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CRITICA DE LA RAZÓN PRACTICA

IMMANUEL KANT


Libera los Libros



Traducción de J. Rovira Armengol

Edición cuidada por Ansgar Klein

Título del original alemán: Kritik der reinen Vernunft

© 2003, Editorial La Página S.A.

Editorial Losada S.A. Buenos Aires Todos los derechos reservados. ISBN: 987-503-349-9

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723



Indice




PROLOGO 4

INTRODUCCIÓN 12

ANALÍTICA DE LA RAZÓN PRACTICA PURA 14

DE LOS PRINCIPIOS DE LA RAZÓN PRACTICA PURA 14

DEL CONCEPTO DE UN OBJETO DE LA RAZÓN PRACTICA PURA 45

DE LOS MÓVILES DE LA RAZÓN PRACTICA PURA 57

DIALÉCTICA DE LA RAZÓN PRACTICA PURA 83

DE UNA DIALÉCTICA DE LA RAZÓN PRACTICA PURA 83

DE LA DIALÉCTICA DE LA RAZÓN PURA EN LA DETERMINACIÓN DEL CONCEPTO DE BIEN SUPREMO 86

METODOLOGÍA DE LA RAZÓN PRACTICA PURA 114

CONCLUSIÓN 122



PROLOGO



¿Por qué esta crítica no lleva el título de Crítica de la razón práctica pura, sino simplemente de la razón práctica, a pesar de que el primero parece exigido por el paralelismo de esta razón con la especulativa? Lo explica suficientemente este estudio. Su, propósito es exponer que existe una razón práctica pura, y con este designio critica toda su facultad práctica. Si lo logra, no ne­cesita criticar la facultad pura con el objeto de ver si la razón no va con esa facultad más allá de una mera presunción (como se­guramente sucede con la especulativa), pues si como razón pu­ra es realmente práctica, demuestra su realidad y la de sus con­ceptos mediante hechos, y en vano será todo sutilizar contra la posibilidad de que sea real.

A la vez que esta facultad, consta también en lo sucesivo la li­bertad trascendental, y por cierto que tomada en aquella acep­ción absoluta en que la razón especulativa la necesita en el uso del concepto de causalidad para salvarse contra la antinomia en que cae inevitablemente cuando quiere pensar lo absoluto en la serie del enlace causal, concepto que sólo podía formular proble­máticamente -como no imposible de pensar-, pero sin asegurar su realidad objetiva, antes bien únicamente para no ser impug­nada en su esencia y precipitada en un abismo de escepticismo porque se pretendiera que es imposible lo que por lo menos de­be considerarse como concebible.

El concepto de libertad, en la medida en que su realidad pue­da demostrarse mediante una ley apodíctica de la razón prácti­ca, constituye la coronación de todo el edificio de un sistema de la razón pura, aun de la especulativa, y todos los demás concep­tos (Dios y la inmortalidad) que en ésta carecen de apoyo como meras ideas, se enlazan con este concepto, y con él y gracias a él adquieren existencia y realidad objetiva, es decir, que su posibi­lidad se demuestra por el hecho de que la libertad es real, pues esta idea se revela mediante la ley moral.

Pero, además, de todas las ideas de la razón especulativa, la li­bertad es la única de la cual sabemos a priori la posibilidad, aun­que sin inteligirla, porque es la condición1 de la ley moral que sabemos. Pero las ideas de Dios e inmortalidad no son condicio­nes de la ley moral, sino solamente condiciones del objeto nece­sario de una voluntad determinada por esta ley; es decir, del uso meramente práctico de nuestra razón pura; por lo tanto, tampo­co de esas ideas podemos sostener que conocemos e inteligimos, no diré solamente la realidad, sino ni siquiera la posibilidad. Y, no obstante, son las condiciones de la aplicación de la voluntad moralmente determinada a su objeto que le es dado a priori (el bien supremo). Por consiguiente, en este aspecto práctico pue­de y debe suponerse su posibilidad, aunque no conocerla ni in­teligirla teóricamente. Para el último requisito es suficiente, en el aspecto práctico, que no contengan ninguna imposibilidad in­trínseca (contradicción). Aquí hay solamente un motivo para el asentimiento, motivo que es meramente subjetivo en compara­ción con la razón especulativa y, sin embargo, igualmente váli­do objetivamente para una razón pura pero práctica; por lo cual se proporciona realidad objetiva y competencia a las ideas de Dios e inmortalidad gracias al concepto de libertad, y aun necesidad subjetiva (requerimiento de la razón pura) de suponerlas, aun­que no por eso se amplía la razón en el conocimiento teórico, si­no que solamente se da la posibilidad que antes era sólo proble­ma y aquí se convierte en aserción, y así el uso práctico de la ra­zón se enlaza con los elementos del uso teórico. Y esta necesidad no es por cierto hipotética, propia de una intención arbitraria de la especulación, en el sentido de que sea preciso admitir algo si se quiere llegar a la perfección del uso de la razón en la especu­lación, sino una necesidad legal de suponer algo sin lo cual no puede suceder lo que cada uno debe ponerse ineluctablemente como intención del hacer y dejar de hacer.

En todo caso, para nuestra razón especulativa sería más satis­factorio resolver de suyo esos problemas sin ese rodeo y conser­varlos como intelección para el uso práctico; pero nuestra facul­tad de la especulación no ha sido tan bien tratada. Quienes se precian de tan elevados conocimientos no deberían tener reser­va con ellos, antes bien exponerlos públicamente a examen y apreciación. Pretenden demostrar -¡muy bien! demuestren pues- y la crítica pondrá toda su argumentación a sus pies considerán­dolos vencedores. Quid statis? Nolunt. Atqui licet esse beatis. Mas como en realidad no quieren -es de suponer que porque no pue­den-, tenemos que abordar nosotros de nuevo esos problemas para buscar y fundar en el uso moral de la razón los conceptos de Dios, libertad e inmortalidad, para los cuales no halla la es­peculación garantía suficiente de su posibilidad.

Aquí es donde se explica también por vez primera el enigma de la crítica: ¿cómo es posible negar la realidad objetiva al uso supra­sensible de las categorías en la especulación y concederles, no obs­tante, esta realidad respecto de los objetos de la razón práctica pu­ra? Pues eso debe tener el aspecto de inconsecuente mientras sólo se conozca de nombre ese uso práctico. Pero si ahora, mediante un análisis completo de éste se advierte que la realidad concebida en este caso no aspira a llegar a una determinación teórica de las ca­tegorías ni a una ampliación del conocimiento hacia lo suprasen­sible, sino que lo único que se pretende en este caso es que en es­te aspecto les corresponda siempre un objeto -porque o bien es­tán contenidas a priori en la necesaria determinación de la volun­tad o inseparablemente enlazadas con su objeto-, aquella incon­secuencia desaparece porque se hace de aquellos conceptos otro uso que el que la razón especulativa necesita. En cambio, se obtie­ne entonces una confirmación -muy satisfactoria y que antes di­fícilmente cabía esperar- del modo de pensamiento consecuente de la crítica especulativa por el hecho de que ésta sólo acepte co­mo fenómenos los objetos de la experiencia como tales y entre ellos nuestro propio sujeto, pero recomiende poner como fundamento cosas en sí, o sea no considerar que todo lo suprasensible es inven­to y su concepto vacío de contenido: la razón práctica proporcio­na ahora realidad por sí misma -y sin haberse puesto de acuerdo con la especulativa- a un objeto suprasensible de la categoría de causalidad: a la libertad (aunque, como concepto práctico, sólo para el uso práctico), confirmado pues con un hecho aquello que allí sólo podía pensarse. Con ello adquiere también su cabal con­firmación en la crítica de la razón práctica la afirmación, asombro­sa aunque indiscutible, de la crítica especulativa de que aún el su­jeto pensante es mero fenómeno para él mismo en la intuición in­terna, hasta el punto de que es preciso venir a ella aunque la pri­mera no hubiese podido demostrar esta proposición2.

Con esto entiendo también por qué las objeciones más con­siderables que hasta ahora se me han hecho contra la Crítica, gi­ran precisamente en torno a estos dos polos: por una parte, la re­alidad objetiva de las categorías aplicadas a noumena, negada en el conocimiento teórico y afirmada en el práctico, y por otra, la paradójica exigencia de hacerse a sí mismo noumenon, como su­jeto de la libertad, pero al propio tiempo también fenómeno, res­pecto de la naturaleza, en su propia conciencia empírica. En efec­to, mientras no se llegó a conceptos determinados de moralidad y libertad, no era posible adivinar, por una parte, qué quería po­nerse como fundamento del presunto fenómeno como noume­non, ni, por otra, si realmente era posible también hacerse de él un concepto si previamente habían imputado por exclusión a los meros fenómenos todos los conceptos del entendimiento puro en el uso teórico. Sólo una crítica minuciosa de la razón prácti­ca puede eliminar toda esa mala interpretación y colocar en una luz clara el modo de pensamiento consecuente que constituye precisamente su máxima ventaja.

Para justificar por qué era lícito, y aun necesario, someter de vez en cuando de nuevo a examen en esta obra los conceptos y principios de la razón especulativa pura -a pesar de que ya ha­bían sufrido su crítica especial-, lo cual sin duda no conviene a la marcha sistemática de una ciencia que se pretende edificar (pues las cosas juzgadas sólo pueden citarse debidamente, pero no ponerse de nuevo en tela de juicio), bastará decir: porque se considera la razón con esos conceptos pasando a un uso total­mente diferente del que allí hacía de ellos. Pero tal paso hace ne­cesaria una comparación del uso antiguo con el nuevo, para dis­tinguir seguramente el nuevo carril del anterior y al propio tiem­po hacer notar su relación. Por consiguiente, consideraciones de esta clase -entre otras, aquellas que se dirigieron de nuevo al concepto de libertad, pero en el uso práctico de la razón pura- no deben tenerse por añadidos cuya sola finalidad sea llenar la­gunas del sistema crítico de la razón especulativa (pues ésta está ya completa en su propósito) y, como suele ocurrir con una edi­ficación hecha precipitadamente, añadirle luego apoyos y con­trafuertes, sino como verdaderos miembros que ponen de mani­fiesto la cohesión del sistema, con el objeto de hacer compren­der ahora en su exposición real conceptos que allí sólo podían representarse problemáticamente. Esta observación interesa de preferencia al concepto de libertad, del cual es preciso notar con extrañeza que haya todavía tantos que se jacten poder compren­derlo perfectamente y explicar su posibilidad considerándolo so­lamente en su aspecto psicológico, mientras que si previamente lo hubiesen meditado con exactitud en el aspecto trascendental, hubieran tenido que reconocer tanto que es imprescindible co­mo concepto problemático en el uso completo de la razón espe­culativa como que es completamente incomprensible, y si luego pasaron con él al uso práctico, habrían tenido que llegar respec­to de los principios del último a la misma determinación de ese uso, a la cual tan reacios se muestran en otros casos. El concep­to de libertad es la piedra de escándalo de todos los empiristas, pero también la clave para los principios prácticos más sublimes de los moralistas críticos, que gracias a ella comprenden que por necesidad deben proceder racionalmente. Por esto recomiendo al lector que no pase por alto a la ligera lo que sobre este con­cepto se dice al final de la Analítica.

Debo dejar para el juicio de los conocedores de un trabajo de esta índole el decidir si tal sistema como el que aquí se desarro­lla de la razón práctica pura a base de la crítica de ésta, requiere mucho esfuerzo o poco, sobre todo para no errar el punto de vis­ta justo desde el cual pueda trazarse debidamente el conjunto. Sin duda presupone la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, pero sólo en la medida en que ésta se trata provisionalmente con el principio del deber e indica y justifica una de­terminada forma del mismo3 ; por lo demás, existe por sí mismo. El hecho de que no se haya añadido una clasificación completa de todas las ciencias prácticas, tiene también su razón válida en la condición de esta facultad práctica de la razón. En efecto, la especial determinación de los deberes como deberes del hombre para clasificarlos, sólo es posible a condición de que previamen­te se haya reconocido al sujeto de esta determinación (el hom­bre) según la condición con la que es realmente, aunque sólo en la medida en que sea necesaria respecto del deber; pero esto no corresponde a una crítica de la razón práctica, que sólo quiere indicar los principios de su posibilidad, de su extensión y lími­tes completamente sin relación especial con la naturaleza huma­na. Por consiguiente, la clasificación corresponde en este caso al sistema de la ciencia, no al sistema de la crítica.

Creo que en el segundo capítulo de la Analítica habré dado satisfacción a la crítica de cierto comentarista sagaz y amante de la verdad que comentó la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres: la de que en ella no se fijó el concepto del bien antes del principio moral4 (como a su juicio era necesario); asimismo he tenido en cuenta muchas otras objeciones que me han venido de hombres que revelan estar muy intere­sados en averiguar la verdad (pues aquellos que sólo se fijan en su antiguo sistema y que ya han resuelto de antemano lo que deba aprobarse o desaprobarse, no quieren explicación alguna susceptible de contrariar sus intenciones particulares); el mis­mo criterio seguiré en adelante.

Cuando se trata de la determinación de una facultad espe­cial del alma humana según sus fuentes, contenido y límites, dada la naturaleza del conocimiento humano sólo cabe partir de sus partes, de su exposición exacta y completa (hasta don­de sea posible según la situación actual de los elementos del mismo ya adquiridos). Pero existe una segunda atención que es más filosófica y es arquitectónica, a saber: captar debida­mente la idea del todo y tener a la vista, a base de ella, en una facultad de la razón pura, todas aquellas partes en sus mutuas relaciones, a base de derivarlas del concepto de ese todo. Este examen y garantía sólo es posible a base del más íntimo cono­cimiento del sistema, y aquellos que, desalentados ante la pri­mera investigación, consideraron que no valía la pena adqui­rir ese conocimiento, no llegan a la segunda fase, a saber: a la visión de conjunto que constituye una vuelta sintética a lo que antes se dio analíticamente, y no es de extrañar que encuen­tren inconsecuencias en todo, aunque las lagunas que las ha­cen suponer no se hallan en el sistema mismo, sino solamen­te en la marcha incoherente de su propio pensamiento.

A los efectos de este estudio no me preocupa en lo más mí­nimo el reproche de querer introducir un nuevo lenguaje, por­que en este caso el tipo de conocimiento se aproxima mucho de suyo a la popularidad. Además, es un reproche que por lo que respecta a la primera Crítica, no podía suscribir nadie que la hubiese meditado a fondo en lugar de limitarse a hojearla. Fabricar palabras nuevas cuando en el lenguaje no faltan ya términos para conceptos dados, es un esfuerzo pueril por dis­tinguirse entre la masa, a falta de pensamientos originales y verdaderos, presentándose por lo menos con remiendos nue­vos en un traje viejo. Por consiguiente, si los lectores de aque­lla obra conocen expresiones más populares que sean igual­mente idóneas para el pensamiento como me parecieron ser­lo a mí, o bien se sienten con ánimos para demostrar la nuli­dad de estos pensamientos mismos y, en consecuencia, de esos términos, les estaría muy agradecido en el primer caso, pues lo único que pretendo es que se me entienda, y, en el segun­do, contraerían un gran mérito en la filosofía. Sin embargo, mientras esos pensamientos se sostengan, dudo mucho de que puedan descubrirse para ellos términos adecuados y sin em­bargo más corrientes5.

De esta suerte se habrían averiguado en adelante los princi­pios a priori de dos facultades del ánimo: la facultad del conoci­miento y la apetitiva, y habrían sido determinadas según las con­diciones, alcance y límites de su uso, con lo cual empero se habrían echado los cimientos seguros de una filosofía sistemática, teórica tanto como práctica, como ciencia.

Pero nada peor podría suceder sin duda a estos esfuerzos que la circunstancia de que alguien hiciera el inesperado descubri­miento de que no hay en absoluto un conocimiento a priori ni puede haberlo. Pero no hay aquí peligro alguno. Sería como si al­guien pretendiera demostrar con la razón que no hay razón. Pues sólo decimos que conocemos algo mediante la razón cuando te­nemos conciencia de que habríamos podido saberlo aunque no se nos hubiera presentado en la experiencia; por lo tanto, cono­cimiento racional y conocimiento a priori es lo mismo. Preten­der arrancar necesidad de una proposición empírica (ex pumice aquam), y con ella también universalidad (sin la cual no hay ra­ciocinio, y por ende tampoco conclusión por analogía, que es por lo menos una presunta universalidad y necesidad objetiva y por lo tanto la presupone siempre) para un juicio, es franca contra­dicción. Atribuir subrepticiamente necesidad subjetiva, es decir, costumbre, en vez de objetiva, que sólo se da en juicio a priori, significa negar a la razón la facultad de juzgar sobre el objeto, es decir, de conocerlo y conocer lo que le conviene y, por ejemplo, de lo que a menudo y siempre sucedió a cierto estado preceden­te, no decir que de éste puede inferirse aquél (pues esto significa­ría necesidad objetiva y concepto de un enlace a priori), sino que sólo cabría esperar casos semejantes (de modo análogo a los ani­males), es decir, rechazar como falso en el fondo el concepto de causa y como mero engaño del pensamiento. Si pretendiéramos remediar esta carencia de validez objetiva y la universal consiguien­te diciendo que no se ve motivo para atribuir a otros entes racio­nales otra clase de representación, y eso diera una conclusión vá­lida, nuestra ignorancia nos prestaría más servicios para ampliar nuestro conocimiento que toda reflexión, pues por la sola circuns­tancia de que no conocemos otros entes racionales que no sean el hombre, tendríamos derecho a suponer que son de tal índole como nosotros nos conocemos a nosotros mismos, es decir, los conoceríamos realmente. No menciono siquiera el hecho de que porque se tenga universalmente por verdadero un juicio quede demostrada su validez objetiva (esto es, su validez como conoci­miento), antes bien, aunque por casualidad hubiera tal validez, esto no arrojaría una prueba de la coincidencia con el objeto; por el contrario, sólo la validez objetiva constituye el fundamento de un acuerdo necesario universal.

También Hume se encontraría muy a gusto en este sistema del empirismo universal en los principios, pues, como se sabe, sólo pedía que, en lugar de toda significación objetiva de la ne­cesidad, se supusiera solamente en el concepto de causa una sig­nificación meramente subjetiva: la costumbre, para negar a la ra­zón todo juicio sobre Dios, la libertad y la inmortalidad; y, cier­tamente, con tal de que se le concedieran solamente los princi­pios, sabía sacar de ellos consecuencias con todo el rigor de la ló­gica. Sin embargo, ni el propio Hume hizo el empirismo tan uni­versal que incluyera también en él la matemática. Consideraba que las proposiciones de ésta eran analíticas, y si esto fuera cier­to, serían apodícticas también de hecho, aunque no pudiera sa­carse de ahí ninguna conclusión sobre una facultad de la razón para formular también en filosofía juicios apodícticos (como el principio de causalidad), o sea aquellos que eran sintéticos. Pe­ro si se aceptara universalmente el empirismo de los principios, se involucraría también en él la matemática.

Y si ésta se pone en conflicto con la razón que sólo admite principios empíricos, como es inevitable en la antinomia en que la matemática demuestra irrefutablemente la infinita divisibili­dad del espacio, aunque el empirismo no puede permitirla: la máxima evidencia posible de la demostración está en notoria con­tradicción con las presuntas conclusiones sacadas de principios de la experiencia, y entonces es preciso preguntar, como el ciego de Cheselden: ¿quién me engaña: la vista o el sentimiento? (Pues el empirismo se funda en una necesidad sentida, mientras que el racionalismo en una necesidad comprendida.) Y de esta suerte, el empirismo universal revela ser el genuino escepticismo que erróneamente se imputó a Hume en una acepción tan ilimita­da6, pues por lo menos dejó en la matemática una piedra de to­que segura de la experiencia, mientras que el escepticismo no permite ninguna (ya que sólo podría hallarse en principios a priori), a pesar de que ésta no consta de meros sentimientos sino tam­bién de juicios. Mas como esta época filosófica y crítica difícil­mente puede tomarse en serio ese empirismo, que probablemen­te sólo se plantea para ejercitar la facultad de juzgar y presentar en una luz más clara mediante contraste la necesidad de princi­pios racionales a priori, puede estarse agradecido a aquellos que quieren esforzarse con este trabajo, que por lo demás no es pre­cisamente instructivo.

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