular sus opiniones sobre el arte. La conclusión es que pase lo que pase, el mundo se mantendrá igual debido a la eterna falibilidad de lo humano. De allí su carácter trágico que, paradójicamente, es profundamente cómico.

* * *

Esta es la primera versión en español que se publica de esta opera prima chestertoniana. Nos permite reconocer el auroral brote creativo que ya anunciaba la prolijidad de un autor que, afortunadamente, continúa revalorándose en nuestro idioma, tal y como lo atestiguan las numerosas ediciones que recientemente han aparecido de muchas de sus obras.

La unidad del filósofo con la Naturaleza






Amo ver las pequeñas estrellas
bailando todas al mismo son,
del Sol pienso muy bien,
y de la Luna, también.






Millones de bosques de la Tierra,
en tropel llegan hasta el té.
La gran catarata del Niágara
ante mí no se avergüenza nada.



Confidente del Tigre soy
y nunca digo nombres:
aunque el León me dice “Señor”
y me permite llamarlo James.



La Ballena ruborizada, a mi oído
musita su amor perdido. Sé por qué
el Rinoceronte tiene el corazón roído,
— ¡ah, niño, hace tanto tiempo que fue!



Soy semejante a la Tierra toda,
y mucho un signo tribal:
el viejo Cerdo a menudo mi dulce
y melancólica sonrisa llevará.



Mi sobrina la Percebe tiene
mis agudos ojos negros;
Mi nariz la tiene el Elefante:
no la quiero otra vez por delante.



Conozco del Caracol la extraña historia;
el Estío – el Primer Pecado
el Sueño –la Visión– la Promesa
la Pregunta –la Corona– el Llamado.



Y he querido al Pulpo
pues de niños crecimos juntos.
Adoro al Buitre y al Tiburón:
incluso al clima le tengo adoración.



Me gusta asolearme en los campos
y, cuando la esperanza es vana,
voy y lo hago en Baker Street,
bajo la lluvia que nunca acaba.



¡Venid, nieves, aquí! Donde por extraña ley
vuelan silenciosas bolas de nieve
que surcan calles vacías donde sólo
inconscientes jóvenes buenos se mueven.



¡Venid, niebla! Misterio exultante
de extraña oscuridad rodante;
una encantadora leyenda antigua
al final de mi propia nariz se descifra.

Venid nieve, granizo y relámpagos,
aguanieve, fuego y general alboroto;
venid a mis brazos, todos a la vez,
¡ah, tomadme así una foto!



Sobre los peligros de esperar muestras de altruismo en alta mar


 

Mira estos Piratas alegres y audaces,
el sangriento navegar del mar;
fíjate en su luminosa expresión
diciendo todos: –el guapo soy yo.

Saqueamos naves y puertos,
estropeamos sobre todo lo español;
pero Némesis nos vigilaba
y a llover empezó.

¡Ah! Para la gente esto significa ser cuidadoso.
El destino de nuestro capitán era pesaroso
y para el Pirata lo era mucho más,
pues de su sangre no derramó gota jamás.



Prolongada y ruidosa caía la lluvia,
el mar era monótono y sombrío;
allí flotaba un pequeño pez;
nuestro capitán se apiadó de él.

"Qué triste" –dijo– y soltó una lágrima,
que salpicó en una cabaña
hasta el techo, "nosotros secos,
y él allí, sin impermeable ni nada".



"Enseguida lo subiremos a bordo,
pues la Ciencia me enseña
que si permanece en el mar
siempre húmedo va a estar.



Lo sacaron; el Primer Marinero lloró
y con mantas y cerveza inglesa llegó:
el Contramaestre un zueco le trajo,
y en la cola con trabajos lo calzó.

Y aunque nunca le gustó la nave,
en el mástil se apoyó:
en haciendo esto, tosió y sonrió,
y de verde pálido se ruborizó.

Había carne y cerveza recién preparadas;
pero no mostró intenciones de cenar;
y a los más preclaros misterios
pudo responder sin rendirse ni fallar.



Lo sujetaron y le siguieron corte marcial,
con cierto exceso de bilis,
al carecer de simpatía social,
(Victoria XII. 18, y ya).

Recolectaron alguna evidencia
que cualquier duda pudiera despejar:
parcialmente lo alejaron, y escribieron
su nombre en una tarjeta postal.



Cuando clara cual el día, su culpa
fue mostrada con formalidad
condenaron al traidor a morir ahogado,
y al mar, solito, lo arrojaron.

Mientras se hundía, el brillante ocaso
transformaba todo en una gema;
y, volteando con elegante flema,
un beso dibujaba con su aleta de un trazo.



MORALEJA

Soy terriblemente viejo –creo
que lo he enfatizado– (una farsa
fue la segunda era del hielo,
más fría fue la primera; no miento).

Un Trilobite amigo mío,
–cuando los Trilobites eran Trilobites–
había aprendido en su mocedad
esta importantísima verdad.

Envejecen nuestros miembros solemnes
–señor –tío –rey –guardián.
La sal de la vida es el afecto,
la bondad, algo noble y perfecto.

El viejo sólo puede comprender
en un sentido mi decreto;
si encuentra un pez en la tierra,
arrójelo mejor al mar, discreto.



Sobre la desastrosa propagación del esteticismo en todas las clases


Tan de repente salté de la cama
antes de que el almuerzo estuviera listo,
que con el brinco podría vaciar el rocío
de la primera copa dorada que día haya visto.

En veloz éxtasis devorador
se hizo todo el trabajo a la vez;
yo hice el mío reposando en el césped
uno a uno, tres minutos después.



Para mí, como Wordsworth dice bien,
cual estrellas relumbran las obligaciones.
Forjé el carácter de mi tío, lo encomié
y le prohibí los puros y otras distracciones.

¿Podría mi bondad purificarme? ¡No!
Arte riguroso, ¿qué hijos se le escapan?
Me sorprendí dibujando la nariz de Gladstone
en trozos de papel de estraza.



Así pude tocar melodías con un solo dedo
en el piano de mi tía.
Alma temeraria es la mía,
que mucho se parece a la de Aníbal.

(Perdona la entrada de un cartaginés
no demasiado convincente.
Pudo haber sido para hacer sólo una rima;
y apoyo esa opinión, decididamente.)



Hasta el crepúsculo tuve en mis manos
mi gran trabajo de investigación, libro
cuyo formato final rezumaba en sus legajos
a opinión del The Strand con desparpajo.

Apagué la linterna nocturna
de aceite y The Referee cerré,
cuyos treinta volúmenes de folios
a la cama conmigo me llevé,

Tuve un sueño muy cómico,
intenso, así es, y místico;
soñé que de un salto y un grito,
el mundo era ya artístico.



Cuando las almas de todos todavía estaban,
el abarrotero rehusaba abrir para las compras
y los cocineros se imaginaban cuadros
con sutiles chuletas como marcos.



Cansadas estaban las estrellas de su rutina;
en el huerto, los árboles madurar
hacían de repente a sus frutos:
una sensación necesitaban fraguar.

La Luna paseaba a la luz de la Luna,
y trató de ser un bardo;
arrobada, a sí misma se miró;
y esta dificultad nunca la resolvió.

El mar tenía el humor
de una "irónica tristeza vaga",
lo que explicaba su presencia
en la sala de arriba de mi casa.



El Sol había leído un librito
cuya noción le causó conmoción
y junto a todos sus fuegos se hundió
en el profundo océano y su canción.

Allí todo era oscuro, perdido y sin ley;
escuché las grandes alas diabólicas:
y supe que el Arte había ganado
y trastocado el Orden de las Cosas.



Lloré fuerte y nuevas preocupaciones
en mi cabeza desperté.
Me puse mis dientes y, virilmente,
fui a la cama y me acosté.

Con esfuerzo, regocijo y aflicción,
conduzco mi vida sin excepción.
Cada mañana tengo alguna tarea por empezar,
y por la noche esa misma tarea la veo truncar.

Esas grandes alas extrañas, del crepúsculo
caprichos, todavía las escucho
vagamente agradecidas
de la estupidez de las cosas, por mucho.

Envío


Clara es la noche: joven la Luna:
en las parcelas las espuelas
mezclan su naranja con el oro
del no-me-olvides, lo imploro.

Las amapolas lluvia plateada parecían:
Las tinieblas oscuramente caían.
Apenas se adivinaban en esas líneas carmesí
los botones de oro en flor, chispas bellas.

Pero algo se movió: un niñito
chocando entre la flor y el helecho;
y mi alma decidió subir a saludar
al sabio por quien aprendí tantos hechos.

Miré dentro de sus grandes ojos;
y esperé su veredicto:
esfuerzos ingeniosos hice
para, de sus rodillas, no irme.

A la altura de sus maravillados ojos,
tímidamente dijo el niño,
“Ha nacido en las mentes modernas
una tendencia por experimentar.

“Siento la voluntad de aprender, de vagar,
del nous, probando, experimentando,
candente es el fuego, profundo el océano,
carnívoros los lobos van aullando.

Pero mi cerebro exige complejidad”;
lloró el balbuceante querubín.
Lo miré y sólo dijo,
“Sigue. Anchuroso el mundo es”.

Una lágrima rodó por su babero,
“El sencillo amor del Sol y la Luna,
y los viejos juegos en el prado,
todavía por mi vida deben ser.

“Hoy que regreso a casa
¿de nuevo los podré encontrar?”
Lo miré y sólo dijo, “Sigue. Redondo
el mundo por siempre será”.





1 Greybeards at play: literature and art for old gentlemen. Rhymes and sketches, Londres: R. Brimley Johnson, 1900, ix + 102 pp.; treinta años después apareció la edición: Greybeards at play, Literature and art for old gentleman, Londres: Sheed & Ward, 1930, xi + 102 pp. Una reedición de este libro vio la luz de la imprenta casi tres cuartos de siglo después de la original de 1900: Greybeards at play and other comic verse, editado por John Sullivan, Londes: Elek, 1974, 108 pp.

2 Clerihews complete, en la que además de Chesterton aparecen los dibujos de Víctor Reinganum y de Nicolás Bentley, (Londres, W. Laurie, 1951, 226 pp.

3 San Francisco de Asís, traducción de Manuel Mercader; Buenos Aires: Lohlé-Lumen, 1995, 146 pp. Anteriormente se había publicado otra versión en: Buenos Aires: Excelsa, 1943, 159 pp. También esta otra edición: San Francisco de Asís, colección “Vidas y Memorias”; Barcelona: Editorial Juventud, 1945, 183 pp. Una edición reciente de esta misma editorial: traducción de M. Manent; colección “Libros de Bolsillo Z” n. 63; Barcelona: Editorial Juventud, 1985, 205 pp. Esta misma traducción en: “Biblioteca de Doctrina Católica”, n. 21; Buenos Aires: Santa Catalina, 1936, 166 pp. Ver también esta otra traducción reciente hecha por la misma traductora de la excelente biografía de Joseph Pearce (G. K. Chesterton. Sabiduría e inocencia; colección “Ensayos”, n. 109; Madrid: Ediciones Encuentro, 1998, 601 pp.): San Francisco de Asís, traducción y notas de Carmen González del Yerro; “Ensayos”, n. 147; Madrid: Encuentro, 1999, 139 pp. Y finalmente esta edición venezolana: San Francisco de Asís, “Ensayo”, n. 21; Caracas: Andrés Bello, octubre 1996, 138 pp.

4 Collected Poetry, Part I, p. 163.

5 “Francisco”, en Twelve types, Londres: Arthur L. Humphreys, 1902, p. 67.


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