Dentro de la bola de nieve del escritorio de mi padre había un pingüino con una bufanda a rayas rojas y blancas. Cuando yo era pequeña, mi padre me sentaba en






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títuloDentro de la bola de nieve del escritorio de mi padre había un pingüino con una bufanda a rayas rojas y blancas. Cuando yo era pequeña, mi padre me sentaba en
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por los senderos. Veía a los adolescentes que habían hecho novillos, besuqueándose en los campos sin segar o a lo largo de senderos interiores. Y en el punto más elevado del parque había un bosquecillo junto al que a veces aparcaba. Se quedaba sentado en su Wagoneer y observaba a lo hombres solitarios que aparcaban a su lado y se apeaban. A veces le lanzaban una mirada inquisitiva. Si estaban lo bastante cerca, esos hombres veían a través de su parabrisas lo mismo que veían sus víctimas: su lujuria desenfrenada y sin límites.

El 26 de noviembre de 1974, Lindsey vio al señor Harvey salir de su casa verde y empezó a rezagarse del grupo de chicos con el que corría. Más tarde les diría que le había venido la menstruación y todos callarían, incluso se sentirían satisfechos, ya que eso demostraba que el plan tan poco popular del señor Dewitt nunca funcionaría: ¡una chica en los regionales!

Observé a mi hermana y me quedé asombrada. Se estaba convirtiendo en todo a la vez. Mujer. Espía. El condenado al ostracismo: un hombre solo.

Echó a andar sujetándose el costado para simular que tenía un calambre e hizo señas a los chicos para que no se detuvieran. Continuó andando con una mano en la cintura hasta que los vio doblar la esquina. Una hilera de altos y frondosos pinos que llevaban años sin podarse bordeaba la propiedad del señor Harvey. Se sentó debajo de uno, fingiendo aún que estaba agotada por si algún vecino miraba por la ventana, y cuando le pareció que era el momento oportuno, se hizo un ovillo y rodó entre dos pinos. Esperó. Los chicos dieron una vuelta más. Los vio pasar de largo y los siguió con la mirada cuando atajaron a través del aparcamiento vacío para regresar al instituto. Estaba sola. Calculó que disponía de cuarenta y cinco minutos antes de que nuestro padre empezara a preguntarse dónde estaba. Habían hecho el trato de que, si entrenaba con el equipo de fútbol masculino, Samuel la acompañaría a casa a eso de las cinco.

Las nubes se cernieron durante todo el día en el cielo, y el frío de finales de otoño le puso la piel de gallina en las piernas y los brazos. Correr siempre le hacía entrar en calor, pero cuando llegaba al vestuario, donde compartía las duchas con el equipo de hockey sobre hierba, empezaba a tiritar hasta que el agua caliente le caía en el cuerpo. Sin embargo, en el césped de la casa verde, la piel de gallina también se debía al miedo.

Cuando los chicos cruzaron el sendero, ella se acercó gateando a la ventana lateral del sótano del señor Harvey. Ya tenía una excusa preparada si la sorprendían. Estaba persiguiendo un gatito que había visto cruzar los pinos a todo correr. Diría que era gris y muy rápido, y había salido disparado hacia la casa del señor Harvey y ella lo había seguido sin pararse a pensar.

Veía el interior del sótano, que estaba oscuro. Trató de abrir la ventana, pero estaba cerrada por dentro. Tendría que romper el cristal. Mientras las ideas se le agolpaban en la mente, pensó con preocupación en el ruido, pero ya había ido demasiado lejos para detenerse ahora. Pensó en su padre en casa, siempre atento al reloj que tenía junto a su butaca, y luego se quitó la camiseta y se la enrolló alrededor de los pies. Sentada, se abrazó el cuerpo y golpeó una, dos, tres veces con los dos pies hasta que la ventana se hizo añicos con un crujido amortiguado.

Se descolgó con cuidado, buscando en la pared un punto de apoyo para los pies, pero tuvo que saltar los últimos palmos sobre los cristales rotos y el hormigón.

La habitación parecía ordenada y barrida, a diferencia de nuestro sótano, donde los montones de cajas con rótulos —Huevos de Pascua y Hierba Verde, Estrella/Adornos de Navidad— nunca habían vuelto a los estantes que había instalado mi padre.

Entraba el frío de fuera, y la corriente de aire en la nuca la impulsó a apartarse del brillante semicírculo de cristales rotos y adentrarse más en la habitación. Vio la tumbona con una mesilla al lado. Vio el enorme despertador de números luminosos que había en el estante metálico. Yo quería guiar sus ojos hasta el hueco donde encontraría los huesos de los animales, pero también sabía que, a pesar de haber dibujado en papel milimetrado los ojos de una mosca y de haber destacado ese otoño en la clase de biología del señor Botte, creería que los huesos eran míos. Por eso me alegré de que no se acercara a ellos.

A pesar de mi incapacidad para aparecer ante ella o susurrarle algo, empujarla o guiarla, Lindsey sintió algo. Algo cambió en el aire del frío y húmedo sótano que la hizo encogerse. Estaba a sólo unos pasos de la ventana abierta, y sabía que, pasara lo que pasara, se adentraría más y, pasara lo que pasara, tenía que calmarse y concentrarse en buscar pistas; pero en ese preciso momento, y por un instante, pensó en Samuel corriendo delante de ella. Esperaría encontrarla en la última vuelta y, al no verla, volvería corriendo al instituto, creyendo que la encontraría fuera. Por último, supondría, aunque con el primer rastro de duda, que se estaba duchando, y que él también debería ducharse y esperarla antes de hacer nada. ¿Cuánto tiempo la esperaría? Mientras desplazaba la mirada por las escaleras hasta el primer piso, deseó que Samuel estuviera allí y subiera detrás de ella, que siguiera sus movimientos borrando su soledad, acoplándose a sus miembros. Pero no se lo había dicho a propósito, no se lo había dicho a nadie. Estaba haciendo algo inaceptable —un acto delictivo—, y lo sabía.

Más tarde diría que había necesitado tomar aire y que por eso había subido. Al subir la escalera, recogió con la punta de los zapatos pequeñas borras de polvo blanquecino, pero no prestó atención.

Hizo girar el pomo de la puerta del sótano, que se abría a la planta baja. Sólo habían pasado cinco minutos. Le quedaban cuarenta, o eso creía. Seguía habiendo un poco de luz, que se filtraba por las persianas cerradas. Mientras permanecía de nuevo de pie titubeando en esa casa idéntica a la nuestra, oyó el golpe sordo del Evening Bulletin al caer en el porche y al repartidor tocar el timbre de su bicicleta al pasar.

Mi hermana se dijo a sí misma que se hallaba en una serie de habitaciones donde, si las registraba a conciencia, tal vez encontraría lo que necesitaba, un trofeo que llevar a nuestro padre, liberándose de ese modo de mí. Siempre habría rivalidad, incluso entre los vivos y los muertos. Vio las losetas del pasillo, del mismo verde oscuro y gris que las nuestras, y se visualizó gateando detrás de mí cuando yo acababa de aprender a andar. Luego vio mi cuerpo de niña alejarse corriendo para entrar en la habitación contigua, y se recordó a sí misma alargando una mano y dando sus primeros pasos mientras yo la atormentaba desde la sala de estar.

Pero la casa del señor Harvey estaba mucho más vacía que la nuestra, y en ella no había alfombras que dieran calor a la decoración. Lindsey pasó de las losetas al suelo de pino encerado de la habitación que en nuestra casa correspondía a la sala de estar. El ruido de cada uno de sus movimientos hizo eco en el vestíbulo delantero, alcanzándola.

No podía evitar que la asaltaran los recuerdos, cada uno con información cruel. Buckley sobre mis hombros en el piso de arriba. Nuestra madre sujetándome mientras Lindsey observaba, celosa, mis intentos de alcanzar la punta del árbol de Navidad con la estrella plateada en las manos. Yo deslizándome por la barandilla y diciéndole que me siguiera. Las dos suplicando a mi padre que nos diese las tiras cómicas después de cenar. Todos corriendo detrás de Holiday mientras él ladraba sin parar. Y las innumerables sonrisas exhaustas que adornaban nuestras caras para las fotos de los cumpleaños, las vacaciones y a la salida del colegio. Dos hermanas vestidas exactamente igual, con trajes de terciopelo o a cuadros o amarillo de pascua. Sosteniendo en las manos cestas de conejitos y huevos de pascua que habíamos sumergido en tinte. Zapatos de charol con tiras y hebilla rígidas. Sonriendo forzadamente mientras nuestra madre trataba de enfocar con la cámara. Las fotos siempre borrosas, y nuestros ojos, puntos rojos brillantes. Nada de todo eso contendría para la posteridad los momentos de antes y de después, cuando las dos jugábamos en casa o nos peleábamos por los juguetes. Cuando éramos hermanas.

Entonces lo vio. Mi espalda entrando a toda velocidad en la habitación contigua. Nuestro comedor, la habitación donde él guardaba sus casas de muñecas terminadas. Yo era una niña que corría delante de ella.

Echó a correr detrás de mí.

Me persiguió por las habitaciones del piso de abajo y, aunque se estaba entrenando en serio para jugar al fútbol, cuando volvió al vestíbulo delantero estaba sin aliento. Se mareó.

Yo pensé en lo que mi madre siempre había dicho sobre un chico de la parada del autobús que tenía el doble de años que nosotras pero que seguía en segundo curso. «No sabéis la fuerza que tiene, de modo que tened cuidado cuando estéis cerca de él.» Le gustaba dar fuertes abrazos a todo el que era agradable con él, y veías cómo ese amor atontolinado recorría sus rasgos y despertaba su anhelo de tocar. Antes de que lo sacaran del colegio corriente y lo enviaran a otro del que nadie hablaba, había cogido a una niña pequeña llamada Daphne y la había apretado tanto que se cayó al suelo cuando él la soltó. Yo empujaba con tanta fuerza desde el Intermedio para llegar a Lindsey que de pronto se me ocurrió que tal vez le estaba haciendo daño cuando lo que quería era ayudar.

Mi hermana se sentó en la amplia escalera del fondo del vestíbulo y cerró los ojos, concentrándose en recuperar el aliento y en el principal motivo que la había llevado a la casa del señor Harvey. Se sentía revestida de algo pesado, como una mosca atrapada en la red con forma de embudo de una araña, envuelta en su gruesa seda. Sabía que nuestro padre había acudido al campo de trigo poseído por lo mismo que se estaba apoderando ahora de ella. Su intención había sido proporcionarle pistas que pudiera utilizar como peldaños para subir de nuevo hasta ella, afianzarlo con hechos, afirmar todo lo que le había dicho a Len. En lugar de eso, se vio caer detrás de él en un pozo sin fondo.

Quedaban veinte minutos.

Dentro de la casa mi hermana era el único ser vivo, pero no estaba sola y yo no era la única que la acompañaba. La arquitectura de la vida de mi asesino, los cuerpos de las niñas que había dejado atrás, empezaron a desfilar ante mí, ahora que mi hermana estaba en esa casa. En el cielo pronuncié sus nombres:

Jackie Meyer. Delaware, 1967. Trece años.

Una silla volcada. Acurrucada en el suelo y vuelta hacia ella, la niña llevaba una camiseta a rayas y nada más. Cerca de su cabeza, un pequeño charco de sangre.

Flora Hernández. Delaware, 1963. Ocho años.

Él sólo había querido tocarla, pero ella gritó. Una niña bajita para su edad. Más tarde encontraron el calcetín y el zapato izquierdos. No se recuperó el cuerpo. Los huesos están en el sótano de tierra de un viejo edificio de apartamentos.

Leah Fox. Delaware, 1969. Doce años.

La mató en un sofá cubierto con una funda bajo la rampa de acceso de una autopista, con mucho sigilo. Se quedó dormido encima de ella, arrullado por el ruido de los coches que pasaban por encima. No fue hasta diez horas más tarde, cuando un vagabundo derribó la pequeña cabaña que el señor Harvey había construido con puertas abandonadas, cuando él empezó a recoger sus cosas para marcharse con el cuerpo de Leah Fox.

Sophie Cichetti. Pensilvania, 1960. Cuarenta y nueve años.

Como propietaria, había dividido en dos su piso y levantado un fino tabique. A él le gustaba la ventana semicircular creada por la división, y el alquiler era barato. Pero ella hablaba demasiado de su hijo e insistía en leerle poemas de un libro de sonetos. Le hizo el amor en su parte del piso, y cuando ella empezó a hablar, le rompió el cráneo y se llevó el cadáver a la orilla de un riachuelo cercano.

Leidia Johnson. 1960. Seis años.

Condado de Buck, Pensilvania. Excavó una cueva abovedada dentro de una colina cercana a la cantera y esperó. Fue la más pequeña.

Wendy Richter. Connecticut, 1971. Trece años.

Esperaba a su padre a la puerta de un bar. La violó entre los matorrales y luego la estranguló. Esa vez, mientras él tomaba conciencia de sus actos y salía del estupor en el que a menudo se sumía, oyó ruidos. Volvió la cara de la niña muerta hacia él y, mientras las voces se acercaban más, le mordió la oreja.

—Perdona, hombre —oyó decir a dos borrachos que se habían metido en los matorrales para orinar.

Yo veía esa ciudad de tumbas flotantes, frías y azotadas por los vientos, adonde acudían las víctimas de asesinato en la mente de los vivos. Veía a las otras víctimas del señor Harvey en el momento en que habían ocupado su casa, esos vestigios de recuerdos dejados atrás antes de huir de esta tierra. Pero ese día me solté para acudir al lado de mi hermana.

Lindsey se levantó en cuanto volví a concentrarme en ella. Subimos juntas la escalera. Ella se sentía como los zombis de las películas que tanto les gustaban a Samuel y a Hal. Colocando un pie delante del otro y mirando al frente sin comprender, llegó a lo que equivalía al dormitorio de mis padres en nuestra casa, y no encontró nada. Dio vueltas por el pasillo del piso de arriba. Nada. Luego entró en lo que habría sido mi dormitorio en nuestra casa y encontró la del asesino.

Era la habitación menos vacía de la casa, y ella hizo lo posible por no mover nada al recorrer con una mano los jerséis amontonados en el estante, preparada para encontrar cualquier cosa en sus tibias entrañas: un cuchillo, un arma, un bolígrafo Bic mordisqueado por Holiday. Nada. Luego, mientras oía algo que no logró identificar, se volvió hacia la cama y vio la mesilla de noche y, en el círculo de luz de una lámpara de lectura que Harvey había dejado encendida, su cuaderno de bocetos. Al acercarse a él volvió a oír algo, pero no llegó a relacionar los ruidos. Un coche deteniéndose. Frenando con un chirrido. La puerta cerrándose de golpe.

Pasó las páginas del cuaderno y miró los dibujos a tinta de vigas transversales y soportes, cabestrantes y contrafuertes, y vio medidas y notas que para ella no tenían ningún sentido. Al pasar la última página le pareció oír pasos fuera, muy cerca.

El señor Harvey hacía girar la llave en la cerradura de la puerta principal cuando ella se fijó en el boceto hecho a lápiz que tenía delante. Era un dibujo de unos tallos encima de un hoyo, un detalle de un estante visto de lado, una chimenea para expulsar el humo de un fuego, y lo que más le impactó: con una caligrafía de trazos finos e inseguros, él había escrito «Campo de trigo Stolfuz». De no haber sido por los artículos del periódico después del hallazgo de mi codo, ella no habría sabido que el campo de trigo era propiedad de un hombre llamado Stolfuz. De pronto vio lo que yo quería que comprendiera. Yo había muerto dentro de ese hoyo; había gritado y forcejeado, y había perdido.

Ella arrancó la hoja. El señor Harvey estaba en la cocina preparándose algo para comer: el embutido de paté de hígado por el que tenía predilección y un bol de uvas verdes dulces. Oyó crujir una tabla del suelo y se puso rígido. Oyó otro crujido y se irguió de golpe al comprender.

Se le cayeron al suelo las uvas, que aplastó con el pie izquierdo mientras Lindsey, en el piso de arriba, corría hacia las persianas y abría la obstinada ventana. El señor Harvey subió los escalones de dos en dos. Mi hermana rasgó la mosquitera, saltó al tejado del porche y bajó rodando por él, rompiendo el canalón al golpearlo con el cuerpo, mientras el señor Harvey se acercaba a todo correr. Llegó al dormitorio cuando ella aterrizaba entre los arbustos, las zarzamoras y el barro.

Pero no se hizo daño. Salió milagrosamente ilesa. Milagrosamente joven. Se levantó en el preciso momento en que él llegaba a la ventana y se detenía. La vio correr hacia el saúco. El número que llevaba estampado en la espalda le gritaba: «¡Cinco!, ¡cinco!, ¡cinco!».

Lindsey Salmón con su camiseta de fútbol.

Samuel estaba sentado con mis padres y la abuela Lynn cuando Lindsey regresó a casa.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó mi madre, que fue la primera en verla por las ventanitas cuadradas que había a cada lado de nuestra puerta principal.

Y antes de que mi madre la abriera, Samuel ya había corrido a colarse entre ellos. Ella entró cojeando y, sin mirar ni a mi madre ni a mi padre, fue derecha a los brazos de Samuel.

—Dios mío, Dios mío, Dios mío —dijo mi madre al ver la tierra y los rasguños.

Mi abuela se detuvo a su lado. Samuel peinó a mi hermana con la mano. —¿Dónde has estado?

Pero Lindsey se volvió hacia mi padre, a quien ahora se le veía como menguado, más menudo y más débil que esa hija furiosa. Lo llena de vida que estaba ella me consumió completamente ese día.

—¿Papá?

—Sí, cariño.

—Lo he hecho. He entrado en su casa. —Temblaba ligeramente y trataba de no llorar.

—¿Que has qué? —preguntó mi madre, negando con la cabeza.

Pero mi hermana no la miró ni una sola vez.

—Te he traído esto. Creo que puede ser importante. Tenía en la mano el dibujo arrugado. Había hecho más dolorosa la caída, pero había logrado escapar.

En ese momento acudió a la mente de mi padre una frase que había leído ese día. La pronunció en voz alta mientras miraba a Lindsey a los ojos.

—«A ninguna condición se adapta más rápidamente el hombre que al estado de guerra.»

Lindsey le dio el dibujo.

—Voy a recoger a Buckley —dijo mi madre.

—¿No vas a mirarlo siquiera, mamá?

—No sé qué decir. Está aquí tu abuela. Tengo compras que hacer, un ave que cocinar. Nadie parece darse cuenta de que tenemos una familia. Tenemos una familia, una familia y un hijo, y yo me voy.

La abuela Lynn acompañó a mi madre a la puerta trasera, pero no trató de detenerla.

En cuanto mi madre se marchó, mi hermana le cogió la mano a Samuel. Mi padre vio en la caligrafía de trazos finos e inseguros del señor Harvey lo mismo que había visto Lindsey: el posible plano de mi tumba. Levantó la mirada.

—¿Me crees ahora? —le preguntó a Lindsey.

—Sí, papá.

Mi padre, inmensamente agradecido, tenía que hacer una llamada.

—Papá —dijo ella.

—Sí.

—Creo que me ha visto.

No se me habría ocurrido una bendición mayor ese día que saber que mi hermana estaba físicamente a salvo. Al marcharme del cenador, temblé por el miedo que se había apoderado de mí, lo que habría supuesto perderla, no sólo para mi padre, mi madre, Buckley y Samuel, sino también, egoístamente, para mí.

Franny salió de la cafetería y se acercó a mí. Yo apenas levanté la cabeza.

—Susie —dijo—. Tengo algo que decirte.

Me llevó a la luz de una de las anticuadas farolas y luego lejos de ella, y me dio un trozo de papel doblado en cuatro.

—Cuando te sientas más fuerte, léelo y ve allí.

Dos días después, el mapa de Franny me condujo a un campo por delante del cual había pasado a menudo, pero que, a pesar de lo bonito que era, nunca había explorado. En el dibujo se veía una línea de puntos que señalaba un sendero. Nerviosa, busqué una entrada entre las innumerables hileras de trigo. La vi más adelante, y mientras echaba a andar hacia allí, el papel se deshizo en mi mano.

Un poco más adelante, alcancé a ver un hermoso y viejo olivo.

El sol estaba alto, y delante del olivo había un claro. Esperé sólo un momento, hasta que vi cómo el trigo del otro extremo empezaba a estremecerse con la llegada de alguien que no sobresalía por encima de los tallos.

Era bajita para su edad, como lo había sido en la Tierra, y llevaba un vestido de algodón estampado y deshilachado en el dobladillo y los puños.

Se detuvo y nos miramos.

—Vengo aquí todos los días —dijo—. Me gusta oír los ruidos.

Reparé en que a nuestro alrededor los tallos del trigo susurraban al entrechocar por el viento.

—¿Conoces a Franny? —pregunté.

La niña asintió con solemnidad.

—Me dio un mapa para llegar aquí.

—Entonces debes de estar preparada —dijo ella, pero ella también estaba en su cielo, y eso hacía que diera vueltas y que se le arremolinara la falda.

Me senté en el suelo debajo del árbol y la observé.

Cuando terminó, se acercó a mí y se sentó a mi lado, sin aliento.

—Yo me llamo Flora Hernández —dijo—. ¿Y tú?

Se lo dije y me eché a llorar, reconfortada al conocer a otra niña a la que él había matado.

Y mientras Flora daba vueltas vinieron otras niñas y mujeres por el campo, de todas partes. Vaciamos las unas en las otras nuestro dolor como agua de una taza a otra, y cada vez que yo contaba mi historia, perdía una gotita de dolor. Fue ese día cuando me di cuenta de que quería contar la historia de mi familia. Porque el horror de la Tierra es real y cotidiano. Es como una flor o como el sol; no puede contenerse.

15

Al principio nadie los detenía, y era algo con lo que su madre disfrutaba tanto —el gorjeo de su risa cuando doblaban la esquina de un almacén cualquiera y ella le enseñaba todo lo que había robado— que George Harvey reía con ella y, en cuanto veía una oportunidad, la abrazaba mientras ella estaba absorta en su premio más reciente.

Era un respiro para los dos escapar de su padre por la tarde e ir en coche a la ciudad más cercana para conseguir comida y otras provisiones. Eran, en el mejor de los casos, hurgadores de escombros que hacían dinero recogiendo chatarra y botellas viejas que llevaban a la ciudad en la parte trasera de la anticuada furgoneta de Harvey padre.

La primera vez que los pillaron a su madre y a él, la mujer de la caja registradora los trató con benevolencia. «Si puede pagarlo, hágalo. Si no, déjelo en el mostrador tal como está», dijo alegremente, guiñándole un ojo a un George Harvey de ocho años. Su madre sacó de su bolsillo el pequeño frasco de aspirinas y lo dejó en el mostrador con timidez. Puso cara de hundida. «No eres mejor que el niño», le reprendía a menudo el padre de George Harvey.

La amenaza de que los pillaran se convirtió en otro de los miedos de la vida de George Harvey —esa desagradable sensación que se instalaba en la boca de su estómago, como huevos que se baten en un bol—, y por la expresión sombría y la mirada intensa sabía cuándo la persona que se acercaba a ellos por el pasillo era un dependiente del almacén que había visto robando a una mujer.

Ella entonces empezaba a pasarle las cosas que había robado para que se las escondiera por el cuerpo, y él lo hacía porque ella quería que lo hiciera. Si lograban escapar en la furgoneta, ella sonreía y golpeaba el volante con las palmas, llamándolo su pequeño cómplice, y la cabina se llenaba por un rato de su desenfrenado e impredecible amor. Y hasta que éste se atenuaba y veían a un lado de la carretera algún objeto que brillaba y del que tendrían que estudiar lo que su madre llamaba sus «posibilidades», él se sentía libre. Libre y eufórico.

Recordaba el consejo que le había dado ella la primera vez que, al recorrer un tramo de la carretera de Texas, habían visto a un lado del camino una cruz de madera blanca. Alrededor de ella había ramos de flores frescas y muertas, y su ojo de hurgador de escombros se había visto inmediatamente atraído por los colores.

—Tienes que ser capaz de mirar más allá de los muertos —dijo su madre—. A veces encuentras baratijas interesantes que llevarte.

Aun entonces, él se dio cuenta de que eso no estaba bien. Los dos bajaron de la furgoneta y se acercaron a la cruz, y los ojos de su madre cambiaron y se convirtieron en los dos puntos negros que él estaba acostumbrado a ver cuando buscaban algo. Ella encontró un colgante en forma de ojo y otro en forma de corazón, y los sostuvo en alto para que él los viera.

—No sé qué haría tu padre con ellos, pero vamos a quedárnoslos tú y yo. —Tenía un alijo secreto de objetos que nunca había enseñado a su padre—. ¿Quieres el ojo o el corazón?

—El corazón —respondió él.

—Creo que estas rosas están lo bastante frescas para rescatarlas, quedarán bonitas en la furgoneta.

Esa noche durmieron en la furgoneta porque su madre no se vio capaz de conducir de vuelta a donde su padre estaba empleado temporalmente, partiendo y rajando tablones a fuerza de brazos.

Durmieron los dos acurrucados como hacían con cierta frecuencia, convirtiendo el interior de la cabina en un incómodo nido. Su madre, como un perro que juguetea con una manta, daba vueltas y se movía inquieta en su asiento. George Harvey había aprendido de anteriores forcejeos que lo mejor era relajarse y dejar que ella lo moviera a su antojo. Hasta que su madre estaba cómoda, él no pegaba ojo.

En medio de la noche, cuando él soñaba con los lujosos interiores de los palacios que había visto en los libros ilustrados de las bibliotecas públicas, alguien golpeó el techo, y su madre y él se irguieron de golpe. Eran tres hombres que miraban por las ventanas de un modo que George Harvey reconoció. Era la misma mirada que veía en su propio padre cuando se emborrachaba. Tenía un efecto doble: la mirada se centraba totalmente en su madre al tiempo que dejaba de lado a su hijo.

Él sabía que no debía gritar.

—Estáte quieto. No han venido por ti —le susurró su madre.

Él empezó a temblar debajo de las viejas mantas del ejército que lo tapaban. Uno de los hombres se había plantado delante de la furgoneta, y los otros dos, a los lados, golpeaban el techo, riendo y sacando la lengua.

Su madre sacudió la cabeza con vehemencia, pero sólo logró ponerlos furiosos. El hombre que bloqueaba la furgoneta empezó a balancear las caderas hacia delante y hacia atrás contra el capó, lo que hizo reír más fuerte a los otros dos.

—Voy a moverme despacio —susurró su madre— fingiendo que voy a bajar de la furgoneta. Quiero que te inclines hacia delante y, cuando te lo diga, arranques.

Sabía que ella le estaba diciendo algo muy importante. Que lo necesitaba. A pesar de la ensayada calma de su madre, él notó entereza en su voz, y cómo su fortaleza se disolvía en el miedo.

Ella sonrió a los hombres, y cuando ellos gritaron hurras y se relajaron, ella utilizó el codo para mover la palanca de cambios.

—Ya —dijo con voz monótona, y George Harvey se inclinó hacia delante e hizo girar la llave de contacto, y la furgoneta cobró vida con el estruendo de su viejo motor.

La expresión de los hombres cambió, y de un ansioso regocijo pasó a la indecisión mientras se quedaban mirando cómo ella daba marcha atrás un buen trecho y gritaba a su hijo:

—¡Al suelo!

Él sintió la sacudida del cuerpo del hombre al estrellarse contra la furgoneta a pocos centímetros de donde él estaba acurrucado dentro. Luego el cuerpo cayó bruscamente sobre el techo y se quedó un segundo allí, hasta que su madre volvió a dar marcha atrás. En ese momento, él tuvo un momento de clarividencia sobre cómo debía vivirse la vida: nunca como un niño o como una mujer. Eso era lo peor que se podía ser.

El corazón le había palpitado con fuerza al ver a Lindsey correr hasta el seto de saúco, pero se calmó inmediatamente. Era una habilidad que le había enseñado su madre, y no su padre: actuar sólo después de haber considerado las peores consecuencias posibles de cada opción. Vio el bloc de notas cambiado de sitio y la hoja que faltaba de su cuaderno de bocetos. Comprobó la bolsa donde guardaba su cuchillo y se la llevó al sótano, donde la dejó caer en el orificio cuadrado cavado en los cimientos. Cogió de los estantes metálicos la colección de colgantes que guardaba de las mujeres, arrancó la piedra de Pensilvania de mi pulsera y la sostuvo en la mano. Le traería buena suerte. Envolvió los demás objetos en su pañuelo blanco y ató los cuatro extremos para formar un pequeño hatillo. Se tumbó boca abajo en el suelo y metió el brazo hasta el hombro. Buscó a tientas, palpando con los dedos libres hasta dar con el oxidado saliente de un soporte metálico por encima del cual los albañiles habían derramado el cemento. Colgó de él su bolsa de trofeos y, sacando el brazo, se levantó. El libro de sonetos lo había enterrado poco antes, ese verano, en el bosque de Valley Forge Park despojándose poco a poco de las pruebas, como siempre hacía; ahora sólo tenía que esperar, sin dormirse en los laureles.

Habían pasado como mucho cinco minutos. Podían justificarse con su shock y su indignación. Y comprobando lo que para los demás era valioso: gemelos, dinero en metálico, herramientas. Pero sabía que no podía dejar pasar más tiempo. Tenía que llamar a la policía.

Hizo lo posible para parecer agitado. Dio vueltas por la habitación, respirando entrecortadamente, y cuando la operadora respondió, habló con voz nerviosa.

—Han entrado en mi casa. Póngame con la policía —dijo, escribiendo el guión del primer acto de su versión de los hechos mientras calculaba para sus adentros lo deprisa que podía largarse de allí y qué se llevaría con él.

Cuando mi padre llamó a la comisaría, preguntó por Len Fenerman. No estaba localizable, pero le informaron de que ya habían enviado a dos agentes uniformados para investigar. Lo que éstos encontraron cuando el señor Harvey abrió la puerta fue a un hombre consternado y lloroso que —salvo cierta cualidad repelente que atribuyeron al hecho de tratarse de un hombre que no tenía escrúpulos en llorar— daba en todos los sentidos la impresión de estar reaccionando racionalmente ante los hechos denunciados.

A pesar de que les habían informado por la radio del dibujo que se había llevado Lindsey, los agentes se dejaron impresionar más por la prontitud con que el señor Harvey les había invitado a registrar su casa. También les pareció sincero al compadecer a la familia Salmón.

La incomodidad de los agentes aumentó. Registraron la casa como por obligación, y no encontraron nada salvo indicios de lo que interpretaron como una exagerada soledad y una habitación llena de bonitas casas de muñecas en el piso de arriba, donde cambiaron de tema y le preguntaron cuánto tiempo llevaba haciéndolas.

Advirtieron, según afirmaron más tarde, un cambio instantáneo y amistoso en su comportamiento. Entró en el dormitorio y cogió el cuaderno de bocetos sin mencionar el dibujo que le habían robado. La policía notó que su entusiasmo iba en aumento al enseñarles las casas de muñecas. Las siguientes preguntas las hicieron con delicadeza.

—Podríamos llevarle a la comisaría para seguir haciéndole preguntas, señor —sugirió un agente—, y tiene derecho a llamar a un abogado, pero...

—No tengo inconveniente en responder las preguntas que quieran hacerme aquí —lo interrumpió el señor Harvey—. Soy la parte agraviada, aunque no tengo ningún deseo de presentar cargos contra esa pobre chica.

—La joven que entró en su casa —empezó a decir el otro agente— se llevó algo. Era un dibujo del campo de trigo y una especie de estructura en él...

La forma en que Harvey encajó la noticia, según describirían los agentes al detective Fenerman, fue instantánea y muy convincente. Les dio una explicación tan concluyente no vieron el peligro de que huyera, sobre todo porque no lo veían como un asesino.

—Oh, esa pobre chica —dijo. Se llevó los dedos a sus labios fruncidos, luego se volvió hacia el cuaderno de bocetos y pasó páginas hasta llegar a un dibujo muy parecido al que se había llevado Lindsey—. Es un dibujo parecido a éste, ¿verdad?

Los agentes, que se habían convertido en público, asintieron.

—Trataba de resolverlo —confesó el señor Harvey—. Reconozco que ese atroz incidente me ha tenido obsesionado. Creo que todo el vecindario ha estado dando vueltas a cómo podríamos haberlo prevenido. Por qué no oímos nada ni vimos nada. Porque seguro que la niña gritó.

»Aquí tienen —les dijo a los dos hombres, señalando con un bolígrafo su dibujo—. Perdonen, pero yo pienso en estructuras. Y cuando me enteré de la enorme cantidad de sangre que habían encontrado en el campo de trigo y de lo revuelta que estaba la tierra donde la habían encontrado, decidí que tal vez... —Los miró, escudriñando sus ojos. Los dos agentes querían seguir lo que estaba diciendo. Querían seguirlo. No tenían ninguna pista, ni cuerpo. Tal vez ese extraño hombre podía ofrecer una hipótesis factible—. En fin, que la persona que lo hizo había construido algo bajo tierra, una especie de madriguera, y confieso que empecé a devanarme los sesos y a imaginar los detalles como hago con las casas de muñecas, y le puse una chimenea y un estante, y, bueno, es el vicio que tengo. —Hizo una pausa—. Dispongo de mucho tiempo para mí.

—¿Y funcionó? —preguntó uno de los dos agentes.

—Siempre pensé que había encontrado algo.

—¿Por qué no nos telefoneó, entonces?

—Eso no iba a devolverles a su hija. Cuando el detective Fenerman me interrogó, le dije que sospechaba del joven Ellis, y resultó que estaba totalmente equivocado. No quería enredarle con otra de mis teorías de aficionado.

Los agentes se disculparon porque al día siguiente el detective Fenerman volvería a hacerle una visita y seguramente querría examinar el mismo material. Ver el cuaderno de bocetos, escuchar sus explicaciones sobre el campo de trigo. El señor Harvey dijo que lo consideraba como parte de sus deberes de ciudadano, a pesar de que él había sido la víctima. Los agentes documentaron la entrada de mi hermana en la casa por la ventana del sótano y su salida, a continuación, por la del dormitorio. Hablaron de los daños, que el señor Harvey se ofreció a pagar de su bolsillo, insistiendo en que se hacía cargo del dolor abrumador del que habían dado muestras los Salmón en los pasados meses y que parecía haber contagiado ahora a la hermana de la pobre niña.

Vi cómo disminuían las posibilidades de que capturaran a Harvey mientras contemplaba el fin de mi familia tal y como yo la había conocido.

Después de ir a buscar a Buckley a casa de Nate, mi madre se paró en un teléfono público de la carretera 30 y le pidió a Len que se reuniera con ella en una ruidosa y bulliciosa tienda del centro comercial que había cerca de la tienda de comestibles. Él se puso en camino inmediatamente. Al salir del garaje sonó el teléfono de su casa, pero él no lo oyó. Estaba aislado dentro de su coche, pensando en mi madre y en que todo estaba mal, pero era incapaz de negarle nada por motivos que no era capaz de sostener el tiempo suficiente para analizarlos o rechazarlos.

Mi madre condujo la breve distancia que la separaba del centro comercial y llevó a Buckley de la mano a través de las puertas de cristal hasta un parque circular situado a un nivel más bajo, donde los padres podían dejar a sus hijos para que jugaran mientras ellos hacían sus compras.

Buckley se puso eufórico.

—¡El parque! ¿Puedo ir? —dijo al ver a otros niños pegar botes en el gimnasio como si estuviesen en la selva y dar volteretas en el suelo cubierto de colchonetas.

—¿Seguro que te apetece, cariño? —preguntó ella.

—Por favor —dijo él.

Ella respondió como si se tratara de una concesión maternal.

—Bueno. —Y al verlo salir disparado hacia el tobogán rojo, dijo tras él—: Pero pórtate bien. —Nunca le había dejado jugar allí solo.

Dio su nombre al monitor que vigilaba el parque y dijo que estaría comprando en el piso inferior, cerca de Wanamaker's.

Mientras el señor Harvey explicaba su teoría sobre mi asesinato, mi madre sintió el roce de una mano en el hombro dentro de una tienda de baratijas llamada Spencer's. Al volverse con expectante alivio, vio la espalda de Len Fenerman salir de la tienda. Pasando junto a máscaras que brillaban en la oscuridad, ocho pelotas de plástico negro, llaveros de gnomos peludos y una gran calavera sonriente, salió tras él.

Él no se volvió. Ella lo siguió, al principio excitada y luego enfadada. Entre paso y paso tenía tiempo para pensar, y no quería hacerlo.

Finalmente, lo vio abrir una puerta blanca en la pared en la que nunca se había fijado.

Supo por los ruidos que oía al fondo del oscuro pasillo que Len la había llevado a las entrañas del centro comercial: el sistema de filtración de aire o la planta de bombeo de agua. No le importó. En la oscuridad se imaginó dentro de su propio corazón, y acudió simultáneamente a su mente el dibujo ampliado que había colgado en la consulta de su médico y la imagen de mi padre, con su bata de papel y sus calcetines negros, sentado en el borde de la camilla mientras el médico les explicaba los peligros de una insuficiencia cardíaca congestiva. Justo cuando estaba a punto de abandonarse a la aflicción y echarse a llorar, tropezar y caer en la confusión, llegó al final del pasillo. Éste se abría a una sala enorme de tres plantas que vibraba y zumbaba, y a lo largo de la cual había lucecitas colocadas al azar en cisternas y bombas. Se detuvo y escuchó, a la espera de oír algún ruido aparte del ensordecedor martilleo del aire al ser succionado y reacondicionado para ser expulsado de nuevo. Nada.

Vi a Len antes que mi madre. La observó un instante en la penumbra, localizando la necesidad en sus ojos. Lo sentía por mi padre, por mi familia, pero había caído en ellos. «Podría ahogarme en esos ojos, Abigail», quería decirle, pero sabía que no le estaba permitido.

Mi madre empezó a distinguir cada vez más formas en la brillante confusión de metal interconectado, y por un instante sentí que la habitación empezaba a bastarle, ese territorio desconocido bastaba para sosegarla. La sensación de que nadie podía alcanzarla.

De no haber sido porque la mano de Len le rozó los dedos, yo podría haberla retenido allí para mí. La habitación podría haber seguido siendo un breve paréntesis en su vida como señora Salmón.

Pero él la tocó y ella se volvió. Aun así, ella no lo miraba realmente. Él aceptó esa ausencia.

Yo daba vueltas mientras los observaba, y me sujeté al banco del cenador, respirando con dificultad. Ella no podía saber, pensé, que mientras asía el pelo de Len y él alcanzaba la parte inferior de su espalda, atrayéndola hacia sí, el hombre que me había asesinado acompañaba a dos agentes a la puerta de su casa.

Sentí los besos que descendían por el cuello de mi madre hasta su pecho, como las ligeras patitas de los ratones y como los pétalos de flores caídos que eran. Destructivos y maravillosos a la vez. Eran susurros que la llamaban, alejándola de mí, de mi familia y de su dolor. Ella los siguió con el cuerpo.

Mientras Len le cogía la mano y la apartaba de la pared acercándola a la maraña de tuberías cuyo ruido se sumaba al estruendo general, el señor Harvey empezó a recoger sus pertenencias; mi hermano conoció a una niña que jugaba al Hula-oop en el parque; mi hermana estaba tumbada en su cama con Samuel, los dos totalmente vestidos y nerviosos; mi abuela se bebió tres copitas en el comedor vacío; mi padre no apartaba la vista del teléfono.

Mi madre tiró con avidez del abrigo y la camisa de Len, y él la ayudó. La observó mientras se desnudaba, quitándose por la cabeza el jersey de cuello alto hasta quedarse en ropa interior y blusita de tirantes. Se quedó mirándola.

Samuel besó la nuca de mi hermana. Olía a jabón y a Bactine, y, aun así, deseó no separarse nunca de ella.

Len estaba a punto de decir algo; mi madre lo vio abrir los labios, y cerró los ojos y ordenó al mundo que callara, gritando las palabras dentro de su cabeza. Cuando volvió a abrir los ojos y lo miró, él estaba callado, con la boca cerrada. Ella se quitó por la cabeza la blusita de tirantes y luego las bragas. Tenía el cuerpo que yo nunca tendría. Pero la luna le iluminaba la piel y sus ojos eran océanos. Estaba vacía, perdida, abandonada.

El señor Harvey se marchó de su casa por última vez mientras a mi madre se le concedía su deseo más temporal. Encontrar en su arruinado corazón una puerta a un feliz adulterio.

16

Un año después de mi muerte, el doctor Singh llamó a su casa para decir que no iría a cenar. Pero Ruana hizo sus ejercicios de todos modos. Si estirada en la alfombra en el rincón más calentito de la casa en invierno no podía evitar dar vueltas y más vueltas a las ausencias de su marido, dejaba que éstas la consumieran hasta que el cuerpo le suplicaba que las soltara, se concentrara —mientras se inclinaba hacia delante con los brazos extendidos hacia los dedos de los pies— y se moviera, desconectara la mente y olvidara todo menos el ligero y agradable anhelo de los músculos al estirarse y de su propio cuerpo al doblarse.

Llegando casi al suelo, la ventana del comedor sólo estaba interrumpida por el rodapié metálico de la calefacción, que a Ruana le gustaba dejar apagada porque le molestaban los ruidos que hacía. Fuera veía el cerezo, con todas las hojas y las flores caídas. El comedero para los pájaros, vacío, se balanceaba ligeramente en su rama.

Hizo estiramientos hasta que entró en calor y se olvidó de sí misma, y la casa donde se encontraba se desvaneció. Sus años. Su hijo. Aun así, la figura de su marido se acercaba con sigilo a ella. Tenía un presentimiento. No creía que fuera una mujer o alguna estudiante que lo adorara lo que le hacía llegar cada vez más tarde a casa. Sabía qué era porque ella también lo había experimentado y se había desprendido de ello después de haber sido herida hacía mucho tiempo. Era ambición.

De pronto oyó ruidos.
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