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me satisfacen mis necesidades como consecuencia de determinadas situaciones
que yo considero injustas e ilegítimas, hablaré de opresión
o represión económica. Rousseau dijo: «La naturaleza de las cosas
no nos enoja; lo que nos enoja es la mala voluntad.» El criterio de
opresión es el papel que yo creo que representan otros hombres en
la frustración de mis deseos, lo hagan directa o indirectamente, y con
intención de hacerlo o sin ella. Ser libre en este sentido quiere decir
para mí que otros no se interpongan en mi actividad. Cuanto más extenso
sea el ámbito de esta ausencia de interposición, más amplia es
mi libertad.
Esto es lo que querían decir los filósofos políticos ingleses clásicos
cuando usaban esta palabra s. No estaban de acuerdo sobre cuál
podía o debía ser la extensión del ámbito de esa libertad. Suponían
que, tal como eran las cosas, no podía ser ilimitada porque si lo fuera,
ello llevaría consigo una situación en la que todos los hombres podrían
interferirse mutuamente de manera ilimitada, y una clase tal de
libertad «natural» conduciría al caos social en el que las mínimas necesidades
de los hombres no estarían satisfechas, o si no, las libertades
de los débiles serían suprimidas por los fuertes. Como veían que
los fines y actividades de los hombres no se armonizan mutuamente
de manera automática, y como (cualesquiera que fuesen sus doctrinas
oficiales) valoraban mucho otros fines como la justicia, la felicidad,
la cultura, la seguridad o la igualdad en diferentes grados, estaban
dispuestos a reducir la libertad en aras de otros valores y, por
supuesto, en aras de la libertad misma. Pues sin esto era imposible
crear el tipo de asociación que ellos creían que era deseable. Por consiguiente,
estos pensadores presuponían que el ámbito de las acciones
libres de los hombres debe ser limitado por la ley. Pero igualmente
presuponían, especialmente libertarios tales como Locke y
Mili, en Inglaterra, y Constant y Tocqueville, en Francia, que debía
existir un cierto ámbito mínimo de libertad personal que no podía
ser violado bajo ningún concepto, pues si tal ámbito se traspasaba, el
individuo mismo se encontraría en una situación demasiado restrin- 5
versión más conocida de esta teoría, pero es también una parte importante de algunas
doctrinas cristianas y utilitaristas, y de todas las socialistas.
5 «Un hombre libre —dijo Hobbcs— es aquel que no tiene ningún impedimento
para hacer lo que quiere hacer.» La ley es siempre una «cadena», incluso aunque proteja
de estar atado por cadenas que sean más pesadas que las de la ley, como, por ejemplo,
una ley o costumbre que sea más represiva, el despotismo arbitrario, o el caos.
Bentham dijo algo muy parecido.
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gida, incluso para ese mínimo desarrollo de sus facultades naturales,
que es lo único que hace posible perseguir, e incluso concebir, los diversos
fines que los hombres consideran buenos, justos o sagrados.
De aquí se sigue que hay que trazar una frontera entre el ámbito de
la vida privada y el de la autoridad pública. Dónde haya que trazarla
es una cuestión a discutir y, desde luego, a regatear. Los hombres dependen
en gran medida los unos de los otros, y ninguna actividad humana
es tan completamente privada como para no obstaculizar nunca
en ningún sentido la vida de los demás. «La libertad del pez grande
es la muerte del pez chico»; la libertad de algunos tiene que depender
de las restricciones de otros. Y se sabe que otros han añadido:
«La libertad de un profesor de Oxford es una cosa muy diferente
de la libertad de un campesino egipcio.»
Esta proposición cobra su fuerza en algo que es al mismo tiempo
verdadero e importante, pero la frase misma sigue siendo una enga
ñifa política. Es verdad que ofrecer derechos políticos y salvaguardias
contra la intervención del Estado a hombres que están medio desnudos,
mal alimentados, enfermos y que son analfabetos, es reírse de
su condición; necesitan ayuda médica y educación antes de que puedan
entender qué significa un aumento de su libertad o que puedan
hacer uso de ella. ¿Qué es la libertad para aquellos que no pueden
usarla? Sin las condiciones adecuadas para el uso de la libertad, ¿cuál
es el valor de ésta? Lo primero es lo primero. Como dijo un escritor
radical ruso del siglo XIX, hay situaciones en las que las botas son
superiores a las obras de Shakespeare; la libertad individual no es la
primera necesidad de todo el mundo. Pues la libertad no es la mera
ausencia de frustración de cualquier clase; esto hincharía la significación
de esta palabra hasta querer decir demasiado o querer decir muy
poco. El campesino egipcio necesita ropa y medicinas antes que libertad
personal, y más que libertad personal, pero la mínima libertad
que él necesita hoy y la mayor cantidad de la misma que puede que
necesite mañana no es ninguna clase de libertad que le sea peculiar a
él, sino que es idéntica a la de los profesores, artistas y millonarios.
A mí me parece que lo que preocupa a la conciencia de los liberales
occidentales no es que crean que la libertad que buscan los hombres
sea diferente en función de las condiciones sociales y económicas
que éstos tengan, sino que la minoría que la tiene la haya conseguido
explotando a la gran mayoría que no la tiene o, por lo menos,
despreocupándose de ella. Creen, con razón, que si la libertad individual
es un último fin del ser humano, nadie puede privar a nadie
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de ella, y mucho menos aún deben disfrutarla a expensas de otros.
Igualdad de libertad, no tratar a los demás como yo no quisiera que
ellos me trataran a mí, resarcimiento de mi deuda a los únicos
que han hecho posible mi libertad, mi prosperidad y mi cultura; justicia
en su sentido más simple y más universal: estos son los fundamentos
de la moral liberal. La libertad no es el único fin del hombre.
Igual que el crítico ruso Belinsky, yo puedo decir que si otros han
de estar privados de ella —si mis hermanos han de seguir en la pobreza,
en la miseria y en la esclavitud—, entonces no la quiero para
mí, la rechazo con las dos manos, y prefiero infinitamente compartir
su destino. Pero con una confusión de términos no se gana nada. Yo
estoy dispuesto a sacrificar parte de mi libertad, o toda ella, para evitar
que brille la desigualdad o que se extienda la miseria. Yo puedo
hacer esto de buena gana y libremente, pero téngase en cuenta que
al hacerlo es libertad lo que estoy cediendo, en aras de la justicia, la
igualdad o el amor a mis semejantes. Debo sentirme culpable, y con
razón, si en determinadas circunstancias no estoy dispuesto a hacer
este sacrificio. Pero un sacrificio no es ningún aumento de aquello
que se sacrifica (es decir, la libertad), por muy grande que sea su necesidad
moral o su compensación. Cada cosa es lo que es: la libertad
es libertad, y no igualdad, honradez, justicia, cultura, felicidad humana
o conciencia tranquila. Si mi libertad, o la de mi clase o nación,
depende de la miseria de un gran número de otros seres humanos,
el sistema que promueve esto es injusto e inmoral. Pero si yo
reduzco o pierdo mi libertad con el fin de aminorar la vergüenza de
tal desigualdad, y con ello no aumento materialmente la libertad individual
de otros, se produce de manera absoluta una pérdida de libertad.
Puede que ésta se compense con que se gane justicia, felicidad
o paz, pero esa pérdida queda, y es una confusión de valores
decir que, aunque vaya por la borda mi libertad individual «liberal»,
aumenta otra clase de libertad: la libertad «social» o «económica».
Sin embargo, sigue siendo verdad que a veces hay que reducir la libertad
de algunos para asegurar la libertad de otros. ¿En base a qué
principio debe hacerse esto? Si la libertad es un valor sagrado e intocable,
no puede haber tal principio. Una u otra de estas normas
—o principios— conflictivas entre sí tiene que ceder, por lo menos
en la práctica; no siempre por razones que puedan manifestarse claramente
o generalizarse en normas o máximas universales. Sin embargo,
hay que encontrar un compromiso práctico.
Los filósofos que tenían una idea optimista de la naturaleza hu-
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mana y que creían en la posibilidad de armonizar los intereses humanos,
filósofos tales como Locke o Adam Smith y, en algunos aspectos,
Mili, creían que la armonía social y el progreso eran compatibles
con la reserva de un ámbito amplio de vida privada, al que no
había que permitir que lo violase ni el Estado ni ninguna otra autoridad.
Hobbes y los que comulgaban con él, especialmente los pensadores
conservadores y reaccionarios, defendían que si había que evitar
que los hombres se destruyesen los unos a los otros e hicieran de
la vida social una jungla o una selva, había que instituir mayores salvaguardias
para mantenerlos en su sitio y, por tanto, deseaban aumentar
el ámbito del poder central y disminuir el del poder del individuo.
Pero ambos grupos estaban de acuerdo en que una cierta parte
de la vida humana debía quedar independiente de la esfera del control
social. Invadir este vedado, por muy pequeño que fuese, sería
despotismo. Benjamín Constant, el más elocuente de todos los defensores
de la libertad y la intimidad, que no había olvidado la dictadura
jacobina, declaraba que por lo menos la libertad de religión,
de opinión, de expresión y de propiedad debían estar garantizadas
frente a cualquier ataque arbitrario. Jefferson, Burke, Paine y Mili recopilaron
diferentes catálogos de las libertades individuales, pero el
argumento que empleaban para tener a raya a la autoridad era siempre
sustancialmcnte el mismo. Tenemos que preservar un ámbito mí
nimo de libertad personal, si no hemos de «degradar o negar nuestra
naturaleza». No podemos ser absolutamente libres y debemos ceder
algo de nuestra libertad para preservar el resto de ella. Pero cederla
toda es destruirnos a nosotros mismos. ¿Cuál debe ser, pues, este mí
nimo? El que un hombre no puede ceder sin ofender a la esencia de
su naturaleza humana. ¿Y cuál es esta esencia? ¿Cuáles son las normas
que ella implica? Esto ha sido, y quizá será siempre, tema de discusiones
interminables. Pero, sea cual sea el principio con arreglo al
cual haya que determinar la extensión de la no-intcrfcrencia en nuestra
actividad, sea éste el principio de la ley natural o de los derechos
naturales, el principio de sutilidad o los pronunciamientos de un imperativo
categórico, la santidad del contrato social, o cualquier otro
concepto con el que los hombres han intentado poner en claro y justificar
sus convicciones, libertad en este sentido significa estar libre
de: que no interfieran en mi actividad más allá de un límite, que es
cambiable, pero siempre reconocible. «La única libertad que merece
este nombre es la de realizar nuestro propio bien a nuestra manera»,
dijo el más celebrado de sus campeones. Y si esto es así, ¿puede jus
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tificarse jamás la compulsión? Mili no tuvo ninguna duda de que sí
se podía. Puesto que la justicia exige que cada individuo tenga derecho
a un mínimo de libertad, sería necesario reprimir a todas las demás,
en caso necesario por la fuerza, para impedir que privaran a alguno
de su libertad. En efecto, la única función de la ley era prevenir
estos conflictos, y el Estado se reducía a ejercitar las funciones de un
sereno o de un guardia de tráfico, como desdeñosamente las describía
Lasalle.
Según Mili, ¿qué es lo que hacía que fuese tan sagrada la protección
de la libertad individual? En su famoso ensayo nos dice que, a
menos que se deje a los hombres vivir como quieran, «de manera que
su vida sólo concierna a ellos mismos», la civilización no podrá avanzar,
la verdad no podrá salir a la luz por faltar una comunicación libre
de ideas, y no habrá ninguna oportunidad para la espontaneidad,
la originalidad, el genio, la energía mental y el valor moral. Todo lo
que es sustancioso y diverso será aplastado por el peso de la costumbre
y de la constante tendencia que tienen los hombres hacia la conformidad,
que sólo da pábulo a «capacidades marchitas» y a seres humanos
«limitados y dogmáticos» y «restringidos y pervertidos». «La
autoafirmación pagana tiene tanto valor como la autonegación cristiana.»
«Todos los errores que probablemente puede cometer un
hombre contra los buenos consejos y advertencias están sobrepasados,
con mucho, por el mal que representa permitir a otros que le
reduzcan a lo que ellos creen que es lo bueno.» La defensa de la libertad
consiste en el fin «negativo» de prevenir la interferencia de los
demás. Amenazar a un hombre con perseguirle, a menos que se someta
a una vida en la que él no elige sus fines, y cerrarle todas las
puertas menos una —y no importa lo noble que sea el futuro que
ésta va a hacer posible, ni lo buenos que sean los motivos que rigen
a los que dirigen esto—, es pecar contra la verdad de que él es un
hombre y un ser que tiene una vida que ha de vivir por su cuenta.
Esta es la libertad tal como ha sido concebida por los liberales del
mundo moderno, desde la época de Erasmo (algunos dirían desde la
época de Occam) hasta la nuestra. Toda defensa de las libertades civiles
y de los derechos individuales, y toda protesta contra la explotación
y la humillación, contra el abuso de la autoridad pública, la
hipnotización masiva de las costumbres, o la propaganda organizada,
surge de esta concepción individualizada del hombre, que es muy
discutida.
Sobre esta posición pueden destacarse tres hechos. En primer lu
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gar, Mili confunde dos ideas distintas. Una es que toda coacción, en
tanto que frustra los deseos humanos, es mala en cuanto tal, aunque
puede que tenga que ser aplicada para prevenir otros males mayores;
mientras que la no-interferencia, que es lo opuesto a la coacción, es
buena en cuanto tal, aunque no es lo único que es bueno. Esta es la
concepción «negativa» de la libertad en su forma clásica. La otra idea
es que los hombres deben intentar descubrir la verdad y desarrollar
un cierto tipo de carácter que Mili aprobaba —crítico, original, imaginativo,
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