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Philadelphia Inquirer. Que saliera y, si lo hacía, que lo saludara con la mano. No tenía ni que sonreír, y ella raras veces lo hacía fuera de su casa; eran sus ojos, su figura de bailarina, la forma en que parecía deliberar sobre el menor movimiento de su cuerpo. Cuando la policía había ido, habían entrado dando traspiés en el vestíbulo oscuro en busca de un asesino, pero antes de que Ray llegara a lo alto de las escaleras, Ruana los había confundido de tal modo que aceptaron una taza de té y se sentaron en cojines de seda. Habían esperado que ella incurriera en el parloteo que esperaban de todas las mujeres atractivas, pero ella se limitó a erguirse aún más mientras ellos se esforzaban encarecidamente por congraciarse con ella, y se quedó de pie, muy tiesa, junto a las ventanas mientras ellos interrogaban a su hijo. —Me alegro de que Susie tuviera como amigo a un buen chico —dijo mi padre—. Quisiera agradecérselo a su hijo. Ella sonrió, sin enseñar los dientes. —Le escribió una nota de amor —añadió él. —Sí. —Ojalá hubiera sabido lo suficiente para hacer lo mismo —dijo él—. Para decirle que la quería ese último día. —Sí. —Su hijo, en cambio, lo hizo. —Sí. Se miraron un momento. —La policía debe de haber enloquecido con usted —dijo él, y sonrió más para sí que para ella. —Vinieron a acusar a Ray —dijo ella—. No me preocupó lo que pensaran de mí. —Imagino que ha sido muy duro para él —dijo mi padre. —No, no voy a permitirlo —dijo ella con severidad, dejando la taza de nuevo en la bandeja—. No puede compadecer a Ray o a nosotros. Mi padre trató de balbucir unas palabras de protesta. Ella levantó una mano. —Usted ha perdido a una hija y ha venido aquí con algún propósito. Sólo le permitiré eso, pero no que intente ponerse en nuestro lugar, eso nunca. —No era mi intención ofenderla —dijo él—. Yo sólo... Volvió a alzar la mano. —Ray estará en casa dentro de veinte minutos. Yo hablaré antes con él para prepararlo, luego podrá hablar con él de su hija. —¿Qué he dicho? —Me gusta tener tan pocos muebles. Eso me permite pensar que algún día podríamos hacer las maletas e irnos. —Espero que se queden —dijo mi padre. Lo dijo porque le habían entrenado para ser educado desde una edad muy temprana, entrenamiento que me había transmitido, pero también lo dijo porque parte de él quería más de ella, de esa fría mujer que no era exactamente fría, esa roca que no era piedra. —Con todo el respeto —dijo ella—, usted ni siquiera me conoce. Esperaremos a Ray juntos. Mi padre había salido de casa en medio de una discusión entre Lindsey y mi madre. Esta había intentado convencer a Lindsey para que la acompañara a la YMCA a nadar. Sin pensarlo, Lindsey había bramado a voz en grito: «¡Antes me muero!». Mi padre había visto cómo mi madre se había quedado inmóvil y a continuación había estallado y huido a su habitación para llorar detrás de la puerta. El había metido sin decir nada su cuaderno en el bolsillo de su chaqueta, había cogido las llaves del coche del perchero que había junto a la puerta trasera y había salido con sigilo. En aquellos primeros meses, mis padres se movieron en direcciones opuestas. Cuando uno se quedaba en casa, el otro salía. Mi padre se quedaba dormido en la butaca verde de su estudio, y cuando se despertaba, entraba con cuidado en el dormitorio y se metía en la cama. Si mi madre tenía todas las sábanas, renunciaba a ellas y se hacía un ovillo, listo para saltar en cuanto lo avisaran, listo para cualquier cosa. —Sé quién la mató. —Se oyó a sí mismo decírselo a Ruana Singh. —¿Se lo ha dicho a la policía? —Sí. —¿Y qué le han dicho? —Dicen que de momento no hay nada que lo relacione con el crimen aparte de mis sospechas. —Las sospechas de un padre... —empezó a decir ella. —Tan convincentes como la intuición de una madre. Esta vez, a Ruana se le vieron los dientes al sonreír. —Vive en el vecindario. —¿Qué se propone hacer? —Estoy investigando todas las pistas —dijo mi padre, sabiendo cómo sonaba al decirlo. —Y mi hijo... —Es una pista. —Tal vez le asusta a usted demasiado el otro hombre. —Pero tengo que hacer algo —protestó él. —Volvemos a estar en las mismas, señor Salmón —dijo ella—. Me ha interpretado mal. No estoy diciendo que no haya hecho bien viniendo aquí. En cierto modo, es lo que debe hacer. Quiere encontrar algo tierno, algo emotivo en todo este asunto. Su búsqueda lo ha traído aquí. Eso está bien. Sólo me preocupa que no esté tan bien para mi hijo. —No quiero hacerle daño. —¿Cómo se llama el hombre? —George Harvey. —Era la primera vez que lo decía en voz alta a alguien que no fuese Len Fenerman. Ella guardó silencio y se levantó. Volviéndole la espalda, se acercó primero a una ventana y luego a la otra para descorrer las cortinas. Era la luz de después del colegio que tanto le gustaba. Buscó a Ray con la mirada y lo vio acercarse por la carretera. —Ya viene. Saldré a su encuentro. Si me disculpa, necesito ponerme el abrigo y las botas. —Se detuvo—. Señor Salmón, yo haría exactamente lo que está haciendo usted: hablaría con todo el mundo con quien necesitara hablar, no diría a mucha gente el nombre del individuo. Y cuando estuviera segura —añadió—, encontraría una manera silenciosa de matarlo. Él la oyó en el vestíbulo, el ruido metálico de perchas al descolgar su abrigo. Unos minutos después, la puerta se abrió y se cerró. Entró una fría brisa y a continuación vio en la carretera a una madre saludando a su hijo. Ninguno de los dos sonrió. Bajaron la cabeza. Movieron los labios. Ray encajó la noticia de que mi padre lo esperaba en su casa. Al principio, mi madre y yo pensamos que era sólo lo obvio lo que distinguía a Len Fenerman del resto de la policía. Era más menudo que los robustos agentes uniformados que solían acompañarlo. Luego estaban los rasgos menos obvios: que a menudo parecía estar ensimismado, y que no estaba para bromas y se ponía muy serio cuando hablaba de mí y de las circunstancias del caso. Pero al hablar con mi madre, Len Fenerman se había revelado como lo que era: un optimista. Creía que capturarían a mi asesino. —Tal vez no sea hoy ni mañana —dijo a mi madre—, pero algún día hará algo incontrolable. Hay demasiadas cosas incontroladas en sus costumbres para que no lo haga. Mi madre se quedó sola para atender a Len Fenerman hasta que mi padre volvió de casa de los Singh. En la mesa de la sala estaban los lápices de Buckley desparramados sobre el papel de la carnicería que le había dado mi madre. Buckley y Nate habían dibujado hasta que sus cabezas habían empezado a inclinarse como flores pesadas, y mi madre los había cogido en brazos, primero a uno y después al otro, y los había llevado al sofá. Dormían allí, uno en cada extremo, con los pies casi tocándose en el centro. Len Fenerman tenía suficiente experiencia para saber que debía hablar bajito, pero, según advirtió mi madre, no sentía mucha adoración por los niños. La observó mientras los cogía en brazos, pero no se levantó para ayudarla ni comentó nada sobre ellos como siempre hacían los demás policías, definiéndola por sus hijos, tanto vivos como muertos. —Jack quiere hablar contigo —dijo mi madre—. Pero seguramente estás demasiado ocupado para esperar. —No estoy demasiado ocupado. Vi cómo a mi madre se le caía un mechón de pelo negro de detrás de la oreja. Le suavizaba la cara. Vi que Len también lo veía. —Ha ido a casa del pobre Ray Singh —dijo ella, y volvió a colocarse el mechón caído. —Siento haber tenido que interrogarlo —dijo Len. —Sí —dijo ella—. Ningún chico joven sería capaz de... —No fue capaz de decirlo y él no la ayudó. —Tenía una coartada a toda prueba. Mi madre cogió uno de los lápices de encima del papel. Len Fenerman la observó dibujar monigotes. Buckley y Nate hacían ruiditos mientras dormían en el sofá. Mi hermano estaba acurrucado en posición fetal y un momento después se metió el pulgar en la boca. Era una costumbre que mi madre nos había dicho que entre todos debíamos ayudarle a abandonar. En esos momentos envidió su tranquilidad. —Usted me recuerda a mi mujer —dijo él tras un largo silencio durante el cual mi madre había dibujado un caniche anaranjado y lo que parecía un caballo azul sometido a una terapia de electroshock. —¿Tampoco sabe dibujar? —No era muy habladora cuando no había nada que decir. Pasaron unos minutos más. Un sol redondo y amarillo. Una casa marrón con flores en la puerta: rosas, azules y moradas. —Ha hablado en pasado. Los dos oyeron la puerta del garaje. —Murió poco después de que nos casáramos —dijo él. —¡Papá! —gritó Buckley, y se levantó de un salto, olvidando a Nate y a todos los demás. —Lo siento —le dijo ella a Len. —Yo también lo de Susie —dijo él—. De verdad. En la parte trasera de la casa, mi padre saludó a Buckley y a Nate con gran alborozo, pidiendo a gritos «¡Oxígeno!» como hacía siempre que nos abalanzábamos sobre él tras una dura jornada. Aunque sonaba falso, esos momentos en que se obligaba a levantar el ánimo por mi hermano eran los mejores del día. Mi madre miró fijamente a Len Fenerman mientras mi padre se dirigía al salón desde la parte trasera. Ve corriendo al fregadero, tenía ganas de decirle, y mira por el desagüe el interior de la tierra. Estoy allá abajo, esperando; estoy aquí arriba, observando. Len Fenerman había sido el primero en pedir a mi madre mi foto del colegio cuando la policía aún creía que era posible encontrarme con vida. La llevaba en su cartera con un montón de fotos más. Entre esos niños y desconocidos muertos estaba su mujer. Si el caso se había resuelto, escribía detrás de la foto la fecha de su resolución. Si seguía abierto, abierto en su cabeza aunque no lo estuviera en los archivos oficiales de la policía, la dejaba en blanco. Detrás de la mía no había nada escrito. Tampoco detrás de la de su mujer. —Len, ¿cómo está? —preguntó mi padre. Holiday se levantó y meneó la cola para que mi padre lo acariciara. —Tengo entendido que ha ido a visitar a Ray Singh —dijo Len. —Niños, ¿por qué no vais a jugar a la habitación de Buckley? —sugirió mi madre—. El detective Fenerman y papá necesitan hablar. 7 —¿La ves? —preguntó Buckley a Nate mientras subían la escalera con Holiday a la zaga—. Es mi hermana. —No —respondió Nate. —Se fue un tiempo, pero ahora sé que ha vuelto. ¡Carrera! Y los tres —dos niños y un perro— subieron a todo correr el resto de la larga curva de la escalera. Yo nunca me había permitido añorar a Buckley por miedo a que viera mi imagen en un espejo o en el tapón de una botella. Como todos los demás, trataba de protegerlo. —Es demasiado pequeño —le dije a Franny. —¿De dónde crees que salen los amigos imaginarios? Los dos niños se quedaron un momento sentados bajo el calco enmarcado de una lápida que colgaba al lado de la puerta de la habitación de mis padres. Era de una tumba de un cementerio de Londres. Mi madre nos había contado a Lindsey y a mí cómo mi padre y ella habían querido colgar cuadros en las paredes, y una anciana que habían conocido en su luna de miel les había enseñado a hacer calcos de lápidas en latón. Para cuando yo cumplí los diez años habían bajado al sótano la mayoría de los calcos, y las marcas que habían dejado en nuestras paredes de barrio residencial habían sido sustituidas por alegres grabados que pretendían estimular a los niños. Pero a Lindsey y a mí nos encantaban los calcos, sobre todo el que esa tarde tenían Nate y Buckley encima de sus cabezas. Lindsey y yo nos tumbábamos en el suelo debajo de él. Yo fingía que era el caballero que representaba y Holiday, el perro fiel, se acurrucaba a mis pies. Lindsey era la esposa que él había dejado atrás. Siempre acabábamos riendo a carcajadas, por muy serias que empezáramos. Lindsey le decía al caballero muerto que una esposa tenía que continuar viviendo, que no podía quedarse atrapada el resto de su vida por un hombre paralizado en el tiempo. Yo reaccionaba de manera tormentosa y enloquecida, pero nunca duraba mucho. Al final, ella describía a su nuevo amante: el gordo carnicero que le regalaba trozos de carne de primera calidad, el ágil herrero que le hacía ganchos. «Estás muerto, caballero —decía—. Es hora de seguir con mi vida.» —Anoche entró y me besó en la mejilla —dijo Buckley. —No lo hizo. —Sí lo hizo. —¿En serio? —Sí. —¿Se lo has dicho a tu madre? —Es un secreto —dijo Buckley—. Susie me ha dicho que aún no está preparada para hablar con ellos. ¿Quieres ver otra cosa? —Claro —dijo Nate. Los dos se levantaron para dirigirse al lado de la casa reservada para los niños, dejando a Holiday dormido bajo el calco. —Ven a ver esto —dijo Buckley. Estaban en mi habitación. Lindsey se había llevado la foto de mi madre. Después de pensárselo bien, también había vuelto en busca de la chapa de «Hippy-Dippy Says Love». —Es la habitación de Susie —dijo Nate. Buckley se llevó los dedos a los labios. Había visto a mi madre hacerlo cuando quería que nos estuviéramos callados, y ahora quería eso de Nate. Se tumbó boca abajo e hizo gestos a Nate para que lo siguiera, y se retorcieron como Holiday para abrirse paso entre las borras de polvo de debajo de mi cama hasta mi escondite secreto. En la tela que cubría la parte inferior de los muelles había un agujero, y era dentro de él donde yo guardaba las cosas que no quería que nadie viera. Tenía que protegerlo de Holiday o lo arañaría para intentar arrancar los objetos. Eso era exactamente lo que había ocurrido veinticuatro horas después de que yo desapareciera. Mis padres habían registrado mi habitación esperando encontrar una nota aclaratoria, y habían dejado la puerta abierta al salir. Holiday se había llevado el regaliz que yo guardaba allí. Desparramados debajo de mi cama estaban los objetos que yo había escondido, y Buckley y Nate sólo reconocieron uno. Buckley desenvolvió un viejo pañuelo de mi padre y allí estaba: la ramita ensangrentada y manchada. El año anterior se la había tragado un Buckley de tres años. Nate y él se habían dedicado a meterse piedras por la nariz en nuestro patio trasero, y Buckley había encontrado una ramita bajo el roble al que mi madre ataba un extremo de la cuerda de tender. Se la metió en la boca como si fuera un cigarrillo. Yo le observaba desde el tejado, al lado de la ventana de mi habitación, donde me había sentado a pintarme las uñas de los pies con el Brillo Morado de Clarissa y a leer Seventeen. Yo estaba perpetuamente encargada de vigilar a mi hermano pequeño. Lindsey no era lo bastante mayor, creían. Además, ella era un futuro cerebro, lo que significaba que gozaba de libertad para pasarse esa tarde de verano, por ejemplo, dibujando con todo detalle el ojo de una mosca en papel milimetrado con sus ciento treinta lápices de colores Prisma. Fuera no hacía demasiado calor, a pesar de que era verano, y me proponía dedicar mi encierro en casa a embellecerme. Había empezado por la mañana duchándome, lavándome el pelo y haciendo vahos. En el tejado me había secado el pelo al aire y me había puesto laca. Ya me había aplicado dos capas de Brillo Morado cuando una mosca se posó en el aplicador del frasco. Oí a Nate hacer ruidos desafiantes y amenazadores, y miré la mosca con los ojos entornados para distinguir todos los cuadrantes de sus ojos, que Lindsey coloreaba dentro de casa. Me llegaba una brisa que agitaba los flecos de los vaqueros contra mis muslos. —¡Susie! ¡Susie! —gritaba Nate. Bajé la vista y vi a Buckley tumbado en el suelo. Ése era el día que yo siempre explicaba a Holly cuando hablábamos de rescates. Yo lo creía posible; ella no. Me di la vuelta con las piernas en el aire y entré apresuradamente por la ventana abierta, colocando un pie en el taburete de la máquina de coser y el otro justo delante, en la alfombra a cuadros, y luego me puse de rodillas y salí disparada como una atleta que toma impulso en los tacos de salida. Eché a correr por el pasillo y me deslicé por la barandilla de la escalera, cosa que tenía prohibida. Llamé a Lindsey y luego me olvidé de ella, salí corriendo al patio trasero por el porche cubierto de tela metálica y salté la cerca del perro hasta el roble. Buckley se ahogaba y se sacudía. Lo cogí en brazos y, con Nate a la zaga, lo llevé al garaje, donde estaba el valioso Mustang de mi padre. Había visto a mis padres conducir, y mi madre me había enseñado a ir marcha atrás. Senté a Buckley en el asiento trasero y cogí las llaves de la maceta vacía donde las escondía mi padre, y me dirigí a toda velocidad al hospital. Me cargué el freno de mano, pero a nadie pareció importarle. «Si ella no hubiera estado allí, habría perdido a su hijo pequeño», había dicho más tarde el médico a mi madre. La abuela Lynn predijo que yo iba a tener una vida larga porque había salvado la de mi hermano. Como de costumbre, la abuela se equivocó. —¡Guau! —dijo Nate con la ramita en la mano, asombrado de cómo se había ennegrecido la sangre roja. —Sí —dijo Buckley. Se le revolvió el estómago al recordarlo. Qué doloroso había sido, y cómo habían cambiado las caras de los adultos alrededor de su enorme cama de hospital. Sólo las había visto tan serias en otra ocasión. Pero mientras estuvo en el hospital, los ojos de todos habían mostrado preocupación, y luego habían dejado de hacerlo, inundados de tanta luz y alivio que se había sentido arropado, mientras que ahora los ojos de nuestros padres se habían vuelto mates y no reflejaban nada. Ese día en el cielo me mareé. Volví dando tumbos al cenador y abrí los ojos de golpe. Estaba oscuro, y al otro lado había un edificio grande en el que nunca había estado. De pequeña había leído |