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Is that all there is? de una Peggy Lee pequeña seguido de un berrido. Recordó que en ese momento mi padre había cogido a Buckley en brazos y se había puesto a cantar. Los demás cantamos con él. «Let ole acquaintance be forgot and never brought to mind, should ole acquaintance be forgot and days of auld lang syne!» Y Buckley se quedó mirándonos. Capturó las extrañas palabras como burbujas flotando en el aire. —¿«Lang syne»? —repitió con cara de desconcierto. —¿Qué significa? —pregunté a mis padres. —Los viejos tiempos —dijo mi padre. —Días que pasaron hace mucho —explicó mi madre. Pero de pronto había empezado a reunir las migas del pastel en el plato. —Eh, Ojos de Océano —dijo mi padre—. ¿Adonde has ido? Y ella recordó que había reaccionado a la pregunta cerrándose, como si su espíritu hubiera tenido un grifo y lo hubiera girado a la derecha, y luego se había puesto de pie y me había pedido que la ayudara a recoger. Cuando, en el otoño de 1976, llegó a California, fue directamente a la playa y detuvo el coche. Se sentía como si hubiera conducido a través de familias durante días —familias peleándose, familias chillando, familias desgañitándose, familias bajo la milagrosa presión de la cotidianidad— y, al contemplar las olas a través del parabrisas de su coche, se sintió aliviada. No pudo evitar pensar en los libros que había leído en la universidad. The Awakening. Y lo que le había ocurrido a una escritora, Virginia Woolf. Todo le había parecido tan maravilloso entonces, tan romántico y diáfano... con piedras en los bolsillos, caminar entre las olas... Bajó por el acantilado después de atarse el jersey a la cintura. Abajo no veía más que rocas desiguales y olas. Tuvo cuidado, pero yo estaba más pendiente de sus pies que del panorama que ella contemplaba, me preocupaba que resbalara. Ella sólo pensaba en su deseo de llegar a esas olas y mojarse los pies en otro océano en el otro extremo del país: el objetivo puramente bautismal de ese gesto. Un remojón y podías volver a empezar. ¿O la vida se parecía más a una horrible gincana que te hacía correr de acá para allá en un recinto cerrado, cogiendo y colocando bloques de madera sin parar? Ella pensaba: «Llega hasta las olas, las olas, las olas». Y yo observaba cómo sus pies se movían por las rocas, y cuando lo oímos, lo hicimos juntas, y levantamos la vista sorprendidas. Había un bebé en la playa. Entre las rocas había una cueva de arena y, gateando sobre una manta extendida en la arena, mi madre vio a una niña con un gorrito de punto rosa, camiseta y botas. Estaba sola sobre una manta con un muñeco blanco que a mi madre le pareció un cordero. De espaldas a mi madre mientras bajaba por las rocas había un grupo de adultos de aspecto estresado y muy profesional, vestidos de negro y azul marino, con sombreros sofisticadamente ladeados y botas. De pronto mis ojos de fotógrafa de la naturaleza se fijaron en los trípodes y los círculos plateados bordeados de alambre que, cada vez que un joven los movía hacia la izquierda o la derecha, hacían que la luz rebotara en la niña sobre la manta. Mi madre se echó a reír, pero sólo un ayudante se volvió y advirtió su presencia entre las rocas; todos los demás estaban demasiado ocupados. Estaban filmando un anuncio, imaginé yo, pero ¿de qué? ¿Niñas nuevas para reemplazar a los propios hijos? Mientras mi madre reía y yo veía cómo se le iluminaba la cara, también la vi torcer el gesto. Vio detrás de la niña las olas, lo hechizantes que eran; podían acercarse con sigilo y llevarse a la niña. Toda esa gente elegante correría tras ella, pero ella se ahogaría en el acto y nadie, ni siquiera una madre con instinto para anticipar el desastre, podría salvarla si las olas daban un salto, si la vida seguía su curso y algún accidente monstruoso alcanzaba la tranquila playa. Esa misma semana encontró empleo en la bodega Krusoe, situadas en un valle sobre la bahía. Escribió a mis hermanos postales llenas de los alegres fragmentos de su vida, esperando parecer optimista en el limitado espacio de una postal. Los días de fiesta paseaba por las calles de Sausalito o Santa Rosa, pequeñas ciudades emprendedoras donde todo el mundo era forastero y, por mucho que intentara concentrarse en las promesas de lo desconocido, en cuanto entraba en una tienda de objetos de regalo o en un café, las cuatro paredes que la rodeaban empezaban a respirar como un pulmón. Entonces sentía, trepando por sus pantorrillas hasta sus entrañas, el violento ataque, la llegada del dolor, las lágrimas como un pequeño ejército que se acercaba implacable al frente de sus ojos, y ella inhalaba hondo, tomaba una gran bocanada de aire para contener el llanto en un lugar público. En un restaurante pidió un café con una tostada y la untó de lágrimas. Entró en una floristería y pidió narcisos, y cuando le dijeron que no tenían, se sintió despojada. Era un capricho tan pequeño: una flor amarilla. El primer funeral improvisado en el campo de trigo despertó en mi padre la necesidad de más, y ahora todos los años organizaba un funeral al que asistían cada vez menos vecinos. Estaban los incondicionales, como Ruth y los Gilbert, pero el grupo estaba compuesto cada vez más por chicos del instituto que con el tiempo sólo me conocían por el nombre, e incluso éste era un rumor oscuro invocado como advertencia a todo alumno que anduviera demasiado solo. Sobre todo las niñas. Cada vez que esos desconocidos pronunciaban mi nombre yo sentía como un alfilerazo. No era la agradable sensación que experimentaba cuando lo decía mi padre o cuando Ruth lo escribía en su diario. Era la sensación de ser resucitada y enterrada a la vez dentro del mismo aliento. Como si en la clase de economía me hubieran hecho introducirme en una lista de mercancías transmutables: los Asesinados. Sólo unos pocos profesores, como el señor Botte, me recordaban como una niña de verdad. A veces, en la hora del almuerzo, iba a sentarse en su Fiat rojo y pensaba en la hija que se le había muerto de leucemia. A lo lejos, más allá del parabrisas, se extendía, imponente, el campo de trigo. A menudo rezaba una oración por mí. En sólo unos años, Ray Singh se volvió tan guapo que irradiaba una especie de hechizo cuando se unía a un grupo. Aún no se le había asentado la cara de adulto, pero estaba a la vuelta de la esquina, ahora que tenía diecisiete años. Exudaba una soñolienta asexualidad que le hacía atractivo tanto a hombres como a mujeres, con sus largas pestañas y sus párpados caídos, su pelo negro y abundante, y las mismas facciones delicadas que seguían siendo las de un niño. Yo veía a Ray con una añoranza distinta a la que había experimentado nunca por nadie. Un anhelo de tocarlo y abrazarlo, de comprender el mismo cuerpo que él examinaba con la mirada más fría. Se sentaba ante su escritorio y leía su libro favorito, Gray's Anatomy, y según lo que leía, utilizaba los dedos para palparse la arteria carótida o apretarse con el pulgar y recorrer el músculo más largo del cuerpo, el sartorio, que se extendía desde el lado exterior de la cadera hasta el interior de la rodilla. Su delgadez era entonces una gran ventaja, los huesos y músculos se le marcaban claramente bajo la piel. Cuando hizo las maletas para irse a Pensilvania, había memorizado tantas palabras con sus definiciones que me tenía preocupada. Con todo eso, ¿cómo iba a caber algo más en su cabeza? La amistad de Ruth, el amor de su madre y mi recuerdo se verían empujados a un segundo plano mientras hacía sitio a las lentes cristalinas de los ojos y a su cápsula, a los canales semicirculares del oído, o a lo que a mí más me gustaba, las características del sistema nervioso simpático. No tenía por qué preocuparme. Ruana buscó por la casa algo que su hijo pudiera llevarse consigo que rivalizara en influencia y peso con Gray's y mantuviera viva, confiaba, su afición a coger flores. Sin que él se enterara, había metido en su maleta el libro de poesía india. Dentro estaba mi foto, hacía mucho tiempo olvidada. Cuando él deshizo la maleta en el dormitorio de Hill House, mi foto cayó al suelo. A pesar de que podía diseccionarla —los vasos de mi globo ocular, la anatomía quirúrgica de mis fosas nasales, la débil coloración de mi epidermis— no pudo dejar de ver los labios que había besado una vez. En junio de 1977, el día que yo me habría graduado, Ruth y Ray ya se habían marchado. Las clases diurnas del Fairfax habían terminado, y Ruth se había ido a Nueva York con la vieja maleta roja de su madre llena de ropa negra nueva. Después de haberse graduado antes de hora, Ray ya estaba acabando su primer año en Pensilvania. Ese mismo día, en nuestra cocina, la abuela Lynn le regaló a Buckley un libro de jardinería. Le explicó que las plantas nacían de semillas. Que los rábanos que él tanto detestaba crecían más deprisa, pero que las flores que tanto le gustaban también podían salir de semillas. Y empezó a enseñarle los nombres: zinnias y caléndulas, pensamientos y lilas, claveles, petunias y dondiegos de día. De vez en cuando mi madre telefoneaba desde California. Mis padres tenían conversaciones apresuradas y difíciles. Ella le preguntaba por Buckley, Lindsey y Holiday. Preguntaba qué tal la casa y si había algo que necesitaba decirle. —Seguimos echándote de menos —le dijo él en diciembre de 1977, cuando ya habían caído todas las hojas y las habían rastrillado o habían volado, pero la tierra seguía esperando que nevara. —Lo sé —dijo ella. —¿Qué hay de la enseñanza? Creía que ése era tu plan. —Y lo era —concedió ella. Llamaba desde la oficina de la bodega. Tras la avalancha del almuerzo las cosas se habían calmado, pero esperaban cinco limusinas de señoras mayores que estarían como cubas. Ella guardó silencio y luego dijo algo que nadie, y menos aún mi padre, habría contradicho—: Pero los planes cambian. En Nueva York, Ruth vivía en el Lower East Side, en una habitación con acceso directo a la calle que le había alquilado una anciana. Era lo único que podía permitirse pagar, y de todos modos no tenía intención de quedarse mucho tiempo allí. Todos los días enrollaba su futón para tener un poco de sitio para vestirse. Sólo iba a la habitación una vez al día, y no se quedaba mucho rato si podía evitarlo. Sólo la utilizaba para dormir y tener una dirección, un sólido aunque diminuto asidero en la ciudad. Trabajaba en un bar, y en sus horas libres se pateaba hasta el último rincón de Manhattan. Yo la veía pisar el cemento con sus botas con aire desafiante, convencida de que fuese donde fuese, allí se asesinaban a mujeres. Debajo de huecos de escaleras y en lo alto de bonitos edificios de apartamentos. Se paraba bajo las farolas y recorría con la mirada la calle de enfrente. Escribía breves oraciones en su diario en los cafés y en los bares, donde se detenía para utilizar los aseos después de pedir lo más barato de la carta. Se había convencido de que poseía una clarividencia que nadie más tenía. No sabía qué iba a hacer con ella, aparte de tomar muchas notas para el futuro, pero ya no le asustaba. El mundo de mujeres y niños muertos que veía se había vuelto tan real para ella como el mundo en el que vivía. En la biblioteca, en Pensilvania, Ray leía sobre la vejez bajo el título en negrita: «Las condiciones de la muerte». Se trataba de un estudio realizado en residencias de ancianos donde un elevado porcentaje de pacientes informaban a los médicos y enfermeras de que veían a alguien al pie de su cama por las noches. A menudo esa persona trataba de hablar con ellos o llamarlos por su nombre. A veces los pacientes estaban en tal estado de agitación durante esos delirios que tenían que administrarles más sedantes o atarlos a la cama. El texto pasaba a explicar que esas visiones eran resultado de pequeñas apoplejías que a menudo predecían la muerte. «Lo que el hombre de la calle tiende a creer que es el Ángel de la Muerte cuando se habla de ello con la familia del paciente, debería explicarse como una serie de pequeñas apoplejías que se suman a un empeoramiento ya en picado.» Por un momento, utilizando el dedo como punto de libro, Ray imaginó cómo reaccionaría si, plantado al pie de la cama de un paciente anciano, en el lugar más expuesto posible, sintiera que algo le pasaba rozando, como a Ruth hacía tantos años, en el aparcamiento. El señor Harvey había llevado una vida desordenada en el Corredor del Nordeste, que se extendía desde los barrios periféricos de Boston hasta las zonas más al norte de los estados sureños, adonde había ido en busca de empleo fácil y menos preguntas, y de vez en cuando un intento de reformarse. Siempre le había gustado Pensilvania, y había cruzado el largo estado de un lado a otro, acampando a veces detrás de la tienda de comestibles que estaba justo en la carretera local de nuestra urbanización, en la que sobrevivía una zona de bosque, entre la tienda abierta toda la noche y las vías del tren, y donde encontraba cada vez más latas y colillas. Todavía le gustaba, cuando podía, pasear en coche cerca de su viejo vecindario. Asumía tales riesgos a primera hora de la mañana o entrada la noche, cuando los faisanes en otro tiempo tan abundantes cruzaban la carretera rozando el suelo y los faros del coche enfocaban el hueco resplandor de las cuencas de sus ojos. Ya no había adolescentes ni niños cogiendo moras en los límites de nuestra urbanización, porque la cerca de la vieja granja de la que colgaban las zarzamoras había sido derribada para hacer sitio a más casas. Con el tiempo había aprendido a coger setas y a veces se atracaba de ellas cuando pasaba la noche en los abandonados campos del Valley Forge Park. Una noche de ésas lo vi acercarse a dos campistas novatos que habían muerto por comer setas venenosas. Con delicadeza, despojó sus cuerpos de todo objeto valioso y siguió su camino. Hal, Nate y Holiday eran los únicos a los que Buckley había dejado entrar alguna vez en su fuerte. La hierba que había bajo las rocas se había marchitado y cuando llovía el interior del fuerte se convertía en un charco maloliente, pero se mantenía en pie, a pesar de que Buckley cada vez pasaba menos tiempo en él, y fue Hal quien acabó rogándole que hiciera mejoras. —Necesitamos protegerlo de la lluvia, Buck —dijo un día—. Tienes diez años... eres lo bastante mayor para utilizar una pistola para enmasillar. Y la abuela Lynn, a quien le encantaban los hombres, no pudo contenerse. Alentó a Buck a hacer lo que le decía Hal, y cuando supo que éste iba a venir, se acicaló. —¿Qué estás haciendo? —preguntó mi padre un sábado por la mañana, saliendo de su estudio atraído por el agradable olor de los limones, la mantequilla y la masa dorada que subía dentro de sus moldes. —Bollos de chocolate y nueces —respondió la abuela Lynn. Mi padre la miró fijamente para comprobar si había perdido el juicio. La temperatura era de más de treinta grados a las diez de la mañana y él seguía en albornoz, pero ella llevaba medias e iba maquillada. Luego vio a Hal en camiseta en el patio. —Dios mío, Lynn —dijo—, ese chico es lo bastante joven... —¡Pero es i-rre-sis-ti-ble! Mi padre se sentó a la mesa de la cocina, sacudiendo la cabeza. —¿Cuándo estarán los bollos, Mata Hari? En diciembre de 1981, Len no quería recibir la llamada que recibió de Delaware, donde habían relacionado un asesinato en Wilmington con el cuerpo de una niña hallado en 1976 en Connecticut. Un detective que hacía horas extra se había esforzado en averiguar la procedencia del colgante de piedra del caso de Connecticut hasta dar con la lista de objetos perdidos de mi asesinato. —Ese expediente está cerrado —le dijo Len al hombre que estaba al otro lado de la línea. —Nos gustaría ver qué tiene. —George Harvey —dijo Len en voz alta, y los detectives de las mesas vecinas se volvieron hacia él—. El crimen se cometió en diciembre de mil novecientos setenta y tres. La víctima fue Susie Salmón, de catorce años. —¿Se encontró el cuerpo de la pequeña Simón? —Salmón, como el pez. Encontramos un codo —replicó Len. —¿Tiene familia? —Sí. —Tienen la dentadura de Connecticut. ¿Tiene su ficha dental? —Sí. —Eso tal vez le ahorre algún dolor a la familia —le dijo el hombre a Len. Len volvió a la caja de pruebas que había esperado no tener que volver a mirar. Tendría que telefonear a mi familia. Pero esperaría todo lo posible, hasta estar seguro de que el detective de Delaware tenía algo. Durante casi ocho años, después de que Samuel mencionara el dibujo que Lindsey había robado, Hal había utilizado discretamente su red de amigos motorizados para averiguar el paradero de George Harvey. Pero, al igual que Len, se había jurado no decir nada hasta estar seguro de tener alguna pista. Y nunca había llegado a estar seguro. Cuando una noche un Ángel del Infierno llamado Ralph Cichetti, que confesaba abiertamente que había estado una temporada en la cárcel, comentó que creía que a su madre la había asesinado su inquilino, Hal empezó a hacer las preguntas habituales. Preguntas que contenían elementos de eliminación sobre la estatura, el peso y los intereses. El hombre no se había llamado George Harvey, aunque eso no significaba nada. Pero el asesinato en sí no se parecía en nada. Sophie Cichetti tenía cuarenta y nueve años. La habían matado en su casa con un objeto contundente y habían encontrado su cadáver intacto en las proximidades. Él había leído suficientes novelas policíacas como para saber que los asesinos seguían unas pautas, tenían una manera particular de hacer las cosas. De modo que arregló la cadena de distribución de la estrafalaria Harley de Cichetti, cambiaron de tema y finalmente se quedaron callados. Fue entonces cuando Cichetti mencionó algo más que puso los pelos de punta a Hal. —El tipo hacía casas de muñecas —dijo Ralph Cichetti. Hal llamó a Len. Pasaron los años. Los árboles de nuestro patio crecieron. Yo observaba a mi familia, a los amigos y vecinos, a los profesores que había tenido o había imaginado tener, el instituto con el que había soñado. Sentada en el cenador, fingía que estaba sentada en la rama más alta del arce debajo del cual mi hermano se había tragado un palo y donde todavía jugaba con Nate al escondite. Me sentaba en la barandilla de una escalera en Nueva York y esperaba a que Ruth pasara. Estudiaba con Ray. Iba en coche con mi madre por la carretera de la costa del Pacífico en una calurosa tarde con el aire cargado de sal. Pero terminaba todos los días con mi padre en su estudio. Extendía en mi mente esas fotos que había reunido observando sin parar, y veía cómo un solo incidente, mi muerte, relacionaba todas esas imágenes con un único origen. Nadie podía haber previsto cómo mi muerte iba a cambiar pequeños instantes en la Tierra. Pero yo me aferraba a esos instantes, los atesoraba. Ninguno se perdería mientras yo estuviese allí, observando. En una de mis veladas musicales, mientras Holly tocaba el saxo y la señora Bethel Utemeyer se unía a ella, lo vi: vi a |