El Padre Samaan era profundo conocedor de temas espi­rituales y teológicos, versado en los secretos del pecado venial y mortal, y una autoridad en los misterios






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LOS HIJOS DE LOS DIOSES Y LOS HIJOS DE LOS HOMBRES



Extraño es el destino. Y nosotros también somos extra­ños.

El destino cambió. Y cambiamos con él.

Fue hacia adelante e hicimos lo mismo.

Y develó su rostro y nos sentimos sorprendidos y felices.

Ayer, temíamos al destino y nos quejábamos de él. Hoy, lo amamos y confiamos en él. Y comprendemos sus intencio­nes y sus secretos y sus misterios.

Ayer, caminábamos, desconfiados, como sombras trému­las en medio de los temores del día y de la noche. Hoy, cami­namos con entusiasmo hacia las cumbres de las montañas, donde mora la tempestad y hacen sus nidos el relámpago y el trueno.

Ayer, comíamos el pan amasado con sangre y bebíamos el agua mezclada con lágrimas; hoy, recibimos el maná de manos de las hadas de la aurora y bebemos vino, perfumado con la fragancia de la primavera.

Ayer, éramos juguetes en manos de la fortuna; y la for­tuna era un gigante embriagado que nos empujaba, ora a la izquierda, ora a la derecha. Hoy, la fortuna salió de su embriaguez, ríe y juega con nosotros y nos sigue hacia donde queremos conducirla.

Ayer, quemábamos incienso frente a ídolos y ofrecíamos sacrificios a los dioses. Hoy, no quemamos incienso, si no es para nosotros mismos, porque el mayor y más espléndido de los dioses escogió nuestro corazón por templo.

Ayer, obedecíamos a reyes y nos inclinábamos frente a sultanes. Hoy, sólo nos inclinamos frente a la verdad, sólo seguimos a la belleza y sólo obedecemos al amor.

Ayer, bajábamos los ojos frente a los sacerdotes y respe­tábamos a los hechiceros. Mas los tiempos cambiaron; hoy podemos mirar al sol de frente y sólo prestamos, oído a la melodía del mar y sólo puede movernos una tempestad.

Ayer, destruíamos los tronos de nuestros egos para construir tumbas para nuestros antepasados. Hoy, nuestras almas son altares sagrados; las sombras de los siglos no pueden acercarse a ellos y los dedos de los muertos no pueden tocarnos.

Eramos un pensamiento silencioso escondido en los rincones del olvido. Hoy, somos una voz que sacude al firmamento.

Eramos una débil chispa, recubierta de cenizas. Hoy somos un fuego que domina las alturas por encima de los valles.

¡Cuántas veces pasamos la noche, echados sobre la tierra desnuda, cubiertos por la nieve, llorando las riquezas perdidas y las oportunidades desaprovechadas! ¡Y cuántas veces pasamos el día, postrados como ovejas sin pastor, bebiendo nuestros propios pensamientos y comiendo nuestras propias emociones, sin escapar ni al hambre ni a la sed! ¡Y cuántas veces el día que terminaba y la noche que llegaba nos encontraban llorando nuestra juventud agotada, sin saber qué deseábamos, sin saber por qué estábamos tristes, mirando espacios oscuros, atentos al gemido de lo vacuo!

Esas fueron edades que pasaron como lobo entre las tumbas. Hoy, la atmósfera está serena, nuestro es el sueño y nuestros el pensamiento y los deseos. Tomamos el fuego con dedos que no tiemblan. Conversamos con las almas que nos rodean en un lenguaje nuevo. Y nubes de ángeles, embriaga­dos con la melodía de nuestras almas, revolotean alrededor nuestro.

No somos, hoy, lo que éramos ayer. Tal fue la voluntad de los dioses para con los hijos de los dioses. ¿Cuál es vuestra voluntad, oh, hijos de los monos?

¿Avanzasteis un solo paso, desde que salisteis de las grietas de la tierra? ¿Mirasteis, alguna vez, hacia arriba, desde que los demonios abrieron vuestros ojos? ¿Pronunciasteis, una sola palabra del libro de la Verdad, desde que las serpien­tes besaron vuestros labios?

¿O, escuchasteis siquiera un momento, la canción de la Vida, desde que la Muerte tapó vuestros oídos?

Hace setenta mil años pasó entre vosotros. Os agitabais cual gusanos en las grietas de vuestras cavernas. Y, hace siete minutos, miré a través de los vidrios de mi ventana y os vi andar por vuestras sucias calles, con los grilletes de la escla­vitud aprisionando vuestros tobillos y las alas de la muerte batiendo sobre vuestras cabezas. Vosotros sois, hoy, lo que erais ayer. ¡Y así, seréis mañana!

Somos, hoy, diferentes de lo que éramos ayer: tal es la ley de los dioses para los hijos de los dioses.

¿Cuál es la ley de los monos que se aplica a vosotros, oh, hijos de los monos?

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