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Holiday, la manera en que el sol se reflejaba en mi pelo que yo creía castaño desvaído mientras volvíamos a casa, uno detrás del otro. Y unos días después, cuando él se había levantado en la clase de ciencias sociales y leído por equivocación su trabajo sobre Jane Eyre en lugar del de la guerra de 1812, yo lo había mirado de una manera que a él le pareció agradable. Ray se encaminó a la casa que iban a demoler muy pronto y que había sido despojada de todos los pomos y grifos de valor por el señor Connors a altas horas de la madrugada, mientras Ruth se quedaba junto al hoyo. Ray ya estaba dentro de la casa cuando ocurrió. Con la misma claridad que si fuera de día, ella me vio de pie a su lado, mirando el lugar donde me había arrojado el señor Harvey. —Susie —dijo Ruth, sintiendo mi presencia aún más sólidamente al pronunciar mi nombre. Pero yo no dije nada. —Te he escrito poemas —dijo ella, tratando de retenerme. Lo que llevaba toda la vida deseando ocurría por fin—. ¿No quieres nada, Susie? Luego desaparecí. Ruth se quedó allí, esperando tambaleante a la luz grisácea del sol de Pensilvania. Y la pregunta resonó en mis oídos: «¿No quieres nada?». Al otro lado de las vías del tren, el taller de Hal estaba desierto. Se había tomado el día libre, y había llevado a Samuel y a Buckley a una feria de motos en Radnor. Yo veía a Buckley recorrer con la mano la curvada cubierta de la tracción delantera de una pequeña moto roja. Faltaba poco para su cumpleaños, y Hal y Samuel lo observaban. Hal había querido regalarle el viejo saxo alto de Samuel, pero la abuela Lynn había intervenido. «Necesita aporrear cosas, querido —dijo—. Ahórrate los objetos delicados.» De modo que Hal y Samuel se habían juntado para comprarle a mi hermano una batería de segunda mano. La abuela Lynn estaba en el centro comercial tratando de encontrar ropa sencilla pero elegante que pudiera convencer a mi madre para que se pusiera. Con dedos hábiles por los años de experiencia, descolgó un vestido azul marino de un colgador de prendas negras. Yo veía a la mujer que estaba cerca mirar el vestido verde de envidia. En el hospital, mi madre le leía en voz alta a mi padre el Evening Bulletin del día anterior, y él le leía los labios sin escuchar en realidad. En lugar de eso, quería besarla. Y Lindsey. Vi cómo el señor Harvey se metía en mi antiguo vecindario en pleno día, sin importarle que lo vieran, confiando en su habitual invisibilidad: allí, en ese vecindario donde tantos habían asegurado que nunca lo olvidarían, donde siempre lo habían visto como a un forastero, donde enseguida habían empezado a sospechar que la esposa muerta a la que se refería con distintos nombres había sido una de sus víctimas. Lindsey estaba sola en casa. El señor Harvey pasó junto a la casa de Nate, que estaba dentro de la zona de casas-ancla de la urbanización. La madre de Nate arrancaba las flores marchitas de un parterre con forma de riñón, y levantó la vista cuando el coche pasó por delante. Al ver el coche destartalado y desconocido, imaginó que era un amigo de la universidad de uno de los chicos mayores que había vuelto a pasar el verano. No vio al señor Harvey al volante. Éste giró a la izquierda y se adentró en la carretera que rodeaba su vieja calle. Holiday gruñó a mis pies, con la misma clase de gruñido grave y desagradable que se le escapaba cuando lo llevábamos en coche al veterinario. Ruana Singh estaba de espaldas a él. La vi por la ventana del comedor, ordenando alfabéticamente un montón de libros nuevos y colocándolos en estanterías cuidadosamente organizadas. Los niños estaban en los jardines, columpiándose, caminando sobre zancos con resortes o persiguiéndose unos a otros con pistolas de agua. Un vecindario lleno de víctimas en potencia. Él rodeó la curva del final de nuestra calle y pasó por el pequeño parque municipal, al otro lado del cual vivían los Gilbert. Estaban los dos en casa, el señor Gilbert ahora achacoso. Luego vio su antigua casa, que ya no era verde, aunque para mi familia y para mí siempre sería «la casa verde». Los nuevos dueños la habían pintado de color malva y habían instalado una piscina, y justo al lado, cerca de la ventana del sótano, había un cenador de madera de secuoya abarrotado de juguetes y hiedra colgante. Habían pavimentado los parterres delanteros al ampliar el camino del garaje, y cubierto el porche con cristal a prueba de heladas, detrás del cual vio una especie de oficina. Le llegaron las risas de unas niñas en el patio trasero, y vio salir de la casa a una mujer con sombrero y una podadera. Se quedó mirando al hombre sentado en el coche anaranjado y sintió una especie de patada en su interior: la patada inquieta de un útero vacío. Se volvió bruscamente y entró de nuevo en la casa, y se quedó mirándolo desde la ventana. Esperando. Condujo unas cuantas casas más allá. Y allí estaba ella, mi querida hermana. Él la vio por la ventana del piso de arriba de nuestra casa. Se había cortado el pelo y había adelgazado durante aquellos años, pero era ella, sentada ante la mesa de dibujo que utilizaba como escritorio, leyendo un libro de psicología. Fue entonces cuando empecé a verlos bajar por la calle. Mientras él observaba las ventanas de mi antigua casa preguntándose dónde estaban los demás miembros de mi familia, y si mi padre seguía cojeando, vi los últimos rastros de los animales y las mujeres que abandonaban la casa del señor Harvey. Avanzaban con dificultad, todos juntos. El señor Harvey observó a mi hermana, y pensó en las sábanas con que había cubierto los postes de la tienda nupcial. Aquel día había mirado a mi padre a los ojos al pronunciar mi nombre. Y el perro, el que ladró a la puerta de su casa, ese perro seguro que ya había muerto. Lindsey se apartó de la ventana, y yo vi al señor Harvey observarla. Ella se levantó y se volvió para acercarse a una estantería que iba del suelo al techo. Cogió otro libro y volvió a su escritorio. Mientras él le miraba la cara, en su retrovisor apareció de pronto un coche patrulla negro y blanco que recorría lentamente la calle detrás de él. Sabía que no podía correr más que ellos, de modo que se quedó sentado en el coche y preparó los últimos vestigios de la cara que llevaba décadas mostrando a las autoridades, la cara de un hombre desabrido al que podías compadecer o despreciar, pero nunca culpar. Cuando el agente se detuvo a su lado, las mujeres se deslizaron por las ventanillas y los gatos se le enroscaron alrededor de los tobillos. —¿Se ha perdido? —preguntó el joven policía pegándose al coche anaranjado. —Viví un tiempo aquí —dijo el señor Harvey. Me estremecí al oírlo. Había decidido decir la verdad. —Hemos recibido una llamada sobre un vehículo sospechoso. —Veo que están construyendo algo en el campo de trigo —dijo Harvey. Y yo supe que parte de mí podía unirse a los demás y caer abruptamente en pedazos, junto con todos los fragmentos de los cadáveres que llovían dentro de su coche. —Están ampliando el colegio. —El barrio me ha parecido más próspero —dijo él, nostálgico. —Creo que debería seguir su camino —dijo el agente. Le incomodaba el señor Harvey en su coche destartalado, pero lo vi anotar la matrícula. —No era mi intención asustar a nadie. El señor Harvey era un profesional, pero en ese momento no me importó. A cada tramo de carretera que él recorría, yo me concentraba en Lindsey dentro de casa leyendo sus libros, en los datos que saltaban de las páginas a su cerebro, en lo lista que era y en que estaba ilesa. En la Temple University había decidido que quería ser terapeuta. Y yo pensé en la mezcla de aire que había en nuestro jardín delantero: la luz del día, una madre intranquila y un policía, una serie de golpes de suerte que hasta ahora habían mantenido a mi hermana fuera de peligro. Una incógnita cotidiana. Ruth no le explicó a Ray lo que había ocurrido. Se prometió escribirlo antes en su diario. Cuando volvieron a cruzar la carretera hacia el coche, Ray vio algo de color violeta entre la maleza que cubría un montón de tierra dejado allí por unos obreros de la construcción. —Es vincapervinca —dijo—. Voy a coger un ramo para mi madre. —Estupendo, tómate el tiempo que quieras —dijo Ruth. Ray se metió por la maleza que había por el lado del conductor y trepó hasta la vincapervinca mientras Ruth se quedaba junto al coche. Ray ya no pensaba en mí. Pensaba en las sonrisas de su madre. La manera más infalible de hacerla sonreír era encontrar flores silvestres como ésas, llevarlas a casa y ver cómo las prensaba, abriendo los pétalos sobre las páginas de diccionarios y libros de consulta. Llegó a lo alto del montículo de tierra y desapareció por el otro lado con la esperanza de encontrar más. Fue en ese momento cuando sentí un hormigueo en la espalda, al ver desaparecer su cuerpo de repente por el otro lado. Oí a Holiday, con el miedo instalado en su garganta, y comprendí que no gemía por Lindsey. El señor Harvey llegó a lo alto de Eels Rod Pike, y vio la sima y los pilones anaranjados a juego con su coche. Había arrojado un cadáver por allí. Recordó el colgante de ámbar de su madre, que seguía tibio cuando ella se lo había dado. Ruth vio a las mujeres metidas en el coche con vestidos de color sangre y echó a andar hacia ellas. En esa misma carretera donde yo había sido enterrada, el señor Harvey pasó al lado de Ruth. Ella sólo vio a las mujeres. Luego se desmayó. Fue en ese momento cuando caí a la Tierra. 22 Ruth se desplomó en la carretera, de eso me di cuenta. Lo que no vi fue al señor Harvey alejarse sin ser visto ni querido ni invitado. No pude evitar inclinarme, después de haber perdido el equilibrio, y caí a través de la puerta abierta del cenador al otro lado de la extensión de césped y más allá del límite más lejano del cielo donde había vivido todos esos años. Oí a Ray gritar por encima de mí, su voz alzándose en un arco de sonido: —Ruth, ¿estás bien? —Llegó hasta Ruth y gritó—: Ruth, Ruth, ¿qué ha pasado? Y yo estaba en los ojos de Ruth y miraba hacia arriba. Sentía su espalda arqueada contra el pavimento, y los rasguños que los afilados bordes de la grava le habían hecho a través de la ropa. Notaba cada sensación, el calor del sol, el olor del asfalto, pero no podía ver a Ruth. Oí los pulmones de Ruth borbotear, una sensación de mareo en el estómago, pero el aire seguía llenándole los pulmones. La tensión se extendía por su cuerpo. Su cuerpo. Con Ray encima, recorriendo con sus ojos grises y palpitantes ambos lados de la carretera en busca de una ayuda que no llegaba. No había visto el coche, sólo había salido de la maleza encantado con su ramo de flores silvestres para su madre, y había encontrado a Ruth allí, tumbada en la carretera. Ruth empujó contra su piel, tratando de salir. Luchaba por marcharse, y yo estaba dentro de ella ahora y forcejeaba con ella. Deseé con todas mis fuerzas que regresara, deseé ese imposible divino, pero ella quería salir. Nada ni nadie podía retenerla abajo, impedir que volara. Yo observaba desde el cielo, como tantas veces había hecho, pero esta vez a mi lado había algo borroso. Era nostalgia e ira elevándose en forma de anhelo. —Ruth —dijo Ray—. ¿Me oyes, Ruth? Justo antes de que ella cerrara los ojos y todas las luces se apagaran y el mundo se volviera frenético, miré a los ojos grises de Ray Singh, la piel oscura, los labios que había besado una vez. Luego, como una mano que se suelta de una fuerte sujeción, Ruth pasó por su lado. Los ojos de Ray me ordenaban avanzar mientras mis deseos de observar me abandonaban dando paso a un anhelo conmovedor: volver a estar viva en esta Tierra. No observarlos desde arriba, sino estar a su lado. En alguna parte del Intermedio azulísimo había visto a Ruth pasar corriendo por mi lado mientras yo caía a la Tierra. Pero no era la sombra de una forma humana, ni un fantasma. Era una chica lista que infringía todas las reglas. Y yo estaba en su cuerpo. Oí una voz que me llamaba desde el cielo. Era Franny. Corría hacia el cenador llamándome. Holiday ladraba tan fuerte que la voz le brotó entrecortada sin llegar a quebrársele. De pronto Franny y Holiday desaparecieron, y todo quedó en silencio. Sentí que algo me sujetaba y noté una mano en la mía. Mis oídos eran océanos en los que empezaba a ahogarse todo lo que había conocido: voces, caras, sucesos. Abrí los ojos por primera vez desde que había muerto y vi unos ojos grises que me sostenían la mirada. Me quedé inmóvil cuando comprendí que el maravilloso peso que me sujetaba era el de un cuerpo humano. Traté de hablar. —No lo hagas —dijo Ray—. ¿Qué ha pasado? «He muerto», quería responder. ¿Cómo iba a decirle: «He muerto y ahora estoy de nuevo entre los vivos»? Ray se había arrodillado. Desparramadas a su alrededor y por encima de mí estaban las flores que él había cogido para Ruana. Yo veía sus brillantes formas elípticas contra la ropa oscura de Ruth. Luego Ray pegó el oído a mi pecho para escuchar mi respiración y me puso un dedo en la muñeca para tomarme el pulso. —¿Te has desmayado? —preguntó después de comprobarlo. Asentí. Sabía que no se me concedería esa gracia eternamente en la Tierra, que el deseo de Ruth sólo era temporal. —Creo que estoy bien —probé a decir, pero mi voz era demasiado débil, demasiado lejana, y Ray no me oyó. Entonces clavé los ojos en él, abriéndolos todo lo posible. Algo me apremiaba a levantarme. Me pareció que flotaba de nuevo hacia el cielo, que regresaba, pero sólo trataba de levantarme. —No te muevas si te sientes débil, Ruth —dijo Ray—. Puedo llevarte en brazos al coche. Le dediqué una sonrisa de mil vatios. —Estoy bien —dije. Sin gran confianza, observándome con atención, me soltó el brazo, pero siguió cogiéndome la otra mano. Se quedó a mi lado mientras yo me ponía de pie, y las flores silvestres cayeron al suelo. En el cielo, las mujeres arrojaron pétalos de rosa al ver a Ruth Connors. Vi la atractiva cara de Ray sonreír perplejo. —De modo que estás bien —dijo. Con cuidado, se acercó lo bastante como para besarme, pero me explicó que estaba examinándome las pupilas para ver si tenían el mismo tamaño. Yo sentía el peso del cuerpo de Ruth, el seductor movimiento de sus pechos y muslos, así como una asombrosa responsabilidad. Volvía a ser un alma en la Tierra. Ausente sin permiso del cielo por un rato, me habían hecho un regalo. Me obligué a erguirme todo lo posible. —¿Ruth? Traté de acostumbrarme al nombre. —Sí —dije. —Has cambiado —dijo él—. Algo ha cambiado. Estábamos de pie en medio de la carretera, pero ése era mi momento. Quería explicárselo, pero ¿qué iba a decir? ¿«Soy Susie y sólo tengo un rato»? Estaba demasiado asustada. —Bésame —dije en lugar de eso. —¿Qué? —¿No quieres? —Le sostuve la cara con las manos y noté su barba incipiente, que no estaba allí hacía ocho años. —¿Qué te ha pasado? —preguntó él, desconcertado. —A veces los gatos caen del décimo piso de un rascacielos y aterrizan de pie. Sólo lo crees porque lo has visto en letra impresa. Ray se quedó mirándome hipnotizado. Inclinó la cabeza y nuestros labios se rozaron. Sentí sus labios fríos en lo más profundo de mi ser. Otro beso, valioso presente, regalo robado. Sus ojos estaban tan cerca que vi las motas verdes en el fondo gris. Le cogí la mano y volvimos al coche en silencio. Era consciente de que él andaba muy despacio detrás de mí, tirándome del brazo y vigilando el cuerpo de Ruth para asegurarse de que caminaba bien. Abrió la portezuela del lado del pasajero, y me dejé caer en el asiento y apoyé los pies en el suelo enmoquetado. Cuando rodeó el coche y se subió, me miró fijamente una vez más. —¿Qué pasa? —pregunté. Volvió a besarme en los labios con delicadeza. Lo que yo llevaba tanto tiempo deseando. El tiempo pareció detenerse y yo me empapé de él. El roce de sus labios, su barba incipiente que me hacía cosquillas, y el ruido del beso, la pequeña succión de nuestros labios al abrirse después de apretarse, y a continuación la separación más brutal. Ese sonido resonó por el largo túnel de soledad en el que me había contentado con ver a otros acariciarse y abrazarse en la Tierra. A mí nunca me habían tocado así. Sólo me habían hecho daño unas manos, más allá de toda ternura. Pero prolongándose hasta mi cielo después de la muerte había habido un rayo de luna que se arremolinaba y se encendía y apagaba: el beso de Ray Singh. De alguna manera, Ruth lo sabía. Me palpitaron las sienes ante ese pensamiento, escondida dentro de Ruth en todos los sentidos menos en ese: que cuando Ray me besó o nuestras manos se entrelazaron, era mi deseo, no el de Ruth, era yo la que empujaba para salir de su piel. Vi a Holly. Reía, con la cabeza echada hacia atrás. Luego oí a Holiday aullar lastimeramente, porque yo volvía a estar donde los dos habíamos vivido una vez. —¿Adonde quieres ir? —preguntó Ray. Y fue una pregunta tan amplia que la respuesta era vastísima. Yo sabía que no quería ir tras el señor Harvey. Miré a Ray y supe por qué estaba yo allí. Para llevarme un trozo de cielo que nunca había conocido. —Al taller de Hal Heckler —respondí con firmeza. —¿Qué? —Tú has preguntado —dije. —¿Ruth? —¿Sí? —¿Puedo volver a besarte? —Sí —respondí, y me puse colorada. Él se inclinó mientras el motor se calentaba y nuestros labios se encontraron una vez más, y allí estaba ella, Ruth, hablando ante un grupo de ancianos con boinas y suéteres negros de cuello alto que sostenían en alto mecheros encendidos y pronunciaban su nombre en un canto rítmico. Ray se recostó y me miró. —¿Qué pasa? —preguntó. —Cuando me besas veo el cielo —dije. —¿Qué aspecto tiene? —Es diferente para cada uno. —Quiero detalles —dijo él sonriendo—. Hechos. —Hazme el amor y te lo diré —respondí. —¿Quién eres? —preguntó él, pero me daba cuenta de que aún no sabía qué preguntaba. —El motor ya se ha calentado —dije. Él aferró el cambio de marchas cromado que había a un lado del volante y nos pusimos en marcha como si fuera lo más normal, un chico y una chica juntos. El sol se reflejó en la mica resquebrajada del viejo pavimento lleno de parches cuando él hizo un cambio de sentido. Bajamos hasta el final de Flat Road y yo señalé el camino de tierra a un lado de Eels Rod Pike, por donde podríamos cruzar las vías del tren. —Tendrán que cambiar esto pronto —dijo Ray al cruzar la grava hasta el camino de tierra. Las vías se extendían hasta Harrisburg en una dirección y hasta Filadelfia en la otra, estaban derribando todos los edificios a lo largo, y las viejas familias se iban y llegaban industriales. —¿Piensas quedarte aquí cuando acabes la facultad? —pregunté. —Nadie lo hace —dijo Ray—. Ya lo sabes. Yo casi parpadeé ante esa decisión, la idea de que si me hubiera quedado en la Tierra tal vez me habría marchado de ese lugar para ir a otro, de que habría podido irme a donde hubiera querido. Y entonces me pregunté si era igual en el cielo que en la Tierra. Si lo que me había perdido eran las ansias de conocer mundo que te invadían cuando te abandonabas. Fuimos en coche hasta la estrecha franja de terreno despejado que había a cada lado del taller de motos de Hal. Ray detuvo el coche y puso el freno. —¿Por qué aquí? —preguntó Ray. —Estamos explorando, ¿recuerdas? —dije. Le llevé a la parte trasera del taller y busqué por la jamba de la puerta hasta palpar la llave escondida. —¿Cómo sabías dónde estaba? —He visto cientos de veces a la gente esconder llaves —dije—. No hace falta ser un genio para adivinarlo. Dentro era tal como yo lo recordaba, y olía intensamente a grasa de moto. —Creo que necesito ducharme —dije—. ¿Por qué no te pones cómodo? Pasé junto a la cama y accioné el interruptor de la luz, que colgaba de un cable, y todas las diminutas luces blancas que había encima de la cama de Hal se encendieron; eran las únicas fuentes de iluminación aparte de la polvorienta luz que entraba por la pequeña ventana trasera. —¿Adonde vas? —preguntó Ray—. ¿Por qué conoces este lugar? —Su voz se había vuelto un sonido frenético. —Dame un poco de tiempo, Ray —dije—. Luego te lo explico. Entré en el pequeño cuarto de baño, pero dejé la puerta entreabierta. Mientras me quitaba la ropa de Ruth y esperaba a que el agua se calentara, confié en que ella me viera, viera su cuerpo tal como yo lo veía, su perfecta belleza viviente. En el cuarto de baño olía a humedad y a moho, y la bañera estaba manchada después de años de no correr nada más que agua por su desagüe. Me metí en la vieja bañera de patas de cabra y me quedé de pie bajo el chorro de agua. Aunque salía caliente, tenía frío. Llamé a Ray. Le pedí que entrara. —Te veo a través de la cortina —dijo él, desviando la vista. —No pasa nada —dije—. Me gusta. Quítate la ropa y entra aquí. —Susie —dijo él—, ya sabes que yo no soy así. Se me encogió el corazón. —¿Qué has dicho? —pregunté. Concentré mi mirada en la suya a través de la tela blanca traslúcida que Hal usaba como cortina: él era una forma oscura con cien agujeritos de luz a su alrededor. —He dicho que no soy así. —Me has llamado Susie. Hubo un silencio, y un momento después él corrió la cortina, con cuidado de mirarme sólo a la cara. —¿Susie? —Ven aquí —dije, con lágrimas en los ojos—. Por favor, ven aquí. Cerré los ojos y esperé. Metí la cabeza debajo del agua y sentí el calor en las mejillas y el cuello, en los pechos, el estómago y las ingles. Luego le oí a él moverse torpemente, oí la hebilla de su cinturón golpear el frío suelo de cemento y unas monedas que cayeron de los bolsillos. Tuve la misma sensación de expectación entonces que la que había tenido a veces de niña cuando me tumbaba en el asiento trasero del coche y cerraba los ojos mientras mis padres conducían, segura de que cuando el coche se detuviera estaríamos en casa, y ellos me cogerían en brazos y me llevarían dentro. Era una expectación nacida de la confianza. Ray corrió la cortina. Me volví hacia él y abrí los ojos. Sentí una maravillosa corriente de aire en el interior de los muslos. —No pasa nada —dije. Él se metió despacio en la bañera. Al principio no me tocó, pero luego, sin mucha confianza, recorrió una pequeña cicatriz que yo tenía en el costado. Observamos juntos cómo su dedo se deslizaba por la zigzagueante herida. —El accidente que tuvo Ruth jugando al voleibol en mil novecientos setenta y cinco —dije. Volví a estremecerme. —Tú no eres Ruth —dijo con una expresión perpleja. Cogí su mano, que había llegado al final de la cicatriz, y la puse debajo de mi pecho derecho. —Llevo años observándoos —dije—. Quiero que hagas el amor conmigo. Él abrió la boca para hablar, pero lo que en esos momentos acudió a sus labios era demasiado extraño para decirlo en voz alta. Me rozó el pezón con el pulgar e inclinó la cabeza hacia mí. Nos besamos. El chorro de agua que caía entre nuestros cuerpos mojó el escaso vello de su pecho y su vientre. Lo besé porque quería ver a Ruth, y quería ver a Holly, y quería saber si ellas podían verme. En la ducha podía llorar y Ray podía besarme las lágrimas, sin saber exactamente por qué lloraba yo. Toqué cada parte de su cuerpo, sosteniéndola en mis manos. Ahuequé la palma alrededor de su codo. Estiré su vello púbico entre los dedos. Sostuve esa parte de él que el señor Harvey me había metido a la fuerza. Dentro de mi cabeza pronuncié la palabra «delicadeza», y luego la palabra «hombre». —¿Ray? —No sé cómo llamarte. —Susie. Llevé los dedos a sus labios para poner fin a sus preguntas. —¿Te acuerdas de la nota que me escribiste? ¿Te acuerdas de que te llamabas a ti mismo el Moro? Por un instante los dos nos quedamos allí, y yo vi cómo el agua le caía por los hombros. Sin decir nada más, él me levantó y yo lo rodeé con mis piernas. Él se apartó del chorro de agua para apoyarse en el borde de la bañera. Cuando estuvo dentro de mí, le sujeté la cara con las manos y lo besé lo más apasionadamente que supe. Al cabo de un largo minuto se apartó. —Dime cómo es aquello. —A veces se parece al instituto —dije sin aliento—. Nunca llegué a ir, pero en mi cielo puedo hacer hogueras en las aulas y correr arriba y abajo por los pasillos gritando todo lo fuerte que quiero. Aunque no siempre es así. Puede ser como Nueva Escocia, o Tánger, o el Tíbet. Se parece a todo aquello con que has soñado alguna vez. —¿Está Ruth allí ahora? —Ruth está dando una charla, pero volverá. —¿Te ves a ti misma allí ahora? —Ahora estoy aquí —dije. —Pero te irás pronto. No iba a mentir. Asentí. —Creo que sí, Ray. Sí. Entonces hicimos el amor. Hicimos el amor en la bañera y en el dormitorio, bajo las luces y las estrellas falsas que brillaban en la oscuridad. Mientras él descansaba, le cubrí de besos la columna vertebral y bendije cada músculo, cada lunar y cada imperfección. —No te vayas —dijo él, y sus ojos, esas gemas brillantes, se cerraron y sentí su respiración poco profunda. —Me llamo Susie —susurré—, de apellido Salmón, como el pez. —Bajé la cabeza hasta apoyarla en su pecho y me dormí a su lado. Cuando abrí los ojos, la ventana que teníamos delante estaba de color rojo oscuro, y comprendí que no nos quedaba mucho tiempo. Fuera, el mundo que llevaba tanto tiempo observando vivía y respiraba sobre la misma Tierra en la que ahora me encontraba. Pero yo sabía que no podía salir. Había aprovechado esa ocasión para enamorarme, enamorarme con la clase de impotencia que no había experimentado muerta, la impotencia de estar viva, la oscura y brillante compasión de ser humana, abriéndome paso a tientas, palpando los rincones y abriendo los brazos a la luz, y todo ello formaba parte de navegar por lo desconocido. El cuerpo de Ruth se debilitaba. Me apoyé en un brazo y observé a Ray dormir. Sabía que me iría pronto. Cuando él abrió los ojos un rato después, lo miré y recorrí su perfil con los dedos. —¿Piensas alguna vez en los muertos, Ray? Él parpadeó y me miró. —Estudio medicina. —No me refiero a cadáveres, enfermedades u órganos defectuosos, sino de lo que habla Ruth. Me refiero a nosotros. —A veces sí —dijo él—. Siempre me ha intrigado. —Estamos aquí, ¿sabes? —dije—. Todo el tiempo. Puedes hablar con nosotros y pensar en nosotros. No tiene por qué ser triste o espeluznante. —¿Puedo volver a tocarte? —Y se apartó las sábanas de las piernas para incorporarse. Fue entonces cuando vi algo al pie de la cama de Hal. Algo borroso e inmóvil. Traté de convencerme de que la luz me engañaba, que eran motas de polvo atrapadas en el sol del atardecer. Pero cuando Ray alargó una mano para tocarme, no sentí nada. Ray se inclinó sobre mí y me besó suavemente en el hombro. No lo noté. Me pellizqué por debajo de la manta. Nada. La borrosa cosa al pie de la cama empezó a tomar forma. Mientras Ray se levantaba de la cama, vi cómo una multitud de hombres y mujeres llenaba la habitación. —Ray —dije justo antes de que llegara al cuarto de baño. Quería decir «Te echaré de menos», o «No te vayas», o «Gracias». —¿Sí? —Tienes que leer el diario de Ruth. —No podrías evitar que lo hiciese —dijo él. Miré a través de las misteriosas figuras de los espíritus que formaban una masa al pie de la cama y vi que me sonreía. Luego vi cómo su bonito y frágil cuerpo se daba la vuelta y cruzaba la puerta. Un repentino y débil recuerdo. Cuando empezó a elevarse el vapor de la bañera, me acerqué despacio al escritorio infantil donde Hal tenía amontonados sus discos y sus facturas. Empecé a pensar de nuevo en Ruth, en que yo no había previsto eso: la maravillosa posibilidad con que había soñado ella desde nuestro encuentro en el aparcamiento. Lo que yo había explotado en el cielo y en la Tierra era la esperanza. Sueños de ser fotógrafa de la naturaleza, sueños de ganar un Osear en los primeros años de educación secundaria, sueños de besar una vez más a Ray Singh. Mira qué ocurre cuando sueñas. Vi un teléfono frente a mí, y descolgué el auricular. Sin pensar, marqué el número de mi casa, como una cerradura cuya combinación sólo recuerdas al hacer girar el disco. A la tercera llamada, alguien contestó. —¿Diga? —Hola, Buckley —dije. —¿Quién es? —Soy yo, Susie. —¿Quién es? —Susie, cariño, tu hermana mayor. —No te oigo —dijo él. Me quedé mirando el teléfono un momento y luego los sentí. Ahora, la habitación estaba llena de esos espíritus silenciosos. Entre ellos había niños, así como adultos. «¿Quiénes sois? ¿De dónde habéis salido todos?», pregunté, pero lo que había sido mi voz no hizo ruido en la habitación. Fue entonces cuando me di cuenta. Yo estaba sentada y observando a los demás, pero Ruth estaba apoyada sobre el escritorio. —¿Puedes alcanzarme una toalla? —gritó Ray después de cerrar el grifo. Al ver que yo no respondía, descorrió la cortina. Lo oí salir de la bañera y acercarse a la puerta. Vio a Ruth y corrió hacia ella. Le tocó el hombro y, soñolienta, ella se despertó. Se miraron. Ella no tuvo que decir nada. Él supo que yo me había ido. Recuerdo una vez que iba con mis padres, Lindsey y Buckley en un tren, sentada de espaldas, y nos metimos en un túnel oscuro. Ésa fue la sensación que tuve la segunda vez que abandoné la Tierra. El destino de alguna manera inevitable, los paisajes e imágenes que había visto tantas veces al pasar. Pero esta vez iba acompañada, no me habían sacado de allí a la fuerza, y yo sabía que habíamos emprendido un largo viaje a un lugar muy lejano. Marcharme por segunda vez de la Tierra fue más fácil de lo que había sido regresar. Vi a dos viejos amigos abrazados en silencio detrás del taller de motos de Hal, ninguno de los dos preparado para expresar en voz alta lo que les había ocurrido. Ruth se sentía más cansada y al mismo tiempo más feliz de lo que nunca se había sentido, mientras que Ray apenas empezaba a asimilar lo que había vivido y las posibilidades que eso le ofrecía. 23 A la mañana siguiente, el olor del horno de la madre de Ray se había escabullido escaleras arriba hasta la habitación donde él y Ruth estaban tumbados. De la noche a la mañana, el mundo había cambiado, ni más ni menos. Después de marcharse del taller de Hal con cuidado de no dejar ningún rastro de que habían estado allí, volvieron en silencio a casa de Ray. Cuando, entrada la noche, Ruana los encontró a los dos dormidos, acurrucados y totalmente vestidos, se alegró de que su hijo tuviera al menos esa extraña amiga. Hacia las tres de la madrugada, Ray se despertó. Se sentó y miró a Ruth, sus largos y desgarbados miembros, el bonito cuerpo con el que había hecho el amor, y sintió que le invadía un afecto repentino. Alargó una mano para tocarla, y en ese preciso momento un rayo de luna cayó en el suelo a través de la ventana por la que yo lo había visto sentado estudiando durante tantos años. Lo siguió con la mirada. Allí, en el suelo, estaba el bolso de Ruth. Con cuidado de no despertarla, él se levantó de la cama para cogerlo. Dentro estaba el diario de Ruth. Lo sacó y empezó a leer: En los extremos de las plumas hay aire, y en su base, sangre. Sostengo en alto huesos: ojalá, como los cristales rotos, cortejaran la luz... aun así, trato de volver a juntar todas estas piezas, de colocarlas con firmeza para que las chicas asesinadas vivan otra vez. Se saltó un trozo. Estación de Penn, retrete, forcejeo que llevó al lavabo. Mujer mayor. Doméstico. Av. C. Marido y Mujer. Tejado sobre la calle Mott, chica adolescente, disparo. ¿Año? Niña en Central Park se mete entre matorrales. Cuello de encaje blanco, elegante. Cada vez hacía más frío en la habitación, pero siguió leyendo, y sólo levantó la cabeza cuando oyó a Ruth moverse. —Tengo muchas cosas que decirte —dijo ella. La enfermera Eliot ayudó a mi padre a sentarse en la silla de ruedas mientras mi madre y mi hermana iban de aquí para allá por la habitación, reuniendo los narcisos para llevarlos a casa. —Enfermera Eliot —dijo él—. Nunca olvidaré su amabilidad, pero espero tardar mucho en volver a verla. —Yo también lo espero —respondió ella. Miró a mi familia reunida en la habitación, rodeándolo incómodos—. Buckley, tu madre y tu hermana tienen las manos ocupadas. Te toca a ti. —Empuja con delicadeza, Buck —dijo mi padre. Yo vi cómo los cuatro recorrían el pasillo hasta el ascensor, Buckley y mi padre abriendo la marcha mientras Lindsey y mi madre los seguían con los brazos llenos de narcisos goteantes. Al bajar en el ascensor, Lindsey se quedó mirando las brillantes flores amarillas. Recordó que la tarde de mi primer funeral Samuel y Hal habían encontrado narcisos amarillos en el campo de trigo. Nunca se habían enterado de quién los había dejado allí. Mi hermana miró las flores y luego a mi madre. Sentía el cuerpo de mi hermano pegado al suyo, y a nuestro padre, sentado en la brillante silla de ruedas del hospital, con aire cansado pero contento de volver a casa. Cuando llegaron al vestíbulo y se abrieron las puertas supe que estaban destinados a estar los cuatro juntos, solos. A medida que las manos mojadas e hinchadas de Ruana cortaban una manzana tras otra, empezó a pronunciar mentalmente la palabra que llevaba años evitando: «Divorcio». Había sido algo en las posturas de su hijo y Ruth, acurrucados y abrazados, lo que por fin la había liberado. No se acordaba de la última vez que se había acostado a la misma hora que su marido. Él entraba en la habitación como un fantasma, y como un fantasma se deslizaba entre las sábanas, sin apenas arrugarlas. No la trataba mal, como en los casos que salían en los periódicos y en la televisión. Su crueldad estaba en su ausencia. Hasta cuando venía y se sentaba a la mesa del comedor y comía lo que ella cocinaba, estaba ausente. Oyó el ruido del agua corriendo en el cuarto de baño de arriba y esperó lo que creyó que era un intervalo prudencial antes de llamarlos. Mi madre había pasado esa mañana para darle las gracias por haber hablado con ella cuando había telefoneado desde California, y Ruana había decidido prepararle una tarta. Después de darles sendos tazones de café a Ruth y a Ray, Ruana anunció que ya era tarde y que quería que Ray lo acompañara a casa de los Salmón, donde se proponía acercarse con sigilo a la puerta para dejar la tarta. —¡Para el carro! —logró decir Ruth. Ruana se quedó mirándola. —Lo siento, mamá —dijo Ray—. Ayer tuvimos un día bastante intenso. —Pero se preguntó si su madre le creería algún día. Ruana se volvió hacia la encimera y llevó una de las dos tartas que había hecho a la mesa. El olor se elevó de la agujereada superficie en forma de húmedo vapor. —¿Queréis desayunar? —dijo. —¡Eres una diosa! —dijo Ruth. Ruana sonrió. —Comed todo lo que queráis y luego os vestís, que me acompañaréis los dos. —La verdad es que tengo que ir a un sitio —dijo Ruth mirando a Ray—, pero me pasaré más tarde. Hal trajo a casa la batería para mi hermano. Él y mi abuela se habían mostrado de acuerdo en que la necesitaba, aunque faltaban semanas para que Buckley cumpliera trece años. Samuel había dejado que Lindsey y Buckley se reunieran con mis padres en el hospital sin él. Iba a ser un regreso al hogar por partida doble. Mi madre había estado con mi padre cuarenta y ocho horas seguidas, durante las cuales el mundo había cambiado para ellos y para los demás, y volvería a cambiar, yo lo veía, una y otra vez. No había forma de detenerlo. —Sé que no deberíamos empezar tan temprano —dijo la abuela Lynn—, pero ¿con qué preferís envenenaros, chicos? —Creía que la ocasión pedía champán —dijo Samuel. —Eso más tarde —dijo ella—. Os estoy ofreciendo un aperitivo. —Creo que yo paso —dijo Samuel—. Tomaré algo cuando Lindsey lo haga. —¿Hal? —Estoy enseñando a Buck a tocar la batería. La abuela se contuvo de hacer un comentario sobre la cuestionable sobriedad de los grandes del jazz. —Bueno, ¿qué me decís de tres centelleantes vasos de agua? Mi abuela volvió a la cocina para ir a buscar las bebidas. Después de mi muerte, yo había llegado a quererla más de lo que nunca lo había hecho en la Tierra. Ojalá pudiera decir que en ese momento en la cocina decidió dejar de beber. Pero de pronto comprendí que beber formaba parte de lo que la hacía ser quien era. Si lo peor de lo que dejaba en la Tierra era un legado de embriagado apoyo, era un gran legado, a mi modo de ver. Llevó el hielo de la nevera al fregadero y fue generosa con los cubitos. Siete en cada vaso alto. Abrió el grifo y esperó a que saliera lo más fría posible. Su Abigail volvía a casa. Su extraña Abigail, a quien tanto quería. Pero cuando levantó la vista y miró por la ventana, habría jurado que vio a una joven con ropa de su juventud sentada al lado del fuerte-cobertizo-huerto de Buckley, mirándola. Un momento después la niña desapareció y ella reaccionó. Iba a ser un día ajetreado. No se lo contaría a nadie. Cuando el coche de mi padre se detuvo en el camino del garaje, empezaba a preguntarme si era eso lo que yo había estado esperando, que mi familia volviera a casa, no a mí sino los unos a los otros, y que yo desapareciera. A la luz de la tarde mi padre parecía más menudo, más delgado, pero en su mirada había una gratitud que no había mostrado en años. Mi madre, por su parte, se iba convenciendo por momentos de que tal vez lograría sobrevivir si se quedaba. Los cuatro se bajaron a la vez del coche. Buckley se bajó del asiento trasero para prestar a mi padre tal vez más ayuda de la que necesitaba, protegiéndolo quizá de mi madre. Lindsey lo miró por encima del capó, sin renunciar aún a su habitual papel de supervisora. Se sentía responsable, al igual que mi hermano y mi padre. Luego se volvió y vio a mi madre mirándola, con la cara iluminada por la luz amarilla de los narcisos. —¿Qué? —Eres la viva imagen de la madre de tu padre —dijo mi madre. —Ayúdame con el equipaje —dijo mi hermana. Se acercaron juntas al maletero mientras Buckley recorría con mi padre el camino principal. Lindsey se quedó mirando fijamente el oscuro interior del maletero. Sólo quería saber una cosa. —¿Vas a volver a hacerle daño? —Voy a hacer todo lo posible por evitarlo —respondió mi madre—, pero esta vez no voy a hacer promesas. Esperó a que Lindsey alzara la vista y la miró con la misma expresión desafiante que la niña que había crecido tan deprisa, que había corrido tan deprisa desde el día en que la policía había dicho: Hay demasiada sangre en la tierra, tu hija-hermana-niña ha muerto. —Sé lo que hiciste. —Quedo advertida. Mi hermana levantó la maleta. Oyeron gritos, y Buckley salió corriendo del porche delantero. —¡Lindsey! —gritó olvidando su seriedad, su pesado cuerpo boyante—. ¡Ven a ver lo que me ha comprado Hal! Buckley tocó. Tocó sin parar. Y Hal fue el único que seguía sonriendo después de escucharle cinco minutos. Todos los demás habían entrevisto el futuro que les aguardaba, y era ruidoso. —Creo que ahora sería un buen momento para iniciarlo en la escobilla —dijo la abuela Lynn. Hal la complació. Mi madre le había dado los narcisos a la abuela Lynn y subido casi inmediatamente al piso de arriba con el pretexto de ir al cuarto de baño. Todos sabían adonde iba: a mi antigua habitación. Se quedó sola en la puerta, como si estuviera en el borde del Pacífico. Seguía siendo azul lavanda. Los muebles seguían siendo los mismos, menos una silla reclinable de mi abuela. —Te quiero, Susie —dijo ella. Yo le había oído decir esas palabras tantas veces a mi padre que en ese momento me sorprendieron; llevaba tiempo esperando, sin saberlo, oírselas decir a mi madre. Ella había necesitado tiempo para comprender que ese amor no iba a destruirla, y yo, ahora me daba cuenta, le había dado ese tiempo, podía dárselo porque me sobraba. Se fijó en una fotografía con marco dorado que había encima de mi antigua cómoda. Era la primera foto que yo le había hecho, el retrato secreto de Abigail antes de que su familia despertara y ella se aplicara su barra de labios. Susie Salmón, fotógrafa de la naturaleza, había captado a una mujer mirando al otro lado de su brumoso jardín de barrio residencial. Utilizó el cuarto de baño, dejando que el agua corriera ruidosamente y moviendo las toallas. Supo de inmediato que era su madre quien había comprado las toallas de color crema, un color ridículo para unas toallas, y había bordado las iniciales, algo también ridículo, pensó. Pero con la misma rapidez se rió de sí misma. Empezaba a preguntarse si le había servido de algo su estrategia de tantos años de arrasar todo lo que podía serle útil al enemigo. Su madre era encantadora en su ebriedad, era juiciosa en su banalidad. ¿Cuándo debería uno liberarse no sólo de los muertos sino de los vivos, y aprender a aceptar? Yo no estaba en el cuarto de baño, ni en la bañera, ni en el grifo; no recibía en audiencia en el espejo ni estaba en miniatura en la punta de cada cerda del cepillo de dientes de Lindsey o de Buckley. De una manera que no sabía explicar —¿habían alcanzado un estado de felicidad?, ¿volvían mis padres a estar juntos para siempre?, ¿había empezado Buckley a contarle sus problemas a alguien?, ¿se curaría de verdad mi padre?—, yo había dejado de suspirar por ellos, de necesitar que suspiraran por mí. Aunque todavía lo haría alguna vez y ellos también lo harían. Siempre. En el piso de abajo, Hal sujetaba la muñeca de la mano de Buckley que sostenía la escobilla. —Pásalo con mucha delicadeza por el tambor con bordón. Y Buckley así lo hizo y levantó la vista hacia Lindsey, sentada frente a él en el sofá. —Genial, Buck. —Como una serpiente de cascabel. A Hal le gustó eso. —Exacto —dijo, y por la cabeza le pasaron imágenes de su futura banda de jazz. Mi madre bajó por la escalera. Cuando entró en la sala, lo primero que vio fue a mi padre. Trató de darle a entender con la mirada que estaba bien, que seguía respirando, soportando la altitud. —¡Atención todos! —gritó mi abuela desde la cocina—. ¡Sentaos, que Samuel tiene algo que decirnos! Todos rieron, y antes de que volvieran a cerrarse en sí mismos —les resultaba muy difícil estar juntos, aun cuando fuera lo que todos habían deseado—, Samuel entró en la sala con la abuela Lynn, que llevaba una bandeja de copas de champán, listas para ser llenadas. Él lanzó una mirada a Lindsey. —Lynn va a ayudarme a servir —dijo. —Algo que se le da muy bien —dijo mi madre. —¿Abigail? —dijo la abuela Lynn. —¿Sí? —Me alegro de verte a ti también. —Adelante, Samuel —dijo mi padre. —Quería deciros que me alegro de estar aquí con todos vosotros. Pero Hal conocía a su hermano. —No has acabado, artífice de la palabra. Buck, ayúdale con una escobilla. —Esta vez dejó que mi hermano lo hiciera sin su ayuda y éste respaldó a Samuel. —Quería decir que me alegro de que la señora Salmón haya vuelto, y que el señor Salmón también haya vuelto, y que es un honor para mí casarme con su encantadora hija. —¡Bien dicho! —dijo mi padre. Mi madre se levantó para sostenerle la bandeja a la abuela Lynn, y juntas repartieron las copas por la habitación. Mientras veía a mi familia beber champán, pensé en cómo sus vidas se habían arrastrado de acá para allá desde mi asesinato, y vi, mientras Samuel daba el atrevido paso de besar a Lindsey delante de toda la familia, que emprendían por fin el vuelo, alejándose de mi muerte. Ésos eran los queridos huesos que habían crecido en mi ausencia: las relaciones, a veces poco sólidas, otras hechas con grandes sacrificios, pero a menudo magníficas, que habían nacido después de mi desaparición. Y empecé a ver las cosas de una manera que me permitía abrazar el mundo sin estar dentro de él. Los sucesos desencadenados por mi muerte no eran más que los huesos de un cuerpo que se recompondría en un momento impredecible del futuro. El precio de lo que yo había llegado a ver como ese cuerpo milagroso había sido mi vida. Mi padre miró a la hija que tenía delante. La hija misteriosa había desaparecido. Con la promesa de que Hal iba a enseñarle a hacer redobles después de comer, Buckley dejó la escobilla y los palillos, y los siete cruzaron la cocina hasta el comedor, donde Samuel y la abuela Lynn habían servido en la vajilla buena sus ziti congelados Souffer y la tarta de queso congelada Sara Lee. —Hay alguien fuera —dijo Hal, viendo a un hombre por la ventana—. ¡Es Ray Singh! —Hazle pasar —dijo mi madre. —Se está yendo. Todos salieron tras él menos mi padre y mi abuela, que se quedaron en el comedor. —¡Eh, Ray! —gritó Hal, abriendo la puerta y casi pisando la tarta—. ¡Espera! Ray se volvió. Su madre estaba en el coche con el motor encendido. —No queríamos interrumpir —le dijo Ray a Hal. Lindsey, Samuel, Buckley y una mujer que reconoció como la señora Salmón se habían quedado amontonados en el porche. —¿Es Ruana? —dijo mi madre—. Por favor, invítala a pasar. —No os preocupéis, en serio —dijo Ray sin hacer ademán de acercarse. «¿Está viendo esto Susie?», se preguntó. Lindsey y Samuel se separaron del grupo y se acercaron a él. Para entonces mi madre había recorrido el camino del garaje y se inclinaba hacia la ventanilla del coche para hablar con Ruana. Ray lanzó una mirada a su madre cuando ésta abrió la portezuela para bajar del coche y entrar en la casa. —Para nosotros, todo menos tarta —dijo a mi madre al acercarse por el camino. —¿Está trabajando el doctor Singh? —preguntó mi madre. —Para variar —dijo Ruana. Vio a Ray cruzar con Lindsey y Samuel la puerta de la casa—. ¿Volverá a venir a fumarse un apestoso cigarrillo conmigo? —Eso está hecho —dijo mi madre. —Bienvenido, Ray. Siéntate —dijo mi padre al verlo entrar en la sala de estar. En su corazón había un lugar especial para el chico que había querido a su hija, pero Buckley se dejó caer en la silla al lado de su padre antes de que nadie más pudiera acercarse a él. Lindsey y Samuel trajeron dos sillas de respaldo recto de la sala de estar y se sentaron junto al aparador. Ruana se sentó entre la abuela Lynn y mi madre, y Hal, solo, en un extremo. En ese momento caí en la cuenta de que no sabrían cuándo me había marchado, del mismo modo que no podían saber las veces que había rondado una habitación en particular. Buckley me había hablado y yo le había respondido. Aunque yo no había creído que había hablado con él, lo había hecho. Me había manifestado de la forma en que ellos habían querido que lo hiciera. Y allí volvía a estar ella, saliendo sola del campo de trigo, mientras que todas las personas que me importaban estaban reunidas en una habitación. Ella siempre me sentiría y pensaría en mí, me daba cuenta de ello, pero yo no podía hacer nada más. Ruth había estado obsesionada conmigo y seguiría estándolo. Primero por accidente y luego de manera voluntaria. Toda la historia de mi vida y de mi muerte era suya si decidía contársela a los demás, aunque fuera de uno en uno. Ruana y Ray llevaban un rato en casa cuando Samuel empezó a hablar de la casa neogótica que había descubierto con Lindsey junto a un tramo cubierto de maleza de la carretera 30. Mientras se la describía en detalle a Abigail, explicando que había comprendido que quería casarse con Lindsey y vivir allí con ella, Ray se sorprendió a sí mismo preguntando: —¿Tiene un gran agujero en el techo de la habitación trasera y unas bonitas ventanas encima de la puerta principal? —Sí —respondió Samuel, alarmando cada vez más a mi padre—. Pero eso puede repararse, señor Salmón. Estoy seguro. —Es del padre de Ruth —dijo Ray. Todos guardaron silencio un momento, y entonces Ray continuó: —Ha pedido un préstamo para comprar casas viejas cuya demolición aún no se ha anunciado. Tiene intención de restaurarlas —explicó Ray. —Dios mío —dijo Samuel. Y yo desaparecí. HUESOS No te das cuenta de que los muertos se van cuando deciden dejarte de verdad. Se supone que no tienes que hacerlo. Como mucho, los sientes como un susurro o la ola de un susurro ondulándose hacia abajo. Lo compararía con una mujer en el fondo de una sala de lectura o un teatro, una mujer en la que nadie se fija hasta que sale a hurtadillas. Y entonces sólo se fijan los que están cerca de la puerta, como la abuela Lynn; para los demás es como una brisa inexplicable en una habitación cerrada. La abuela Lynn murió varios años después, pero aún no la he visto por aquí. La imagino emborrachándose en su cielo, bebiendo cócteles de whisky con menta con Tennessee Williams y Dean Martin. Vendrá a su debido tiempo, estoy segura. Si os soy sincera, a veces todavía me escabullo para ver a mi familia, no puedo evitarlo. Y a veces ellos todavía piensan en mí, no pueden evitarlo. Después de su boda, Lindsey y Samuel se sentaron en la casa vacía de la carretera 30 y bebieron champán. Las ramas de los árboles habían crecido tanto que se habían metido por las ventanas del piso superior, y se acurrucaron debajo de ellas sabiendo que tendrían que cortarlas. El padre de Ruth había prometido venderles la casa si Samuel la pagaba trabajando como encargado en su negocio de restauración. Hacia el final de ese verano, el señor Connors, con ayuda de Samuel y Buckley, había despejado la parcela e instalado allí una caravana, que durante el día sería su oficina y por la noche podía ser el cuarto de estudio de Lindsey. Al principio era incómodo, por la falta de electricidad y cañerías, y porque tenían que ir a casa de uno de sus padres para ducharse, pero Lindsey se volcó en sus estudios y Samuel en encontrar los pomos y apliques de luz de la época adecuada. Fue una sorpresa para todos cuando Lindsey descubrió que estaba embarazada. —Me pareció que estabas más gorda —dijo Buck sonriendo. —Mira quién fue a hablar —dijo ella. Mi padre soñaba con el día que podría enseñar a otra niña a construir botellas con barcos en miniatura. Sabía que en ello habría tanta tristeza como alegría, que siempre le recordaría a mí. Me gustaría deciros que esto es bonito, que aquí estoy a salvo para siempre, como algún día lo estaréis vosotros. Pero en este cielo no existe el concepto de seguridad, del mismo modo que no existe la cruda realidad. Nos divertimos. Hacemos cosas que dejan a los humanos perplejos y agradecidos, como el año que el jardín de Buckley brotó de golpe y toda la enloquecedora maraña de plantas floreció a la vez. Lo hice por mi madre, que se había quedado y se sorprendió a sí misma contemplándolo de nuevo. Era asombrosa la mano que tenía ella con todas las flores, las hierbas y los hierbajos en ciernes. Y asombrarse fue lo que hizo casi todo el tiempo desde que regresó, asombrarse de las vueltas que daba la vida. Mis padres donaron el resto de mis pertenencias, junto con las cosas de la abuela Lynn, a la organización benéfica Good Will. Siguieron compartiendo los momentos que sentían mi presencia. Ahora que estaban juntos, pensar y hablar de los muertos se convirtió en una parte totalmente normal de su vida. Y escuché a mi hermano Buckley tocar la batería. Ray se convirtió en el doctor Singh, «el verdadero doctor de la familia», como le gustaba decir a Ruana. Y vivió cada vez más momentos que optó por no cuestionar. Aunque a su alrededor tenía a cirujanos y científicos serios que regían un mundo en el que no había términos medios, no descartó la posibilidad de que los extraños acompañantes que a veces se aparecían a los moribundos no fueran producto de las apoplejías, que él había llamado a Ruth por mi nombre y había hecho realmente el amor conmigo. Si alguna vez dudaba, llamaba a Ruth. Ruth, que se había mudado de un cuarto minúsculo a un estudio del tamaño de un cuarto minúsculo en el Lower East Side. Ruth, que seguía tratando de encontrar la manera de escribir lo que veía y lo que había experimentado. Ruth, que quería que todos creyeran lo que ella sabía: que los muertos realmente nos hablan, que, en el aire que rodea a los vivos, los espíritus se mueven, se entremezclan y ríen con nosotros. Son el oxígeno que respiramos. Ahora estoy en el lugar que yo llamo este Cielo amplísimo, porque abarca desde mis deseos más simples a los más humildes y grandiosos. La palabra que utiliza mi abuelo es «bienestar». De modo que hay bizcochos y almohadones, y un sinfín de colores, pero debajo de este mosaico más evidente hay lugares como una habitación tranquila adonde puedes ir y cogerle la mano a alguien sin tener que decir nada, sin explicar nada, sin reclamar nada. Donde puedes vivir al límite todo el tiempo que quieras. Este Cielo amplísimo consiste en clavos de cabeza plana y en la suave pelusa de las hojas nuevas, en vertiginosos viajes en la montaña rusa y en una lluvia de canicas que cae, rebota y te lleva a un lugar que jamás habrías imaginado en tus sueños de un cielo pequeño. Una tarde contemplaba la Tierra con mi abuelo. Observábamos cómo los pájaros saltaban de copa en copa de los pinos más altos de Maine y sentíamos las sensaciones de los pájaros al posarse y emprender el vuelo para a continuación volver a posarse. Acabamos en Manchester, visitando un restaurante que mi abuelo recordaba de la época en que recorría la costa Este por motivos de trabajo. En los cincuenta años transcurridos se había vuelto más sórdido y, después de evaluar la situación, nos marchamos. Pero en el instante en que me volví, lo vi: el señor Harvey bajando de un autobús Greyhound. Entró en el restaurante y pidió un café en la barra. Para los no iniciados seguía teniendo el aspecto más anodino posible, salvo alrededor de los ojos, pero ya no llevaba lentillas y ya nadie se detenía a mirar más allá de las gruesas lentes de sus gafas. Cuando una camarera entrada en años le sirvió café hirviendo en una taza de poliestireno, oyó sonar una campana sobre la puerta a sus espaldas y sintió una corriente de aire frío. Era una adolescente que durante las últimas horas había estado sentada con su walkman unos asientos más adelante, tarareando las canciones. Él permaneció sentado en la barra hasta que ella salió del cuarto de baño, y entonces la siguió. Lo observé seguirla a través de la sucia nieve amontonada a un lado del restaurante hasta la parte trasera del autobús, donde estaría resguardada del viento para fumar. Mientras estaba allí de pie, él se le acercó. Pero ella ni siquiera se sobresaltó. Era otro viejo pesado y mal vestido. Él hizo cálculos mentales. La nieve y el frío. El barranco que tenían ante ellos. El bosque sin salida al otro lado. Y entabló conversación con ella. —Son muchas horas de viaje —dijo. Al principio, la chica lo miró como si no creyera que hablaba con ella. —Mmm... —murmuró. —¿Viajas sola? Fue entonces cuando me fijé en ellos, colgando en una larga y numerosa hilera por encima de sus cabezas: carámbanos de hielo. La chica apagó el cigarrillo con la suela del zapato y se volvió para irse. —Repulsivo —dijo, y echó a andar deprisa. Un momento después cayó el carámbano. Era tan pesado que hizo perder el equilibrio al señor Harvey lo justo para que se tambalease y cayera de bruces. Pasarían semanas antes de que la nieve del barranco se fundiera lo suficiente para dejar el cuerpo al descubierto. Pero dejar que os hable de alguien especial. En el patio de su casa, Lindsey había construido un jardín. La vi arrancar las malas hierbas del tupido y alargado parterre de flores. Retorcía los dedos dentro de los guantes mientras pensaba en los clientes que iba a ver ese día en su consulta, cómo ayudarles a dar sentido a las cartas que les habían tocado en la vida, cómo aliviar su dolor. Yo recordaba que a menudo las cosas más sencillas se escapaban de lo que yo consideraba su gran cerebro. Tardó una eternidad en deducir que si siempre me ofrecía a cortar el césped junto a la cerca era para jugar al mismo tiempo con Holiday. Ella recordó entonces a Holiday, y yo seguí sus pensamientos. Cómo en pocos años llegaría el momento de comprarle un perro a su hija, en cuanto la casa estuviera acabada y cercada. Luego pensó en que ahora había máquinas que cortaban el césped de poste en poste de la cerca en cuestión de minutos, cuando a nosotras nos había llevado horas de gruñidos. Samuel salió a su encuentro, y allí estaba ella en sus brazos, mi dulce bolita de grasa, nacida diez años después de mis catorce años en la Tierra: Abigail Suzanne. Para mí, la pequeña Susie. Samuel dejó a Susie encima de una manta, cerca de las flores. Y mi hermana, mi Lindsey, me dejó en sus recuerdos, donde me correspondía estar. Y en una pequeña casa a unos ocho kilómetros vivía un hombre que sostuvo en el aire mi pulsera de colgantes llena de barro para enseñársela a su mujer. —Mira lo que he encontrado en el viejo polígono industrial —dijo—. Uno de los tipos de la obra me ha dicho que están nivelando todo el solar. Tienen miedo de que haya más grietas como la que se engullía los coches. Su mujer le sirvió un vaso de agua del grifo mientras él toqueteaba la pequeña bicicleta y el zapato de ballet, la cesta de flores y el dedal. Cuando ella dejó el vaso en la mesa, le tendió la pulsera cubierta de barro. —Su dueña ya debe de ser mayor —dijo. Casi. No exactamente. Os deseo a todos una vida larga y feliz. Libros Tauro http://www.LibrosTauro.com.ar |