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Evening Bulletin y una taza de café. Al final de su jornada laboral estaba demasiado cansado hasta para hacer hipótesis. —Estupendo —dijo. —Tal vez todavía no está todo perdido. —Nunca lo está —dijo él. Cuando Ruth entró más tarde esa noche, tambaleándose y con los ojos soñolientos de la luz de la linterna y de los ocho More que se había fumado, su madre la recibió con una sonrisa y le dijo que tenía tarta de arándanos en la cocina. A Ruth le llevó unos días y cierta investigación no centrada en Susie Salmón averiguar por qué se había comido la tarta entera de una sentada. El aire de mi cielo a menudo olía a mofeta, sólo un poco. Era un olor que siempre me había entusiasmado en la Tierra. Cuando inhalaba, lo sentía a la vez que lo olía. Era el miedo y la fuerza del animal combinados para formar un fuerte y persistente olor almizclado. El cielo de Franny olía a tabaco puro de primera calidad. El de Holly olía a naranjas chinas. Me pasé días y noches enteras sentada en el cenador, observando. Veía cómo Clarissa se apartaba de mí y se volvía hacia el consuelo de Brian. Veía cómo Ruth la vigilaba tras una esquina cerca de la clase de ciencias del hogar o a la puerta de la cafetería, junto a la enfermería. Al principio, la libertad que tenía yo de ver todo el colegio era embriagadora. Observaba al ayudante del entrenador de fútbol dejar anónimamente bombones a la profesora de ciencias, que estaba casada, o a la líder de las animadoras tratando de atraer la atención del chico al que habían expulsado tantas veces de tantos colegios que hasta él había perdido la cuenta. Observaba cómo el profesor de arte hacía el amor con su novia en el cuarto del horno, y cómo el director miraba amorosamente al ayudante del entrenador de fútbol. Llegué a la conclusión de que ese ayudante era un semental en el mundo del colegio Kennet, aun cuando su mandíbula cuadrada me dejaba fría. Todas las noches, al volver al dúplex, pasaba por debajo de anticuadas farolas que había visto una vez en la obra de teatro Nuestra ciudad. Los globos de luz colgaban en un arco de un poste de hierro. Me había acordado de ellas porque cuando vi la obra con mi familia me parecieron bayas gigantes y pesadas llenas de luz. Me inventé un juego en el cielo que consistía en colocarme de tal modo que mi sombra recogiera las bayas al ir a mi casa. Después de observar a Ruth una noche, me encontré a Franny. La plaza estaba desierta, y las hojas empezaban a arremolinarse más adelante. Me quedé parada y la escudriñé; las arrugas de reír se arremolinaban alrededor de sus ojos y su boca. —¿Por qué estás temblando? —me preguntó. Y aunque el aire era húmedo y frío, no podía confesarle que era por eso. —No puedo evitar pensar en mi madre —respondí. Franny me cogió la mano izquierda entre las suyas y sonrió. Me entraron ganas de darle un beso en la mejilla o pedirle que me abrazara, pero en lugar de eso la observé alejarse, vi cómo su vestido azul desaparecía poco a poco. Yo sabía que ella no era mi madre; no podía mentirme a mí misma. Di media vuelta y regresé al cenador. Sentí cómo el aire húmedo se enroscaba alrededor de mis piernas y brazos, y me levantaba el pelo de manera casi imperceptible. Pensé en las telarañas por las mañanas, las pequeñas piedras preciosas de rocío atrapadas en ellas, y cómo con un ligero movimiento de muñeca las destruía sin pensar. La mañana de mi onceavo cumpleaños me había despertado muy temprano. No había nadie más levantado, o eso creí. Bajé la escalera sin hacer ruido y eché un vistazo al comedor, donde supuse que estarían mis regalos. Pero no había nada allí. La mesa estaba igual que el día anterior. Pero cuando me volví, lo vi encima del escritorio de mi madre de la sala de estar. El elegante escritorio cuya superficie siempre estaba despejada. «El escritorio de pagar facturas», como lo llamábamos. Entre papel de seda, pero todavía sin envolver, había una máquina de fotos: lo que yo había pedido con una nota gimoteante en la voz, tan convencida estaba de que no me la comprarían. Me acerqué a ella y la miré. Era una Instamatic, y junto a ella había tres carretes de fotos y un paquete de cuatro flashes cuadrados. Era mi primera máquina, mi primer equipo para convertirme en lo que quería ser de mayor: fotógrafa de la naturaleza. Miré alrededor. No había nadie. A través de las persianas delanteras que mi madre siempre dejaba medio entornadas —«Invitadoras pero discretas»—, vi a Grace Tarking, que vivía en la misma calle e iba a un colegio privado, andando con pequeñas pesas sujetas a los tobillos. Me apresuré a poner un rollo en la máquina y empecé a acechar a Grace Tarking como acecharía elefantes y rinocerontes, o eso imaginé, cuando fuera mayor. Si aquí me escondía detrás de persianas y ventanas, allí lo haría detrás de altos juncos. Fui sigilosa, o lo que entendía por furtiva, recogiéndome el bajo del camisón de franela con la mano libre. Seguí sus movimientos pasando de la sala de estar al vestíbulo, y entrando en el despacho del otro lado. Mientras observaba cómo su silueta se alejaba tuve una idea genial: saldría corriendo al patio trasero, desde donde podría observarla sin restricciones. De modo que salí corriendo a la parte trasera de la casa, y me encontré la puerta del porche abierta de par en par. Cuando vi a mi madre, me olvidé por completo de Grace Tarking. Ojalá pudiera explicarlo mejor, pero nunca la había visto tan quieta, en cierto modo tan ausente. Estaba al otro lado del porche cubierto de tela metálica, sentada en una silla plegable de aluminio que miraba al patio trasero. En la mano tenía un platito y en el platito su consabida taza de café. Esa mañana no había marcas de pintalabios en ella porque no había pintalabios hasta que se los pintaba para... ¿quién? Nunca me había hecho esa pregunta. ¿Mi padre? ¿Quién? Holiday estaba sentado cerca de la pila para pájaros, jadeando alegremente, pero no se fijó en mí. Observaba a mi madre, cuya mirada se prolongaba hasta el infinito. En ese momento no era mi madre, sino algo diferenciado de mi. Miré a esa persona a la que nunca había visto como nada más que mi madre, y vi la piel suave y como empolvada de su cara: empolvada sin maquillaje, suave sin ayuda de cosméticos. Juntos, sus cejas y ojos componían un cuadro. «Ojos de Océano», la llamaba mi padre cuando quería una de sus cerezas cubiertas de chocolate que ella tenía escondidas en el mueble bar como su capricho privado. Y de pronto entendí el nombre. Había creído que se debía a que eran azules, pero ahora me di cuenta de que eran insondables de una manera que me asustaba. Entonces tuve una reacción que no llegó a ser pensamiento desarrollado: que antes de que Holiday me viera y oliera, antes de que se evaporara la bruma del rocío que flotaba sobre la hierba y se despertara la madre que había dentro de ella, como hacía todas las mañanas, le haría una foto con mi nueva cámara. Cuando la casa Kodak me devolvió el carrete revelado en un pesado sobre especial, vi inmediatamente la diferencia. Sólo había una foto en la que mi madre era Abigail. Era la primera, la que le había hecho sin que se diera cuenta, antes de que el clic la sobresaltara y se convirtiera en la madre de la niña del cumpleaños, dueña del perro feliz, esposa del marido cariñoso y madre de nuevo de otra niña y un niño querido. Ama de casa. Jardinera. Vecina risueña. Los ojos de mi madre eran océanos y dentro de ellos había sensación de vacío. Pensé que tenía toda la vida para comprenderlos, pero ése fue el único día que tuve. Una sola vez la vi como Abigail en la Tierra, y dejé que regresara sin esfuerzo; mi fascinación se había visto contenida por mi deseo de que fuera esa madre y me arropara como esa madre. Estaba en el cenador, pensando en la foto, pensando en mi madre, cuando Lindsey se levantó en mitad de la noche y recorrió con sigilo el pasillo. La observé como a un ladrón dando vueltas por una casa en una película. Cuando hizo girar el pomo de mi habitación, supe que éste iba a ceder y que ella iba a entrar, pero ¿qué se proponía hacer allí? Mi territorio privado ya se había convertido en tierra de nadie en el centro de nuestra casa. Mi madre lo había dejado tal cual. Mi cama seguía deshecha, tal como yo la había dejado con las prisas de la mañana de mi muerte. Entre las sábanas y almohadas estaba mi hipopótamo floreado, junto con la ropa que había rechazado antes de decidirme por los pantalones amarillos de pernera ancha. Lindsey cruzó la suave alfombra, y acarició la falda azul marino y el chaleco de ganchillo rojo y azul enmarañados que habían sido rechazados con pasión. Cogió el chaleco y, extendiéndolo sobre la cama, lo estiró. Era feo y querido al mismo tiempo, me daba cuenta. Ella lo acarició. Lindsey recorrió el contorno de la bandeja dorada de encima de mi cómoda, llena de chapas de las elecciones y del colegio. Mi favorita era una chapa roja en la que se leía «Hippy-Dippy Says Love» que había encontrado en el aparcamiento, pero le había prometido a mi madre que no me la pondría. En esa bandeja yo guardaba un montón de chapas prendidas a una gigantesca bandera de fieltro de la Universidad de Indiana, donde había estudiado mi padre. Pensé que iba a robármelas o a llevarse un par para ponérselas, pero no lo hizo. Ni siquiera las cogió. Sólo recorrió con un dedo todo lo que había en la bandeja. Luego vio una esquina blanca que asomaba por debajo de la ropa interior. Tiró de ella. Era la foto. Respiró hondo y se sentó en el suelo, boquiabierta y con la foto todavía en la mano. Se sentía como una tienda de campaña cuyas cuerdas se han soltado de sus palos y se agitan y golpetean a su alrededor. Como yo antes de la mañana en que tomé la foto, ella tampoco había visto nunca a la madre desconocida. Sólo había visto las fotos siguientes. Mi madre con aire cansino pero sonriente. Mi madre con Holiday delante del cornejo, con el sol traspasándole la bata y el camisón. Pero yo había querido ser la única persona de la casa que supiera que mi madre era también alguien más, alguien misterioso y desconocido para nosotros. La primera vez que rompí la barrera fue sin querer. Era el 23 de diciembre de 1973. Buckley dormía, y mi madre había llevado a Lindsey al dentista. Esa semana habían acordado que todos los días, como familia, dedicarían tiempo a tratar de avanzar. Mi padre se había asignado la tarea de limpiar la habitación de huéspedes del piso de arriba, que hacía tiempo que se había convertido en su guarida. Su padre le había enseñado a construir barcos dentro de botellas. Era algo que a mi madre y a mis hermanos no podía importarles menos, y algo que a mí me entusiasmaba. El estudio estaba atestado de ellos. Todo el día en la oficina hacía números —con la debida diligencia para la compañía de seguros Chadds Ford— y por la noche construía los barcos o leía libros sobre la guerra civil para relajarse. Cuando estaba preparado para izar la vela, me llamaba. Para entonces el barco ya estaba pegado al fondo de la botella. Yo entraba y mi padre me pedía que cerrara la puerta. A menudo, o eso parecía, el timbre del comedor sonaba inmediatamente, como si mi madre tuviera un sexto sentido para las cosas que la excluían. Pero cuando fallaba ese sentido, mi cometido era sostenerle la botella. —No te muevas —diría—. Eres mi segundo de a bordo. Con delicadeza, él tiraba de la única cuerda que todavía salía del cuello de la botella y, voilà, se izaban todas las velas, desde un simple mástil hasta un clíper. Teníamos nuestro barco. Yo no podía aplaudir porque tenía la botella en las manos, pero siempre me quedaba con ganas. Mi padre entonces se apresuraba a quemar el extremo del cabo dentro de la botella con una mecha que había calentado previamente sobre la llama de una vela. Si lo hacía mal, el barco se estropearía o, peor aún, las diminutas velas de papel prenderían y de repente, con un enorme rugido, yo tendría en las manos una botella en llamas. Con el tiempo mi padre construyó un soporte de madera de balsa para sustituirme. Lindsey y Buckley no compartían mi fascinación. Después de tratar de despertar suficiente entusiasmo en los tres, mi padre se rindió y se retiró a su estudio. Los barcos que había dentro de las botellas eran todos iguales, por lo que se refería al resto de la familia. Pero ese día, mientras ponía orden, me habló. —Susie, hija mía, mi pequeña marinera —dijo—, a ti siempre te gustaron estas cosas. Lo vi trasladar las botellas con barcos en miniatura de la estantería a su escritorio, colocándolas en hilera. Utilizó una falda vieja de mi madre que había rasgado en varios trozos para quitar el polvo de los estantes. Debajo de su escritorio había botellas vacías, hileras de ellas, que había recogido para construir nuestros barcos futuros. En el armario había más barcos, los barcos que había construido con su padre, los que había construido él solo y los que habíamos hecho los dos juntos. Algunos eran perfectos, pero las velas se habían vuelto marrones; otros se habían combado o inclinado con los años. Luego estaba el que había estallado en llamas la semana anterior a mi muerte. Ése fue el primero que rompió. Se me paró el corazón. Él se volvió y vio el resto, todos los años que señalaban y las manos que los habían sostenido. Las de su padre muerto, las de su hija muerta. Lo observé mientras hacía pedazos los demás. Bautizó las paredes y la silla de madera con la noticia de mi muerte, y se quedó en el centro del cuarto de huéspedes-estudio, rodeado de trozos de cristal verde. Las botellas, todas ellas, estaban hechas añicos por el suelo, las velas y los barcos desparramados entre ellas. Se quedó parado en medio de las ruinas. Fue entonces cuando, sin saber cómo, yo me revelé. En cada trozo de cristal, en cada esquirla y medialuna proyecté mi cara. Mi padre miró hacia abajo y a su alrededor, recorriendo la habitación con la mirada. Desorbitada. Sólo fue un segundo, y desaparecí. Él guardó silencio un momento y luego se echó a reír, un aullido que le brotó de las entrañas. Una risa tan fuerte y profunda que yo también me desternillé en mi cielo. Salió del estudio y pasó por delante de las dos puertas que había hasta mi habitación. El pasillo era muy estrecho y mi puerta, como todas las demás, lo bastante hueca para atravesarla de un puñetazo. Estuvo a punto de romper el espejo que había encima de mi cómoda y arrancar con las uñas el papel de la pared, pero en lugar de eso se dejó caer en mi cama sollozando y estrujó en sus manos las sábanas azul lavanda. —¿Papá? —dijo Buckley con una mano en el pomo de la puerta. Mi padre se volvió, pero no fue capaz de dejar de llorar. Se deslizó hasta el suelo sin soltar las sábanas y abrió los brazos. Tuvo que pedírselo dos veces, cosa que nunca había tenido que hacer, pero Buckley se acercó a él. Mi padre lo envolvió dentro de las sábanas, que olían a mí. Recordó el día en que yo había suplicado que pintaran y empapelaran mi cuarto de morado. Recordó que me había colocado los viejos National Geographic en el último estante de mi librería. (Yo había querido saturarme de fotografías de fauna y flora.) Recordó cuando sólo había una niña en la casa, durante un período brevísimo, antes de que llegara Lindsey. —Eres muy especial para mí, hombrecito —dijo mi padre, abrazándolo. Buckley se echó hacia atrás y miró la cara arrugada de mi padre, las brillantes manchas de las lágrimas en el rabillo de sus ojos. Asintió muy serio y besó a mi padre en la mejilla. Algo tan divino que nadie en el cielo podría haberlo inventado: la preocupación de un niño por un adulto. Mi padre cubrió los hombros de Buckley con las sábanas y recordó las veces que yo me había caído de la alta cama de columnas a la alfombra sin despertarme. Sentado en la butaca verde de su estudio, leyendo un libro, le sobresaltaba el ruido de mi cuerpo al aterrizar. Se levantaba y recorría la corta distancia hasta mi cuarto. Le gustaba verme tan profundamente dormida, ajena a las pesadillas o incluso al duro suelo de madera. En aquellos momentos juraba que sus hijos serían reyes o gobernantes o artistas o médicos o fotógrafos de la naturaleza, lo que soñaran ser. Unos meses antes de mi muerte me había encontrado así, pero conmigo entre las sábanas estaba Buckley en pijama, acurrucado con su osito contra mi espalda, chupándose el dedo, soñoliento. En ese instante mi padre experimentó la primera señal de la triste y extraña mortalidad de ser padre. Había traído al mundo tres hijos, y la cifra lo tranquilizó. No importaba lo que le ocurriera a él o a Abigail, ellos se tendrían los unos a los otros. En ese sentido, el linaje que había comenzado le pareció inmortal, como un resistente filamento de acero que se ensartaba en el futuro y se prolongaba, independientemente de dónde cayera él. Aun en la profunda y nívea vejez. A partir de ahora encontraría a Susie dentro de su hijo menor. Daría ese amor a los vivos. Se lo repitió a sí mismo, habló en voz alta dentro de su cabeza, pero mi presencia parecía tirar de él, arrastrarlo hacia atrás, atrás, atrás. Miró fijamente al niño que tenía en los brazos. «¿Quién eres? —se sorprendió preguntándose—. ¿De dónde has salido?» Observé a mi hermano y a mi padre. La verdad era muy distinta de lo que nos enseñaban en el colegio. La verdad era que la línea divisoria entre los vivos y los muertos podía ser, por lo visto, turbia y borrosa. 4 En las horas que siguieron a mi asesinato, mientras mi madre hacía llamadas telefónicas y mi padre empezaba a ir de puerta en puerta por el vecindario buscándome, el señor Harvey destruyó la madriguera del campo de trigo y se llevó los trozos de mi cuerpo en un saco. Pasó a dos casas de distancia de donde estaba mi padre hablando con los señores Tarking, y siguió el estrecho sendero que dividía las propiedades con dos hileras de setos enfrentados: el boj de los O'Dwyer y el solidago de los Stead. Rozó con el cuerpo las robustas hojas verdes al pasar, dejando atrás rastros de mí, olores que el perro de los Gilbert más tarde rastrearía hasta dar con mi codo, olores que el aguanieve y la lluvia de los tres días siguientes borrarían antes de que los perros policía tuvieran ocasión de pensar en ello siquiera. Me llevó a su casa y lo esperé mientras él entraba a lavarse. Cuando la casa cambió de manos, los nuevos propietarios se quejaron de la mancha oscura que había en el suelo del garaje. Al mostrar la casa a posibles compradores, la agente inmobiliaria explicaba que era una mancha de aceite, pero era yo, que había goteado del saco del señor Harvey y me había derramado por el cemento. La primera de mis señales secretas al mundo. Tardaría un tiempo en darme cuenta de lo que sin duda ya habréis deducido, que yo no era la primera niña a la que él había matado. Había sabido que debía sacar mi cuerpo del campo. Había sabido observar la meteorología y matar con un nivel de precipitación ni demasiado alto ni demasiado bajo, porque eso dejaría a la policía sin pruebas. Pero no era tan meticuloso como la policía quería creer. Se le cayó mi codo, utilizó un saco de tela para llevar mi cuerpo ensangrentado, y si alguien, quien fuera, hubiera estado observando, tal vez le habría extrañado ver a su vecino caminar entre dos propiedades por un paso que era demasiado estrecho hasta para los niños que se divertían imaginando que los setos enfrentados eran una guarida. Mientras se frotaba el cuerpo con el agua caliente de su cuarto de baño de barrio residencial, uno con la misma distribución que el que compartíamos Lindsey, Buckley y yo, sus movimientos fueron lentos, no ansiosos. Notaba cómo le invadía la calma. Dejó apagada la luz del cuarto de baño y sintió cómo el agua caliente se me llevaba, y entonces pensó en mí. Mi grito amortiguado en su oído. Mi delicioso gemido al morir. La maravillosa carne blanca que nunca había visto el sol, como la de un bebé, y que se había abierto tan limpiamente bajo la hoja de su cuchillo. Se estremeció bajo el agua caliente, un placer hormigueante que le puso la piel de gallina por los brazos y las piernas. Me había metido en el saco de tela impermeabilizado y arrojado en él la espuma de afeitar y la cuchilla que tenía en el estante de tierra, su libro de sonetos y, por último, el cuchillo ensangrentado. Esos objetos daban vueltas con mis rodillas y con los dedos de mis manos y mis pies, pero él se acordó de sacarlos del saco esa noche, antes de que mi sangre se volviera demasiado pegajosa. Al menos rescató los sonetos y el cuchillo. En mis veladas musicales había toda clase de perros. Y algunos, los que más me gustaban, levantaban la cabeza cuando olfateaban algo interesante en el aire. Si el olor era lo bastante fuerte y no conseguían identificarlo enseguida, o si, como podía ocurrir, sabían exactamente qué era —sus cerebros entonaban: «Mmm... bistec crudo»—, lo rastreaban hasta dar con la fuente. Y frente a la fuente del olor en sí, la verdadera historia, decidían qué hacer. Así era como funcionaban. No renunciaban a su deseo de averiguar de qué se trataba sólo porque el olor era desagradable o su fuente peligrosa. Lo buscaban por todas partes. Lo mismo que yo. El señor Harvey llevó el saco anaranjado con mis restos a una profunda grieta que había a doce kilómetros de nuestro vecindario, una zona que hasta hacía poco había estado desierta salvo por las vías del tren y un taller de reparación de motos cercano. Sentado al volante, puso una emisora de radio que durante el mes de diciembre encadenaba villancicos navideños. Silbó dentro de su enorme furgoneta y se congratuló. Tarta de manzana, hamburguesa con queso, helado y café. Se sentía saciado. Cada vez era mejor, sin utilizar nunca un viejo patrón que lo aburriría, sino convirtiendo cada asesinato en una sorpresa para él, un regalo. Dentro de la furgoneta el aire era frío y como quebradizo. Yo veía el vaho cuando él exhalaba, y me entraron ganas de palpar mis pétreos pulmones. Condujo por la estrecha carretera que discurría entre dos polígonos industriales nuevos. La furgoneta coleó al pasar por un bache particularmente hondo, y la caja dentro de la cual estaba el saco con mi cuerpo se golpeó contra el neumático de repuesto, resquebrajando el plástico. —Maldita sea —dijo el señor Harvey. Pero se puso de nuevo a silbar sin detenerse. Recuerdo haber recorrido un día esa carretera con mi padre al volante y Buckley acurrucado contra mí —sólo había un cinturón de seguridad para los dos— en una salida ilegal. Mi padre nos había preguntado si queríamos ver desaparecer una nevera. —¡La tierra se la tragará! —dijo, poniéndose el gorro y los guantes de cordobán oscuro que yo codiciaba. Yo sabía que llevar guantes significaba que eras adulto, mientras que los mitones significaban que no lo eras. (Para las navidades de 1973 mi madre me había comprado unos guantes. Lindsey acabó con ellos, pero ella sabía que eran míos. Los dejó en el borde del campo de trigo un día al volver del colegio. Siempre me quitaba cosas.) —¿La tierra tiene boca? —preguntó Buckley. —Una gran boca redonda sin labios —respondió mi padre. —Para, Jack —dijo mi madre—. ¿Sabes que le he pillado fuera gruñéndoles a las lagartijas? —Voy —dije. Mi padre me había explicado que había una mina subterránea abandonada y que se había derrumbado creando un pozo profundo. Me daba igual; tenía tantas ganas de ver cómo la tierra se tragaba algo como cualquier niño. De modo que cuando vi que el señor Harvey me llevaba a la sima no pude menos de pensar en lo listo que era. Había metido el saco en una caja metálica, colocándome en el centro de todo ese peso. Era tarde cuando llegó, y dejó la caja dentro de su Wagoneer mientras se acercaba a la casa de los Flanagan, que vivían en la propiedad donde estaba la sima. Los Flanagan se ganaban la vida cobrando a la gente para tirar en ella sus electrodomésticos. El señor Harvey llamó a la puerta de la pequeña casa blanca y una mujer acudió a abrir. El olor a cordero con romero que salió de la parte trasera de la casa llenó mi cielo y las fosas nasales del señor Harvey. Vi a un hombre en la cocina. —Buenas tardes, señor —dijo la señora Flanagan—. ¿Trae algo? —Lo he dejado en la furgoneta —respondió el señor Harvey. Tenía un billete de veinte dólares preparado. —¿Qué hay dentro, un cadáver? —bromeó ella. Era lo último que tenía en la mente. Vivía en una casa bien caldeada, aunque pequeña. Y tenía un marido que siempre estaba en casa arreglando cosas y era amable con ella porque nunca había tenido que trabajar, y un hijo que todavía era lo bastante pequeño para creer que su madre lo era todo en el mundo. El señor Harvey sonrió, pero al ver la sonrisa en sus labios no desvié la mirada. —La vieja caja fuerte de mi padre, que por fin me he decidido a traer —dijo—. Llevo años queriendo hacerlo. Nadie se acuerda de la combinación. —¿Hay algo dentro? —Aire viciado. —Adelante, entonces. ¿Le echo una mano? —Se lo agradecería —dijo él. Los Flanagan no sospecharon ni por un momento que la niña sobre la que iban a leer en los próximos años en los periódicos —«Desaparecida, posible muerte violenta»; «Perro del vecindario encuentra un codo»; «Niña de catorce años, presuntamente asesinada en el campo de trigo Stolfuz»; «Advertencia a las demás jóvenes»; «El ayuntamiento recalifica los terrenos colindantes con el instituto»; «Lindsey Salmón, hermana de la niña fallecida, pronuncia un discurso de despedida»— estaba en la caja metálica de color gris que un hombre solitario había traído una noche y pagado veinte dólares para tirarla. Al regresar a la furgoneta, el señor Harvey metió las manos en los bolsillos. En uno de ellos estaba mi pulsera de colgantes plateada. No recordaba habérmela quitado de la muñeca. No recordaba haberla guardado en el bolsillo de sus pantalones limpios. La carnosa yema de su dedo índice palpó el metal dorado y liso de la piedra de Pensilvania, la parte posterior de la zapatilla de ballet, el agujerito del diminuto dedal y los radios de las ruedas de la bicicleta, que giraban a la perfección. Al bajar por la carretera 202 se detuvo junto al arcén, se comió un sándwich de embutido de hígado que se había preparado un poco antes ese día y condujo hasta un polígono industrial que estaban construyendo al sur de Downingtown. No había nadie en la obra. En aquella época no había vigilancia en los barrios residenciales. Aparcó el coche cerca de una letrina portátil. Tenía una excusa preparada en el caso poco probable de que necesitara una. Era en ese período inmediatamente posterior a mi asesinato en el que yo pensaba en el señor Harvey, y en cómo vagó por las lodosas excavaciones y se perdió entre los bulldozers durmientes cuyas monstruosas moles resultaban terroríficas en la oscuridad. El cielo de la Tierra estaba azul oscuro esa noche, y en esa zona abierta el señor Harvey alcanzaba a ver kilómetros a lo lejos. Yo preferí quedarme con él, contemplar con él los kilómetros que tenía ante sí. Quería ir a donde él fuera. Había dejado de nevar y soplaba el viento. Se adentró en lo que su instinto de albañil le dijo que no tardaría en ser un estanque artificial y se quedó allí parado, palpando los colgantes por última vez. Le gustaba la piedra de Pensilvania, en la que mi padre había grabado mis iniciales —mi colgante favorito era la pequeña bicicleta—, de modo que la arrancó y se la guardó en el bolsillo. Arrojó la pulsera con el resto de los colgantes al estanque artificial que no iban a tardar en construir. Dos días después de Navidad, vi al señor Harvey leer un libro sobre los pueblos dogon y bambara de Malí. Observé cómo se le encendía una bombilla mientras leía sobre la tela y las cuerdas que utilizaban para construir refugios. Decidió que quería volver a construir algo, experimentar como había hecho con la madriguera, y se decidió por una tienda ceremonial como la que describía su libro. Reuniría los sencillos materiales y la montaría en unas pocas horas en el patio trasero. Después de haber hecho añicos todas sus botellas, mi padre lo encontró allí. Fuera hacía frío, pero el señor Harvey sólo llevaba una camisa fina de algodón. Había cumplido los treinta y seis ese año y probaba las lentillas duras. Éstas hacían que sus ojos estuvieran perpetuamente inyectados en sangre, y mucha gente, entre ellos mi padre, creían que se había dado a la bebida. —¿Qué es eso? —preguntó mi padre. A pesar de las enfermedades cardíacas que habían padecido los hombres Salmón, mi padre era robusto. Era más corpulento que el señor Harvey, de modo que cuando rodeó la parte delantera de la casa de tejas verdes y entró en el patio trasero, y lo vio levantar lo que parecían postes de una portería de fútbol, se le veía campechano y capaz. Iba como flotando después de haberme visto en los cristales rotos. Lo vi cruzar el césped con tranquilidad, como los chicos cuando van al instituto. Se detuvo cuando le faltaba poco para tocar con la mano el seto de saúco del señor Harvey. —¿Qué es eso? —volvió a preguntar. El señor Harvey se detuvo el tiempo justo para mirarlo y volvió de nuevo a lo que lo ocupaba. —Una tienda. —¿Y eso qué es? —Señor Salmón —dijo—, siento mucho lo ocurrido. Irguiéndose, mi padre respondió con la palabra de rigor: —Gracias. —Era como una roca encaramada en su garganta. Siguió un momento de silencio, y entonces el señor Harvey, al darse cuenta de que mi padre no tenía intención de marcharse, le preguntó si quería ayudarle. Así fue como, desde el cielo, vi a mi padre construir una tienda con el hombre que me había matado. Mi padre no aprendió gran cosa. Aprendió a atar piezas arqueadas a postes dentados y a colocar entre esas piezas varas más flexibles para formar semiarcos en el otro sentido. Aprendió a juntar los extremos de esas varas y a atarlas a los travesaños. Se enteró de que lo hacía porque el señor Harvey había estado leyendo sobre la tribu imezzureg y había querido reproducir exactamente una de sus tiendas. Se quedó allí de pie, reafirmado en la opinión del vecindario de que era un hombre raro. De momento, eso fue todo. Pero cuando estuvo acabada la estructura —un trabajo de una hora—, el señor Harvey entró en su casa sin dar ninguna explicación. Mi padre supuso que era un descanso, que el señor Harvey había entrado para hacerse un café o preparar una tetera. Se equivocó. El señor Harvey había entrado en la casa y subido la escalera para comprobar si el cuchillo de trinchar que había dejado en la mesilla de noche de su cuarto seguía allí. En ella también tenía el bloc donde a menudo, en mitad de la noche, dibujaba los diseños que veía en sueños. Miró dentro de una bolsa de papel arrugado de la tienda de comestibles. Mi sangre se había ennegrecido a lo largo del filo. Recordarlo, recordar lo que había hecho en la madriguera, le hizo rememorar lo que había leído sobre una tribu en particular en el sur de Ayr. Cómo, cuando construían una tienda para una pareja recién casada, las mujeres de la tribu hacían la tela que la cubría lo más bonita posible. Fuera había empezado a nevar. Era la primera vez que nevaba desde mi muerte, y a mi padre no se le pasó por alto. —Puedo oírte, cariño —me dijo aunque yo no hablara—. ¿Qué pasa? Me concentré mucho en el geranio muerto que él tenía en su línea de visión. Pensé en que si lograba que floreciera él tendría su respuesta. En mi cielo floreció. En mi cielo los pétalos de geranio se arremolinaron hasta mi cintura. En la Tierra no pasó nada. Pero a través de la nieve advertí lo siguiente: mi padre miraba la casa verde con otros ojos. Había empezado a hacerse preguntas. Dentro, el señor Harvey se había puesto una gruesa camisa de franela, pero en lo primero que se fijó mi padre fue en lo que llevaba en los brazos: un montón de lo que parecían sábanas de algodón blancas. —¿Para qué son? —preguntó mi padre. De pronto no podía dejar de ver mi cara. —Están impermeabilizadas —respondió el señor Harvey. Al pasarle unas cuantas a mi padre, le rozó los dedos con el dorso de su mano. Sintió una especie de electroshock. —Usted sabe algo —dijo mi padre. Él le sostuvo la mirada, pero no hablaron. Trabajaron juntos mientras nevaba, muy poco. Y al moverse, mi padre experimentó una oleada de adrenalina. Reflexionó sobre lo que sabía. ¿Habían preguntado a ese hombre dónde estaba el día que yo desaparecí? ¿Había visto alguien a ese hombre en el campo de trigo? Sabía que habían interrogado a sus vecinos. De manera metódica, la policía había ido de puerta en puerta. Mi padre y el señor Harvey extendieron las sábanas sobre el arco abovedado y las sujetaron a lo largo del cuadrado formado por los travesaños que unían los postes en forma de horquilla. Luego colgaron el resto de las sábanas de esos travesaños de modo que los extremos rozaran el suelo. Cuando hubieron terminado, la nieve se había asentado poco a poco en los arcos cubiertos. Se coló por los agujeros de la camisa de mi padre y formó un montoncito en la parte superior de su cinturón. Suspiré. Me di cuenta de que nunca más saldría corriendo con |