Ursula y Gudrun Brangwen se sentaban una maña­na en el balcón de su casa paterna, en Beldover, ha­blando y trabajando. Ursula estaba haciendo un borda­do de






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Mujeres enamoradas

D. H. Lawrence

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1. HERMANAS

Ursula y Gudrun Brangwen se sentaban una maña­na en el balcón de su casa paterna, en Beldover, ha­blando y trabajando. Ursula estaba haciendo un borda­do de colores vivos y Gudrun estaba dibujando sobre un tablero que sujetaba con las rodillas. Estaban si­lenciosas la mayor parte del tiempo, y hablaban a me­dida que sus pensamientos vagaban por sus mentes.

-Ursula -dijo Gudrun-, ¿no deseas realmente ca­sarte?

Ursula puso el bordado sobre su regazo. Su rostro era tranquilo y atento.

-No sé -contestó—. Depende de lo que quieras decir.

Gudrun se retrajo levemente. Contempló a su herma­na durante algunos momentos.

-Bien -dijo irónicamente-. ¡Suele significar una cosa! Pero ¿no piensas, en cualquier caso, que esta­rías... -se ensombreció levemente- en una posición mejor que la que tienes ahora?

Apareció una sombra sobre el rostro de Ursula.

-A lo mejor -dijo-. Pero no estoy segura.

Gudrun se detuvo otra vez, ligeramente irritada. Que­ría ser precisa.

-¿No piensas que una necesita la experiencia de casarse? -preguntó.

-¿Crees que ha de ser una experiencia? -repuso Ursula.

-Es forzoso, de un modo u otro -dijo Gudrun tran­quilamente-. Es posible que no sea deseable, pero es forzoso que sea una experiencia de algún tipo.

-No realmente -dijo Ursula-. Es más probable que sea el fin de la experiencia.

Gudrun se quedó muy quieta, atendiendo a esto.

-Naturalmente -dijo-, hay eso a considerar.

Aquello cerró la conversación.

Gudrun, casi irritada­mente, cogió la goma y empezó a borrar parte de su dibujo. Ursula cosía absorta.

-¿No tomarías en -consideración una buena oferta? -preguntó Gudrun.

-Pienso que he rechazado varias -dijo Ursula.

-¡De verdad! -Gudrun se sonrojó-. ¿Pero algo que mereciese realmente la pena? ¿De verdad lo has hecho?

-Mil cada año, y a un hombre terriblemente agra­dable. Me gustaba terriblemente -dijo Ursula.

-¡De verdad! ¿Pero no te sentiste espantosamente tentada?

-En abstracto, no en concreto -dijo Ursula-. Cuan­do llega el caso, una no resulta tentada siquiera. Oh, si me viese tentada me casaría en el acto. Pero lo único que me tienta es no hacerlo.

Los rostros de ambas hermanas se encendieron de repente. Estaban divertidas.

-¡Verdad que es algo asombroso -exclamó Gu­drun- lo fuerte que es la tentación de no hacerlo!

Ambas rieron, mirándose entre sí. Estaban asustadas en sus corazones.

Hubo una larga pausa mientras Ursula cosía y Gu­drun continuaba con su dibujo. Las hermanas eran mu­jeres; Ursula tenía veintiséis años y Gudrun veinticinco. Pero ambas tenían el aspecto virginal y remoto de las chicas modernas, hermanas de Artemisa más que de Hebe. Gudrun era muy hermosa, pasiva, de miembros y piel suaves. Llevaba un vestido de tela sedosa azul oscuro con fruncidos de encaje de hilo azul y verde en el cuello y las mangas, y llevaba medias verde esme­ralda. Su aspecto de confianza y modestia contrastaba con la sensible actitud expectante de Ursula. Las gentes de provincias, intimidadas por la perfecta sangre fría y la sencillez de maneras de Gudrun, decían de ella: «Es una mujer lista.» Acababa de volver de Londres, donde había pasado varios años trabajando en una academia de arte como estudiante y viviendo una vida de artista.

-Estaba deseando ahora que apareciese un hombre -dijo Gudrun cogiéndose de repente el labio inferior entre sus dientes y haciendo un gesto extraño, mezcla de risa maliciosa y angustia. Ursula estaba asustada.

-¿Así que has venido a casa a esperarle? -rió.

-Oh, querida -exclamó estridentemente Gudrun-, no me saldría jamás de mi camino para buscarle. Pero si resultase que apareciera un individuo muy atractivo con medios suficientes... bien... -y recortó irónicamen­te la frase. Miró entonces con atención a Ursula, como si deseara sondearla-. ¿No te descubres aburrida? -pre­guntó a su hermana-. ¿No descubres que las cosas fra- casan a la hora de materializarse? ¡Nada se materializa! Todo se aja en el capullo.

-¿Qué se aja en el capullo? -preguntó Ursula.

-Oh, todo... una misma... las cosas en general.

Hubo una pausa mientras cada hermana consideraba vagamente su destino.

-Realmente le asusta a una -dijo Ursula, y de nue­vo hubo una pausa-. ¿Pero acaso esperas llegar a algu­na parte por el simple hecho de casarte?

-Parece ser el próximo paso inevitable -dijo Gu­drun.

Ursula meditó esto con algo de amargura. Era maes­tra en la escuela de Willey Green hacía ya algunos años.

-Lo sé -dijo-; así parece cuando una sólo piensa en abstracto. Pero imagínalo realmente: imagina a cual­quier hombre que conozcas, imagínale viniendo a casa de una todas las noches y diciendo «hola» y dándole a una un beso...

Hubo una pausa vacía.

-Sí -dijo Gudrun con una voz reducida-. Es sen­cillamente imposible. El hombre lo hace imposible.

-Naturalmente, hay niños... -dijo Ursula de mane­ra vacilante.

El rostro de Gudrun se endureció.

-¿Quieres realmente niños, Ursula? -preguntó fría­mente.

Un gesto de sorpresa y desconcierto invadió el rostro de Ursula.

-Una siente que todavía está más allá de una -dijo.

-¿De verdad sientes eso? -preguntó Gudrun-. El pensamiento de parir, a mí, no me proporciona senti­miento alguno.

Gudrun miró a Ursula con un rostro inexpresivo, como de máscara. Ursula frunció el ceño.

-Quizá no es auténtico -concedió-. Quizá no los queremos realmente en el alma... sólo superficialmente.

Una dureza se apoderó del rostro de Gudrun. No quería ser demasiado precisa.

-Cuando una piensa en los hijos de otras gentes... -dijo Ursula.

Gudrun miró nuevamente a su hermana, casi hostil.

-Exactamente -dijo para cerrar la conversación.

Las dos hermanas continuaron trabajando en silen­cio, teniendo siempre Ursula ese extraño brillo de una llama esencial que hubiese sido cazada, envuelta en re­des, contravenida. Vivía en gran medida gracias a sí misma, y para sí misma, trabajando, pasando de un día a otro y pensando siempre, intentando sujetarse a la vida, aferrarla en su propio entendimiento. Su vida activa estaba en suspenso, pero por debajo, en la oscu­ridad, algo se estaba gestando. ¡Si solamente pudiera atravesar las últimas capas! Parecía intentar sacar las manos como un niño en el útero, y no podía, no aún. A pesar de todo, poseía una extraña presciencia, la in­tuición de algo aún venidero.

Dejó su trabajo y miró a la hermana. Consideraba tan encantadora a Gudrun, tan infinitamente encanta­dora, en su suavidad, en su fina, exquisita riqueza de textura y delicadeza de líneas. Había también alrede­dor de ella cierta jovialidad, tanta gracia picante o su­gestión irónica, tanta reserva sin tocar. Ursula la admi­raba con toda su alma.

-¿Por qué viniste a casa, guapa? -preguntó.

Gudrun sabía que estaba siendo admirada. Se echó hacia atrás, abandonando el dibujo, y miró a Ursula desde debajo de sus pestañas hermosamente curvas.

-¿Que por qué volví, Ursula? -repitió-. Me lo he preguntado mil veces.

-¿Y no lo sabes?

-Sí, creo que sí. Creo que volver a casa para mí fue simplemente reculer pour mieux sauter.

Y miró con una mirada lenta y larga a Ursula.

-¡Lo sé! -exclamó Ursula con aspecto ligeramente desconcertado y artificioso, como si no lo supiera-. ¿Pero adónde puede una saltar?

-Oh, no importa -dijo Gudrun con algo de arro­gancia-. Si una salta sobre el borde se verá obligada a aterrizar en alguna parte.

-Pero ¿no resulta muy arriesgado? -preguntó Ur­sula.

Una lenta sonrisa burlona se insinuó sobre el rostro de Gudrun.

-¡Ah! -dijo riendo-. ¡No son más que palabras! -y cerró así la conversación una vez más. Pero Ursula seguía rumiando.

-¿Y qué te parece la casa ahora que has vuelto? -preguntó.

Gudrun se detuvo algunos momentos, fríamente, an­tes de responder. Entonces, con una voz fría y convin­cente, dijo:

-Me encuentro completamente ajena a ella.

-¿Y padre?

Gudrun miró a Ursula casi con resentimiento, como si hubiera sido acorralada.

-No he pensado en él: lo he evitado -dijo fría­mente.

-Sí -dijo Ursula titubeando; y la conversación se terminaba realmente. Las hermanas se veían enfrentadas a un abismo vacío y aterrador, como si hubiesen mi­rado más allá del borde.

Trabajaron en silencio durante algún tiempo. Las mejillas de Gudrun estaban sonrojadas por la emoción reprimida. Le molestaba haberla suscitado.

-¿Qué te parece si salimos y vemos esa boda? -acabó preguntando, con una voz demasiado de cir­cunstancias.

-Sí -exclamó Ursula con demasiada avidez, apar­tando la costura y saltando para ponerse en pie como si escapara de algo, traicionando así la tensión de la situación y haciendo que una flexión de desagrado reco­rriese los nervios de Gudrun.

Al subir las escaleras Ursula se hizo consciente de la casa, del hogar que la rodeaba. ¡Y ella odiaba ese lugar sórdido y demasiado familiar! Le daba miedo la profundidad de su sentimiento hostil a la casa, al medio, a toda la atmósfera y las condiciones de esa vida anacrónica. Sus sentimientos le asustaban.

Pronto caminaron deprisa las dos muchachas por la calle principal de Beldover, una vía ancha compuesta en parte por tiendas y en parte por residencias, radi­calmente informe y sórdida, sin nobleza. Gudrun, re cién llegada de su vida en Chelsea y Sussex, se hun­dió cruelmente en esta fealdad amorfa de una pequeña ciudad minera en los Midlands. Pero siguió adelante, a través de toda la gama sórdida de insignificancias, la larga calle amorfa y polvorienta. Estaba expuesta a todas las miradas, pasó como atravesando una exten­sión de tormento. Era extraño que hubiese decidido volver y probar todo el efecto de esa fealdad informe y baldía sobre ella. ¿Por qué quiso someterse a ello? ¿Quería aún someterse a ello, a la insufrible tortura de esas gentes feas y sin sentido, a ese paisaje desvir­tuado? Se sintió como un escarabajo trabajando en el polvo. Estaba llena de repulsión.

Se desviaron de la calle principal pasando por un trozo negro de césped comunal donde se erguían des­vergonzadamente cubos de basura recubiertos de ho­llín. Nadie pensaba avergonzarse. Nadie se avergonzaba de todo ello.

-Es como un país de un mundo subterráneo -dijo Gudrun-. Los mineros se lo traen a la superficie con ellos, a golpes de carretilla. Ursula, es maravilloso, es realmente maravilloso... es realmente admirable, otro mundo. Todos son vampiros, y todo es fantasmagórico. Todo es una réplica vampírica del mundo real, una ré­plica, un vampiro; todo manchado, todo sórdido. Es como estar demente, Ursula.

Las hermanas estaban cruzando un sendero negro a través de un campo oscuro, sucio. A la izquierda se abría un amplio paisaje, un valle con minas, y frente a él, colinas con campos de maíz y bosques, oscurecidos todos por la distancia como si fuesen vistos a través de un velo de crespón. El humo blanco y negro se ele. vaba en columnas inmóviles, mágicas, dentro del aire oscuro. Cerca estaban las largas filas de casas, levan­tadas en líneas rectas siguiendo la ladera de la colina. Eran de ladrillo rojo oscurecido, frágiles, con techos de pizarra oscura. El sendero sobre el cual caminaban las hermanas era negro, apisonado por los pies de mine­ros recurrentes, y separado del campo por vallas de hierro; la portilla con escalones que llevaba de vuelta a la calle estaba reluciente por el frote de las pieles de topo de los mineros que pasaban. Ahora las dos mu­chachas pasaban entre algunas filas de casas del tipo más pobre. Mujeres con los brazos cruzados sobre sus toscos delantales, chismorreando de pie al final de su bloque, miraron a las hermanas Brangwen con esa mi­rada larga y ajena al cansancio de los aborígenes; los niños gritaron insultos.

Gudrun continuó su camino medio aturdida. Si esto era vida humana, si éstos eran seres humanos que vi­vían en un mundo completo, ¿qué era entonces su pro­pio mundo, fuera? Era consciente de sus medias verdes hierba, de su gran sombrero de terciopelo verde hierba, de su grueso y suave abrigo azul fuerte. Y se sintió como si estuviera caminando en el aire, inestablemen­te, con el corazón contraído, como si en cualquier mo­mento pudiera verse precipitada al suelo. Estaba asus­tada. Se colgó de Ursula, que, a fuerza de costumbre, estaba hecha a esta violación de un mundo oscuro, increado y hostil. Pero su corazón gritaba todo el tiem­po como si se encontrara en medio de alguna ordalía: «Quiero volverme, quiero irme, quiero no saberlo, no saber que esto existe.» Pero debía seguir adelante. Ur­sula podía percibir su sufrimiento.

-Odias esto, ¿verdad? -preguntó.

-Me deja atónita -murmuró Gudrun.

-No te quedarás mucho -repuso Ursula.

Y Gudrun continuó, aferrándose a la liberación.

Se retiraron de la región minera siguiendo la curva de la colina y adentrándose en el campo, más puro del otro lado, hacia Willey Green. Persistía aún el dé­bil tinte de negrura sobre los campos y las colinas boscosas, pareciendo brillar oscuramente en el aire. Era un día de primavera, gélido, con jirones de luz solar. Margaritas amarillas aparecían desde el fondo de los setos, y en los jardines de Willey Green los arbustos de arándanos estaban soltando las hojas, y unas florecillas se iban poniendo blancas sobre el gris aliso que colgaba desde los muros de piedra.

Torciendo, atravesaron la carretera que discurría en­tre los altos taludes hacia la iglesia. Allí, en la curva más baja del camino, bajo los árboles, había un pequeño grupo de gente expectante, aguardando ver la boda. La hija del principal propietario del distrito, Thomas Crich, iba a casarse con un oficial de marina.

-Volvamos -dijo Gudrun apartándose-. Está ahí toda esa gente.

Y se quedó vacilando en el camino.

-No te preocupes -dijo Ursula-, son buena gente. Todos me conocen. No importan.

-¿Pero debemos cruzar entre ellos? -preguntó Gudrun.

-De verdad que son bastante buena gente –dijo.

Ursula adelantándose.

Y las dos hermanas se aproximaron juntas al grupo de gente común inquieta y curiosa. Eran principalmen­te mujeres, esposas de mineros del tipo más perezoso.

Tenían rostros curiosos, subterráneos.

Las dos hermanas se mantuvieron tensas y fueron directas hacia la puerta. Las mujeres se abrieron para dejarlas pasar, pero de modo apenas suficiente, como si les molestase ceder terreno. Las hermanas pasaron en silencio a través del pórtico de piedra y subieron los escalones hasta la alfombra roja, donde un policía las contemplaba.

-¡Vaya precio que tendrán las medias! -dijo una voz a espaldas de Gudrun.

Una súbita y feroz rabia se apoderó de la mucha­cha, violenta y homicida. Le hubiese gustado aniquilar a todos, limpiar el lugar a fin de que el mundo que­dase despejado para ella. Odiaba caminar por el sen­dero del patio de la iglesia, siguiendo la alfombra roja, continuando su movimiento a la vista de todos.

-No entraré en la iglesia -dijo de repente con tal

decisión que Ursula se detuvo inmediatamente, giró y tomó por un pequeño sendero lateral que conducía a la pequeña puerta privada de la escuela, cuyos terre­nos lindaban con los de la iglesia.

Para descansar, Ursula se sentó un momento en el umbral de la puerta, sobre el muro bajo de piedra som­breado por los arbustos de laurel. Tras ella, el gran edificio rojo de la escuela se levantaba pacíficamente, abiertas todas sus ventanas por la fiesta. Sobre los ar­bustos, ante ella, se encontraban los tejados pálidos y la torre de la vieja iglesia. Las hermanas estaban ocul­tas por el follaje.
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