27 de junio a 1o de julio de 2014






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fecha de publicación14.06.2015
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CRONICAS BAKUOSAS
27 de junio a 1o de julio de 2014
Proemio euetéreo
He tenido que sacar la visa azerí en Buenos Aires. Menos mal, porque, si no, quién sabe si habría dado con el Belgrano de entonces antes de que lo trasmutasen definitivamente en el de ahora. La embajada y el consulado coinciden, seguramente con la residencia del embajador y quién sabe si del cónsul y algún turiferario más, porque ¿para qué necesita Azerbaiyán, por lo pronto, una embajada en la Argentina, y mucho menos tamaña mansión? La muchachita que me atiende no ha de tener ni veinticinco abriles que no volverán, es tirando a muy pero que muy guapa y habla un porteño casi impecable. ¿Dónde aprendió el castellano?, Aquí, ¿Pero cuánto hace que llegó?, Seis meses. En fin, no somos nada… El trámite es soviéticamente engorroso: formularios, fotos, dejar el pasaporte una semana y, sobre todo, pagar 84 dólares de los verdes (nada de a ocho mangos oficiales) que, por suerte, me van a devolver. Entre que espero, hojeo una especie de libro negro de la guerra por el Alto Karabaj. Parece que los armenios (ellos mismos diezmados por los turcos hace menos de cien años) han cometido unas atrocidades como las de los serbios, o los croatas o los bosnios en los Balcanes, o los sunitas contra los chiítas contra los drusos contra los cristianos contra los israelíes y la misma docena de viceversas en el Levante, para no salirnos de la cuenca del Mediterráneo (aunque la escaramuza sangrienta entre ucranianos y rusos no queda tan lejos). Y, según me enteraré, como los propios azeríes contra los mismos armenios en los pogromos con los que precedieron, acompañaron y celebraron la independencia. Parece que en la región el anecdotario genocida de georgianos, osetios, rusos, abzajos y demás pueblos otrora hermanados sólidamente merced a la “Solución leninista del problema de las nacionalidades” las pelotas.
Viernes 27 de junio
El Caspio es un tapiz azulado que de pronto choca con un contorno árido. No parece haber playa: el mar simplemente termina y se resigna. Sigue una planicie irregular de un marrón inhóspito. Inmediatamente comienza la cuadrícula urbana, pero no parece haber un metro de asfalto. Al rato, el búmerang de una autopista que parece querer llegar al mar y se arrepiente. El tránsito es escaso. Al aterrizar pasamos una torre de control que semeja uno de esos robots monoculares de las malas películas de ciencia ficción. El aeropuerto remeda un híbrido de plato volador y pastel de gelatina oscura. Como soy el único con visa, soy el primero en subir al autobús.

He de esperar unos veinte minutos en medio de una canícula feroz, porque el chofer no atina a encender el aire acondicionado. Entre tanto he mirado. Los hombres son inconfundiblemente caucásicos, cetrinos, hirsutos, torvos, paradigmas del terrorista malvado que sustituye en las películas de Hollywood al blondo agente del KGB entre eso de que terminó la Guerra Fría y los talibanes entraron a ponerle bombas a la mano que les dio de comer. Solo que por cualquier causa y en cualquier momento sonríen, saludan o bromean, y el estereotipo se cae en pedazos hasta que vuelven a poner el rostro en punto muerto. Han pasado casi veinticinco años de Bye-bye, Lenin, pero el aura de la torpeza y el torpor soviéticos persiste. Se observa en el desorden a la hora de meter las valijas en el portaequipajes, de no saber muy bien a qué hoteles hay que ir ni en qué orden… O tal vez son ideas mías, porque no puedo ver bien lo que sucede afuera ni entiendo una palabra. Solo capto que el ruido que hacen es casi idéntico al que hacen los turcos. De yapa, ahora que, como parte del corte de mangas al pasado, han proscrito el cirílico, también garabatean como los turcos, cargando con cualquier pretexto el alfabeto latino de diéresis o colgándole cedillas… como los checos, incapaces de dejar una sola letra en paz.

Como puede advertirse, vengo mal predispuesto. Como me sucedió en Astaná hace cuatro años y en Minsk hace dos: si ha sido soviético es malo; si ha dejado de serlo, es aún peor. Y como en Astaná hace cuatro años y en Minsk hace dos me tocará meterme la protomalaleche en el orto. A eso, precisamente, voy.

La autopista es ultramoderna, con los anuncios de velocidades máximas o distribuidores o salidas luminosos. Cada tanto, un puente peatonal tubular, futurista y plateado. Luego la arquitectura prepotente de los nuevos ricos: edificios torcidos, inclinados o de otra forma irregulares que devuelven con insolencia la luz del sol a pico, y eso que son pasadas las seis de la tarde. Al mismo tiempo, el verde. Un verde no artificial, pero importado, comprado gajo a gajo y hoja a hoja, como en Qatar o en Bahréin o en Abu Dabi. Verde por negro. Así llegamos a la ciudad, que a poco de penetrar por una vasta avenida soviética pero con automóviles (¡y qué automóviles!) lleva a un jardín interminable. El Park Inn queda detrás del Hilton, cara al bulevar marítimo separado del Caspio por una botamanga de árboles todos reacios a la perpendicularidad y de arbustos y matas podadas por escultores.

Pero de eso voy a enterarme dentro de unos minutos, una vez que haya desempacado mis pocas cosas, enchufado la computadora, vestido mi disfraz de maratonista, pedido un mapa en la conserjería y salido a correr en busca de la frontera sur a las 18:00 en punto de la tarde de un sol todavía implacable. Solo que el paisaje no da para no mirarlo, o para mirarlo sin detenerse, como prescribe Mary, la pérsonal tréiner que me enchufó la Chapu, de modo que, siempre tratando de mantener un paso mínimamente atlético, me cambio a modalidad turista. El parque tendrá unos cuarenta o cincuenta metros de ancho… a veces algo más, a veces algo menos. Hay un muelle seguramente para pescar, uno y más tarde otro carrusel palaciegos, una vuelta al mundo y otros juegos para infantes, cafés, restoranes, museos (como el de muñecos o el de alfombras, que imita una ídem enrollada), pabellones, una especie de torre Eiffel subdesarrollada, y hay como seguirá habiendo a cada paso, fuentes de todas las formas y tamaños (se ve la obsesión que tienen los pueblos del desierto por el agua: todo Bakú recuerda en esto a la Alhambra)… A poco, la marina con sus paquebotes a lo Mónaco. Del otro lado, se suceden los edificios ornados de inconfundible prosapia otomana, con aires de Estambul o de Belgrado, amables, limpios, silenciosos. Es que este es un pueblo que hace mucho menos ruido que lo que cabría esperar. Hasta los niños juguetean con sordina. La salpicadura eslava es más que perceptible, pero no pasa de eso, salpicadura. Por cada oración en ruso suenan cuatro en azerí. Las muchachas son también caucásicas propiamente dichas (no como nosotros), desde luego, de ojos de carbón y cabellera azabache. Las hay esbeltas y bonitas, pero las kazajas les dan una paliza por goleada.

No he dejado de ver, por cierto, una especie de flor de tres pétalos abierta sobre la cumbre de una colina. La ciudad vieja queda a dos kilómetros –me ha dicho el conserje del hotel–. Tenga cuidado con las callejuelas… Es muy fácil perderse, pero por lo demás, no se preocupe: en Bakú se puede andar a cualquier hora por cualquier parte.

Y a la ciudad vieja llego. Y es también hora de encender la pipa. Primero dejo atrás la Torre de la Doncella, de la que hace, redondeando, mil años, parece que se arrojó una naifa, hija, si no yerro, de un sultán, con tal de no maridarse con el coso que le habían asignado. Llego a la rotonda en que el bulevar debe decidirse si sigue ya casi pegado al mar o se manda cuesta arriba y giro. A mi izquierda más edificios otomanos del siglo XIX o acaso principios del XX –digo yo, bah–; a mi derecha un jardín que se mete entre el pabellón entre otomano y monegasco de la Filarmónica y la muralla almenada. Detrás, la casbah apacible y meandrosa, con sus previsibles conventillos escondidos tras puertas que han visto tiempos más propicios pero conservan la maltrecha dignidad de sus maderas y enrejados. Me siento en Buenos Aires (vide “): la ropa tendida, la escalera misteriosa al fondo… Amarcord, claro, aquel inolvidable falansterio de Estambul (vide “Viaje a la oscura ciudad de Cacodelfia (¡salud, insigne Leopoldo Marechal!”). Hay poca gente y un gato. Doy con una suerte de carasol, parecido al de San Miguel de Allende (vide “Crónicas mexicanijas”) en torno al cual chismea quedamente en grupos de dos o tres una docena mujeres entre maduras y más bien pasadas y en franco tren de obesidad. Otras entran o salen de un portal. Me dicen que es un templo, pero no saben explicarme de qué tipo (la mayor parte de los azeríes mastica con dificultad un ruso como de vidrio molido). Como estoy poco vestido, prefiero no entrar. Alguien que no se ve ni se adivina anda reparando las callejas aledañas y el recorrido se hace sobre tablones improvisados. Abundan los balcones cerrados de madera, como en Estambul, pero también en Lima, y casi no hay negocios… Hasta que salgo a la explanada que separa tierra adentro la muralla de las primeras casas. Me subo a mirar entre almenas y troneras le ciudad de afuera. En esta torre queda una catapulta ancestral de los submarinos balísticos, en aquella un cañón que el propio San Martín habría considerado verdadera antigualla. Desciendo y me siento en uno de los dos o tres restoranes cobijados bajo el muro. Condesciendo a una cerveza antialcohólica mucho menos siniestra de lo que temía y opto por acompañarla con una hoja de lechuga sobre la que se amontona un granizo de pepino, tomate, cilantro y alguna otra cosa que, rociada con limón, sabe celestial, y un tabaká, oséase, un pollo no se sabe bien si a la parrilla o frito del que pronto prefiero no acordarme. A una mesa vecina resuena la cháchara viril del dueño y otros dos terroristas. El pibe que me atiende no parece haber tenido tiempo de poner su primera bomba y es todo timidez, docilidad y torpeza. A la hora de pagar, me trae una cajita primorosamente labrada en la que se ha olvidado de poner la cuenta. He calculado unos 17 manats (¿monedas?) que le doy bromeando, ¿Qué, le trajo la cajita sin la cuenta? Discúlpelo, todavía está verde –me dice deponiendo su catadura de secuestrador de aeronaves el propietario. ¿De dónde viene?, De la Argentina, ¡De la Argentina!, Sí, de la patria de Messi y Maradona, A mí el que me gusta más, sin embargo, es Verón. Y yo me siento feliz ostentador de la Cinta Azul de la Popularidad Internacional. A todo esto, va deslizándose al poniente la lenta caricia del ocaso. La ciudad ha tomado prestados los colores a Salamanca (¿volveré a volver alguna vez?): un beige casi arena, de iridiscencias rojizas.

Sigo bajando por la explanada que va angostándose entre restoranes ahora a ambas veras y llego a un gran patio de adoquines. A mi izquierda, dos arcos de entrada o salida; a mi derecha, la recua de edificios ya paquetes, negocios de alfombras y antigüedades, restoranes de época refugiados en recintos enclaustrados, un hotel lujiento… En frente, algún pasadizo a la plaza que media hasta la ciudad vieja pero moderna. Más arriba, tengo que decantarme por la Torre de la Doncella y un museo de ruinas a cielo descubierto o remontar otra vez el laberinto de pasadizos y pasajes. Como son pasadas las nueve y ha entrado a caer, por fin, la noche, dejo esta mitad de la casbah para otra ocasión y emprendo el retorno atravesando en diagonal una plaza plagada de fuentes y de multitud de viernes por la noche. Discurro por lo que parece una extensa zona peatonal magníficamente iluminada. Dos o tres cuadras hacia el norte, las calles vuelven a arbolarse y a admitir coches. Son árboles como los nuestros, que se hacen dueños de las aceras, se abrazan sobre las calzadas y apenas permiten entrever los edificios. Solo que estos están también iluminados: recuas y recuas de focos que bañan de luz desde abajo hacia arriba piso por piso, muro por muro, ventana por ventana. Toda la ciudad es como un espléndido espectáculo de luz y sonido, sol que silencioso. Paso por un chiringuito donde venden kebab: es bueno recordarlo. Con los últimos suspiros de la batería de mi cámara, saco un postrer par de fotos: ¡Hay que volver!

Llego al Park Inn pasadas las diez, y vuelvo a meterme prematuramente en el ascensor. Es que he olvidado consignar que en esta ciudad los ascensores son de botonera exterior, o sea, que uno marca el piso al que quiere subir o bajar antes de meterse en la jaula, y que si se arrepiente, se jode, porque no hay cómo enmendar la decisión. Echo una ojeada al correo mientras consiento una orejeada a las noticias (sigue la carnicería en Ucrania oriental y en lo que supo se alguna vez Irak y Siria), marco tarjeta Skype con la Chapu y me zambullo al letto.
Sábado 28
Pese a las dos horas en contra (que se suman a las cinco a partir de Buenos Aires), me despierto fresco como una lechuga. Tras el desayuno nos llevan al Fairmont, que es donde se reúne la Asamblea Parlamentaria de la Organización de Cooperación y Seguridad en Europa, con cuyos auspicios y dinero he venido. Hete aquí que la combi que nos acarrea llega a la rotonda de la Ciudad Vieja y echa a trepar haciendo eses hasta el misterioso trío de pétalos. Son construcciones irregulares de cristal y acero que de más cerca dan la impresión de lenguas aplicadas a lambetear el culo de Dios.

La reunión es como otras veces, un montón de ruido y alguna que otra nuez. Por error, en vez de ir al restorán (precioso y con preciosa vista) que nos han asignado en el que podemos almorzar por quince manatas, o sea, euros, voy al de la planta baja, donde almuerzo como el orto y por la friolera de cuarenta manatas, o sea, euros.

El circo finiquita a las18:00. Como no traje ni saco ni corbata, me queda vedada la gran cena gran que ofrece el gran hijo gran del gran Padre de la Patria gran Alíyev el viejo, Alíyev el joven. Vuelvo caminando hacia la ciudad vieja. De pronto, detenido exactamente frente a mí, el ómnibus turístico. Me siento en el primer asiento del imperial, como le decía mi abuela a la azotea del tranvía, con el sol calcinándome los sesos. Como, por esas cosas de Dios, me he traído el disfraz de Filípides, uso los shorts a guisa de sombrilla. El imperial está invadido por una ensordecedoramente incallable pandilla de rusitos de uno y otro sexo (bueno, en rigor, de uno solo cada uno), que me dificultan descifrar el relato de la guía eléctrica, que perece haber sido escrito por el cuñado boludo de Ripley. El mástil del monumento a la bandera es el segundo más alto del mundo después del de Dushambé. La bandera mide 70m x 35m, su diseño y medidas oficiales fueron decididas el 31 de febrero de 1996 o en alguna otra fecha igualmente interesante de memorizar. Frente a la macroasta se yergue el Palacio de Cristal, erigido con ocasión del Festival de Eurovisión y en el cual actuaron, entre otros y otras, Madonna y Angelina Jolie… pero eso no es nada: el año que viene se juega entre sus muros el campeonato mundial de vóleibol. ¡Vamos todavía! La torre de la televisión es la segunda más alta del Caspio y la trigésimo cuarta del planeta. En la escuela No. 6 estudió el presidente Alíyev I, ex teniente general del KGB y ex secretario del Partido Comunista de Azerbaiyán, nombrado luego miembro del Politburó del omnipotente Partido Comunista de la Unión Soviética, destituido por corrupto en tiempos de Gorbachov por sus estrechos vínculos con la mafia local y luego cabeza de la insurgencia independentista y, en seguida, Padre de la Patria, cuyo hijo, como decíamos, es el presidente Alíyev II y en honor de cuya esposa (la del padre, o sea, de la Madre de la Patria) esta otra avenida se llama Merhibán Alíyeva, que supo ser (la mamá, no la avenida) una médica de renombre internacional, autora de diez libros y más de cien artículos; el plato nacional es el plov (o sea, el pílaf turco, pero escrito autóctonamente, que no es otra cosa que arroz azafranado pero para el cual existen más de cuarenta recetas –por cierto, hay una peninsulita por ahí que produce la exquisita especia–, con perejil, sin, con pasas de uva, sin, etc. Otros datos son menos imbéciles: la primera película se filma por estos pagos allá por 1898; hasta mediados de la década del 20 más de la mitad del petróleo del orbe salía de por aquí (y por eso Guderián –étnicamente armenio, él, como von Karajan, que debiera ser “Karaján” – se vino con sus tanques para estos pagos y tal vez habría llegado si Hitler no le da la contraorden). Con su independencia del Imperio Ruso, en 1918, Azerbaiyán fue el primer país mahometano laico y parlamentario. Aquí se abrieron la primera ópera, la primera universidad moderna y la primera escuela para mujeres del mundo islámico (la Independencia, claro, la proclamaron los revolucionarios marxistas locales, solo que ni dos años más tarde sus correligionarios rusos optaron por fagocitar el país… siempre por eso del petróleo, ¿vio?). Pero el dato más sorprendente es que de tres millones y medio de habitantes que había por entonces, pelearon en el frente durante la Segunda Guerra Mundial 600.000, incluidas casi 100.000 mujeres, o sea, un habitante de cada cinco. De paso, la tasa de alfabetización supera el 99 por ciento, la de desempleo ni araña el cinco y el PBI se ha triplicado durante los últimos doce años. No es por nada que todas las autopatrullas de la cana son imponentes BMW.

El recorrido termina justito frente al hotel y para completar la mitad que me perdí debo cambiar de ómnibus. Aprovecho que el sol amaina y que estoy solito en el imperial para cambiarme raudo los lompas de vestir por los shorts. Ahora vamos pa´l´otro lau, pero no veo nada que no haya visto, solo que desde un poco más arribista, excepto algo que se me había pasado en llegando del aeropuerto: un edificio con aspecto de merengue derretido de lo más original. También me entero de que el Museo de Arte Moderno tiene colgadas pinturas de Picasso y de Dalí… cuadros más, cuadros menos, igualito a mi Santiago, entonarían los hermanos Ábalos. Otrosí, me entero de que los pétalos en que trabajo son un conjunto que procura imitar tres llamas.

Llegado nuevamente al hotel, vuelvo a vestirme de rompedor de récords y pa`l centro; esta vez, por tierra adentro, atravesando una plaza en la que, para variar, hay engarzada una hermosa fuente. Allende la arboleda se extiende la zona peatonal. Los edificios siguen siendo una gloria. La multitud de viernes es ahora de sábado, pero parece la misma. Me extrañan varias circunstancias; una es que no hay mendigos; otra, el buen gusto y refinamiento tan inusitados en un país sin tradición burguesa; una tercera, que hay pocos semáforos y que la gente cruza por donde le viene en gana (¡altro che Buenos Aires!) desafiando un tráfico como de manada de bisontes; y una cuarta, que los autos frenan o viran lo suficiente (apenas lo suficiente) para dejar pasar a los audaces y atribulados compatriotas. He visto desafiar la muerte no solo a jóvenes atléticos, sino a viejitas rugosas o, incluso, madres con críos. Trato de ubicar el chiringuito del kebab. Lo logro para mal, porque es francamente malo. En otro chiringuito, mucho más paquete, me tomo un soberbio jugo de pomelo recién exprimido. La frugalidad me permite recomponer un tanto la hacienda castigada por las cuarenta mantas del almuerzo y las veinte del imperial.
Domingo 29
Tengo la tarde libre, y como, en cambio, no tengo saco ni corbata, tengo también libre la noche. ¿Adónde puede enrumbar un ferrofiolo irredento sino a la estación de trenes? Está a unas diez cuadras tierra adentro. Al cabo de dos o tres, emigro de la ciudad paqueta y me adentro entre edificios menos de ver, chatos, insulsos, parecidos a los de las zonas menos agraciadas de San Fernando o Lomas de Zamora. La plaza a la que dan la modernosa estación del metro y la del ferrocarril es un inusitado desierto: un par de autobuses, dos decenas de muchachones con aire de no tener absolutamente nada útil a que dedicar su juventud, un par de mujeres con pañuelo a la cabeza… El edificio de la vieja estación es una belleza y se conserva perfecto, pero los andenes están totalmente desiertos. A foro derecha hay una playa donde dormita una decena de coches dormitorios de inconfundible factura soviética. Unos cientos de metros más lejos, otros más. Contra la pared del edificio viejo, unos bancos primorosos y en perfecto estado. La sala de espera con arañas y columnas, un primor. Pero trenes, lo que se dice trenes… ¡ni uno! Es que solo parten a partir de las 18:00. Me interno en el vestíbulo del edificio nuevo, un enorme espacio por el momento inútil. A la derecha una melancólica recua de chiringuitos de mala muerte, mesas de fórmica, sillas de metal, escasa clientela y magra oferta de viandas. El último es el más incongruo: una barbería (gen otomano, acaso, porque en la estación de Estambul también la había, igualmente desierta).

Salgo a la plaza trasera. Ahí ni siquiera hay autobuses: parece un gran patio con algunos autos estacionados. Los edificios circundantes siguen siendo de franco medio pelo, como es de medio pelo franco el par de decenas de muchachones desocupados o mujeres de cabezas envueltas en pañuelos. Bueno, habrá que regresar más tarde. Entre tanto, a explorar el metro. Un policía me ayuda primero a adquirir la tarjeta y luego a cargarla, ¿Cuántos viajes?, Qué se yo… dos, Bueno, ponga cuarenta kópeks (unos seis mangos blus… ¡Hello, Lenin!). Bajo por una de esas escaleras mecánicas interminables con tulipas entre las cintas apoyabrazos y aterrizo al inicio de un corredor igualmente interminable de paredes de mármol (¡Hello, Lenin!). Estoy en la estación 28 de Mayo, donde se cruzan, según el plano, las dos líneas de unas quince estaciones cada una. Opto por la que parece más próxima. El andén está prácticamente desierto y el reloj digital indica que el último tren ha pasado hace poco más de dos minutos. En unos segundos vendrá el próximo, vaticino. Pero hay algo que no acaba de cuajar. A mi derecha, en lugar de extenderse por las entrañas del planeta, los rieles concluyen sin más… ¿Y las otras como diez estaciones que faltan? Misterio. El tren tarda otros ocho minutos en aparecer y entra con una lentitud poco confiable. Los frenos protestan airados. Las puertas se abren como a desgano. El vagón (Fábrica de vagones de Leningrado, galardonada con la Orden de Lenin, 1986) es como los del metro de Moscú (o Minsk, o San Petersburgo, o Praga o Varsovia), enorme, con los asientos paralelos a las paredes como en torno de un fogón invisible. Está medio desatendido de mantenimiento (como el de Boston, vide “Crónicas boreoneomundiales”) e iluminado sin entusiasmo, pero perfectamente limpio. Los motores no dejan de protestar ni un nanosegundo. Como cinco minutos después, los altavoces hacen un ruido que la voz supuestamente humana que pretende atravesarlo no logra penetrar. Las puertas se cierran con un chirriante aire de fatalidad y salimos, no más, para el otro lado. Primero a velocidad de tren del Sarmiento, luego (¡Hello, Lenin!) a los como ochenta por hora del metro de Moscú. Como en Moscú, el fragor es insoportable. Unos minutos después aminoramos un rato más o menos largo e ingresamos torpemente en la estación. Las puertas vuelven a abrirse de mala gana y descienden los dos o tres azeríes mal entrazados que han oficiado de compañeros de viaje. Cinco minutos más tarde, el tren inicia su traqueteante regreso a la estación primigenia. En vano procuro detectar en el plano esta línea biestacional. En fin. De regreso en la estación original, busco el andén opuesto, vuelvo a esperar diez minutos parado y cinco sentado ya en el vagón, llego a la primera estación… y ahí termina el recorrido. En vano busco en el mapa esta segunda línea biestacional. (Buscando en la Güiquipedia me enteraré de que tomé dos veces la misma línea, solo que en andenes diferentes; la otra línea parte en la dirección opuesta desde un segundo par de andenes… es complicado: el que sienta curiosidad que se meta en gúguel). Retornado a la estación central busco un tercer andén. Ahora sí, ¡Hello, Lenin!: Sobre la pared de mármol enceguecedoramente iluminada y decorada con primor, el plano luminoso me indica que tengo dos estaciones a hacia la derecha y ocho hacia la izquierda. En ese instante parte el convoy que no alcanzo a tomar y el reloj digital vuelve a ponerse en cero. Dos minutos y quince segundos más tarde ingresa el siguiente. Los vagones son iguales a los otros, pero bien iluminados y mejor mantenidos (Fábrica de vagones de San Petersburgo, 2006… toda la historia de un país en dos cartelitos de mierda). Ahora sí el tren va lleno. Me llama la atención que, a diferencia del metro de Moscú de entonces, nadie está leyendo (¡Bye-bye, Lenin!). Yo, tomando notas en trozos improbables de papel, he de parecer un Ulrico Schmidl en medio de las iletradas huestes de Pedro de Mendoza. De improviso, pasa un vendedor indígena de estuches para tarjetas… ¡Me siento como en casa! Solo que no volveré a ver otro. Las estaciones se anuncian en azerí y en ruso y cada vez que se abren las puertas resuenan cuatro (los he contado) ensordecedores compases de una musiquita cada vez diferente, casi siempre de timbre pianístico reminiscente de al alguna rapsodia húngara de Liszt. En una de las estaciones lo que aturde tiene ruido a banda militar. Me bajo en dos o tres, no más para mirar. Estoy apuntando la cámara para fotografiar el plano incomprensible cuando se me acerca un cara´e malo que me increpa en azerí. Sospecho que no quiere que fotografíe algo tan decisivo para la seguridad del país. En otras circunstancias me habría hecho el que no entiende, pero hoy es innecesario porque de veras no entiendo un carajo. No le doy bola pero le doy, en cambio, la espalda y que vaya a cantarle a Alíyev. Desciendo en la terminal y salgo a la superficie. Salgo a una Bakú que acaba abruptamente para prolongarse en una recua de grúas. Estoy en el suburbio malevo de la ciudad: los edificios son más pobretones (pero de veinte pisos), las aceras están en peor estado que las de Buenos Aires, hay mugre por todos lados, los negocios son casi de suk… Ya estoy por meterme nuevamente bajo tierra cuando me digo que, ya que me he venido tan lejos tras tanta peripecia, bien puedo echar una ojeada más detenida. Menos mal, porque detrás de la boca del metro se inicia un dilatado mercado campesino (heredero directo, reciente y obvio de los antiguos mercados koljisianos de la URSS). Los colores son apenas menos fragorosos que los de México (vide “Crónicas regiomontescochinlangas”) y los tamaños un desafío a la lógica rioplatense: Fresas como duraznos, duraznos como fresas, melones descomunales o enanos, sandías planetarias, tomates como asteroides o como nueces y, además, claro, vinos, quesos, panes, embutidos. Pregones estereofónicos en pugna. Mujeres rotundas que regatean con muzhiks de bigotes y uñas renegridos, chiquilines que corretean sin progenitores visibles… Una mujer cuarentona, relativamente bien vestida, plañe desgarradamente abrazada a dos niños ataviados con idéntica dignidad. Seguramente una gitana. Más adelante habrá otra, pero mejor disfrazada de indigente. Fuera de ellas, no hay mendigos. Un muchachito rubio vende bolsas plásticas. Es lo más parecido a un cartonero que percibo. Justo cuando llego al cobijo de la parte cubierta de la feria, se larga a llover. Es la sección de los puestos de carne. No, no estamos en la Argentina. De pronto estalla una guerra de improperios entre el verdulero de mi izquierda y su homólogo de mi derecha. La manzana de la discordia parece ser un pimiento, y tirios y troyanos cierran ruidosas filas detrás de sus respectivos campeones. Lástima que no entiendo ni mu. Cada vendedor ha abierto su mercadito al pie de su auto. Hay, desde luego, algún Lada o Volga prehistóricos, pero lo que más abunda son los Mercedes y las 4x4 de modelo reciente, como las de la Patria Sojera… solo falta el melli De Angeli vendiendo sus propias mandarinas.

Retorno al metro, regreso a 28 de Mayo y vuelvo al hotel. Recargo la cámara y parto al vecino Hilton, donde, según el cuñado de Ripley, hay un bar giratorio en el piso 25. En efecto, lo hay, y tengo un excelso panorama de la ciudad. Pero me digo que el verdadero espectáculo ha de ser el nocturno.

A todo esto se han hecho las 18:00 y, como no podía ser de otra forma, enfilo una vez más hacia la terminal ferroviaria. Avanzo por las ya conocidas calles de medio pelo ahora apenas iluminadas y llego a ahora mortecina plaza de la estación. En los andenes se aprestan a partir dos convoyes. Los guardatrenes me preguntan que de dónde soy y que de dónde mi interés por algo tan poco interesante. Les cuento que pertenezco a un foro de ferrodementes y que todos tenemos el compromiso tácito de fotografiar hasta el mínimo durmiente que se nos cruce. La sala de espera vieja está esta vez poblada de pasajeros en espera. Por el televisor, entre tanto, pasan (¡Hello, Lenin!) un concierto sinfónico coral que el ferropúblico parece seguir con arrobo.

De regreso al Hilton me como –o, mejor dicho, trato de comerme– un kebab infecto que adquiero en un chiringuito que, ahora que lo pienso, fungía de centro profesional de las putas del barrio, porque no hay más parroquianas que dos o tres féminas de poca monta pero ataviadas como para el caso. Una de ellas habla ruso y oficia de intérprete. Me mira con ojos, si no lúbricos, al menos codiciosos. Por suerte llega un grupo de prototerroristas en procura de sucedáneo matemático y físico de las cuarenta vírgenes que el Korán promete a quien se haga volar en cualquier ómnibus escolar.

Todo el mundo me ha tratado con enorme cordialidad. Igual que en Eslovenia y Croacia y Bosnia y Serbia y Montenegro. Lo mismo que en Grecia y en Turquía. Como en Ucrania y en Rusia… y sin duda como me tratarían en Armenia. Me viene a la testa una explicación algo siniestra: “No me debes sangre ni te debo, sírvete, entonces, todo lo que tengo. Pero que no me entere yo de que eres chozno de algún enemigo ancestral de mis ancestros. No cuentes, entonces, con la misericordia de mi alfanje ni implores piedad para tus hijas”.

Tal es la ley. En Argentina, claro, aún la desconocemos, pero dentro de cinco o seis siglos... ¡quién sabe!

Y entonces sí, la magnífica postal de la ciudad nocturna, con las tres llamas iluminadas efectivamente como tales, lambeteando el orto de Dios. Hay unas dos o tres muchachas hermosas con todo el aire de putas de lujo… ¡Hello, Lenin! Todo me recuerda los bares para turistas de San Petersburgo o de Moscú.

Vuelvo al hotel. Caigo finalmente en cuenta de que el personal de limpieza es autóctono, con abundancia de rusas (nacidas, hipo

tetizo, por aquí). Tampoco abunda la indumentaria mahometana. Sí, hay unas cuantas mujeres de pañuelo en la cabeza, pero no tantas.
Lunes 30
Se ha sublevado un viento feroz y llueve casi horizontalmente. Me imagino lo que ha de ser el invierno. Por suerte, hacia la tarde amainan uno y otra. Hemos quedado con César y Vera Quintana en la ciudad vieja. Los conduzco por las calles arboladas que desembocarán en la zona peatonal. Entramos en la ciudad vieja por la puerta sudoriental. Vera quiere comprar alguna chuchería. Entramos en un pequeño negocio aparentemente abandonado por sus dueños. Alguien le avisa a alguien y por fin aparece el propietario. Podríamos habernos robado la tienda entera. Nos internamos por las callejuelas en busca del lado opuesto de la casbah y quince minutos después salimos exactamente en el mismo sitio del que habíamos partido. Resolvemos ir siguiendo la muralla y cenar en el Burc, el mismo sitio donde me mandé mi cerveza antialcohólica, solo que esta vez se ofrecen a conseguirnos una botella de vino. La cena es opípara: una ensalada como la que tanto me gustó la primera vez, unas crepes de verdura y carne y un guiso de cordero. Todo, vino y propina incluidos, 50 euros… y pensar que en el Park Inn piden cuatro por un espresso y en el Fairmont siete por un café turco.

La conversación es típica de intérpretes… “a hablar empezamos / de yerras, de jineteadas, / pericones y payadas / estancias que conocemos…” reza hermosa milonga “El pedido” de Wenceslao Varela. Colegas que hace tiempo que no vemos, misiones inolvidables… Si yo me ufano de haber andado mundo, al lado de Vera soy una momia sedentaria (claro, ella ha sido siempre free-lance y con una combinación lingüística más que buscada). César ha dejado de interpretar y ahora la va (literalmente) de familiar a cargo.
Lunes 1o de julio
Por fortuna, se ha cancelado la primera reunión de la mañana y aprovecho para empacar sin apremio. Luego vienen las despedidas hasta Viena o Varsovia (donde nos volvemos a ver casi todos a fines de septiembre) o quién sabe dónde y cuándo. El avión despega a horario y a horario aterriza. Acabo de perder el ómnibus y tengo media hora de pipa y recuerdos. Saco la computadora y me pongo a escribir estas pamplinas.


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