Ursula y Gudrun Brangwen se sentaban una maña­na en el balcón de su casa paterna, en Beldover, ha­blando y trabajando. Ursula estaba haciendo un borda­do de






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títuloUrsula y Gudrun Brangwen se sentaban una maña­na en el balcón de su casa paterna, en Beldover, ha­blando y trabajando. Ursula estaba haciendo un borda­do de
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-¡Precisamente! -dijo Gudrun-. Piensa en las mi­ríadas de mujeres que no se atreven a hacerlo. Ella utiliza al máximo sus privilegios..., ya es algo. Real­mente, supongo que nosotras haríamos lo mismo en su lugar.

-No -dijo Ursula-. No. Me aburriría. No podría perder el tiempo jugando como ella. Es infrahumano.

Las dos hermanas eran como un par de tijeras, cor­taban todo lo que se les aproximaba; o como un cuchi­llo y una piedra de afilar, sacándose una filo contra la otra.

-Naturalmente -exclamó Ursula de repente-; ella debería agradecer su suerte si fuésemos a verla. Tú eres perfectamente hermosa, mil veces más hermosa de lo que ella nunca ha sido o es, y a mi entender mil veces mejor vestida, porque ella nunca parece lozana y natu­ral, como una flor, sino siempre vieja, repensada; y nosotras somos más inteligentes que la mayoría de la gente.

-¡Sin duda! -dijo Gudrun.

-Y debería admitirse sencillamente -dijo. Ursula.

-Desde luego que sí -dijo Gudrun-. Pero descu­brirás que la cosa realmente «chic» es ser absolutamen­te vulgar, tan perfectamente común y similar a la gente de la calle como para ser una obra maestra de humanidad, no realmente la persona de la calle, sino su recreación artística...

-¡Qué horror! -exclamó Ursula.

-Sí, Ursula, es horroroso en la mayoría de los as­pectos. No te atreves a ser nada que no esté sorpren­dentemente á terre, tan á terre que es la recreación ar­tística de la ordinariez.

-Es muy soso recrearse en algo no mejor -rió Ursula.

-¡Muy soso! -repuso Gudrun-. Realmente, Ursula, es soso, ésa es justo la palabra. Una ansía altos vuelos y hacer discursos como Corneille por lo mismo.

Gudrun se estaba animando y excitando con su pro­pia sagacidad.

-Pavonearse -dijo Ursula-. Una desea pavonearse, ser el cisne entre gansos.

-Exactamente -exclamó Gudrun-, un cisne entre gansos.

-Están todos ellos tan ocupados jugando al patito feo -exclamó Ursula con risa burlona-. Y yo no me siento para nada un patito feo humilde y patético. Me siento un cisne entre gansos..., no puedo evitarlo. La hacen a una sentirse así. Y no me importa lo que ellos piensan de mí. Je m'en fiche.

Gudrun miró hacia Ursula con una rara e incierta envidia y desagrado.

-Naturalmente, lo único que se puede hacer es des­preciarlos a todos..., justamente a todos -dijo.

Las hermanas volvieron a su casa para leer, conver­sar y hablar, y para esperar al lunes y la escuela. Ursula se preguntaba a menudo qué otra cosa esperaba aparte del comienzo y el fin de la semana escolar y el comien­zo y el fin de las vacaciones. ¡Esto era toda una vida! A veces tenía períodos de tenso horror, cuando le pa­recía que su vida pasaría y desaparecería sin haber sido más que esto. Pero nunca lo aceptó realmente. Su espí­ritu era activo, su vida como un brote que crece regu­larmente pero que todavía no ha alcanzado la super­ficie.

5. EN EL TREN

Por entonces, Birkin fue llamado un día a Londres. No estaba fijado en una residencia. Tenía una habita­ción en Nottingham porque su trabajo estaba princi­palmente en esa ciudad. Pero estaba a menudo en Lon­dres o en Oxford. Se desplazaba mucho, su vida pare­cía incierta, sin ningún ritmo definido, ningún signifi­cado orgánico.

Vio sobre la plataforma de la estación de ferrocarril a Gerald Crich leyendo un periódico y esperando, evi­dentemente, el tren. Birkin se quedó a alguna distancia, entre la gente. Era contrario a su instinto abordar a nadie.

De cuando en cuando, de un modo peculiar, Gerald levantaba la cabeza y miraba alrededor. Aunque estaba leyendo con atención el periódico debía mantener un ojo vigilante sobre el medio externo. Parecía haber en él una conciencia dual. Estaba pensando vigorosamen­te en algo que leía en el periódico, y al mismo tiempo sus ojos corrían sobre las superficies de la vida circun­dante, sin perderse nada. Birkin, que le estaba obser­vando, quedó irritado por su dualidad. Observó también que Gerald siempre parecía distante de todos, a pesar de su rara actitud afable y social cuando se le estimu­laba.

En ese momento, Birkin se estremeció violentamen­te viendo esa mirada afable brillar desde el rostro de Gerald, que se acercaba extendiendo la mano.

-Hola, Rupert, ¿dónde vas?

-Londres. Tú también, supongo.

-Sí...

Los ojos de Gerald recorrieron el rostro de Birkin con curiosidad.

-Viajaremos juntos, si te parece bien -dijo.

-¿No sueles ir en primera? -preguntó Birkin. -No puedo soportar a la masa -repuso Gerald-.

Pero iremos bien en tercera. Hay un vagón restaurante, podemos tomar algo de té.

Los dos hombres miraron el reloj de la estación sin tener nada más' que decirse.

-¿Qué estabas leyendo en el periódico? -preguntó Birkin.

Gerald le miró rápidamente.

-Es gracioso lo que ponen efectivamente en los periódicos -dijo-. Aquí hay dos líderes... -prosiguió, tendiendo su Daily Telegraph- llenos del habitual fariseísmo periodístico -echando un vistazo a las colum­nas-, y aquí hay este pequeño, no sé cómo lo llama­rías, casi ensayo, apareciendo junto a los líderes y di­ciendo que debe brotar un hombre capaz de dar nuevos valores a las cosas, nuevas verdades, una nueva actitud ante la vida, porque en caso contrario seremos una ruina desvaneciente en pocos años, un país quebrado...

-Supongo que eso es un trozo de fariseísmo periodístico igualmente -dijo Birkin.

-Suena como si el hombre lo dijese en serio y bas­tante sinceramente -dijo Gerald.

-Dámelo -dijo Birkin, tendiendo la mano hacia el periódico.

El tren vino y fueron a una mesa junto a la ventana, en el vagón restaurante. Birkin echó una ojeada a su periódico y luego miró a Gerald, que le estaba espe­rando.

-Creo que el hombre es sincero -dijo-, si eso es algo.

-¿Y crees que es verdad? ¿Piensas que necesitamos realmente un nuevo evangelio? -preguntó Gerald. Birkin se encogió de hombros.

-Pienso que la gente que dice necesitar una nueva religión es la última en aceptar nada nuevo. Desde lue­go, quieren novedad. Pero mirar de frente esta vida que nos hemos cargado sobre los hombros y rechaza­do, aplastar absolutamente los viejos ídolos de nosotros mismos, no lo haremos jamás. Has de desear mucho librarte de lo viejo antes de que cualquier cosa nueva aparezca... incluso en el sí mismo.

Gerald le observaba detenidamente.

-¿Piensas que deberíamos romper con esta vida, sen­cillamente empezar y dejar volar? -preguntó.

-Esta vida. Sí lo creo. Necesitamos hacerla estallar por completo o arrugarnos dentro de ella como si fuese una segunda piel. Porque no se expandirá más.

Hubo una extraña sonrisita en los ojos de Gerald, una mirada de diversión, tranquila y furiosa.

-¿Y cómo propones empezar? Supongo que hablas de una reforma de todo el orden de la sociedad -pre­guntó.

Birkin tenía el ceño levemente fruncido y tenso. Tam­bién él se impacientaba con la conversación.

-No propongo para nada -repuso-. Cuando real­mente deseemos buscar algo mejor, aplastaremos lo vie­jo. Hasta entonces, cualquier especie de propuesta, o el mero hecho de hacerla, no es más que un juego can­sado para petulantes.

La sonrisita empezó a desvanecerse de los ojos de Gerald, y mirando con ojos tranquilos dijo a Birkin:

-Así, ¿piensas realmente que las cosas están muy mal?

-Completamente mal.

La sonrisa apareció de nuevo.

-¿En qué sentido?

-En todos los sentidos -dijo Birkin-. Somos tan condenadamente mentirosos. Nuestra única idea es men­tirnos a nosotros mismos. Poseemos el ideal de un mun­do perfecto, !impio, recto y suficiente. Así que cubrimos la Tierra con inmundicia; la vida es un grumo de traba­jo, como insectos correteando en la basura, a fin de que nuestro minero pueda tener un pianoforte en su piso y que tú puedas tener un criado y un automóvil en tu modernizada casa, y que, como nación, podamos ense­ñar el Ritz o el Empire, Gaby Deslys y los periódicos del domingo. Es muy triste.

A Gerald le tomó un poco de tiempo reajustarse tras esta tirada.

-¿Te gustaría que viviésemos sin casas..., retornar a la naturaleza? -preguntó.

-No me gustaría nada. La gente sólo hace lo que quiere hacer... y lo que es capaz de hacer. Si la gente fuera capaz de alguna otra cosa, habría alguna otra cosa.

Gerald reflexionó nuevamente. No iba a ofenderse con Birkin.

-¿No piensas que el pianoforte del minero, como lo llamas, es un símbolo de algo muy real, un verda­dero deseo de algo más elevado en la vida del minero?

-¡Más elevado! -exclamó-. Sí. Sorprendentes altu­ras de farisea grandeza. Lo hacen mucho más alto a los ojos de sus vecinos mineros. El se ve reflejado en la opinión de la vecindad, como en una niebla de Brocken, varios pies más arriba por la fuerza del pianoforte, y queda satisfecho. Vive por ese espectro de Brocken, su reflejo en la opinión humana. Tú haces lo mismo. Si tienes gran importancia para la humanidad, tienes gran importancia para ti. Por eso trabajas tanto en las minas. Si puedes producir carbón que permita cocinar cinco mil almuerzos cada día, eres cinco mil veces más importante que si sólo cocinases tu propio almuerzo.

-Así lo supongo -rió Gerald.

-¿No puedes ver -dijo Birkin- que ayudar a comer a mi vecino no es más que comer yo mismo? «Yo como, tú comes, él come, nosotros comemos, vosotros coméis, ellos comen», ¿y qué? ¿Por qué debe todo hombre decli­nar el verbo entero? A mí me basta con la primera per­sona del singular.

-Debes empezar con cosas materiales -dijo Gerald. Birkin Ignoró esta afirmación.

-Y hemos de vivir por algo, no somos sencillamen­te ganado que pueda pastar y sentirse satisfecho con eso -dijo Gerald.

-Dime -dijo Birkin-, ¿para qué vives?

El rostro de Gerald quedó sorprendido.

-¿Que para qué vivo? -repitió-. Supongo que vivo para trabajar, para producir algo en la medida que soy un ser de propósitos. A partir de esto, vivo porque estoy vivo.

-¿Y cuál es tu trabajo? Conseguir extraer tantas más toneladas de carbón de la tierra cada día. Y cuan­do tengamos todo el carbón que necesitamos, y todo el lujoso mobiliario, y los pianofortes, y cuando todos los conejos estén guisados y comidos, y cuando todos este­mos calientes y con nuestros estómagos llenos escu­chando a la damita tocar el pianoforte, entonces ¿qué? ¿Qué pasará entonces, cuando hayáis hecho un verdade­ro buen comienzo con vuestras cosas materiales?

Gerald se sentaba riendo ante las palabras y el hu­mor burlón del otro hombre. Pero estaba pensando tara bién.

-No hemos llegado allí todavía -repuso-. Mucha gente está esperando todavía el conejo y el fuego donde guisarlo.

-¿Así que, mientras consigues el carbón, deberé ca­zar el conejo? -dijo Birkin, mofándose.

-Algo así -dijo Gerald.

Birkin le contempló estrechamente. Vio la callosidad perfectamente bienhumorada, incluso una extraña y res­plandeciente malicia en Gerald, brillando a través de la plausible ética productivista.

-Gerald, más bien te odio.

-Ya lo sé -dijo Gerald-. ¿Por qué?

Birkin se quedó absorto inescrutablemente durante algunos minutos.

-Me gustaría saber si eres consciente de odiarme -acabó diciendo-. ¿Me has detestado alguna vez cons­cientemente? ¿Me has odiado con odio místico? Hay momentos en que te odio estelarmente.

Gerald quedó más bien apocado, incluso un poco desconcertado. No sabía del todo qué decir.

-Naturalmente, puedo odiarte a veces -dijo-. Pero no soy consciente de ello..., quiero decir nunca aguda­mente consciente.

-Tanto peor -dijo Birkin.

Gerald le miró con ojos curiosos. No lograba enten­derle del todo.

Hubo entre los dos hombres silencio durante algún tiempo, mientras el tren avanzaba. En el rostro de Birkin había una pequeña tensión irritable, un nudo agudo del entrecejo, penetrante y difícil. Gerald le contempla­ba cautelosa, cuidadosamente, más bien calculadoramente, porque no podía decidir a dónde iba.

De repente, los ojos de Birkin miraron derechos e irresistibles a los del otro hombre.

-¿Cuál es la meta y el objetivo de la vida según tú, Gerald? -preguntó.

Gerald se apocó de nuevo. No podía imaginarse las intenciones de su amigo. ¿Estaría tomándole el pelo? ¿O no?

-En este momento no me 'sería fácil improvisar una respuesta -repuso con humor levemente irónico.

-¿Piensas que vivir es toda la realidad y la finali­dad de la vida? -preguntó Birkin con una seriedad directa y atenta.

-¿De mi propia vida? -dijo Gerald.

-Sí.

Hubo una pausa de verdadero desconcierto.

-No lo sé -dijo Gerald-. No lo ha sido hasta ahora.

-¿Qué ha sido tu vida hasta ahora?

-Oh..., descubrir cosas por mí mismo... y conseguir experiencias... y hacer que las cosas marchen.

Birkin frunció el ceño como acero finamente mol­deado.

-Encuentro -dijo- que uno necesita una actividad realmente singular... llamaría el amor una actividad singular pura. Pero realmente no amo a nadie..., no ahora.

-¿Has amado realmente a alguien alguna vez? -pre­guntó Gerald.

-Sí y no -repuso Birkin.

-¿No finalmente? -dijo Gerald.

-Finalmente..., finalmente, no -dijo Birkin. -Ni yo -dijo Gerald.

-¿Y quieres? -dijo Birkin.

Gerald miró los ojos del otro con una mirada larga, chispeante, casi burlona.

-No sé -dijo.

-Yo sí... Quiero amar -dijo Birkin.

-¿De verdad?

-Sí. Quiero la finalidad del amor.

-La finalidad del amor -repitió Gerald. Y esperó un momento.

-¿Sólo una mujer? -añadió.

La luz de la tarde que inundaba de amarillo los cam­pos encendió el rostro de Birkin con una resolución tensa, abstracta. Gerald seguía sin comprender.

-Sí, una mujer -dijo Birkin.

Pero a Gerald le sonó insistente más que confiado.

-No creo que una mujer y sólo una mujer llegue a ser alguna vez mi vida -dijo Gerald.

-¿No su centro y su núcleo..., el amor entre tú y una mujer? -preguntó Birkin.

Los ojos de Gerald se estrecharon con una sonrisa rara y peligrosa mientras contemplaba al otro hombre.

-Nunca me siento del todo así -dijo.

-¿No? ¿Dónde está entonces el centro de la vida para ti?

-No sé..., eso es lo que quiero que alguien me cuen­te. Por lo que puedo entender, no centra para nada. Es algo artificialmente «unido» por el mecanismo social.

Birkin reflexionó como si quisiera romper algo.

-Ya sé -dijo- que no centra. Los viejos ideales están más muertos que los clavos..., no hay nada allí. Me parece que sólo queda esa unión perfecta con una mujer, una especie de último matrimonio, y que no hay nada más.

-¿Y quieres decir que si no hay la mujer no hay nada? -dijo Gerald.

-Más bien eso..., viendo que no existe Dios.

-Entonces estamos forzados a ello -dijo Gerald.

Y se volvió para mirar por la ventana el paisaje dorado que iba desapareciendo.

Birkin no podía dejar de percibir lo hermoso y mili­tar que era su rostro, con cierto coraje para ser indi­ferente.

-¿Piensas que tenemos pocas probabilidades? –dijo Birkin.

-Si hemos de construir nuestra vida a partir de una mujer, una mujer y sólo una mujer, sí lo creo –dijo Gerald-. No creo que construya jamás mi vida así, a ese precio.

Birkin le miró casi enfadado.

-Eres un descreído nato -dijo.

-Sólo siento lo que siento -dijo Gerald. Y miró de nuevo a Birkin casi burlonamente, con sus ojos azules, viriles e intensamente iluminados. Los ojos de Birkin estaban llenos de rabia en ese momento, pero pronto se tornaron preocupados, dubitativos, y luego llenos de risa y de un afecto cálido, rico.
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