Dentro de la bola de nieve del escritorio de mi padre había un pingüino con una bufanda a rayas rojas y blancas. Cuando yo era pequeña, mi padre me sentaba en






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James y el melocotón gigante, y el edificio era como la casa de sus tíos. Enorme, oscuro y victoriano. En el tejado había una especie de plataforma con balaustrada. Por un momento, mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, me pareció ver una larga hilera de mujeres de pie en la plataforma, señalándome. Pero enseguida vi algo más. Unos cuervos se habían posado en hilera con ramitas retorcidas en los picos. Cuando me levanté para ir a mi dúplex, emprendieron el vuelo y me siguieron. ¿Me había visto realmente mi hermano o no era más que un niño pequeño diciendo bonitas mentiras?

8

Durante tres meses, el señor Harvey soñó con edificios. Vio una parte de Yugoslavia donde las viviendas con techo de paja construidas sobre pilotes dejaban pasar torrentes de agua que corrían por debajo. Encima de él había un cielo azul. A lo largo de los fiordos y en el oculto valle de Noruega vio iglesias de madera cuyas vigas habían sido talladas por constructores de barcos vikingos: dragones y héroes locales hechos de madera. Pero el que más a menudo aparecía en sus sueños era una catedral de Vologda: la iglesia de la Transfiguración. Y fue ese sueño, su favorito, el que tuvo la noche de mi asesinato y las noches que siguieron hasta que regresaron los demás. Los sueños «en movimiento», los de las mujeres y las niñas.

Yo podía retroceder en el tiempo hasta ver al señor Harvey en los brazos de su madre, mirando por encima de una mesa cubierta de cristales de colores. Su padre los clasificaba en montones por forma y tamaño, anchura y peso. Con sus ojos de joyero examinaba con detenimiento cada muestra en busca de grietas y desperfectos. Y George Harvey volvía su atención a la única joya que colgaba del cuello de su madre, una gran pieza ovalada de ámbar engastada en plata dentro de la cual había una mosca entera en perfecto estado.

«Constructor» era todo lo que decía el señor Harvey de pequeño. Luego dejó de responder a la pregunta de en qué trabajaba su padre. ¿Cómo iba a decir que trabajaba en el desierto y construía cabañas con cristales rotos y madera vieja? Le explicaba a George Harvey lo que distinguía a un buen edificio, y cómo asegurarte de que construías cosas que iban a durar.

De modo que eran los viejos cuadernos de bocetos de su padre lo que miraba el señor Harvey cuando regresaban los sueños en movimiento. Se sumergía en las imágenes de otros lugares y otros mundos, esforzándose por querer lo que no quería. Y luego empezaba a soñar con su madre la última vez que la había visto, corriendo a través de un campo a un lado de la carretera. Iba vestida toda de blanco, con unos pantalones ceñidos blancos y una camiseta blanca de cuello de barco. Su padre y ella habían discutido por última vez en el coche caldeado a las afueras de Truth or Consequences, Nuevo México, y luego él la había obligado a bajarse del coche. George Harvey se había quedado totalmente inmóvil en el asiento trasero, con los ojos como platos y más petrificado que asustado, observándolo todo como lo hacía entonces, a cámara lenta. Ella había corrido sin parar hasta que su cuerpo blanco, delgado y frágil había desaparecido mientras su hijo aferraba el collar de ámbar que ella se había arrancado del cuello para dárselo. Su padre se había quedado mirando la carretera. «Ya se ha ido, hijo —había dicho—. No volverá.»

9

Mi abuela llegó la víspera de mi funeral con su habitual estilo. Le gustaba alquilar limusinas y venir del aeropuerto bebiendo champán envuelta en lo que llamaba su «grueso y fabuloso animal», un abrigo de visón que se había comprado de segunda mano en el mercadillo de la iglesia. Mis padres no la habían invitado sino más bien incluido, por si quería estar presente. A finales de enero, el director Caden había propuesto la idea. «Será bueno para sus hijos y para todos los alumnos del colegio», había dicho, y se había encargado de organizar la ceremonia en nuestra iglesia. Mis padres se comportaban como sonámbulos respondiendo a sus preguntas afirmativamente, asintiendo con la cabeza a flores o altavoces. Cuando mi madre se lo mencionó a su madre por teléfono, se sorprendió al oír las palabras:

—Voy a ir.

—Pero no tienes por qué hacerlo, madre.

Hubo un silencio en el extremo de la línea de mi abuela.

—Abigail —dijo—, es el funeral de Susan.

La abuela Lynn hacía avergonzar a mi madre al empeñarse en pasear con sus gastadas pieles por el vecindario, y al haber asistido en una ocasión a una fiesta de la urbanización muy maquillada. No paró de hacer preguntas a mi madre hasta tener localizados a todos los asistentes: si había visto sus casas por dentro, en qué trabajaba el marido, qué coches tenían. Hizo un grueso catálogo de los vecinos, lo que era una manera, ahora me doy cuenta, de intentar entender mejor a su hija. Un mal calculado dar vueltas, un triste baile sin pareja.

—¡Jacky! —dijo mi abuela al acercarse a mis padres, que estaban en el porche delantero—, ¡necesitamos un trago fuerte! —Entonces vio a Lindsey escabullirse escaleras arriba para ganar unos pocos minutos antes de los saludos de rigor—. Los niños me odian —dijo, y se le heló la sonrisa de dentadura perfecta y blanca.

—Madre —dijo mi madre, y yo quise zambullirme en los océanos llenos de pérdida de sus ojos—. Estoy segura de que Lindsey sólo ha ido a ponerse presentable.

—¡Algo imposible en esta casa! —dijo mi abuela.

—Lynn —dijo mi padre—, esta casa ha cambiado desde la última vez que estuviste aquí. Te serviré una copa, pero te pido que la respetes.

—Tan encantador como siempre, Jack —dijo mi abuela.

Cogió el abrigo de mi abuela. Habían encerrado a Holiday en el estudio de mi padre en cuanto Buckley había gritado desde su puesto en la ventana del piso de arriba: «¡La abuela!». Mi hermano alardeaba delante de Nate o de quien lo escuchara de que su abuela tenía los coches más grandes del mundo entero.

—Estás muy guapa, madre —dijo mi madre.

—Mmm... —y cuando mi padre no podía oírla, mi abuela preguntó—: ¿Cómo está él?

—Lo estamos sobrellevando, pero es duro.

—¿Sigue murmurando cosas sobre el hombre que lo ha hecho?

—Sigue creyendo que fue él, sí.

—Os demandarán, ¿lo sabes? —dijo ella.

—No se lo ha dicho a nadie aparte de la policía.

No sabían que mi hermana estaba sentada en lo alto de la escalera.

—Y no debe hacerlo. Comprendo que necesite echarle la culpa a alguien, pero...

—Lynn, ¿seven and seven o martini? —preguntó mi padre regresando al vestíbulo.

—¿Qué vas a tomar tú?

—Estos días no bebo, la verdad —respondió mi padre.

—Ése es tu problema. Ya voy yo. ¡No tenéis que decirme dónde están las bebidas fuertes!

Sin su grueso y fabuloso animal, mi abuela era como un palillo. «Pasar hambre» era como lo llamó cuando me consoló a los once años. «Tienes que pasar hambre, cariño, antes de que se te asienten demasiado tiempo las carnes. Las carnes infantiles son sinónimo de fealdad.» Ella y mi madre habían discutido sobre si yo era lo bastante mayor para tomar benzedrina; «su salvador personal», lo llamaba ella, como cuando decía: «¿Le ofrezco a tu hija mi salvador personal y tú se lo niegas?».

Cuando yo vivía, todo lo que hacía mi abuela estaba mal. Pero sucedió algo extraño cuando llegó ese día en su limusina alquilada, abrió la puerta de nuestra casa y entró sin llamar. Con toda su odiosa elegancia estaba trayendo de nuevo la luz.

—Necesitas ayuda, Abigail —dijo después de comer la primera comida de verdad que mi madre había cocinado desde mi desaparición.

Mi madre se quedó perpleja. Se había puesto sus guantes azules y llenado el fregadero de agua jabonosa, y se disponía a lavar los platos. Lindsey iba a secarlos. Suponía que su madre pediría a Jack que le sirviera su copa de después de comer.

—Eres muy amable, madre.

—No tiene importancia —dijo ella—. Voy corriendo por mi bolsa mágica.

—Oh, no —oí decir a mi madre en un susurro.

—Oh, sí, la bolsa mágica —dijo Lindsey, que no había abierto la boca en toda la comida.

—¡Por favor, madre! —protestó mi madre cuando volvió la abuela Lynn.

—Muy bien, niños, quitad la mesa y traed aquí a vuestra madre. Voy a maquillarla.

—Estás loca, madre. Tengo que lavar todos estos platos.

—Abigail —dijo mi padre.

—Ah, no. Puede que a ti te incite a beber, pero a mí no se me va a acercar con todos esos instrumentos de tortura.

—No estoy bebido —replicó él.

—Pues estás sonriendo —dijo mi madre.

—Demándalo entonces —dijo la abuela Lynn—. Buckley, coge a tu madre de la mano y arrástrala hasta aquí.

Mi hermano la complació. Le divertía ver a su madre recibir órdenes.

—¿Abuela Lynn? —preguntó Lindsey con timidez.

Buckley conducía a mi madre a una silla de la cocina que mi abuela había colocado delante de ella.

—¿Qué?

—¿Puedes enseñarme a maquillar?

—¡Cielo santo, alabado sea el Señor, sí!

Mi madre se sentó y Buckley se subió a su regazo.

—¿Qué te pasa, mamá?

—¿Estás riéndote, Abbie? —Mi padre sonrió.

Así era. Reía y lloraba a la vez.

—Susie era una buena chica, cariño —dijo la abuela Lynn—. Como tú. —No hizo ninguna pausa—. Ahora, levanta la barbilla y deja que eche un vistazo a esas bolsas que tienes debajo de los ojos.

Buckley se bajó y se sentó en una silla.

—Esto es un rizador de pestañas, Lindsey —instruyó la abuela—. Todo esto se lo enseñé a tu madre.

—Clarissa tiene uno —dijo Lindsey.

Mi abuela colocó los extremos de goma del rizador a cada lado de las pestañas de mi madre, y ésta, sabiendo cómo funcionaban, alzó los ojos.

—¿Has hablado con Clarissa? —preguntó mi padre.

—La verdad es que no —dijo Lindsey—. Siempre está con Brian Nelson. Se han saltado suficientes clases para que los expulsen tres días.

—No esperaba eso de Clarissa —dijo mi padre—. Tal vez no fuera la manzana más sana del cesto, pero nunca se metía en líos.

—Cuando me la cruzo apesta a marihuana.

—Espero que no te dé por eso —dijo la abuela Lynn. Apuró su seven and seven y dejó el vaso en la mesa con un golpe—. ¿Ves, Lindsey, cómo las pestañas rizadas hacen más grandes los ojos de tu madre?

Lindsey trató de imaginar sus propias pestañas, pero en su lugar vio las pobladas y brillantes pestañas de Samuel Heckler cuando acercó la cara a la suya para besarla. Se le dilataron las pupilas, palpitando con ferocidad de color oliva.

—Me dejas sin habla —dijo la abuela, y se puso en jarras, con los dedos de una mano todavía enganchados en el rizador.

—¿Qué?

—Lindsey Salmón, tú tienes novio —dijo la abuela, anunciándolo a los presentes.

Mi padre sonrió. De pronto le caía bien la abuela Lynn. A mí también.

—No —replicó Lindsey.

Mi abuela estaba a punto de hablar cuando mi madre susurró:

—Sí lo tienes.

—Dios te bendiga, cariño —dijo mi abuela—, debes tener novio. En cuanto acabe con tu madre voy a hacerte el magnífico tratamiento de la abuela Lynn. Jack, prepárame un apéritif.

—Un apéritif es algo que... —empezó mi madre.

—No me contradigas, Abigail.

Mi abuela agarró una trompa. Dejó a Lindsey como un payaso, o como mi abuela dijo para sí: «Una ramera de la mejor clase». Mi padre acabó lo que ella describió como «sutilmente embriagado». Lo más asombroso es que mi madre se fue a la cama dejando los platos en el fregadero.

Mientras todos dormían, Lindsey se observó en el espejo del cuarto de baño. Se quitó parte del colorete, se frotó los labios y recorrió con los dedos las partes hinchadas y recién depiladas de sus cejas anteriormente pobladas. En el espejo vio algo diferente que yo también vi: una adulta capaz de valerse por sí misma. Debajo del maquillaje estaba la cara que ella siempre había identificado como suya hasta que en poco tiempo se había convertido en una cara que hacía pensar a la gente en mí. El lápiz de labios y el delineador de ojos habían definido el contorno de sus facciones, que estaban en su cara como piedras preciosas importadas de algún lugar lejano donde los colores eran más intensos que los que se habían visto alguna vez en nuestra casa. Era cierto lo que decía nuestra abuela: el maquillaje hacía resaltar el azul de sus ojos. Las cejas depiladas le cambiaban la forma de la cara. El colorete le marcaba los pómulos («Esos pómulos que nunca está de más marcar», señaló mi abuela). Y los labios... Practicó sus expresiones faciales. Hizo un mohín, besó, sonrió de oreja a oreja como si ella también se hubiera tomado un cóctel, y bajó la mirada y fingió rezar como una niña buena, pero miró con un ojo para verse la cara de buena. Luego se fue a la cama y durmió boca arriba para no estropear su nueva cara.

La señora Bethel Utemeyer era la única persona muerta que habíamos visto mi hermana y yo. Se vino a vivir con su hijo a nuestra urbanización cuando yo tenía seis años y Lindsey cinco.

Mi madre decía que había perdido parte del cerebro y que a veces se marchaba de su casa y no se sabía adonde iba. A menudo terminaba en nuestro patio delantero, debajo del cornejo, mirando hacia la calle como si esperara un autobús. Mi madre la invitaba a sentarse en nuestra cocina y preparaba té para las dos, y después de calmarla, llamaba a su hijo para decirle dónde estaba. A veces no había nadie en casa, y la señora Utemeyer se sentaba a nuestra mesa de la cocina y se quedaba mirando el centro durante horas. Se quedaba allí hasta que volvíamos del colegio. Sentada, nos sonreía. A menudo llamaba a Lindsey «Natalie», y alargaba una mano para acariciarle el pelo.

Cuando murió, su hijo animó a mi madre a que nos llevara a Lindsey y a mí al funeral. «Mi madre parecía tener un cariño especial a sus hijas», escribió.

—Si ni siquiera sabía cómo me llamaba, mamá —gimoteó Lindsey mientras nuestra madre abotonaba el infinito número de botones redondos del abrigo de Lindsey. «Otro regalo poco práctico de la abuela Lynn», pensó mi madre.

—Al menos te llamaba de alguna manera —dijo.

Era después de Semana Santa y había habido una ola de calor primaveral.

Toda la nieve del invierno se había fundido menos la más obstinada, y en el cementerio de la iglesia donde se celebraba el funeral de la señora Utemeyer todavía se aferraba a la base de las lápidas mientras cerca asomaban los primeros ranúnculos.

La iglesia era lujosa. «De un católico subido», había dicho mi padre en el coche. Y a Lindsey y a mí nos pareció muy gracioso. Mi padre no había querido ir, pero mi madre estaba tan embarazada de Buckley que no cabía detrás del volante. Estaba tan incómoda la mayor parte del tiempo que evitábamos estar cerca de ella por temor a que nos sometiera a su servidumbre.

Pero su embarazo le permitió escapar de algo sobre lo que Lindsey y yo hablamos sin parar durante semanas y con lo que soñamos hasta mucho tiempo después: la visión del cadáver. Yo veía que mis padres no querían que ocurriera, pero el señor Utemeyer vino derecho a nosotras dos en cuanto llegó el momento de desfilar por delante del ataúd.

—¿A cuál de las dos llamaba Natalie? —preguntó.

Nos quedamos mirándolo. Yo señalé a Lindsey.

—Me gustaría que os acercarais a decirle adiós —dijo. Olía a un perfume más dulzón que el que se ponía a veces mi madre, y el punzante olor en la nariz, junto con la sensación de verme excluida, me dieron ganas de llorar—. Ven tú también —me dijo, alargando una mano para que lo escoltáramos por el pasillo.

No era la señora Utemeyer. Era otra persona. Pero, al mismo tiempo, sí que era la señora Utemeyer. Traté de clavar la mirada en los brillantes anillos dorados de sus dedos.

—Madre —dijo el señor Utemeyer—, te he traído a la niña a la que llamabas Natalie.

Lindsey y yo reconocimos más tarde que habíamos esperado que la señora Utemeyer hablara, y que habíamos decidido, cada una por su cuenta, que si lo hacía íbamos a cogernos de la mano y echar a correr como locas.

Un par de insoportables segundos después todo terminó y él volvió a dejarnos con nuestros padres.

No me sorprendí mucho la primera vez que vi a la señora Bethel Utemeyer en el cielo, ni me chocó cuando Holly y yo la encontramos paseando cogida de la mano de una niña pequeña y rubia que nos presentó como su hija, Natalie.

La mañana de mi funeral, Lindsey se quedó todo lo que pudo en su habitación. No quería que mi madre viera que seguía maquillada hasta que fuera demasiado tarde para hacer que se lavase la cara. Se había convencido también de que no pasaba nada si cogía un vestido de mi armario. Que a mí no me importaría.

Pero era extraño verlo.

Abrió la puerta de mi habitación, una cámara acorazada que hacia el mes de febrero era visitada cada vez más a menudo, aunque nadie, ni mi madre ni mi padre ni Buckley ni Lindsey, confesaba haber entrado o cogido cosas que no tenían pensado devolver. Hacían la vista gorda a los rastros que dejaban todos los que iban a verme allí y echaban la culpa de cualquier alteración a
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