Síntesis de lo publicado 3






descargar 1.51 Mb.
títuloSíntesis de lo publicado 3
página4/39
fecha de publicación14.06.2015
tamaño1.51 Mb.
tipoTesis
l.exam-10.com > Ley > Tesis
1   2   3   4   5   6   7   8   9   ...   39
3. En este sentido, los alargados y «cilindricos» siluros, sin escamas, de piel mucosa y prácticamente sin aletas, eran apartados y olvidados en un enorme cesto. Así lo disponía el extraño Yavé...

Las carpas, en cambio, azules, verdes y rosadas, eran abiertas por el vientre y, una vez extraídas las entrañas, depositadas en barreños de piedra. Allí, otras mujeres las sazonaban con especias y sal gruesa. Algunos de los ejemplares —tipo «espejuelos»— podían pesar del orden de los ocho kilos.

Al inspeccionar las tilapias y los barbos, dispuestos ya para el asado o la fritura, mis ojos se detuvieron unos instantes en los hombres y mujeres —supuestos «viajeros», de paso por el kan— que permanecían sentados o tumbados al pie de la choza. Me extrañó porque casi no se movían. No hablaban. Las miradas, vidriosas, como hipnotizadas, perseguían con frenesí los destellos de los machetes de los cortadores de pescado. Presentí algo pero, rechazando la idea, bajé la vista, simulando interés por uno de los ejemplares capturados por Assi y su gente en el Hule. Se trataba de un bínit4 —así lo llamaron los cortadores—, un barbo de casi un metro de longitud y más de cinco kilos de peso, de aspecto similar al de las anguilas y que, días después, de regreso a la «cuna», Santa Claus identificó como el Ciarías Macracantus, una de las especies autóctonas de Galilea, con ocho barbas, en lugar de las dos o cuatro que presentan el resto de los barbos en el labio superior. El Ciadas, aunque perteneciente al mismo orden y género de los barbus, se diferenciaba también del resto de las familias por el hecho insólito de lanzar unos «gritos» que erizaban los cabellos en las noches de otoño.

Supongo que mi condición de médico fue decisiva. Había prometido no presentarme como tal en aquel tercer «salto», evitando así los problemas en los que me vi envuelto en las aventuras precedentes. Y estaba dispuesto a mantener esta decisión, pero, a la vista de lo que tenía delante, no pude o no supe alejarme...

No me equivoqué. La intuición jamás traiciona.

La verdad es que nadie me prohibió que los examinara. Y, lentamente, fui haciéndome a la idea. Aquel kan era muy especial...

Allí, junto a los que preparaban la cena, vigilados en cierto modo por cocineras y cortadores, aguardaba una serie de enfermos a los que no tuve acceso en mi primera visita al refugio. Assi, poco después, confirmaría la sospecha: se trataba de los «menos agresivos y problemáticos»; los únicos que no exigían una vigilancia estrecha y continuada.

¡Dios de los cielos! ¿Qué era aquello?

Uno de los hombres, hecho un ovillo, con la espalda reclinada en las cañas, miraba sin ver. Moscas e insectos lo devoraban, pero, inmóvil como un mármol, ni siquiera pestañeaba. Pasé la mano frente a los azules ojos y verifiqué lo que imaginaba: era ciego. Los dedos, especialmente los de las manos, eran extraordinariamente largos (los pulgares alcanzaban diez o doce centímetros). Examiné el resto de los tejidos de las extremidades y deduje que me hallaba frente a un posible síndrome que alteraba el crecimiento del esqueleto, la dolencia que padeció Abraham Lincoln5.
A su lado, totalmente desnudo, aparecía un niño, de unos nueve o diez años de edad, de rodillas y con las manos atadas a la espalda. El mugriento rostro se hallaba igualmente torturado por nubes de insectos. Una mordaza, más sucia que la cara del infeliz, mantenía la boca abierta. Espanté las moscas y comprobé que los labios estaban destrozados. Al aproximarme no se movió; se limitó a gemir. Inspeccioné los dedos de manos y pies. No había duda. Faltaban falanges completas. Quizá se trataba de un caso de autocanibalismo, conocido en medicina como síndrome de «Nyhan», otra dolencia de origen cromosómico y, como la anterior, de muy difícil solución6. El niño, víctima de un retraso mental y motor, terminaba devorando sus propios labios y dedos. De ahí la necesidad de atarlo y amordazarlo de forma permanente.

Antes de proseguir el examen de aquellas pobres criaturas lancé una ojeada al grupo que permanecía en el centro de la explanada. El Maestro y el resto, aunque aparentemente absortos en la conversación, seguían mis movimientos con curiosidad. Eso, al menos, fue lo que deduje de sus furtivas miradas.

En cuanto a las mujeres y los cortadores, ninguno de ellos se preocupó demasiado por mi presencia.

El tercer y cuarto enfermos me dejaron igualmente desarmado y con el corazón en un puño...

Sentado sobre la negra ceniza volcánica, un «niño-anciano» sostenía entre sus brazos a un joven (?) paralítico. Era la primera vez que me enfrentaba en las tierras de Israel a un caso de «progeria» o muchacho con el aspecto de anciano.
Me situé en cuclillas y aventuré una amplia sonrisa. El niño respondía a las principales características de esa enfermedad: cabeza enorme, desproporcionada, calva, con gruesas venas sobresalientes, ausencia de cejas y pestañas, ojos saltones y diminutos, nariz en forma de pico de loro, mentón retraído, casi inexistente, pecho angosto, articulaciones grandes y rígidas y numerosas manchas marrones en brazos y manos.

Replicó con otra sonrisa, mostrando unos pocos dientes, tan irregulares como mal repartidos. La piel era fina, muy frágil, y los brazos y las piernas, casi esqueléticos. No creo que levantara más de un metro de altura.

—¿Qué edad tienes?

Abrió de nuevo la enorme boca y respondió feliz:

—Veinte...

Aquello también era singular. Según mi información, pocos síndromes de envejecimiento prematuro7 alcanzan tanta edad.

—... Éste es mi amigo Tamim. Yo soy Tamid.

Y volvió a sonreír ante el juego de palabras. Tamid, entre otras cosas, quería decir «vivir al día». En cuanto a su amigo, el paralítico, Tamim era sinónimo de «íntegro o intachable». Comprendí y sonreí para mis adentros. El que los había «bautizado» con estos apodos era muy consciente del doble significado: «vivir al día» era lo único a lo que podía aspirar el «niño-anciano». La progeria arrastra generalmente anomalías cardíacas y respiratorias, así como lesiones cerebrales o del sistema nervioso, que desembocan siempre en una muerte prematura. En cuanto a Tamim, el calificativo era «intachable»..., y sangrante. El joven, antaño fuerte y musculoso, sólo movía los ojos. Ni siquiera estaba capacitado para hablar. ¿Cómo no ser íntegro en tales circunstancias?
Tamim había sido buscador de esponjas en las aguas de Chipre y de Grecia. Un día empezó a sentirse mal. Los músculos de las manos fallaron y, poco a poco, la dolencia fue extendiéndose por los brazos. Fue trasladado a las costas de Fenicia y, desde allí, al kan del Hule. Hacía semanas que había dejado de comer. Sólo admitía líquidos8. Tamid, el «niño-anciano», cuidaba de él día y noche.

El muchacho paralítico, que parecía conservar intacta la inteligencia, me observó desde los profundos y vivísimos ojos negros. No supe qué hacer, ni qué decir. Y la tristeza, una inmensa tristeza, cayó sobre este impotente explorador. Yo no lo sabía en esos momentos pero, sin querer, estaba pasando revista a los protagonistas de un futuro y extraordinario suceso en el que, naturalmente, se vio envuelto Jesús de Nazaret. Pero esa historia llegará a su debido tiempo.

Algo más allá, tumbados en angarillas de tela y fibras vegetales, impasibles al viento y a las mortificantes moscas, se alineaban los más ancianos del kan. La mayoría, por lo que pude apreciar, se encontraban en las fases más avanzadas de Parkinson y Alzheimer. En los primeros, el temblor ya no era importante, aunque las funciones motoras aparecían muy deterioradas, haciendo inviable la marcha. En realidad, ninguno de ellos era capaz de ponerse en pie. Se hallaban en decúbito supino, con las cabezas inclinadas sobre el tórax, las bocas abiertas y negras por el mosquerío y con un permanente babeo. Algunos hablaban a gran velocidad, con un hilo de voz tan monótono como ininteligible. Por supuesto, nadie respondía9.

Con los afectados por el mal de Alzheimer sucedía algo parecido. La fase última los había reducido a simples y molestos «vegetales», incapaces de valerse por sí mismos. Y allí permanecían durante horas, mudos y rígidos, aguardando a que una neumonía, una infección urinaria o las terribles úlceras provocadas por la permanente postura en decúbito acortaran su desgraciada existencia. Los cuidadores (?), ahora atareados en la preparación del pescado, no se distinguían precisamente por el cariño y la dedicación a estos infelices.

El último de los enfermos que alcancé a distinguir en aquellos momentos fue una mujer. Podía rondar los cuarenta años. Se hallaba sentada entre los «parkinson». Las muecas y los bruscos movimientos de manos y pies me indicaron de inmediato el mal que padecía: muy posiblemente un corea de Huntington, otro trastorno degenerativo y hereditario que se caracteriza por los movimientos rápidos y complejos, en especial en las extremidades10.

Al llegar a su altura, las muecas arreciaron. Y la mujer, asustada, inició una rápida y continuada expulsión de la lengua, elevando las cejas y procediendo a la ininterrumpida contracción de labios y párpados. Me eché hacia atrás, tratando de evitar un empeoramiento de la demente. La fortuna, sin embargo, no estaba de mi lado. Al retroceder fui a tropezar con otro de los inquilinos del kan, y me precipité sobre él. Me incorporé a gran velocidad y, ante la atónita mirada de cortadores, limpiadoras y de quien esto escribe, la mujer que había resultado arrollada se puso en pie, gritando como una poseída.

Fue todo vertiginoso.

Hizo presa en mis testículos y, berreando, exigió que «le devolviera lo que era suyo».

Al zarandearme, el manto que le cubría resbaló dejando al descubierto unos ojos prominentes, grandes como huevos y con las córneas ensangrentadas y ulceradas.

Fuera de sí, tras soltar los genitales, echó mano del vientre, y, tirando con violencia del ceñidor, reclamó «su estómago y los intestinos».

—¡Me habéis robado, ladrones!... ¿Dónde está mi sangre? ¿Dónde habéis puesto mi estómago y mis entrañas?

Los ojos, con las pupilas dilatadas, incapaces de parpadear, con una exoftalmía (proyección anormal del globo) progresiva y aguda, me asustaron. Al reparar en el cuello y observar el abultado bocio estuve seguro. Aquella enferma padecía un hipertiroidismo (quizá la llamada enfermedad de Graves) al que había que sumar un problema mental grave que los psiquiatras denominan síndrome de Cotard o «delirio de negación». El sujeto, como consecuencia de una esquizofrenia o de una lesión cerebral, considera que le han robado, no sólo sus pertenencias materiales, sino también sus órganos. Y cree que los ladrones están por todas partes.

La mujer, entonces, tiró de la túnica que cubría mi pecho y, pasando de los gritos a los gemidos y el llanto, se preguntó y me preguntó por su corazón.

—¿Dónde lo has puesto?...

No hubo tiempo para nada más.

Dos de los cortadores de pescado y ayudantes del «auxiliador» saltaron sobre la pobre enferma y la redujeron. Yo recuperé la «vara de Moisés» y, avergonzado, sin saber qué hacer, me alejé del grupo.

Assi, en pie, alertado por los gritos de la demente, observaba atento. También Eliseo y el niño sordomudo se habían incorporado, expectantes. Sólo Jesús continuaba sentado. Tenía la cabeza baja, como si el incidente no hubiera existido.

Los cortadores hicieron una señal y el esenio, comprendiendo que todo estaba bajo control, volvió a arrodillarse frente a las piedras que formaban el hogar, aguardando mi llegada.

Mi mente, confusa ante lo que acababa de ver y lo que recordaba de la primera visita al kan, trató de estabilizarse. ¿Por qué habíamos ido a parar a semejante infierno? El Destino lo sabía...

Quizá caminé tres o cuatro pasos, no más, hacia el centro de la explanada, cuando, inesperadamente, el viento cesó. El maarabit, como creo haber mencionado, procedía del mar Mediterráneo y soplaba habitualmente entre el nisán (marzo-abril) y el tisri (setiembre-octubre), siempre entre el mediodía y la puesta de sol. Instintivamente, me volví y comprobé que faltaba más de una hora para el ocaso.

Fueron segundos. Todo sucedió muy rápido...

Al contemplar la posición del sol, un súbito aleteo de las aves que descansaban en lo alto de las chozas me previno. Algo las había asustado. Y varias de ellas, extendiendo y batiendo las blancas alas, se alejaron hacia el horizonte de cañas.

Acto seguido, en mitad del silencio provocado por la caída del viento, oímos un aullido desgarrador. En un primer momento, desconcertado, no supe si era humano. Procedía de algún punto cercano del cañaveral, al este del refugio.

Y las garzas y las cigüeñas que aún permanecían sobre las cabañas huyeron hacia el sol.

El aullido, ahora más cercano, se repitió por segunda vez, terminando de alertar a la totalidad del kan. Assi, de nuevo en pie, dirigió la mirada hacia una de las chozas próxima al camino de acceso al albergue. Hizo un gesto a Denario y éste, rápido como una gacela, corrió hacia el punto del que parecía proceder el triste y prolongado lamento.

Hombres y mujeres se movilizaron y, antes de que mi hermano y yo acertáramos a comprender, se dirigieron hacia la choza en cuestión, en la boca del kan. Eliseo no tardó en sumarse al agitado grupo, intentando averiguar qué sucedía.

Los aullidos arreciaron y deduje que el hombre o el animal se hallaba muy cerca de los vociferantes cuidadores y cocineras. Era extraño. Si se trataba de una fiera, ¿por qué no habían huido? Todos, como una pina, corrieron al encuentro del responsable de los aullidos...

En esos momentos de agitación, no sé muy bien por qué, busqué al Maestro con la mirada. Seguía sentado en el mismo lugar, con los brazos apoyados en las rodillas. Miraba fijamente las ramas depositadas en el hogar y que habían tratado de encender inútilmente. Su rostro, grave y ligeramente pálido, me alertó más, si cabe, que los aullidos y el tumulto. ¿Qué sucedía?

Los aullidos, de pronto, cesaron. Y también el vocerío. El Maestro, entonces, levantó el rostro hacia el celeste de los cielos. Inspiró profundamente y así permaneció durante algunos segundos, con los ojos cerrados. Mi mente siguió en blanco. No entendía nada.

Y tan súbitamente como se apagaron, así regresaron los aullidos. Esta vez más lúgubres y prolongados...

El grupo, como un solo hombre, dio un paso atrás, al tiempo que alzaban los puños, amenazadores. Aquello —lo que fuera— seguía avanzando. Algunas mujeres, aterrorizadas, dieron media vuelta y escaparon entre agudos chillidos.

Cuando caí en la cuenta, el Galileo se había incorporado y caminaba hacia el grupo. No lo dudé. Me fui tras Él. Jesús, con paso decidido, rodeó a los cuidadores y fue a situarse a la cabeza de los nerviosos individuos, junto al esenio y el niño sordomudo. ¿Cómo pude olvidarlo?

Allí estaba el responsable de los aullidos. Eliseo y yo tuvimos un encuentro con él en la primera visita al kan. Se trataba del joven encadenado, un muchacho de unos veinte años, negro como el carbón y «tatuado» de la cabeza a los pies con pequeños círculos (en realidad, escarificaciones o incisiones en la piel, provocadas con algún punzón o arma blanca). Aparecía igualmente desnudo, sudoroso, con el rostro desencajado por la cólera y el tobillo izquierdo lacerado y sangrante por el continuo roce del grillete que lo aprisionaba. Una cadena de gruesos eslabones, de unos tres metros, lo anclaba a la base de una de las cabañas. El negro, alto y musculoso como el Galileo, había llegado al límite permitido por la cadena, a poco más de dos metros de Assi y de Denario. Jadeaba violentamente, amenazando a los habitantes del refugio con un pelícano muerto que sostenía por encima de la cabeza. Varias veces lo proyectó hacia el auxiliador, acompañando los ataques con otros tantos aullidos.

El desgraciado, como ya indiqué, padecía un síndrome ligado a la locura que provocaba furiosos ataques de ira. En esos momentos se transformaba en una bestia salvaje, sin control alguno, capaz de aplastar a quien se pusiera a su alcance. La posible dolencia, llamada amok («lanzarse furiosamente a la batalla», según interpretación malaya), era relativamente habitual entre los orientales y determinadas etnias del África central.

A cada acometida, Assi y el grupo retrocedían instintivamente. El esenio, nervioso, trataba de calmar al loco, aconsejándole que dejara en tierra la pesada ave del largo y afilado pico azul. Las palabras, los gestos y la proximidad del jefe del kan tuvieron un efecto contrario al deseado. Y el negro, en plena crisis, ciego por la rabia, lanzó otro ataque. Esta vez, frenado bruscamente por el grillete, aquella masa de odio y fuerza bruta perdió el equilibrio y se precipitó contra la ceniza volcánica. El pelícano rodó por tierra y Assi se apresuró a capturarlo.

Jesús, entonces, se dirigió a su amigo, el auxiliador, y pidió que liberara al negro. El rostro del Maestro continuaba serio.

Assi, como era de esperar, se negó en redondo, argumentando, con razón, que el estado de «Aru» era peligroso para todos.

¿Aru? Aquél, en efecto, era el nombre —mejor dicho, el sobrenombre— del joven negro amok. En arameo significa «mira» o «he aquí». Pero no entendí el porqué del apodo.

Y Assi prosiguió con sus razonamientos, tratando de convencer a Jesús de lo inadecuado de la petición. Según el esenio, Aru estaba poseído por un espíritu inmundo; liberarlo sería una provocación para dicho demonio.

Jesús no replicó. Clavó la rodilla izquierda en la ceniza y, lentamente, con ambas manos, acarició el húmedo y «tatuado» cráneo del demente. Nadie respiró. La reacción del amok podía ser fulminante y peligrosa. El grupo retrocedió otro paso e, imaginando un feroz embate, se disolvió, perdiéndose por la explanada y las chozas próximas.

Assi lanzó un grito, suplicando al Maestro que se alejara de Aru. Jesús siguió mudo. Los largos dedos del Hijo del Hombre se posaron una y otra vez sobre el pelado cuero cabelludo del agitado negro. La respiración de Aru era convulsa. Continuaba boca abajo, no sé si inconsciente. Busqué a Eliseo con la mirada. Permanecía detrás del niño, tan desconcertado como todos. En esos momentos no sabíamos —no podíamos saber— cuáles eran los pensamientos y las intenciones de aquel Hombre. Fue después, mucho después, cuando entendimos lo que realmente sucedió en aquel atardecer, en el kan del lago Hule...

El Maestro miró al excitado auxiliador, y aquellos ojos —firmes y dulces al mismo tiempo— lo traspasaron. Assi enmudeció. No cruzaron una sola palabra. Y el esenio, comprendiendo que la orden no admitía discusión ni demora, se volvió hacia Denario y, por señas, le indicó que buscara a alguien. El sordomudo, admirado ante el evidente valor del Galileo, obedeció al instante, desapareciendo por detrás de las cabañas.

No salía de mi asombro. ¿Por qué liberar al peligroso negro? ¿Qué pretendía Jesús?

Me hallaba muy cerca, a cosa de metro y medio, e intenté buscar una explicación en el rostro o en sus gestos. Lo que acerté a descubrir no me sirvió en esos críticos instantes. Como decía, era muy pronto para comprender... El Maestro, en silencio, terminó por doblar la pierna derecha, arrodillándose frente al negro. Hizo girar el cuerpo de Aru y lo alzó suavemente, dejando que las espaldas descansaran sobre sus muslos. Inmovilizó la cabeza del amok sobre el vientre, buscó la cinta de tela que sujetaba sus cabellos y fue a desatarla.

Aru, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada, parecía haber perdido la conciencia. Una de las cejas, rota por el impacto contra la escoria volcánica, manaba sangre en abundancia. El Maestro, entonces, se dirigió de nuevo al esenio y solicitó agua. Assi dudó. Al punto, sin embargo, rendido ante aquella voz afable y decidida, dio media vuelta, obedeciendo.

Jesús plegó el sudarium que le servía habitualmente para recoger los cabellos en las largas caminatas y, buscando una zona no contaminada por el sudor, taponó la herida de la ceja, presionando delicadamente. Al cabo de medio minuto levantó la improvisada gasa hidrófila y observó la brecha. Por lo que pude percibir sólo estábamos ante una herida incisa, de escasa importancia, pero aparatosa. La sangre (probablemente de los capilares), de un rojo vino, fluía de modo continuo, formando lagunas (napa).

El Maestro inspeccionó el «aposito» y su grado de absorción y, doblando la tela, repitió la operación, tratando de contener la hemorragia.

Fue un minuto largo, inolvidable. Difícil de entender, sí, pero inolvidable...

Un Dios, arrodillado, sostenía en su regazo a un mísero y anónimo negro. La mano izquierda, firme y segura, velaba sobre la herida, y la derecha, con dulzura, acariciaba la sucia mejilla de Aru. Los dedos se pasearon despacio por el mentón y los labios, agrietados y casi irreconocibles.

Espié cada gesto e intenté deslizarme entre sus sentimientos. ¡Pobre de mí! ¿Cómo pretender semejante cosa?

Jesús, ajeno a cuanto lo rodeaba, siguió frenando la hemorragia. La cabeza, ligeramente inclinada sobre el muchacho, empezó a recibir los anaranjados rayos de un sol que se retiraba más allá del Jordán pero que, a juzgar por su empeño en iluminar al Hijo del Hombre, sabía muy bien lo que estaba ocurriendo...

Quedé impresionado..., una vez más.

Los cabellos, color caramelo, ahora sobre los hombros, recibieron la luz del crepúsculo y yo diría que de Alguien más...

Fue en esos instantes, mientras rozaba con las yemas de los dedos los cerrados y ensangrentados párpados del amok, cuando quedé prisionero de sus ojos. No sé explicarlo. Las palabras, una vez más, son mi enemigo...

No fue posible desviar la mirada. Fue como si el universo entero lo hubiera visitado.

Los ojos, ahora más expresivos que nunca, más vivos y habladores, a pesar del silencio, se humedecieron. Y el rostro entero, dorado por aquel sol cómplice, se transfiguró. Yo vi la luz que lo bañaba y que se convertía en su verdadera piel. Entonces, estrangulándome el corazón, una lágrima rodó súbita y presurosa, y se escondió en la desordenada barba.

Supongo que palidecí. ¿Cómo definirlo? Era un Hombre-Dios con un hombre entre las manos. Quizá fue la misericordia lo que hizo rodar aquella lágrima. Nunca lo supimos. Sólo lo sospechamos. Quizá fue una infinita piedad lo que movió e hizo descender el alma de aquel ser tan especial hasta los niveles en los que bregábamos. No sé explicarlo, pero el instinto me dice que fue el amor el que abrió la puerta de la ternura, conmocionando hasta la última célula de Jesús de Nazaret. Él había aparecido en un mundo imperfecto y cruel, y ahora tenía a una de esas imperfectas criaturas entre las manos. Quizá esa mezcla de misericordia, piedad, amor y ternura hizo el prodigio. Quién sabe...

Se presentaron al mismo tiempo, ahuyentando aquellas reflexiones.

Assi, con el agua y su inseparable caja de madera, en la que transportaba «lo necesario» para ejercer como médico o auxiliador. Y con él, Denario y otro singular personaje que nos dejó intrigados desde el primer momento. Yo lo había visto con anterioridad, pero no podía saberlo porque se presentó con la cabeza cubierta por un manto negro. Una túnica de un rojo encendido lo cubría hasta los pies, ocultando, incluso, las manos. Del ceñidor de cuerda colgaba un manojo de aquellas largas y pesadas llaves de hierro y madera a las que nunca nos acostumbramos.

Assi reclamó la atención de «Hasok» —así lo llamaban, con razón—, y ordenó que liberase el pie del negro. El embozado permaneció indeciso. Sus dudas eran comprensibles. Ara seguía inconsciente y nadie podía saber cómo reaccionaría al volver en sí. Pero el esenio repitió la orden...

—«Tinieblas»..., haz lo que te digo. Hasok, en efecto, significa «tinieblas» en lengua aramea. No fui capaz de descubrir el rostro del hombre. Tinieblas se las ingeniaba para moverse con agilidad y, al mismo tiempo, mantener la cara en la oscuridad del manto, poco después descubriríamos por qué.

Soltó el grillete y, tras arrojar la cadena al pie de la choza, se mantuvo inmóvil y vigilante, con los brazos desmayados sobre la túnica.

El Maestro retiró el «aposito» y verificó con satisfacción que la sangre había empezado a coagular. El tejido de algodón cumplió su cometido. El auxiliador le proporcionó un nuevo trozo de tela, previamente empapada en agua, y Jesús, con idéntica paciencia y delicadeza, dedicó un tiempo a una minuciosa limpieza de la herida, retirando los granos de lava que permanecían enterrados en la brecha.

Denario contemplaba la escena, escondido tras Elíseo. Ninguno de los ayudantes se atrevió a regresar. Asistían al desarrollo de los acontecimientos desde el lugar en el que limpiaban y troceaban el pescado. Creo que ninguno se percató de la liberación del amok.

Assi abrió la caja de madera y mostró al Galileo algunos de los remedios que había que utilizar en el caso que los ocupaba. Indicó con el dedo tres pequeños frascos de vidrio. Uno contenía miel. Otro —según dijo—, hojas de nogal cocidas en agua, y el tercero, una infusión de sófora, un árbol desconocido en Israel en aquellos tiempos y cuyas yemas eran transportadas por las caravanas desde las regiones más orientales de Asia11. Una vez más, me asombró el buen hacer del esenio. Tanto la miel como las hojas de nogal eran excelentes desinfectantes. En cuanto a la sófora, con un alto contenido en glucósido flavónico, qué podía decir. Ayudaría, y muy eficazmente, a la recuperación de los capilares heridos. Assi, como ya referí, estudió medicina en Alejandría, recibiendo una clara influencia de los seguidores de Hipócrates. Su veneración por el sabio de Cos se observaba, incluso, hasta en la forma de ejecutar vendajes. Recordaba casi de memoria De la oficina del médico, una de las obras del prestigioso galeno griego.
El esenio remató el vendaje en torno a la cabeza y, cuando lo ultimaba, Aru abrió los ojos.

Tinieblas, pendiente, alertó al jefe del kan. Assi, pálido, se echó atrás y recogió precipitadamente la caja de madera.

Jesús no se movió.

El negro paseó aquellos enormes y sorprendidos ojos verdes a su alrededor y, al reparar en Tinieblas, se incorporó asustado.

El Maestro, de rodillas, lo dejó hacer. Aru retrocedió un paso y, súbitamente, se detuvo. Lanzó una ojeada al suelo de ceniza y, al comprobar que no estaba encadenado, se inclinó, y palpó el desollado tobillo izquierdo. Así permaneció unos segundos.

Tinieblas, consciente de la gravedad del momento, fue a interponerse entre el amok y el auxiliador. Era evidente que procuraba la defensa de Assi.

Y en cuclillas, entre la sorpresa y la confusión, Aru desvió la mirada hacia el Galileo. Temí lo peor. Jesús era el más próximo. Si el loco se arrancaba, ¿qué debíamos hacer? E instintivamente deslicé los dedos hacia la parte superior del cayado, buscando la cabeza de cobre de los ultrasonidos.

El Maestro no movió un músculo. Tenía la vista fija en el verde manzana de los ojos del corpulento muchacho. Ninguno de los dos parpadeó. Y de la inicial firmeza, la mirada del Hijo del Hombre, como la luz que nos rodeaba, fue descendiendo —¿qué palabras utilizar?— hacia una dulzura que podía tocarse. Y aquel hilo invisible entre el Dios y el hombre propició un benéfico final. Eso, al menos, es lo que deduzco ahora, al poner por escrito aquellos inolvidables días...

Aru, para sorpresa de todos, sonrió. Assi y el embozado, mudos, lo observaron con desconfianza. El negro, sin embargo, se relajó y, curioso, fue a tocar el vendaje que protegía la ceja lesionada.

La crisis, aparentemente, se había alejado. E interpreté la calma como el período que sigue a los violentos ataques de furia. El enfermo queda abatido, sin fuerzas siquiera para ponerse en pie y con una demoledora amnesia que le impide recordar lo sucedido. Y allí mismo, al ser testigo del comportamiento del amok, algo me dijo que el diagnostico no era del todo correcto. El negro «tatuado» se alzó de nuevo. No parecía exhausto. Todo lo contrario...

En esos instantes se produjo un detalle que multiplicaría mi confusión y, supongo, la del resto de los testigos. Aru reparó en su desnudez y, en un gesto instintivo, fue a tapar sus genitales con ambas manos. Nos miró avergonzado y terminó por bajar la cabeza.

No, aquélla no era la conducta habitual de un demente de esa naturaleza. Pero, entonces, ¿qué había sucedido? Y una idea, tan absurda como inquietante, me asaltó durante algunos segundos.

«No —me dije a mí mismo—, eso no es posible... Él mismo lo ha repetido: no ha llegado su hora.»

El Maestro alivió la incómoda escena. Se deshizo del manto color vino y, despacio, fue al encuentro de Aru. El negro, al principio, retrocedió. Jesús le mostró el ropón de lana y, sonriente, siguió caminando. El muchacho, comprendiendo, aguardó y el Galileo fue a cubrirlo.

No conseguía entender lo ocurrido...

Y el Maestro, feliz, abrazó al joven. Aru, más confuso si cabe, no reaccionó y dejó hacer al extraño Hombre. Poco después, tras aconsejar que le dieran de comer, el Galileo retornó al centro del kan.

Tinieblas, Denario y Eliseo lo siguieron. Quien esto escribe, intrigado, permaneció en el sitio, vigilante. Assi debió de leer mis pensamientos e hizo lo mismo. Y el joven negro, arropado con el manto de Jesús, se dejó caer sobre la ceniza, sentándose junto a la cadena.

Jesús y el resto se afanaron y, al poco, vi alzarse un nervioso y voraz fuego. Los ayudantes y las cocineras iban y venían, preparando la cena.

Tinieblas no tardó en regresar. Portaba dos escudillas de madera. Una con un pan oscuro y la segunda con un cargado racimo de uva blanca. Dejó la comida frente al negro y se alejó de nuevo hacia la hoguera.
El esenio y yo esperamos la reacción del amok.

Negativo.

Aru no hizo nada anormal. Observó los alimentos y, desviando la mirada hacia el auxiliador, volvió a sonreír. Fue una sonrisa limpia, sin asomo de demencia y cargada de gratitud. No era posible. Un loco no debería comportarse de esa manera, al menos después de una crisis tan aguda...

Yla absurda idea regresó. ¿Fue curado por el Maestro?

Como he dicho, eso no era posible. No era su hora. ¿O sí?

Aru, finalmente, troceó el pan y empezó a comer con avidez. Assi, pensativo, se acarició la espesa y negra barba y siguió estudiando al demente. Creo que estaba tan asombrado como este explorador.

Tinieblas interrumpió las reflexiones del jefe del kan. Mostró una calabaza con agua al esenio y esperó instrucciones. Assi tomó el recipiente y, sin perder de vista al hambriento negro, lo depositó sobre la ceniza, entre sus piernas. Y así continuó durante algunos minutos, sentado y en silencio. Por último abrió la caja de madera y tomó una de las ampollitas de vidrio.

Aru, tranquilo, estaba finalizando el racimo de uva. De vez en vez, se detenía y nos miraba. Los ojos, insisto, aparecían serenos.

Y el auxiliador, tras dudar, procedió a verter el con tenido de la ampollita en el agua. Lo hizo sin disimulo.

Abiertamente. Me pareció, incluso, que exageraba los movimientos. Aru, por supuesto, percibió la maniobra de Assi. Fui yo, torpe como siempre, quien no se percató del alcance de la sutil operación...

Después, junto al fuego, Assi me aclararía el porqué del gesto y la naturaleza del brebaje que arrojó en el interior de la calabaza.

Según dijo, el líquido era un extracto de lúpulo, muy eficaz para calmar la ansiedad12. Tenía, además, un efecto sedante que garantizaba un profundo y reparador sueño. El esenio no se fiaba y, dejándose llevar por el sentido común, prefirió drogar al peligroso negro. Era una fórmula habitual en aquel lugar y con muchos de aquellos enfermos. Pero había también otra intencionalidad en los exagerados gestos del inteligente egipcio. Aru, en su demencia, mostraba siempre algunos tics o señales que anunciaban o presagiaban las violentas crisis. Una de esas «manías» era una incomprensible obsesión por la caja de madera del auxiliador y, especialmente, por su contenido. Si el loco veía o sospechaba cualquier manipulación del agua o de la comida, directamente relacionada con los «fármacos» de Assi, la negativa a ingerirlos era automática, y se desencadenaba de inmediato otro ataque de ira. Era por eso por lo que Assi y su gente procuraban suministrar los sedantes a espaldas del amok.

En esta oportunidad, sin embargo, todo fue a la vista y con premeditación. Y el esenio y su ayudante, el Tinieblas, asistieron perplejos a la pacífica reacción del muchacho. Aru no se inmutó. Terminó las uvas y, satisfecho, siguió con curiosidad los movimientos de los allí presentes.

Assi pidió al embozado que le aproximara la calabaza. Ése fue otro momento de tensión, según el auxiliador.

Tinieblas, con gran templanza, se colocó en cuclillas frente al negro y le ofreció el recipiente. Ignoro si acertó a ver el rostro del embozado. La cuestión es que Aru respondió de una forma imprevisible, en palabras de Assi. Tomó el cuenco y bebió hasta apurar el agua y el lúpulo. Retiró la calabaza y dibujó una fugaz sonrisa. De nuevo me pareció descubrir la gratitud...

Después se recostó sobre la ceniza y cerró los ojos.

Assi expresó sus pensamientos en voz alta...

—No lo comprendo...

Dejamos a Aru y nos incorporamos a la hoguera que crepitaba en el centro de la explanada. Estaba a punto de anochecer. Los relojes del módulo debían de señalar las 17.30 horas.

Durante unos instantes observé los movimientos del jefe del kan. Aquel hombre entregado, generoso, paciente y amable se unió al trajín de Jesús y de los ayudantes en la preparación de la cena. Iba y venía, multiplicándose. De vez en cuando, con disimulo, espiaba al Maestro y, supongo, se preguntaba qué había sucedido con aquel violento y errático negro. Ahora, con la ventaja del tiempo y de la distancia, es fácil llegar a conclusiones. Entonces (setiembre del año 25 de nuestra era), no fue sencillo. Aquel auxiliador, como el resto de las gentes con las que convivió Jesús de Nazaret, no podía saber quién era en realidad el Galileo. Eran amigos o conocidos, sí, pero, insisto, nadie imaginaba su poder y, mucho menos, su naturaleza divina. Era lógico, por tanto, que Assi se preguntara por la singular persuasión de su voz y de su mirada. ¿Quién era aquel Hombre? ¿Por qué actuaba así? ¿Qué había sucedido con el negro «tatuado»?

Tampoco nosotros lo supimos con certeza en aquellos momentos.

Me incorporé a la tarea de vigilar la cena. El resto, con Assi a la cabeza, rescataban las olorosas carpas, los barbos y las tilapias de la gran parrilla de hierro y repartían las grasientas raciones entre los enfermos y los lisiados del otro extremo del kan, a los que este explorador había pasado revista. En muchos de los casos, el pescado tenía que ser desmenuzado y llevado a la boca de aquellos infelices, incapaces de sostener un plato. Varios de los cortadores cargaron algunas bandejas y se perdieron en el interior de las chozas de caña. Esta vez no me moví. Ya había visto suficiente...

¿Suficiente? Y el Destino, una vez más, me salió al encuentro.

Mientras vigilaba el asado de uno de aquellos enormes blnit, o barbos del Hule, de casi un metro de longitud, los vi aproximarse. Formaban dos hileras. Eran otros «inquilinos» del kan, permanentemente recluidos en las cabañas y que, al parecer, sólo pisaban la explanada para ser alimentados o lavados.

Los hombres —no todos— vestían modestos saq o taparrabos, negros y deshilachados. Las mujeres, con las cabezas rapadas, presentaban el mismo ropaje: túnicas que en su día fueron de color naranja, ahora mugrientas y hechas jirones.

Mientras se acercaban a la hoguera percibí unos movimientos anormales, casi grotescos. Poco después, al detenerse frente al fuego, empecé a comprender...

Caminaban en zigzag. Otros levantaban exageradamente los pies, y luego los bajaban de golpe sobre los talones. Algunos, con las piernas rígidas, se arrastraban con pasos lentos y cortos. Observé igualmente a individuos que avanzaban con la cabeza erguida, mirando fijamente al cielo. Y entre aquellos no menos infortunados, varios niños y niñas, provistos de bastones, y con la típica marcha «en tijeras».

Un escalofrío me visitó de nuevo...

Los «poseídos», porque de eso se trataba según el auxiliador, habían sido atados con una larga cuerda, anudada a cada tobillo derecho, lo que anulaba cualquier intento de fuga. Entre las dos cuerdas de «posesos», vigilante, distinguí al enigmático Tinieblas. Sostenía en brazos a una criatura.

A un grito del embozado, los que encabezaban las hileras se detuvieron a escasa distancia del hogar. Entonces, aterrorizado, empecé a sospechar...

Los supuestos «poseídos» o «endemoniados» eran, en realidad, enfermos y lisiados que manifestaban, junto a los trastornos mentales, los estigmas de su dolencia. Así, los afectados por «parálisis cerebral» (encefalopatía estática) mostraban algunas de las consecuencias del problema: hemiplejía (con contracturas de cadera, rodilla y pie «equinos»), diplejía (con rodillas y pies equinovaros) y tetraplejía espástica (con las extremidades inferiores en la típica posición «en tijeras»). Otros, con la médula lesionada, presentaban lo que en medicina se llama «deambulación atáxica». Es decir, una falta de coordinación, especialmente en los movimientos musculares. Eran enfermos a los que, además, la «ataxia» en cuestión alteraba los músculos del rostro y de la lengua, lo que provocaba una mímica aparatosa al reír o al intentar hablar. Esa situación, en definitiva, los relegaba a la penosa e injusta clasificación de locos o poseídos por las fuerzas del mal.

Recuerdo a uno de aquellos infelices con especial tristeza. Era muy despierto. En su juventud, como consecuencia posiblemente de un tumor o de una hemorragia, su cerebro había resultado afectado, lo que le originó un caminar inseguro y llamativo. A cada paso se veía en la necesidad de separar las piernas, colocando los brazos en cruz con el fin de mantener el equilibrio (deambulación cerebelar). Esta patología, como digo, era suficiente para negar la indudable inteligencia del individuo, condenándolo al olvido y a la miseria. En este caso ocupaba el primer puesto en una de las cuerdas. Era uno de los pocos que obedecía las órdenes.

El que encabezaba la segunda tanda también sufría algún problema de origen nervioso. Al caminar, el pie, rígido, trazaba un arco, evitando que los dedos tropezaran con el suelo (marcha conocida como «del segador», por el parecido con el desplazamiento de la guadaña). Tanto éste, como otros síndromes, tenían su origen no en una «posesión», sino en alteraciones medulares o cerebrales que se remontaban al nacimiento o al período fetal13. ¿«Endemoniados»? Pobre gente... Tinieblas ordenó que se sentaran. Primero lo hicieron los «inteligentes». Después, a empujones, los ayudantes lograron a medias que los «posesos» se tumbaran sobre la ceniza. Las mujeres fueron las más recalcitrantes. Y entre risas nerviosas terminaron por ser acomodadas alrededor del fuego.

Al observarlas con más detalle presentí que aquellas infortunadas —igualmente «diagnosticadas» como «poseídas»— eran oligofrénicas14. En otras palabras: seres humanos de escasa inteligencia o, como prefieren los franceses, «débiles mentales». Sus ideas y conceptos son tan pobres, su experiencia tan escasa y su capacidad de relación tan breve que los rendimientos intelectuales resultan siempre muy deficitarios, por no decir inviables. Allí, obviamente, al aire libre, sólo permitían la presencia de las que demostraban una «posesión» leve o moderada. Las oligofrénicas graves o profundas no salían de las chozas. La incontinencia de esfínteres, los actos impulsivos elementales (masturbación, etc.) y, en suma, la absoluta incapacidad para valerse por sí mismas las mantenía prisioneras en las cabañas. Las débiles mentales de carácter leve eran las menos conflictivas. No sabían distinguir un pájaro de una mariposa o un niño de un enano, aunque eso, en aquel lugar, poco importaba. Estaban siempre apegadas a lo concreto y a lo material. Apenas tenían memoria y, como mucho, Assi y los suyos debían tener cuidado con los enseres que capturaban. Su egoísmo era tal que resultaba muy difícil la devolución. Las oligofrénicas «moderadas» eran más complejas. Desarrollaban también un lenguaje oral limitado, casi mímico, pero su dificultad para comprender las normas sociales las incapacitaba para casi todo.

¿Posesión diabólica?

¡Dios de los cielos! ¿Cómo hacerles entender que no se trataba de espíritus inmundos alojados en aquellos desgraciados? ¿Cómo explicarles que las oligofrenias tienen otro origen? ¿Cómo decirle al auxiliador que existen más de diez causas conocidas que pueden conducir a ese tipo de retraso mental15?

Naturalmente me abstuve. No era lo aconsejado. Para Assi, y para la sociedad de aquel tiempo, esas mujeres eran «territorio» ocupado por una legión de demonios, todos al servicio de Yavé o de los dioses, y todos encargados de castigar los pecados de aquellos infortunados o los de sus ancestros. El hecho de no conocer siquiera su propio nombre —¿cómo podía hacerlo una oligofrénica grave o profunda?— era una indudable «señal» del castigo divino. Eso decían. Y para «ejemplarizar» al resto de los ciudadanos sobre las consecuencias del pecado vestían a las «endemoniadas» de color naranja. Al ver esas túnicas, todos sabían a qué atenerse...

Jesús, de pronto, suspendió el desmigado del pan y, rodeando la hoguera, se encaminó hacia una de las cuerdas de «endemoniados». Uno de los infelices, no sé si como consecuencia de los empellones o por hallarse trabado con la cuerda, había caído pesadamente y permanecía mudo, con la cara hundida en la escoria volcánica. Elíseo y yo lo seguimos con la mirada. Creo que el resto de los ayudantes no se percataron de la decisiva maniobra del Galileo. Y digo decisiva porque aquel anciano, ciego y sordo, se estaba asfixiando con la ceniza que cubría el kan. Por lo que alcancé a distinguir, el hombre padecía lo que hoy llamamos enfermedad de Paget, una dolencia de origen desconocido que ataca esencialmente a los huesos y los destruye de forma rápida e irregular. Las piernas, muy arqueadas, parecían de trapo. No obedecían las órdenes cerebrales. La sobreactividad osteo-clástica había erosionado el esqueleto, atacando, sobre todo, la cabeza. La enfermedad lo había transformado en un monstruo, con un espectacular engrosamiento de los huesos del cráneo. Yo jamás había visto una cabeza tan enorme y desproporcionada...

El Maestro lo incorporó y se apresuró a limpiar boca y fosas nasales. El hombre respiraba...

¿Endemoniado? ¿Un pobre viejo con una osteítis que estaba arruinando sus huesos y que, presumiblemente, se hallaba ciego y sordo como consecuencia de esa inflamación aguda y crónica de los huesos? Era injusto, lo sé, pero debía acostumbrarme. Éramos observadores. Sólo eso...

El Maestro, entonces, sentándose junto al anciano, solicitó de Assi una de las raciones de pescado. Tinieblas, atento, dejó al niño que portaba entre los brazos a los pies del esenio y se apresuró a cumplir los deseos del Hijo del Hombre. Jesús troceó la tilapia recién asada y fue introduciendo el pescado en la boca del «poseído». Una apagada bendición fue la particular forma de agradecer la ayuda del Galileo. Pero el anciano no obtuvo respuesta. Jesús, serio y grave, sólo se preocupó de alimentarlo.

Supongo que fue excesivo para él. Mi hermano, desolado, optó por retirarse. Me hizo una señal. Cargó el saco de viaje y se alejó unos metros del fuego. Lo vi cubrirse con el manto y buscar acomodo en el suelo de ceniza. Al poco oí sus familiares ronquidos...

La luna, en creciente, se despedía ya en un firmamento en blanco y negro.

Assi, tan agotado como Elíseo, tomó en sus brazos al niño y se dispuso a proporcionarle la comida. No lo permití. Le rogué que me cediera a la criatura. Yo lo haría. El esenio aceptó y, durante unos instantes, me contempló con curiosidad. El comportamiento de aquellos griegos de Tesalónica —silenciosos y pendientes del Galileo— no era muy normal. Me limité a remover el pan de cebada que flotaba en la leche. ¿Qué podía decirle?

Y fue al llevar la cuchara de madera a los labios del bebé —no creo que tuviera más de ocho meses— cuando recibí el penúltimo susto de aquel agitado día.

La oscuridad y la imagen del Maestro, depositando el pescado en la boca del hombre de la enorme cabeza, me despistaron.

El niño no reaccionó a mi voz. La cabeza colgaba flácida por encima de mi antebrazo. Como digo, me asusté. Deposité la escudilla en tierra y le tomé el pulso. Estaba vivo, pero...

El auxiliador, que no perdía detalle, preguntó si, además de «rico comerciante», era médico. La forma de tomar el pulso, en el cuello, no pasó desapercibida para el rápido egipcio. Negué como pude, y Assi tomó de nuevo al bebé y lo suspendió en el aire, sosteniéndolo por el pecho. La criatura, en esa posición ventral, presentaba la característica forma en «U» invertida, con una fijación deficiente de los brazos y la referida flacidez de la cabeza. Era como un guiñapo.

—Sus padres pecaron —aclaró el esenio—. Ahora, el Santo, bendito sea su nombre, lo ha castigado. Un espíritu maligno lo mantiene dormido todo el día... Guardé silencio.

El Santo, cuyo nombre no debía ser pronunciado, era Yavé. En cuanto al «castigo» —¡por el pecado de los padres!—, no se trataba, por supuesto, de la invasión de un demonio, sino de una hipotonía, un grave problema neurológico que afecta al sistema nervioso periférico y que, en definitiva, provoca una debilidad muscular.

No quise entrar en una discusión que, con toda probabilidad, no nos hubiera llevado a ninguna parte. Además, en todo caso, ése era uno de los cometidos del Maestro: mostrar al pueblo judío y al resto del mundo la «nueva cara del Padre».

E intentando contemporizar me interesé por el «demonio» que gobernaba —eso supuse— al negro «tatuado». Su extraño comportamiento, después de la crisis, me tenía desconcertado.

El esenio, acérrimo defensor de ángeles y demonios, asintió con preocupación. Él también había notado algo singular, pero no sabía qué pensar. En realidad, no estaba seguro del tipo de demonio que lo habitaba. Podía tratarse de un ángel caído —eso dijo— o quizá de uno de los hijos de Adán, «concebidos antes de los ciento treinta años, cuando el padre de la humanidad tuvo, al fin, un hijo según su imagen». Conforme hablaba, reconocí el capítulo quinto del Génesis.

—... Son invisibles —prosiguió Assi en voz baja, como si temiera que los diablos pudieran oírlo—, pero Tinieblas y yo hemos visto sus huellas en los pantanos. Son idénticas a las de los gallos, aunque más grandes...

Traté de averiguar algo sobre la procedencia y el perfil de Aru. Assi no sabía mucho. Formaba parte de un lote de esclavos. Era trasladado desde las tierras de África (posiblemente de los oasis al sur de la actual Libia) hacia el mercado de Damasco cuando la caravana se cruzó en el camino del jefe del kan. Assi, curioso, inspeccionó el «cargamento» y le llamó la atención el entonces adolescente. Era fuerte. Parecía sano. Señalaba los círculos que cubrían la totalidad de su cuerpo y repetía sin cesar: «¡Aru!... ¡Aru!» («¡Mira!, ¡observa!», refiriéndose a las escarificaciones o cicatrices que formaban el «tatuaje».) Nunca supo por qué, pero decidió comprarlo. Pagó una «mina» (aproximadamente, doscientos cuarenta denarios de plata); un precio regalado para lo que costaba entonces un esclavo no judío16. No tardó en comprender y en arrepentirse del «negocio». Nadie le habló del mal que padecía. Por eso, probablemente, se lo cedieron a un precio tan irrisorio. De eso hacía cinco años. Al llegar al kan, surgieron los problemas, y Aru tuvo que ser encadenado. En alguno de los ataques de cólera hirió gravemente a varios de los «endemoniados», que, obviamente, no podían huir o defenderse.

Algún tiempo después, como insinué en otro momento de este diario, el Destino revelaría el porqué de la presencia de Aru en aquel siniestro albergue. Todo, efectivamente, estaba «programado»...

Hablamos entonces del mantenimiento del kan. Assi, complacido por el interés de aquel extranjero, se sinceró y manifestó que, a pesar de la voluntad de Filipo, el tetrarca de la Gaulanítide17, que corría con buena parte de los gastos (un talento y medio anual: casi veintidós mil denarios de plata), la realidad de aquellos enfermos e impedidos (más de sesenta) era más bien penosa. Aun así, él seguiría al frente de aquel desastre. Era médico y esenio. Es decir, «doblemente humano». Verdaderamente estaba ante un gran hombre...

La cena terminó. El embozado recuperó al bebé hipo-tónico y con un par de gritos alertó a las cuerdas de lisiados. Fue preciso el concurso de varios de los ayudantes para ponerlas en movimiento. Al poco desaparecieron en la oscuridad. Denario se fue con ellos.

Jesús regresó y, tras alimentar la hoguera, se sentó entre Assi y este explorador. No hablamos durante un tiempo.

Observé al Maestro. Continuaba ausente. Sus ojos permanecían fijos en el manso y rojo oscilar de las llamas. Después, no sé si consumido por la tristeza, elevó la mirada hacia las estrellas. Quise penetrar en aquellos ojos y averiguar qué ocurría. No me dejó. En esos momentos, como había sucedido en las nieves del Hermón, aquel Hombre se hallaba muy lejos, en íntima comunicación con el Padre. Era su forma de rezar. Podía hacerlo en cualquier circunstancia, siempre que lo deseara o lo necesitara. Me resigné. Si Él no aceptaba el diálogo, no sería este pobre observador quien lo forzara. Debíamos ser muy sutiles —casi exquisitos— en el seguimiento del Hijo del Hombre. Por supuesto, no siempre lo logramos...

Assi, finalmente, rompió el silencio y dirigió la conversación hacia un asunto que había quedado en suspenso y por el que yo sentía una especial atracción: la «posesión» de Aru en particular y la locura en general. Como ya he mencionado, el esenio fue adiestrado como rofé o «auxiliador» en las prestigiosas academias de medicina de la ciudad egipcia de Alejandría, en el delta del Nilo, y en e per-ankh o «Casa de la Vida» de Assi. De ahí tomó el nombre.

Era o se consideraba alumno de los discípulos del legendario Hipócrates. Había leído muchas de sus obras. Mencionó De la epilepsia o enfermedad sagrada, De los humores, Del régimen de las enfermedades agudas, Aires, aguas y lugares y De la oficina del médico, entre otras. Su devoción, sin embargo, era Herófilo, otro de los aventajados seguidores de la medicina hipocrática. De hecho, según confesó, pertenecía a la llamada escuela «herofilista», una especie de secta médico-filosófica que se extinguió a lo largo de ese siglo i de nuestra era y a la que, al parecer, pertenecieron médicos tan nombrados como Andreas de Caristos, experto en hierbas medicinales (el primero que informó sobre los peligros del opio adulterado); Facas, médico de Cleopatra; Demóstenes de Marsella, oculista, y Estrabón, que habla de los «herofilistas» en su obra La geografía. Fue de Herófilo de Calcedonia, a quien Plinio llamó «oráculo de la medicina», de quien aprendió la «doctrina del pulso», y estimó que las palpitaciones sólo se registraban en el corazón y en las arterias. De ahí su sorpresa al observar cómo este griego buscaba una señal de vida en el cuello del bebé. Y fue igualmente en Alejandría —notablemente influida por los «herofilistas»— donde recibió nuevas ideas sobre la crasis o armonía, una de las claves para entender las enfermedades, incluida la locura. Aunque Assi era judío y, como digo, perteneciente al grupo esenio, la obsesiva cerrazón de la ley mosaica respecto a la enfermedad no había hecho presa en él. Y como buen observador, dudaba de aquel principio supuestamente inamovible: pecado «castigo de Yavé» enfermedad. Supongo que la revolución hipocrática lo arrastró a un saludable y permanente estado de duda...

Para Assi, las dolencias tenían un triple origen. Partía del supuesto —falso, naturalmente— de un cuerpo humano integrado por sangre, pituita (moco), bilis amarilla y bilis negra. Eso era todo. Si estos elementos se hallaban en «discrasia» o desarmonía, tanto en calidad como en cantidad, aparecía el conflicto. La enfermedad, por tanto, procedía de un desequilibrio de los humores, según rezaba De la naturaleza del hombre, de Hipócrates. En el momento en el que la pituita o la bilis amarga «hervían» (!), el individuo se convertía en un loco. Ese proceso —decía— presentaba diferentes intensidades. Por eso había locos peligrosos y otros mucho más calmados.

La segunda «fuente» de enfermedades se hallaba en el viento. Para el auxiliador del lago Hule, se trataba de un alimento más, exactamente igual que el pan o la bebida. Ese aire penetraba en los vasos y en las cavidades del cuerpo, favoreciendo el ingreso de miasmas perniciosos y, lo que era peor, de toda suerte de espíritus inmundos. El viento enfriaba el interior de los órganos y provocaba tiriteras, calenturas y dolores. Lo más grave y comprometido —según Assi— era la invasión de los seres humanos por Lilit y los suyos, un grupo de diablos femeninos que, justamente, se desplazaban en el viento y que, una vez mezclados en la sangre y en el resto de los humores, ocasionaban parálisis de todo tipo, la enfermedad sagrada (epilepsia) y arrebatos de furia como los que padecía Aru. La tercera etiología o causa de locura era todavía más embrollada. El egipcio hizo suyos algunos de los principios de Platón18, y los modificó según las ideas mosaicas. El hombre disponía de una alma inmortal (en el caso de la mujer había intrincadas discusiones), sometida al cuerpo, que fue ubicada en el interior de la cabeza. Era el centro de la inteligencia y de los sentimientos. Por debajo, separada por el cuello, en el tórax, residía una segunda alma que participaba de la razón y que era regada por los influjos del corazón, nudo de venas y fuente de la sangre. Una tercera alma, tan mortal como la anterior, anidaba entre el diafragma y el ombligo. No dependía de la razón; sólo de la comida y de la bebida. Pues bien, las tres almas podían verse alteradas por el viento o el desequilibrio humoral. Si los espíritus maléficos se adueñaban de la segunda, residente en el pecho, el sujeto dejaba de utilizar la razón y se convertía en un «poseso». Si se apoderaban de la tercera, el infeliz perdía el apetito, dejaba de comer y caía en un estado de postración que desembocaba generalmente en la muerte.

Aunque tenía información al respecto, al escucharlo de labios de Assi fue distinto. La realidad, una vez más, superaba toda ficción o imaginación. Aru, en definitiva, según el auxiliador, estaba siendo esclavizado por Lilit, el diablo mujer que se coló un día en su cuerpo y que invadió la «segunda alma». Y otro tanto sucedía con el resto de los lisiados y los dementes del kan. Todos, en mayor o menor medida, eran víctimas del «desfallecimiento» de las «tres almas», que, a su vez, era consecuencia de la ira de Yavé, provocada, naturalmente, por sus pecados o los de sus padres. Ésta era la situación y, en cierto modo, entendí el silencio del Maestro. No envidié su futuro trabajo como educador de aquellas atrasadas y supersticiosas gentes...

Assi percibió mi desaliento y, optimista a pesar de todo, se apresuró a enumerar algunos de los «remedios» con los que contaban para reducir a los espíritus inmundos y, si el Bendito quedaba aplacado, sacar de la «esclavitud física y moral» a cuantos enfermos lo mereciesen.

Al mencionar al Bendito (Yavé), miré de reojo al Galileo. Continuaba absorto, con los ojos fijos en los racimos de estrellas.

—...No es fácil —prosiguió el esenio con su exposición—, pero, de vez en cuando, nos hacemos con polluelos de halcón. En el Hermón abundan. La carne combate a los «diablos» y hace retroceder el deavón (pesar) y el kilayón (podría ser traducido como sensación de aniquilamiento).
Deduje que la supuesta acción curativa de las crías d halcón (más que supuesta) podría proceder del hecho de que los polluelos eran alimentados con carne de serpiente, el «antídoto», según los médicos de la época, contra las enfermedades mentales.

—... También incluimos carne de erizo, ideal para el hipazón (atolondramiento) y para el isavón (nerviosismo). Pero, como debes de saber, es la víbora la que, debidamente cocinada con sal, vinagre y miel, resulta definitiva contra todo tipo de siga'ón (enajenación).

Algo sabía. Santa Claus, nuestro ordenador central, nos había informado al respecto. La carne de serpiente, cocida en vino o en aceite de oliva, era un «remedio» habitual, muy recomendado contra el asma, el reumatismo, la parálisis y la locura en general. En el Talmud y en la medicina griega de aquel tiempo se hablaba de la tariaka, una especie de «medicina de serpiente», vital para las enfermedades degenerativas, respiratorias y mentales. Si la serpiente se comía cruda, macerada en miel, mucho mejor...

—... Más escasos son el veneno y la sangre de cobra —añadió el auxiliador—. Aquí, en los pantanos, no se encuentran. Cuando alguien nos los proporciona pagamos un buen dinero. Son muy eficaces contra el ivarón (ceguera espiritual), el simamón (estupor) y el sigayón (alucinación) (?).

Assi se lamentó por no poder practicar lo recomendado por los «herofilistas» para contribuir a la armonía de los humores del cuerpo. Tenía razón. Aquel kan, perdido en el fin del mundo, no era el lugar más apropiado para la música, el estudio o la filosofía, como pretendían los griegos.

Todos estos métodos, lo sé, eran de muy dudosa eficacia para luchar con los ya referidos síndromes neurólogos, hereditarios, etc. Pero tuve que reconocer algo: la entrega, el amor y la capacidad de sacrificio de aquel hombre eran tales que, en muchos momentos, la importancia a la hora de sanar era lo que menos importaba. Cada vez que tuve la fortuna de tropezar con él —y fueron varias en el tercer «salto»—, aprendí mucho. Assi sentía una especial satisfacción con aquel ingrato trabajo de médico y repetía con frecuencia que el juramento hipocrático19 lo obligaba hasta la muerte.

Assi insistió. Aunque no era un judío ortodoxo e intransigente, confiaba en la Ley y en su inspirador (Yavé). Era por esto por lo que, además, o por encima de fármacos y consejos, consideraba a Dios como el único rofé o sanador. Junto a los brebajes y la armonía corporal, daba también especial importancia a la oración. En el kan, todos los días se escuchaba el «Schema Israel», unas bendiciones similares a una espada de doble filo, «definitiva contra los demonios nocturnos». «Y si el viento arrecia —añadió—, entonces hay que recurrir a los "tefilín" o "filacterias"», las pequeñas cajas de cuero negro que amarraban en brazo y frente y en cuyo interior se depositaban versículos de la Biblia. Uno en particular, el quinto del Salmo 91, era especialmente recomendado contra Lilit y compañía: «No temerás el terror de la noche, ni la saeta que de día vuela...» Hoy, muchos cristianos lo repiten durante el rezo de completas sin conocer muy bien el origen del mismo...

El misterioso hombre con la cabeza cubierta por el manto se incorporó de nuevo a la hoguera. El kan disfrutó entonces de un período de silencio. Todos los enfermos habían sido recluidos en las chozas.

Tinieblas, en pie junto al auxiliador, permaneció inmóvil unos segundos. Después se inclinó y susurró algo al esenio.

Assi me observó.

Instintivamente me puse en guardia. Desvié la mirada hacia mi compañero. Eliseo continuaba dormido. Más allá, en la oscuridad, entre las cabañas, adiviné el bulto de Aru, igualmente sumido en un profundo sueño. ¿Por qué Assi me escrutaba con tanta severidad? Traté de recordar los movimientos en el refugio, pero, a excepción del incidente con la mujer que padecía el síndrome de negación, no era consciente de haber infringido ninguna norma. ¿O se trataba de algo relacionado con mi hermano?

—Tinieblas dice que te conoce...

La confusión se hizo más densa. La inesperada respuesta del esenio me dejó atónito.

—No sé... —balbuceé.

La verdad es que no tenía la más remota idea. El embozo impedía cualquier identificación...

Tinieblas, comprendiendo, fue a sentarse cerca de las llamas y, lentamente, retiró el ropón que lo cubría. El fuego lo iluminó y, al reconocerlo, sentí un escalofrío y entendí por qué siempre se presentaba embozado...

Era el individuo con el que había conversado brevemente durante nuestra primera visita al kan. Sufría un mal que provocaba el miedo y la repulsa de cuantos lo rodeaban. Era un «cara de perro», otro pobre enfermo aquejado de «hipertricosis lanuginosa congénita», un hirsutismo o abundancia de pelo duro y recio que afeaba el rostro y, supongo, la totalidad del cuerpo. Las conjuntivas enrojecidas, la carencia de dientes y la fibromatosis gingival (encías ulceradas e inflamadas) terminaban por convertirlo en un monstruo repulsivo, más próximo al mito del hombre-lobo que a la triste realidad de un síndrome de origen cromosómico. Por eso lo llamaban «Hasok» («Tinieblas» en arameo). Difícilmente se lo veía a la luz del día, y mucho menos con la cara al descubierto. Aquel hombre, sin embargo, era la mano derecha de Assi. Todos lo querían y lo respetaban. Su corazón, ignorando su propio problema, era amable y cariñoso. Siempre estaba dispuesto a colaborar y a socorrer a los más débiles. En su momento, en plena vida pública del Maestro, se convertiría en otra notable «referencia» para este explorador. Una «referencia» que tampoco mencionan los evangelistas...

Tinieblas agradeció que no desviara la mirada y que no diera señal alguna de horror o de rechazo hacia aquel rostro enfermo. Sonrió con los ojos y, de inmediato, volvió a cubrirse, humillando la cabeza.

No sé por qué lo hice. Sentí, quizá, una rabia incontenible contra aquella situación. Tinieblas no era un «endemoniado» o un loco. ¿Por qué vivía en aquel lugar, apartado de todo y de todos? ¿Por qué Yavé permitía semejante injusticia?

Interrogué al esenio sobre el particular. Esta vez fui yo quien utilizó un tono severo.

—Responde primero a mi pregunta —repuso Assi con idéntica firmeza—. ¿Qué buscabais en el kan? ¿Quiénes sois?

No tuve oportunidad de responder. La voz profunda de Jesús se interpuso.

—Te lo dije, querido Assi... Ellos me buscaban.

Fue suficiente. El auxiliador aceptó y las dudas se disolvieron.

El Maestro, integrado nuevamente en nuestra realidad, fue a buscar una carga de leña. Alimentó el fuego y se sentó, dejando que el jefe del kan respondiera a mis cuestiones.

—Te diré lo que pienso, Jasón. Tinieblas no sufre un mal provocado por la posesión de los espíritus inmundos. Sus tres almas están en perfecto estado. Es algo peor...
No acerté a comprender. Miré a Jesús y me encontré con unos ojos serenos, casi cómplices. Tuve la sensación de que solicitaban paciencia.

—... Al principio, cuando llegó a mí, probé con toda clase de medicinas. El rostro de HaSok no cambió. Después, como aconseja el libro de los Aforismos, del gran Hipócrates, busqué la solución con el hierro. La enfermedad, no obstante, resistió.

»Y probé con el fuego...

Me estremecí.

—... Ahí concluyó mi labor como auxiliador. Lo que el fuego no sana debe considerarse incurable.

Seguía sin entender.

—Finalmente, Tinieblas confesó: era un
1   2   3   4   5   6   7   8   9   ...   39

similar:

Síntesis de lo publicado 3 iconSíntesis de lo publicado el diario (Séptima parte)
«viajan» de nuevo en el tiem¬po, retornando a la Jerusalén del año 30. Allí comprue¬ban la realidad del sepulcro vacío y las sucesivas...

Síntesis de lo publicado 3 icon25 meriendas devocionales de Navidad para niños
«Plan de clase nivel 1: Brillar para Jesús» (publicado el 21 de noviembre de 2012) y el «Plan de clase nivel 1: ¡Regalos para Jesús!»...

Síntesis de lo publicado 3 iconMemorias (publicado originalmente en 1888)

Síntesis de lo publicado 3 iconPublicado em "Biblioteca de Textos Universitários 59"

Síntesis de lo publicado 3 iconPublicado en edición impresa de Perfil Espectáculos

Síntesis de lo publicado 3 iconPublicado: 2 de noviembre de 2013, Martina Bastos

Síntesis de lo publicado 3 iconPublicado en el diario El País el 12 de Mayo de 2002

Síntesis de lo publicado 3 iconD. L. 830 Publicado en el Diario Oficial de 31 de diciembre de 1974

Síntesis de lo publicado 3 iconArticulo de avance de investigación publicado en la revista internacinal

Síntesis de lo publicado 3 iconArticulo de avance de investigación publicado en la revista internacinal






© 2015
contactos
l.exam-10.com