José María Gabriel y Galán






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José María Gabriel y Galán
RELIGIOSAS

ÍNDICE:

Inmaculada
Adoración
La pedrada
Desde el campo
Del charrete al baturrico
La virgen de la Montaña
Almas (En la muerte del Padre Cámara)
Soledad
Fe
Ciegos
Las sequías
Alegórica
Vamos a esperarlos
El catecismo
En todas partes
Vocación
Las sublimes
A solas
Bodas de oro
Dolor
Mensaje
Deuda
El Cristo de Velásquez
A la definición dogmática de la Inmaculada Concepción
A Teresa de Jesús (soneto)
========================
Inmaculada

I

Dime coplas, musa mía.
¿Me las niegas por vulgares?
¿Me reprendes la osadía
de que en coplas populares
quiera cantar a María?

¿Murmuras avergonzada
porque en la ruda tonada
de esta mortal criatura
no cabe la gran figura
de María Inmaculada?

¡Bien lo sé yo, musa mía!
El gran himno de María
no lo rima ni lo canta
miel de humana poesía
ni voz de humana garganta.

Ni tú, porque eres tan ruda
que vives con la desnuda
Naturaleza en amores,
amante, extática y muda
de encinas, piedras y flores,

ni esotra sutil y grave
musa de rica realeza
que dicen que tanto sabe,
daréis jamás con la clave
del himno de la pureza.

Ese gran himno bendito
ya está en los cielos escrito
por Dios con cifras de estrellas...
¿Qué no sabrán decir ellas,
letras de un libro infinito?

Pero escucha, musa mía:
la música reverente
del poema de María
es la total armonía
del Universo viviente,

y todo lo que es cantar,
y todo lo que es bullir,
entero se le ha de dar,
porque cantar es amar,
porque agitarse es sentir.

Y yo, corazón de arcilla,
que adoro tanta grandeza,
le debo mi tonadilla...
Negársela por sencilla
fuera negar mi pobreza.


II

Yo he cantado cosas puras:
radiosas noches serenas,
empapadas de dulzuras,
de castos silencios llenas
y henchidas de hondas ternuras.

Hele rimado cantares
al candor de las palomas
de mis blancos palomares
y a la miel de los aromas
de mis ricos tomillares.

He cantado la blancura
de la azucena sencilla,
la purísima tersura
de la nieve de la altura,
que es la nieve sin mancilla.

He cantado la pureza
de las fuentes naturales,
la gentil delicadeza
que en los blancos recentales
expresó Naturaleza;

la sonrisa matutina
de los días abrileños,
la disuelta purpurina
con que tiñen la colina
los crepúsculos risueños;

los arrullos guturales
y los ósculos caídos
en las caras celestiales
de los niñitos dormidos
en los brazos maternales...

Cosas puras he cantado,
cosas puras he sentido,
y con ellas embriagado,
como un niño me he dormido,
como un ángel he soñado...

Mas ni en mis noches divinas
con estrellas diamantinas,
ni en mis caseras palomas,
ni en la miel de los aromas
de mis natales colinas,

ni en las puras azucenas,
ni en las fuentes de la umbría,
ni en las auroras serenas,
ni en las dulces tardes llenas
de profunda melodía,

ni en los besos ideales,
ni en las mieles musicales
de las madres cuando cantan,
ni en las risas celestiales
de los niños que amamantan,

encontró la musa mía
pobre símbolo siquiera
que con miel de poesía
interpretarme pudiera
la pureza de María...


III

¿Qué nombre darte, hechicero?
Nada me dice el grosero
decir del humano idioma,
ni cuando dice paloma
ni cuando dice lucero.

¿Cómo bosquejar tu alteza
con pobre imagen oscura
que ofrezca Naturaleza,
si no hizo Dios criatura
gemela tuya en pureza?

Fuente de aguas celestiales,
crisol de amores humanos
que tus ojos virginales
depuran de los livianos
sedimentos mundanales;

sol del más dichoso día,
vaso de Dios, puro y fiel;
¡por Ti pasó Dios, María!
¡Cuán pura el Señor te haría
para hacerte digna de Él!

Manantial de los consuelos,
plenitud de los anhelos,
luz que toda luz encierra,
embeleso de los cielos,
alegría de la tierra...

¿Qué más decirse podría
en tu alabanza y loor,
después de decir que un día
fuiste sin mancha, ¡oh María!,
la Madre del Redentor?

Corazón que ante tu planta
no adore grandeza tanta,
¡muerto o podrido ha de estar!
Garganta que no te canta,
¡muda debiera quedar!


IV

Musa mía campesina,
que vives enamorada
de la fuente y de la encina,
de la luz de la alborada,
de la paz de la colina,

del vivir de mis pastores,
del vibrar de sus sentires,
del pudor de sus amores,
del vigor de sus decires
y el callar de sus dolores...

¿No me has dicho, musa mía,
que te placen cosas bellas?
¡Pues viértete en armonía,
que es centro de todas ellas
la belleza de María!

¿No me dices, cuando cantas
el candor y la humildad,
que te placen cosas santas?
Pues María es, entre tantas,
la más grande santidad.

¿No tienes para la alteza
de cosas puras tonada?
¡Pues la esencia, la riqueza,
el sol de toda pureza
es María Inmaculada!

¡Rima y canta musa adusta!
¡Canta el misterio insondable
cuya grandeza te asusta!...
¡La divina Madre Augusta
con los pobres es amable!

Yo la he visto sonriente
escuchando el balbuciente
decir de rudos cantares
que ante míseros altares
le rimaba ruda gente...

Gente de sano vivir
que al sentirla Inmaculada,
le cantaba su sentir.
¡El del alma enamorada
es el más bello decir!

¡Madre mía! ¡Madre mía!
¡Que beba mi poesía
pureza de tu pureza!
¡Que aprenda a tomar belleza
de tu belleza María!

¡Que suba tu amor ardiente
del corazón del creyente
a la mente del poeta,
y oirás el himno ferviente
que el gran misterio interpreta!

¡Que el mundo pura te adore!
¡Que te cante y que te implore!
¡Que tú le mires amante
cuando rece, cuando llore,
cuando bregue, cuando cante!

Y que a una voz concertada
diga ante tanta grandeza
la Humanidad prosternada:
¡Gloria a Dios en la pureza
de María Inmaculada!

Adoración

I

Estaba amaneciendo. En los espacios
del mundo sideral ya se borraban
las últimas estrellas que aún brillaban
como débiles chispas de topacios.

Nada alteraba el general reposo
del mundo en la extensión de sombras llena,
ni turbaba un acento rumoroso
el solemne silencio religioso
de la noche serena...

Mansa, indecisa, vaga todavía,
la luz matutinal ya despuntaba,
y en trémulos fulgores envolvía
un paisaje de abril que se esfumaba
en la vaga y borrosa lejanía.

Iba a salir el sol. El horizonte
de luz amarillenta se teñía,
y de rumores se llenaba el monte
y el valle se poblaba de armonía;
y en el oscuro monte rumoroso,
surgiendo acompasada,
se iniciaba la intensa melodía
del sublime y grandioso
preludio musical de la alborada.

Iba a salir el sol. Lo presentía
la gran Naturaleza,
que en el sereno despertar del día,
espléndida, sublime en su grandeza,
y henchida de vigor se estremecía.

El soberano toque misterioso
de la mano de Dios la despertaba,
y a su sereno despertar grandioso,
con vigor portentoso,
la vida universal se reanimaba.

De su jugo vital iban a henchirse
los gérmenes hundidos en la sombra;
al beso de la luz iban a abrirse
los cálices plegados de las flores
que al valle dan alfombra
y a las brisas suavísimos olores;
la tropa peregrina
de pájaros cantores, aún dormidos,
iba a cantar su estrofa matutina
al posarse en los bordes de sus nidos
la del radiante sol, luz argentina;
y las errantes brisas olorosas,
las frondas rumorosas,
las aguas transparentes
de los ríos, los lagos y las fuentes,
los cerros de la sierra...
¡Todo cuanto en la tierra
produce, con acentos diferentes,
trino, ruido, voz, eco o lamento
al sentir ya cercana
la luz del astro, que preside el día,
preludiaba con su gárrula armonía
el himno enunciador de la mañana!


II

Y el sol salió. Sus vivos resplandores
se esparcieron en franjas ambarinas
y explosiones de luz y de colores,
de acentos y rumores,
palpitaron por valles y colinas.

El coro de los pájaros cantores,
desatando sus lenguas peregrinas,
inundó de armonías el ambiente;
y para el gran concierto que a la aurora
dedicaba la gran Naturaleza,
el bosque dio su voz, honda y sonora,
su aroma dieron las gentiles flores,
la alondra dio cantares,
el rocío del valle dio colores,
el aura dio rumores;
soñoliento gemir, los anchos mares;
vapores, las cañadas;
la flauta del pastor, dulces tonadas,
y el Oriente, bellísimos celajes,
y el éter, vibraciones irisadas.

Y aquella voz magnífica, una y varia,
que en sus senos encierra,
con toda la armonía de los cielos
los rumores que vibran en la tierra,
al cantar de la aurora sonriente
su himno de amor, magnífico y ardiente,
parece que decía:
¡Gloria al Dios cuya voz omnipotente
del caos hizo el día!...


III

En medio del alegre y peregrino
concierto musical de la mañana,
un eco grave, dulce y argentino
se dilata en el valle... ¡Es la campana
de la ermita cercana!

Impío, ven conmigo; y tú, cristiano,
ven conmigo también. Dadme la mano,
y entremos juntos en la pobre ermita
solitaria, pacífica, bendita...
Ante el ara inclinado
ved allí al sacerdote... Ya es llegado
el sublime momento...
¡Elevad un instante el pensamiento!
El dueño de esa gran Naturaleza
que admirabais conmigo hace un instante,
el soberano Dios de la grandeza,
el Dios del infinito poderío
¡es Aquel que levanta el sacerdote
en su trémula mano!
¡De rodillas ante Él! ¡Témele, impío!
¡De rodillas! ¡Adórale, cristiano!
Yo también me arrodillo reverente,
y hundo en el polvo, ante mi Dios, la frente.

La pedrada

I

Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,

el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan
y me hiere la ternura...

Yo he nacido en esos llanos
de la estepa castellana,
cuando había unos cristianos
que vivían como hermanos
en república cristiana.

Me enseñaron a rezar,
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar,
y como amar es sufrir
también aprendí a llorar.

Cuando esta fecha caía
sobre los pobres lugares,
la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría.

Y detrás del Nazareno
de la frente coronada,
por aquel de espigas lleno
campo dulce, campo ameno,
de la aldea sosegada,

los clamores escuchando
de dolientes Misereres,
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando...

¡Oh, qué dulce, qué sereno
caminaba el Nazareno
por el campo solitario,
de verdura menos lleno
que de abrojos el Calvario!

¡Cuán suave, cuán paciente
caminaba y cuán doliente
con la cruz al hombro echada,
el dolor sobre la frente
y el amor en la mirada!

Y los hombres, abstraídos,
en hileras extendidos,
iban todos encapados,
con hachones encendidos
y semblantes apagados.

Y enlutadas, apiñadas,
doloridas, angustiadas,
enjugando en las mantillas
las pupilas empañadas
y las húmedas mejillas,

viejecitas y doncellas
de la imagen por las huellas
santo llanto iban vertiendo...
¡Como aquellas, como aquellas
que a Jesús iban siguiendo!

Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
dramas hondos no alcanzados
por el vuelo de la mente,

caminábamos sombríos,
junto al dulce Nazareno,
maldiciendo a los judíos,
¡que eran Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno!


II

¡Cuántas veces he llorado
recordando la grandeza
de aquel hecho inusitado
que una sublime nobleza
inspiróle a un pecho honrado!

La procesión se movía
con honda calma doliente.
¡Qué triste el sol se ponía!
¡Cómo lloraba la gente!
¡Cómo Jesús se afligía!...

¡Qué voces tan plañideras
el Miserere cantaban!
¡Qué luces, que no alumbraban,
tras las verdes vidrïeras
de los faroles brillaban!

Y aquel sayón inhumano
que al dulce Jesús seguía
con el látigo en la mano,
¡qué feroz cara tenía,
qué corazón tan villano!

¡La escena a un tigre ablandara!
Iba a caer el cordero,
y aquel negro monstruo fiero
iba a cruzarle la cara
con el látigo de acero...

Mas un travieso aldeano,
una precoz criatura
de corazón noble y sano
y alma tan grande y tan pura
como el cielo castellano,

rapazuelo generoso
que al mirarla, silencioso,
sintió la trágica escena,
que le dejó el alma llena
de hondo rencor doloroso,

se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón de frente
con ojos de odio muy hondo,

paróse ante la escultura,
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través,

zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.

Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño, airados,
preguntándole admirados:
-¿Por qué, por qué has hecho eso?...

Y él contestaba, agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
-¡Porque sí, porque le pegan
sin hacer ningún motivo!


III

Hoy, que con los hombres voy,
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?

Desde el campo

Luz ingrávida, hija blanca de la nada
que te ciernes en los ámbitos del cielo;
ancho círculo de brumas taciturnas,
horizonte de los días cenicientos;
negra sierra de grandeza inmensurable
que te elevas como monstruo gigantesco
con peana de boscosas montañuelas
y corona de pináculos de hielo;
valle ameno, rico nido de quietudes,
melancólica vivienda del sosiego,
donde apenas de la muerte y de la vida
vagamente se perciben los linderos,
que se borran en los diáfanos ambientes
del reposo, de la paz y del silencio;
sol que enciendes y dibujas con tu lumbre
los ardientes mediodías soñolientos,
las auroras con crepúsculos de nácar
y las tardes con crepúsculos de fuego;
soledades taciturnas de los páramos;
compañía rumorosa de los pueblos...,
por beber entre vosotros la existencia
ha ya mucho que a estos sitios vine huyendo
de la mágica ciudad artificiosa
donde flota el oro puro junto al cieno,
donde todo se discute con audacia,
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