Capítulo 1






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Capítulo 5


La luz del sol, atenuada por las cortinas de chintz que cubrían las ventanas, bañaba la habitación. Venetia abrió los ojos y permaneció unos minutos entre el sueño y la vigilia, consciente, primero de forma imprecisa y luego con intensidad creciente, de una sensación de bienestar y expectación, como cuando de niña despertaba sabiendo que había llegado un día especial. Se oía cantar a un tordo en el jardín; la jovial dulzura de su canto armonizaba tanto con el estado de ánimo de Venetia que parecía parte de su felicidad. Por unos instantes se contentó con escuchar, sin preguntarse cuál era la fuente de su dicha; pero al final despertó del todo, y recordó que había encontrado a un amigo.

Al instante tuvo la impresión de que la sangre corría más deprisa por sus venas; se sentía ligera e inquieta, y una extraña emoción, que inundaba todo su ser como un elixir, le impedía estarse quieta. Sólo se oía cantar al tordo; la casa se hallaba en silencio. Pensó que debía de ser muy temprano y, girando la cabeza sobre la almohada, trató de conciliar de nuevo el sueño. Pero no podía dormir. La luz del sol, emborronada por el estampado de la cortina, jugueteaba en sus párpados; abrió los ojos cediendo a un impulso más insistente que el de la razón. Un nuevo día lleno de promesas renovadas la hizo estremecerse; los trinos del tordo se convirtieron en un reclamo y una orden. Entonces abandonó la sofocante blandura de su cama de plumas y fue con pasos rápidos y saltarines hasta la ventana, apartó las cortinas y la abrió de par en par.

Un faisán que se paseaba por el jardín se quedó inmóvil por un instante, con la cabeza erguida en lo alto de su reluciente cuello, y luego, como si supiera que estaba a salvo al menos unas semanas más, siguió andando majestuosamente. La bruma otoñal estaba levantándose de las hondonadas; la hierba se hallaba cubierta de una gruesa capa de rocío y el cielo se veía neblinoso, cargado de vapor. El aire todavía estaba lo bastante frío para estremecer incluso al sol, pero iba a ser otro día caluroso, sin lluvia y sin viento suficiente para hacer caer las amarillentas hojas de los árboles.

Más allá del jardín, al otro lado del camino que bordeaba Undershaw por el este, más allá de sus propias plantaciones, se encontraba el priorato: no muy lejos en línea recta, pero a ocho kilómetros por el camino. Venetia pensó en Aubrey y se preguntó si habría podido dormir y si aún faltaría mucho para que pudiera ir a visitarlo. Entonces comprendió que no era el deseo de ver a su hermano, quien durante años fuera su principal preocupación, lo que la impacientaba, sino el de estar con su nuevo amigo. Era su imagen, que desbancaba la de Aubrey en su mente, la causante de aquella sensación de bienestar. Se preguntó si al barón le sucedería lo mismo; si estaría despierto, mirando quizá por la ventana de su habitación, como ella; pensando en su nueva amiga; confiando en volver a verla pronto. Intento recordar de qué habían hablado, pero fue incapaz; sólo se acordaba de que se había sentido muy cómoda con él, como si lo conociera de toda la vida. Le resultaba imposible creer que él no hubiera percibido con la misma intensidad que ella la afinidad entre ambos; pero, tras reflexionar un rato, reparó en lo diferentes que eran sus circunstancias, y reconoció que lo que para ella había supuesto una nueva experiencia podría no haber significado para él más que una variación sobre un viejo tema. Damerel había vivido numerosas aventuras amorosas; quizá también tuviera muchos amigos de mentalidad mucho más afín que la de ella. Eso la preocupaba más que las amantes que hubiera podido tener; en realidad, dichas amantes la preocupaban tan poco como su primer encuentro con él. Aquel episodio la había enfurecido, pero no conmocionado ni molestado. Los hombres —centenares de casos lo atestiguaban— eran objeto de impulsos y arrebatos repentinos, de aventuras que parecían extrañamente ajenas al corazón y la cabeza, y a menudo, lo que aun resultaba más extraño, a su verdadera naturaleza. Para ellos, la castidad no era una virtud fundamental: Venetia recordaba su asombro cuando había descubierto que un caballero tan correcto y un esposo tan amable como sir John Denny no siempre había sido fiel a su esposa. ¿Le había importado a lady Denny? Quizá un poco, más no había dejado que eso diera al traste con su matrimonio.

—Los hombres son diferentes de nosotras, querida —le había dicho en una ocasión—. ¡Hasta los mejores! Te lo digo porque considero muy equivocado educar a las niñas en la creencia de que las facetas que los hombres muestran a las mujeres que respetan son las únicas que tienen. Si los viéramos contemplando un horroroso y vulgar combate de boxeo, o en compañía de mujeres de cierta clase, no reconoceríamos a nuestros propios esposos y hermanos. Estoy segura de que nos parecerían repugnantes. Y, en cierto modo, lo son, pero sería injusto culparlos de algo que no pueden evitar. Lo que debemos hacer las mujeres es agradecer que cualquier lío de faldas que puedan tener no perjudique en lo más mínimo el verdadero afecto que sienten por nosotras. De hecho, creo que el afecto no interviene en absoluto en esas aventuras. ¡Qué raro! Porque nosotras no podríamos entregarnos a ellas sin que tuvieran más efecto en nuestras vidas que la elección de un nuevo sombrero. Sin embargo, los hombres sí que pueden. Y por eso siempre se ha dicho, y con mucha razón, que mientras tu esposo siga demostrándote cariño no tienes ningún motivo para quejarte, y sería una insensatez desesperarse por algo que para él es sólo un desliz. «No te entrometas en lo que no te incumbe, y mira en la dirección opuesta», solía decirme mi madre, y con el tiempo he comprobado que era un consejo excelente. Ella se refería, por supuesto, a caballeros con clase y educación, igual que yo ahora, porque las mujeres de nuestra condición, afortunadamente, nada tenemos que ver con los petimetres ni con los crápulas, dado que ni siquiera nos cruzamos con ellos.

Pero Damerel sí se había cruzado en su camino, y si bien no era un petimetre, sí se consideraba un crápula. Lady Denny se había visto obligada a recibirlo en su casa ya fingir, como mínimo, sumisión, pero no pensaba hacer nada para entablar amistad con una persona tan indeseable. Por otra parte, no cabía duda de que se quedaría horrorizada cuando descubriera que su joven protegida no sólo se llevaba de maravilla con él, sino que además estaba cometiendo la gravísima incorrección de visitar su casa. ¿Podría lograr persuadir a lady Denny de que, como esos nefandos y aberrantes esposos, Damerel tenía dos caras? Venetia creía que no. A lo más que podía aspirar era a que lady Denny comprendiera que mientras Aubrey estuviera recuperándose en el priorato, su hermana iría a visitarlo aunque el barón fuera un Calibán.

El ruido de las persianas al abrirse en el salón que había debajo de su habitación la sacó de esas reflexiones inciertas. Si los sirvientes ya estaban trabajando, no podía ser tan temprano: tal vez casi las seis. Buscando una excusa para haberse levantado una hora antes de lo habitual, fue repasando las diversas tareas, ninguna muy urgente, que habían quedado por hacer el día anterior, y decidió realizarlas de inmediato.

Venetia no era un ama de casa muy afanosa, pero cuando entró en el salón de los desayunos ya había visitado la lechería y los establos; había discutido la siembra de invierno con el administrador, presentado a la encargada del gallinero, un tanto expurgadas, las protestas de la señora Gurnard y escuchado una jeremiada sobre la perversidad general y particular de las gallinas. Asimismo había explicado a un anciano y obstinado jardinero cómo tenía que atar las dalias, aunque no era probable que éste la obedeciera, pues consideraba que las dalias eran unas advenedizas y unas intrusas, de las que en su juventud nunca había oído hablar, y siempre se hacía el sordo cuando la joven las mencionaba.

Para gran alivio de Venetia, la señora Gurnard daba por hecho que la joven iría a visitar al pobre señor Aubrey, pero se mostró muy indignada cuando ésta se negó a llevarle a su hermano un enorme cesto con comida suficiente para dar un banquete. Al preguntarle la señorita Lanyon, en tono tranquilizador, si suponía que Aubrey estaba viviendo en una isla desierta, la señora Gurnard replicó que muchos opinarían que estaría mejor en una isla desierta que abandonado a los rigores de la cocina de la señora Imber. La señora Gurnard afirmó que la señora Imber, además de ser irresponsable, lenta y torpe, era una persona en quien nunca había podido confiar.

—¡Todavía no me he olvidado de lo de las gallinitas! ¡Y jamás lo olvidaré, aunque viva cien años!

—¿De las gallinitas? —repitió Venetia sin comprender.

—¡Gallitos! —exclamó la señora Gurnard con la mirada encendida—. ¡Eran todos gallitos!

Pero como la joven no veía la relación entre los gallitos y la cocina de la señora Imber, se mantuvo inflexible, y fue a recoger los artículos que la anciana niñera, con la agitación del momento, había olvidado llevarse al priorato. Entre esos artículos se hallaban la camisa que estaban cosiéndole a Aubrey, y su encaje de lanzadera, ambos en su cesto de costura, junto con las agujas, el hilo, las tijeras, el dedal de plata y la cera. Venetia tenía instrucciones de envolverlo todo en una servilleta y asegurarse de que no se le olvidaba nada; pero como la joven sabía que la anciana señora Priddy le diría que se había equivocado de hilo y que le había llevado precisamente las tijeras que no cortaban, prefirió, pese a sus enormes dimensiones, llevarse el cesto al priorato.

Cumplir los encargos de Aubrey resultó una tarea mucho más difícil, porque su hermano no sólo le había pedido cosas tan sencillas como papel y lápices, sino también una serie de libros. Le había dicho que hallaría su Fedon en la mesa de la biblioteca, y así fue; pero el de Guy Mannering sólo lo encontró tras un exhaustivo registro, pues una diligente criada, para quien la visión de un libro abierto sobre una silla suponía una ofensa, lo había metido, del revés, en un estante dedicado a libros de texto y diccionarios. Virgilio no supuso ningún problema: Aubrey le había pedido la Eneida; en cambio, de Horacio había muchos volúmenes, y no lograba recordar si su hermano le había dicho las Odas o las Sátiras, o incluso las Epístolas. Al final, añadió los tres a la colección, y Ribble se llevó la pila de libros al tílburi, donde Fingle, el mozo de mediana edad, los recibió con el alegre pronóstico de que el señor Aubrey iba a sufrir una inflamación cerebral de tanto estudiar.

Con la impresión de que se había desenvuelto como correspondía a la hermana de un erudito, Venetia se encaminó al priorato, donde sus esperanzas de recibir un encomio se vieron enseguida frustradas.

—Ah, no hacía falta que me los trajeras —protestó Aubrey—. Damerel tiene una biblioteca espléndida, de primera categoría, tan extensa que hasta dispone de un catálogo. Ayer fue a buscarlo, y me trajo todos los libros que escogí. Al comprobar lo excelente que es su colección, le advertí que le costaría librarse de mí, pero aseguró que puedo pedirle prestados cuantos libros quiera. Ah, ¿eres tú, Fingle? Buenos días. ¿Has ido a ver a Rufus? El mozo de lord Damerel se ha ocupado de él, pero supongo que querrás examinar esa pata delantera tú mismo. No, no dejes esos libros, ya no los necesito.

—¡Eres detestable! —exclamó Venetia, y se inclinó sobre su hermano para besarlo en la frente—. ¡He tardado media hora en encontrar Guy Mannering, y te he traído todas las obras de Horacio, porque no recordaba cuál querías!

—¡Qué tonta eres! —repuso él, sonriente—. Me quedaré Guy Mannering, por si me apetece leer algo por la noche.

Venetia lo tomó del montón que Fingle sujetaba, y a continuación le dijo al mozo que ya podía marcharse y le guiñó un ojo, a lo que él respondió con otro expresivo guiño. Entonces se aventuró a preguntarle a Aubrey cómo había dormido.

—Bastante bien.

—Eres un embustero, querido hermano. Seguro que rechazaste el jarabe de amapolas que Nana se preocupó de traerte.

—¡Después del láudano que me había hecho tomar Damerel? ¡Pues claro que lo rechacé! Además, el barón coincidió conmigo en que no me hacía ninguna falta, así que Nana se retiró a acostarse muy ofendida, de lo cual me alegré enormemente. Entonces mi anfitrión trajo un tablero de ajedrez y echamos un par de partidas. Es un excelente jugador: sólo le gané una vez. Luego nos pusimos a hablar… ¡hasta pasada la medianoche! ¿Sabías que ha leído a los clásicos? Estudió en Oxford. Asegura que ya ha olvidado cuanto aprendió allí, pero no me lo creo. Apuesto algo a que era muy buen estudiante. También ha visitado Grecia, y me describió muchas cosas. ¡Muy interesantes! No como aquel tipo que estuvo en casa de los Appersett el año pasado: lo único que sabía decir sobre Grecia era que no había podido beber el vino del país porque tenía mucha resma y que se lo habían comido vivo las chinches.

—Entonces, ¿pasaste una velada agradable?

—Sí, excepto por mi dichosa pierna. Sin embargo, si no me hubiera caído del caballo supongo que nunca habría conocido a lord Damerel, así que no lo lamento.

—Debe de ser muy agradable poder hablar con alguien con quien compartes intereses —concedió Venetia.

—Así es —repuso él con franqueza—. Es más, no me pregunta constantemente cómo me encuentro ni si necesito otro almohadón. No digo que tú lo hagas, pero Nana es capaz de acabar con la paciencia de un santo. Preferiría que no la hubieras traído: Marston puede ayudarme en cuanto necesito y sin sacarme de mis casillas —añadió con una sonrisa atribulada.

—Querido, no pude evitar que viniera. Dime una sola vez cómo te encuentras esta mañana, y prometo no volver a preguntártelo más. ¡Palabra de Lanyon!

—Me encuentro bastante bien —respondió escuetamente Aubrey. Venetia guardó silencio, y al cabo de un momento, el muchacho cedió sonriendo—: Si deseas saber la verdad, me encuentro fatal, como si me hubiera dislocado todas las articulaciones del cuerpo. Pero Bentworth me aseguró que no era así, de modo que mis dolores no tienen importancia y supongo que pronto me sentiré mejor. Juguemos una partida de piquet. Suponiendo que quieras quedarte un rato, claro. Encontrarás las cartas por ahí, sobre la mesa, creo.

Venetia quedó bastante satisfecha, aunque al entrar en la habitación había encontrado a su hermano pálido y demacrado. Sin embargo, era lógico que a un muchacho de constitución tan débil le hubiera afectado la caída; y el que no se mostrara malhumorado ni huraño le daba esperanzas de que no hubiera sufrido ninguna lesión grave. Cuando entró la niñera para aplicarle a Aubrey una compresa nueva alrededor del tobillo hinchado, Venetia reparó en que también ella enfocaba a situación con optimismo y que estaba más alegre. La anciana sirvienta no sabía tratar a su hermano, pero conocía su constitución mejor que nadie, y si ella, con sus largos años de experiencia, encontraba más motivos para reñirlo que para mostrarse solícita con él, su angustiada hermana podía apartar los temores de sí.

Cuando Marston apareció en la habitación con un vaso de leche para el inválido, Venetia se llevó a la señora Priddy al vestidor contiguo y tras cerrar la puerta, dijo:

—¡Ya sabes cómo es! Si se da cuenta de que nos importa que la beba, se negará a probarla, aunque sólo sea para enseñarnos que no debemos tratarlo como si fuera un niño pequeño.

—Ah, sí —replicó la anciana con amargura—. Hará cualquier cosa que le digan lord Damerel o Marston, como si fueran ellos quienes lo han cuidado desde el día que nació. Para lo que sirvo, mejor sería que volviera a casa. Pero no pienso marcharme de aquí hasta que lo haga él, así que lord Damerel ha estado gastando saliva inútilmente.

—¡Cómo! ¿Ha intentado echarte? —preguntó Venetia, sorprendida.

—No, y espero que ni se le ocurra hacerlo. Fui yo quien le dijo al señor Aubrey que si prefería que lo atendiera Marston recogería mis cosas y me marcharía. Mire, señorita, anoche estaba tan impertinente y díscolo que es lógico que yo perdiera la paciencia. Pero lord Damerel debería saber que no hablaba en serio, y no había ninguna necesidad de que me recordara que no estaría bien visto que usted viniera a esta casa no estando yo aquí. Eso lo sé muy bien, y aún sería mejor que usted no viniera en ningún caso, señorita Venetia. Creo que al señorito Aubrey no le importaría si ninguna de las dos nos acercáramos, porque así podría llenar la cama de libros indecentes y pasarse el día tumbado hablando con lord Damerel sobre sus horribles dioses paganos.

—Si se hallara verdaderamente enfermo, te echaría de menos, Nana —explicó Venetia para tranquilizarla—. Creo que mi hermano está en una edad difícil: ya no es un niño, pero tampoco un hombre, y es muy celoso de su dignidad. ¿Te acuerdas de lo maleducado que era Conway contigo a esa edad? Pero cuando volvió de España, no le importó que lo mimaras y regañaras.

Como el mayor de los Lanyon ocupaba un lugar privilegiado en el corazón de la niñera, ésta jamás habría aceptado que Conway se hubiera comportado de otro modo que no fuera casi perfecto, pero reveló que lord Damerel había comentado lo mismo que Venetia acerca del señorito Aubrey. Y añadió que nadie entendía mejor que ella cómo odiaba el señorito Aubrey su invalidez, y su apasionado deseo de mostrarse tan enérgico e independiente como otros contemporáneos suyos, más afortunados que él.

No cabía ninguna duda de que lord Damerel había conseguido aplacar bastante a la niñera. Quizá estuviera resentida por que Aubrey prefería la compañía de su anfitrión a la de ella, pero en el fondo no podía condenar a alguien que, además de mostrar un interés tan sincero por el bienestar de Aubrey, conseguía mantenerlo animado en condiciones que habrían debido sumir al muchacho en un estado de profunda irritación y tristeza.

—Yo no apruebo el pecado, señorita Venetia —manifestó la niñera con austeridad—, pero tampoco niego los méritos a los demás, y una cosa reconozco: lord Damerel no podría haberse mostrado más amable con el señorito Aubrey aunque fuera el mismísimo reverendo. —Y tras unos momentos de debate consigo misma, agregó—: Y aunque no haga ninguna falta que me recuerde cuáles son mis obligaciones para con usted, señorita Venetia, fue una muestra de elegancia que no esperaba de él, así que no podemos decir que el Señor no vaya a apiadarse del barón, si renunciara a su conducta pecaminosa. Aunque la salvación se halla lejos del alcance de los pecadores, como le he repetido a usted tantas veces.

Pese a ese comentario pesimista, la joven llegó a la conclusión de que la niñera estaba resignada a permanecer bajo aquel techo no consagrado. Cuando refirió dicha conversación a Aubrey, éste aseguró que el cambio de opinión de la niñera sólo podía deberse a que Damerel había ido a Thirsk con el solo propósito de comprarle un rollo de hilas.

—En realidad no fue por eso: se marchó a Thirsk para atender unos asuntos, pero cuando Nana empezó a protestar por las hilas (que eran para mi tobillo, por supuesto), él dijo que iría a comprárselas y entonces ella creyó que iba a Thirsk expresamente. Te aseguro que hasta ese momento no había mencionado su amabilidad. Decía que era la vergüenza de la congregación.

—¡No! ¿Eso dijo? —exclamó Venetia, asombrada.

—Sí, eso mismo. ¿De dónde lo habrá sacado?

—Y tú ¿se lo repetiste a Damerel?

—¡Por supuesto! Sabía que no le importaría ni lo más mínimo lo que Nana pensara de él.

—Espero que lo encontrara gracioso —comentó Venetia sonriendo—. ¿Cuándo ha salido para Thirsk?

—Muy temprano. Y ahora que me lo recuerdas, me ha pedido que te dijera que tenía que ir a Thirsk y que esperaba que lo disculparas. ¡Se me había olvidado! Bueno, tampoco tenía importancia: sólo quería ser cortés. Le he explicado que no era necesario. Me ha dicho que volvería antes de mediodía… ¡Ah, sí!, y que confiaba en que todavía no te hubieras marchado para entonces. Por favor, Venetia, mira en esa mesa a ver si encuentras mi Tytler. Nana debe de haberlo cambiado de sitio cuando me ha vendado el tobillo, porque estaba leyéndole antes de que llegarais. ¡No puede acercarse a mí sin tocarlo todo! Ensayo sobre los principios de la traducción. Sí, ése es. Gracias.

—Creo que si no te importa que te deje solo un momento, iré a dar una vuelta por el jardín —anunció Venetia tras darle el libro y observar, regocijada, cómo su hermano buscaba la página en que se había quedado.

—No te preocupes por mí —repuso Aubrey, distraído—. No tardarán en traerme el almuerzo, y quiero acabar esto.

Venetia rió, y ya se disponía a marcharse cuando llamaron a la puerta. Era Imber, que venía a anunciar al señor Yardley.

—¿Qué? —saltó Aubrey sin disimular su contrariedad.

Edward entró en la habitación despacio y con gesto de profunda desaprobación.

—¡Bueno, Aubrey! —saludó con voz vibrante—. Me alegra encontrarte mucho más recuperado de lo que esperaba. —Bajando el tono añadió, al mismo tiempo que le cogía una mano a Venetia—: ¡Qué contratiempo! No supe nada de lo ocurrido hasta que Ribble me lo ha contado, hace media hora. ¡Me he sentido conmocionado!

—¿Conmocionado por que me he caído del caballo? —dijo Aubrey—. Por Dios, Edward, no seas tan necio.

El rostro de Edward no se relajó, sino que se tensó aún más. No había exagerado su estado de ánimo: era evidente que se hallaba muy conmocionado. Al llegar a Undershaw, había recibido la alarmante noticia de que Aubrey había sufrido un grave accidente, lo que le había hecho temer lo peor. Y cuando Ribble lo había tranquilizado por esa parte, había tenido que encajarla noticia de que Aubrey se encontraba en casa de Damerel, y que su hermana y la niñera estaban cuidándolo. Lo indecoroso de la circunstancia lo había dejado perplejo; y aunque le habían explicado que Venetia no dormía en el priorato, no había podido evitar pensar que cualquier desastre (excepto, quizá, la muerte de Aubrey) habría resultado menos dañino que el que Venetia se hallara atrapada en compañía de un libertino cuyo estilo de vida había escandalizado North Riding durante años. Los peligros de su situación eran, en opinión de Edward, incalculables; y el peor de todos radicaba en la probabilidad de que un hombre como Damerel confundiera la inexperiencia que llevaba a Venetia a comportarse con tanta precipitación con el descaro de una mesalina, y que eso lo impulsara a conducirse con ella de forma intolerable.

Edward, que era un hombre sensato, dudaba mucho de que Damerel pudiera ser tan imprudente y vil como para intentar seducir a una muchacha virtuosa y honrada. Sin embargo, sí temía que los modales francos y confiados de la joven, que él siempre había censurado, pudieran animarlo a pensar que acogería de buen grado sus insinuaciones; y por otra parte, las peculiares circunstancias en que vivía la joven le harían creer que ésta no contaba con más protector que un colegial lisiado.

Yardley tenía muy claro cuál era su deber, pero también sabía que el cumplimiento de ese cometido quizá reportara consecuencias desagradables a un hombre como él, de buen gusto y sensibilidad. Sin embargo, no se amilanó ante esa certeza: se armó de valor y se dirigió al priorato, no con el espíritu de caballero andante con que Oswald Denny habría acometido la tarea, sino inspirado por la determinación, propia de un hombre ponderado, de proteger la reputación de la dama cuya mano pensaba pedir. Si todo resultaba bien, esperaba hacerle entender a Venetia lo indecoroso de la situación; y sino, le haría comprender a Damerel las verdaderas circunstancias en que se hallaba la joven. Esa tarea no podía sino resultar desagradable a un hombre que se enorgullecía de su vida correcta y bien regulada; y cabía la posibilidad, si a Damerel le importaba tan poco como se aseguraba la opinión de la gente, que lo condujera a la clase de escándalo que Edward, por su carácter, prefería evitar. No carecía en absoluto de coraje, pero no abrigaba el menor deseo, fueran cuales fuesen las ofensas cometidas por el barón, de tener que enfrentarse a él una mañana temprano con una pistola y dieciocho metros de tierra entre ambos. Si las cosas llegaban a ese extremo, sería porque la audacia de Aubrey y la incorregible imprudencia de Venetia lo habrían obligado a ponerse en una situación de la que, como hombre de honor, no podía retirarse, aunque considerara que la joven Lanyon se merecía cualquier desgracia que pudiera acaecerle por traspasar las barreras del estricto decoro y dar a hombres como Damerel una noción falsa de su persona.

Así pues, no se encaminó con romántico ardor al priorato, sino con un sentimiento de ofensa y un temperamento exacerbado, más endurecido que aplacado por la necesidad de controlarse.

Su llegada casi había coincidido con la de Damerel, que había regresado de Thirsk. Tras desmontar del caballo y dejarlo en el establo, el barón se dirigió a zancadas hacia la entrada de la casa, con un paquete y la fusta bajo un brazo mientras iba quitándose los guantes. Al ver a Edward se detuvo en seco, sorprendido, y por unos instantes ambos quedaron mirándose en silencio, uno con expresión de gran recelo y el otro, de regocijo. Entonces el barón arqueó una ceja, y Edward dijo con aspereza:

—Lord Damerel, supongo.

Ésas eran las únicas palabras que había ensayado. A partir de ese momento, el encuentro tomó un sesgo muy diferente de aquel para el que Edward se había preparado.

—Sí, soy yo, y me temo que me lleva usted ventaja, pues me ha reconocido —contestó Damerel con desenvoltura—. Sin embargo, deduzco que debe de ser amigo del joven Lanyon. ¿Cómo está usted? —Y le tendió una mano sonriente, que Edward no tuvo más remedio que estrechar, un gesto amistoso que lo obligó a abandonar la formalidad que había decidido adoptar.

—¿Qué tal está? —saludó cortés, aunque no con simpatía—. Su deducción es correcta: soy amigo de Aubrey Lanyon. Un viejo amigo de la familia, más exactamente. Supongo que no sabrá usted mi nombre, pero me llamo Yardley, Edward Yardley, de Netherfold.

Pero se equivocaba. Damerel frunció un momento el ceño, y a continuación lo relajó y dijo:

—¿No están sus tierras unos kilómetros más allá de mi linde sudoeste? Sí, eso me parecía. —Y añadió, con su espontánea sonrisa—: Creo que voy progresando en mi conocimiento del vecindario. ¿Viene de visitar a Aubrey?

—Acabo de llegar ahora mismo. He venido de Undershaw, donde el mayordomo me ha informado de su desafortunado accidente. También me ha dicho que la señorita Lanyon estaba aquí.

—Ah, ¿sí? —repuso Damerel con indiferencia—. He pasado fuera toda la mañana, pero es muy probable. Si ha venido, debe de hallarse con su hermano. ¿Quiere usted subir?

—Gracias —repuso Edward con una leve cabezada—. Sí, me gustaría subir, siempre que Aubrey se encuentre en condiciones de recibir visitas.

—No creo que su visita lo perjudique en absoluto —replicó el barón conduciendo a Edward hacia el interior de la casa—. No está malherido, no se ha roto ningún hueso. Anoche envié a buscar a su médico, pero lo hice únicamente porque Aubrey me contó que tiene una cadera enferma. Está un poco dolorido, más Bentworth parece convencido de que si guarda un poco de reposo no hay que temer ninguna consecuencia. Y después de que el joven Lanyon descubriera la existencia de mi biblioteca, comprendí que no iba a resultar en absoluto difícil retenerlo aquí.

Damerel había hablado con un deje de humor; en cambio, no había ni rastro de alborozo en el tono de Edward cuando replicó:

—Sí, Aubrey se pasa la vida leyendo.

El barón se dirigió hacia la chimenea de piedra, junto a la que colgaba el tirador con flecos de una campanilla, y tiró de él al tiempo que echaba una ojeada a Edward. Aunque sus ojos brillaban maliciosos, se limitó a decir:

—Supongo que usted lo conoce demasiado bien para que le sorprendan el alcance y la intensidad de su notable inteligencia. Yo, en cambio, tras pasar unas horas anoche en su compañía (mi olvidadizo y ¡ay! indolente cerebro tenía que trabajar a toda máquina para seguir sus penetrantes análisis de textos polémicos), me retiré convencido de que lo que amenazaba al chico no era su pierna inutilizada, sino un cerebro aturullado.

—¿Tan inteligente lo considera? —preguntó Edward, muy sorprendido—. Muchas veces he pensado que a Aubrey le faltaba hasta sentido común. Pero yo tampoco soy ningún ratón de biblioteca.

—¡Ah, no! ¡Yo tampoco creo que tenga ni pizca de sentido común!

—Confieso que me apena que Aubrey no tuviera el suficiente para no montar un caballo que no podía dominar —prosiguió Edward esbozando una sonrisa—. Ya le advertí lo que podía pasar la primera vez que vi ese zaino. Es más, le rogué encarecidamente que no intentara montarlo.

—¿En serio? —dijo Damerel con admiración—. ¿Y él no le hizo caso? ¡Eso me sorprende!

—Siempre ha estado muy consentido, lo que, por supuesto, era inevitable hasta cierto punto dado su carácter enfermizo; pero por la clase de educación que ha recibido, le han dejado hacer las cosas a su manera hasta más allá de lo que es adecuado —explicó Edward esforzándose en precisar las circunstancias de los Lanyon—. Su padre, el difunto sir Francis Lanyon, a quien en muchos aspectos se consideraba un hombre digno de estima, era un excéntrico.

—Eso me ha contado la señorita Venetia. Supongo que debía de ser un personaje peculiar, pero no vamos a discutir por los matices léxicos.

—No me gusta hablar mal de los difuntos —perseveró Edward—, pero hacia sus hijos mostró una carencia casi total de interés y consideración. Lo lógico habría sido que hubiera proporcionado una carabina a su hija, por ejemplo, pero jamás lo hizo. Supongo que le habrá extrañado la libertad de que goza la señorita Lanyon y, sin conocer sus circunstancias, lo habrá sorprendido que le permitieran salir sola de su casa.

—Me habría extrañado, sin duda, si la hubiera conocido hace unos años, cuando todavía era una niña —respondió Damerel con frialdad y volviéndose ante la aparición de Imber en el recibidor—. Éste es el señor Yardley, Imber. Ha venido a visitar a nuestro impedido invitado. Acompáñelo arriba y entregue este paquete de hilas a la señora Priddy, por favor —dijo haciéndole una seña con la cabeza a Edward para que siguiera al mayordomo, y a continuación se retiró en uno de los salones contiguos al recibidor.

Edward había subido tras Imber la escalera, ancha y de peldaños bajos, debatiéndose entre el alivio al ver que Damerel parecía indiferente a Venetia y el enojo por el desenfado con que lo habían despachado.

En general, el señor Yardley ignoraba la frecuente mala educación del joven Lanyon, pero que tuviera la desfachatez de llamarlo necio lo ofendió tanto que tuvo que reprimir un comentario cortante. Nunca se precipitaba al hablar, así que tras un instante, contestó con comedimiento:

—Permíteme recordarte, Aubrey, que si no fueras tan temerario, este desafortunado accidente no se habría producido.

—A fin de cuentas no ha sido tan desafortunado —intervino Venetia—. ¡Qué amable has sido viniendo a ver cómo se encontraba mi hermano!

—Debo considerar desafortunado, por no decir algo peor, cualquier accidente que te coloque a ti en una situación violenta —replicó Edward.

—¡Oh, te preocupes por eso! —lo tranquilizó la joven—. Preferiría que Aubrey estuviera en casa, desde luego, pero puedo venir a visitarlo a diario, y sospecho que él no tiene ningún interés en volver a casa. He de decirte, Edward, que Damerel ha sido sumamente cordial con mi hermano, y que ha demostrado una gran amabilidad al permitir que la niñera lo ordenara todo como se le antojara. ¡Ya conoces a Nana!

—Sí, no niego que le estáis muy agradecidos a lord Damerel —replicó Edward con gravedad—, pero no esperarás que no vea esa deuda como algo perjudicial cuyas consecuencias, me temo, podrían resultar desastrosas.

—¿Qué consecuencias? Supongo que estarás dispuesto a decirme a qué te refieres, porque te aseguro que no tengo ni la menor idea. La única consecuencia que veo es que hemos entablado una agradable nueva amistad y comprobado que el Barón Malvado es mucho menos malo de lo que la gente dice.

—A pesar de que tengo muy presente tu desconocimiento del mundo, Venetia, no puedes ignorar el peligro que supone que te relaciones con un hombre de la reputación de lord Damerel. No me interesa en absoluto hacerme amigo suyo, y en tu caso (que es mucho más delicado), todo desaconseja que te relaciones con él.

Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?—murmuró Aubrey despiadadamente.

—Si quieres que te entienda, Aubrey —dijo Edward, mirándolo—, me temo que tendrás que hablarme en inglés. Comprenderás que, a estas alturas, no voy a dármelas de erudito.

—Entonces pronunciaré una frase más corta que sí estás capacitado para traducir: Non amo te, Sabidi!

—¡Aubrey, te lo ruego! —terció Venetia—. Es una tontería, y enfadarse por ello es sumamente absurdo. Edward sólo está molesto por lo que considera una falta de decoro. Igual que Damerel, permíteme que te lo diga. Porque cuando has ofendido a la pobre Nana hasta el punto de que ha amenazado con marcharse, querido, ¿qué esperabas que hiciera él sino pedirle que permaneciera aquí para salvaguardar mi reputación? ¡Cualquiera diría que soy una mocosa recién salida del aula!

—¿En lugar de una mujer formal de mediana edad? —intervino Edward con expresión más relajada y esbozando una sonrisa—. Lord Damerel tenía razón, y he de reconocer que eso mejora la opinión que me había formado de él. Pero me gustaría que pusieras fin a tus visitas a Aubrey. No está tan malherido como para necesitar tus atenciones, y si sólo vienes a entretenerlo… Mira, muchacho, por mucho que te ofenda debo decir que creo que mereces que te dejen para que te entretengas solo. Si hubieras escuchado los consejos de las personas mayores y más sensatas que tú, nada de esto habría pasado. Nadie lamenta más que yo la invalidez que hace tan imprudente (me atrevería a decir temerario) que intentes montar un caballo tan testarudo como ese zaino tuyo. Te lo dije desde el principio, pero…

—¿Acaso crees que Rufus se desbocó? —lo interrumpió Aubrey mirándolo con encendido desprecio—. ¡Pues te equivocas! La verdad es que lo hice caer. Fue una torpeza por mi parte totalmente al margen de mi invalidez. Soy muy consciente de ello, no necesito que me lo restrieguen por las narices.

—Al menos lo reconoces —precisó Edward con una risita indulgente—. O todo o nada, ¿eh? Bueno, no quiero regañarte. Confiemos en que tu caída te haya enseñado la lección que no quisiste aprender de mí.

—Sí, es muy probable. Nunca me ha interesado aprender nada de ti, Edward —saltó Aubrey—. Además de tu cautela, podría haber adquirido tus manos. Quod avertat Deus!

—¿Puedo pasar? —dijo alegremente Damerel entrando en la habitación—. ¡Ah, señorita Lanyon! ¡A sus pies! —Miró a Venetia un instante y prosiguió con desenvoltura—: Le he pedido a Marston que le sirva el almuerzo aquí para que pueda acompañar a Aubrey, y quería preguntarle si tomará té con él, además de llevarme a su visita para que almuerce conmigo. —Sonrió a Edward y añadió—: Será un placer que me acompañe, Yardley.

—Es usted muy amable, lord Damerel, pero no suelo comer a estas horas —contestó Edward con rigidez.

—Entonces venga a tomar una copa de jerez —propuso Damerel con gran afabilidad—. Dejaremos a nuestro descortés inválido en manos de su hermana y su niñera. ¡Sí, eso será lo mejor! Pues la señora Priddy, que ya tiene a su disposición gran cantidad de hilas, va a descender sobre él armada con ungüentos, compresas y lociones, y usted y yo, querido amigo, no pintamos nada aquí.

Edward estaba indignado, pero, según se habían planteado las cosas, no le quedaba más remedio que irse.

—Sí, Edward. Vete, por favor —le rogó Venetia con toda franqueza, animándolo a marcharse—. Ya sé que tienes buenas intenciones, pero no quiero que Aubrey se enoje. Todavía no está recuperado del todo, y el doctor Bentworth hizo hincapié en que debíamos dejarlo descansar.

Aunque Edward quería decir que no era su intención enojar a Aubrey, su desvelo moralizador lo llevó a señalar que el muchacho se equivocaba al enfadarse porque alguien que sólo pensaba en su bien considerara que su deber era reprenderlo. Sin embargo, cuando todavía no había terminado su discurso, Venetia, al darse cuenta de que su hermano se incorporaba con dolor apoyándose en un codo, lo interrumpió precipitadamente:

—Sí, sí. No importa. Vete, por favor —suplicó, empujándolo hacia la puerta, que Damerel sujetaba. Edward deseaba acompañar a la joven a Undershaw, pero antes de que pudiera ofrecerse lo habían echado de la habitación y el barón estaba cerrando la puerta tras él diciendo en tono consolador:

—El chico está bastante magullado.

—¡Espero que aprenda la lección!

—Supongo que lo hará.

—¡Ay! —exclamó Edward y soltó una risotada—. Ojalá se diera cuenta de que su sufrimiento es consecuencia del empecinamiento en montar caballos que no puede controlar. En mí opinión, es sumamente imprudente que monte cualquier tipo de caballo, porque con esa pierna débil…

—Pero si no lo hiciera, sería una criatura blandengue —replicó Damerel—. ¿Conoce usted a algún joven de su edad que considere la prudencia una virtud?

—Suponía que, sabiendo qué consecuencias puede tener para él una caída… ¡Pero siempre hace lo mismo! No acepta las críticas, se enfurece en cuanto se lo reprende. Le aseguro que no lo envidio por tenerlo a su cuidado.

—No tema, yo no pienso criticarlo. A fin y al cabo, no tengo ningún derecho a hacerlo.

Edward no replicó y, mientras bajaba la escalera, se limitó a decir con un deje de aspereza:

—No sé cuándo piensa volver la señorita Lanyon a Undershaw. Me gustaría acompañarla y tenía intención de proponérselo.

—Me temo que yo también lo ignoro —repuso Damerel con aire grave y reprimiendo una sonrisa—. ¿Quiere que se lo pregunte?

—No, no tiene importancia, gracias. Supongo que no se separará de Aubrey hasta que lo haya sacado de su enfurruñamiento. ¡Aunque le convendría que su hermana se marchara!

—Querido amigo, si considera que el mozo de la señorita Lanyon no es suficientemente válido como escolta, le ruego que se quede aquí todo el tiempo que considere oportuno. Yo mismo me ofrecería a acompañarla en lugar de usted, pero quizá esté ocupado y no pueda, y reconozco que no lo consideraba necesario. Sin embargo, si usted cree que…

—¡No, no! Era sólo… Pero si está aquí su mozo, no hay necesidad de que me quede. Es usted muy amable, mas tengo muchos asuntos que atender, y ya he perdido demasiado tiempo.

Edward se despidió formalmente, rechazando los refrigerios que le ofrecía el barón, pero expresando en términos muy precisos su agradecimiento por la amabilidad mostrada por Aubrey y su esperanza de que pronto fuera posible liberar a lord Damerel de carga tan pesada.

El barón lo escuchó con educación, pero con un inquietante brillo en los ojos.

—¡No, si Aubrey no supone ninguna carga para mí! —exclamó con el mismo tono desenfadado que ya ofendiera a Edward. Y tras saludar con la mano, casi antes de que Yardley hubiera puesto el pie en los estribos, entró en la casa y subió a la habitación de Aubrey.

* * *


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