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casa y observaba a mi madre montada en la segadora serpenteando entre los pinos, y recordaba entonces cómo silbaba por las mañanas al prepararse su té, y cómo mi padre le traía caléndulas los jueves por la tarde y a ella se le iluminaba la cara de alegría. Habían estado profunda, separada y completamente enamorados; dejando aparte a sus hijos, mi madre podía reivindicar ese amor, pero con los hijos empezó a ir a la deriva. Fue mi padre quien se volvió más próximo a nosotros con los años; mi madre se distanció. Junto a la cama del hospital, Lindsey se había quedado dormida sosteniendo la mano de nuestro padre. Mi madre, todavía despeinada, pasó junto a Hal Heckler en la sala de espera, y un momento después lo hizo Len. Hal no necesitó nada más. Cogió el casco y salió al pasillo. Tras una breve visita al lavabo, mi madre se encaminó a la habitación de mi padre. Hal la detuvo. —Su hija está dentro —le dijo. Ella se volvió, y él añadió—: Hal Heckler, el hermano de Samuel. Estuve en el funeral. —Ah, sí. Lo siento, no te había reconocido. —No tenía por qué hacerlo —dijo él. Hubo un silencio incómodo. —Lindsey me ha llamado, y la he traído aquí hace una hora. —Oh. —Ella lo miraba fijamente. Sus ojos mostraron que estaba subiendo a la superficie. Utilizó la cara de él para regresar. —¿Se encuentra bien? —Estoy un poco afectada... es comprensible, ¿no? —Desde luego —dijo él, hablando despacio—. Sólo quería avisarle de que su hija está con su marido. Estaré en la sala de espera por si me necesitan. —Gracias —dijo ella. Lo vio darse la vuelta y se quedó un momento allí, escuchando cómo las suelas gastadas de sus botas reverberaban en el suelo de linóleo del vestíbulo. Luego volvió en sí y con un estremecimiento regresó al presente, sin sospechar ni por un segundo que ése había sido el propósito de Hal al saludarla. La habitación estaba casi a oscuras, el tubo fluorescente de detrás de la cama de mi padre parpadeaba tan débilmente que sólo iluminaba las masas más obvias de la habitación. Mi hermana estaba sentada en una silla que había acercado a la cama, con la cabeza apoyada en el borde y una mano alargada hacia mi padre. Éste dormía profundamente, boca arriba. Mi madre no sabía que yo estaba allí con ellos, que estábamos los cuatro, tan cambiados desde los tiempos en que ella nos arropaba a Lindsey y a mí, y luego iba a hacer el amor con su marido, nuestro padre. De pronto vio las piezas. Vio que mi hermana y mi padre, juntos, se habían convertido en una sola pieza, y se alegró de ello. Al hacerme mayor, yo había jugado con el amor de mi madre a una especie de juego del escondite, tratando de ganarme su aprobación y su atención con recursos que nunca había tenido que utilizar con mi padre. Ya no me hacía falta jugar. Mientras observaba a mi hermana y a mi padre en la oscura habitación, descubrí una de las cosas que significaba el cielo. Yo tenía una alternativa, y ésta no iba a ser dividir a mi familia en mi corazón. Entrada la noche, el aire sobre los hospitales y las residencias de ancianos a menudo estaba lleno de almas. Las noches que no teníamos sueño, Holly y yo a veces lo observábamos. Llegamos a darnos cuenta de que esas muertes parecían coreografiadas desde algún lugar lejano que no era nuestro cielo. Así, empezamos a sospechar que había un lugar que abarcaba más. Al principio, Franny venía a observar con nosotras. —Es uno de mis placeres secretos —admitió—. Después de todos estos años, me sigue encantando ver las almas flotando y dando vueltas en masa, todas gritando a la vez dentro del aire. —Yo no veo nada —dije esa primera vez. —Observa con atención y calla —dijo ella. Pero antes de verlas las sentí, unas pequeñas chispas a lo largo de mis brazos. Y allí estaban, unas luciérnagas que se encendían y expandían en remolinos y aullidos a medida que abandonaban los cuerpos humanos. —Como los copos de nieve —dijo Franny—, todas son distintas y, sin embargo, desde aquí parecen exactamente iguales. 13 Cuando Lindsey volvió al colegio en el otoño de 1974, no sólo era la hermana de la niña asesinada, sino también la hija de un «chiflado», un «pirado», un «lunático», y esto último le dolió más porque no era verdad. Los rumores que oyeron Samuel y ella las primeras semanas de curso zigzaguearon por entre las hileras de taquillas de los alumnos como las serpientes más persistentes. El remolino aumentó hasta abarcar a Brian Nelson y Clarissa, que ese año habían empezado el instituto, gracias a Dios. En el Fairfax, Brian y Clarissa se volvieron inseparables y explotaron el incidente, utilizando la degradación de mi padre para dárselas de enrollados al contar por todo el instituto lo que había ocurrido esa noche en el campo de trigo. Ray y Ruth pasaron por el lado interior de la cristalera que miraba a la sala al aire libre. En las rocas falsas donde se suponía que se sentaban los chicos malos vieron a Brian rodeado de admiradores. Ese año había pasado de andar como un espantapájaros ansioso a hacerlo con un viril contoneo. Clarissa, riendo bobamente de miedo y lujuria, había abierto sus partes pudendas y se había acostado con él. Aunque, de cualquier manera, todos mis conocidos se hacían mayores. Buckley empezó ese año el parvulario y volvió a casa enamorado de su profesora, la señorita Koekle. Ésta le cogía de la mano con tanta delicadeza cuando lo acompañaba al cuarto de baño o le explicaba una tarea, que su fuerza era irresistible. Por un lado, se aprovechó —ella a menudo le daba a escondidas una galleta de más o un asiento más cómodo—, pero, por otro, eso lo aisló y marginó de sus compañeros. Mi muerte le hacía distinto en el único grupo —niños— donde tal vez habría pasado desapercibido. Samuel acompañaba a Lindsey a casa, y luego bajaba por la carretera principal y hacía autostop hasta el taller de motos de Hal. Contaba con que los colegas de su hermano lo reconocieran, y llegaba a su destino en varias motos y furgonetas que Hal ponía a punto cuando se paraban. Tardó un tiempo en entrar en nuestra casa. No lo hacía nadie aparte de la familia. En octubre, mi padre empezó a levantarse y moverse por la casa. Los médicos le habían dicho que la pierna derecha siempre le quedaría rígida, pero si la estiraba y hacía ejercicios de flexibilidad no sería un gran impedimento. «Correr no, pero todo lo demás...», le había dicho el cirujano la mañana siguiente de su operación, cuando mi padre se despertó y vio a Lindsey a su lado y a mi madre junto a la ventana mirando el aparcamiento. Buckley pasó de disfrutar del calor de la señorita Koekle a amadrigarse en la cueva vacía del corazón de mi padre. Hizo miles de preguntas sobre la «rodilla de mentira», y mi padre se entusiasmó con él. —La rodilla ha venido del espacio sideral —decía mi padre—. Trajeron trozos de la luna y los distribuyeron, y ahora los utilizan para hacer cosas así. —¡Guau! —decía Buckley sonriendo—. ¿Cuándo podrá verla Nate? —Pronto, Buck, pronto —decía mi padre. Pero su sonrisa se debilitaba. Cuando Buckley reproducía esas conversaciones a nuestra madre —«La rodilla de papá está hecha de huesos de la luna», le decía, o «La señorita Koekle ha dicho que mis lápices de colores son muy buenos»—, ella asentía. Había tomado conciencia de sus actos. Cortaba zanahorias y apio en trozos de una longitud comestible. Lavaba los termos y las fiambreras, y cuando Lindsey decidió que era demasiado mayor para llevar una fiambrera al colegio, mi madre se sorprendió a sí misma contentísima cuando encontró unas bolsas forradas de papel encerado que impedirían que el almuerzo de su hija goteara y le manchara la ropa. Que ella lavaba. Que ella doblaba. Que ella planchaba cuando hacía falta y colgaba en perchas. Que ella recogía del suelo o retiraba del coche o desenredaba de la toalla mojada dejada sobre la cama que ella hacía por las mañanas, metiendo las esquinas y ahuecando las almohadas, colocando encima animales de peluche y abriendo las persianas para dejar entrar la luz. En los momentos que Buckley la buscaba, ella a menudo hacía un cambio. Se concentraba en él unos minutos y a continuación se permitía alejarse mentalmente de su casa y su hogar, y pensar en Len. Hacia el mes de noviembre, mi padre había dominado lo que él llamaba una «hábil cojera» y, cuando Buckley lo incitaba, se contorsionaba dando un salto que, siempre y cuando hiciera reír a su hijo, no le hacía pensar en lo extraño y desesperado que podía parecerle a un desconocido o a mi madre. Todos menos Buckley sabíamos qué se aproximaba: el primer aniversario. Buckley y mi padre pasaron las frías y vigorizantes tardes de otoño con Holiday en el patio cercado. Mi padre se sentaba en la vieja silla de hierro del jardín, con la pierna estirada delante de él y ligeramente apoyada en un llamativo limpiabarros que la abuela Lynn había encontrado en una tienda de objetos curiosos de Maryland. Buckley arrojaba la chillona vaca de juguete a Holiday y éste corría a cogerla. Mi padre disfrutaba viendo el cuerpo ágil de su hijo de cinco años y sus carcajadas de placer cuando Holiday lo derribaba y le hundía el morro o le lamía la cara con su larga lengua rosada. Pero no podía librarse de un pensamiento: a él también —a ese niño perfecto— se lo podían arrebatar. Había sido una combinación de cosas, entre ellas, y no la menos importante, su lesión, lo que le había hecho quedarse en casa y prolongar su baja por enfermedad. Su jefe se comportaba de manera distinta delante de él, al igual que sus colegas de trabajo. Pasaban sin hacer ruido por delante de su oficina y se detenían a unos pasos de su escritorio como si temiesen que, si se relajaban demasiado en su presencia, les ocurriera lo mismo que a él, como si tener una hija muerta fuera algo contagioso. Nadie sabía cómo era capaz de seguir haciendo lo que hacía, y al mismo tiempo querían que cogiera todos los signos de dolor, los metiera en una carpeta y la guardara en un cajón que nadie tuviera que volver a abrir. Él telefoneaba con regularidad, y su jefe enseguida se mostraba conforme con que se tomara otra semana, otro mes si era necesario, y él lo consideraba un premio por haber sido siempre puntual o haber estado siempre dispuesto a trabajar hasta tarde. Pero se mantuvo alejado del señor Harvey y hasta trató de eludir todo pensamiento relacionado con él. No utilizaba su nombre excepto en su cuaderno, que guardaba escondido en su estudio, que mi madre, con sorprendente facilidad, había convenido en no volver a limpiar. Se había disculpado ante mí en su cuaderno: «Necesito descansar, cariño. Necesito discurrir la forma de ir tras ese hombre. Espero que lo entiendas». Pero se había fijado volver a trabajar el día 2 de diciembre, justo después del día de Acción de Gracias. Quería estar de nuevo en la oficina para el aniversario de mi desaparición. Estar ya funcionando y poniéndose al día de trabajo en el lugar más público y distraído que se le ocurría. Y lejos de mi madre, si era sincero consigo mismo. Cómo volver a ella, cómo alcanzarla de nuevo. Ella se apartaba bruscamente, toda su energía estaba en contra de la casa, mientras que toda la energía de él estaba dentro. Él se concentró en recuperar sus fuerzas y diseñar una estrategia para ir tras el señor Harvey. Era más fácil echar la culpa a alguien que sumar las cifras cada vez más elevadas de lo que había perdido. Esperaban a la abuela Lynn para el día de Acción de Gracias, y Lindsey había seguido el método de belleza que la abuela le había recomendado por carta. Se había sentido tonta la primera vez que se había puesto rodajas de pepino en los ojos (para disminuir la hinchazón), avena en copos en la cara (para limpiar los poros y absorber el exceso de aceites) o yemas de huevo en el pelo (para darle brillo). El uso de alimentos había hecho reír a mi madre y a continuación preguntarse si ella no debería hacer lo mismo. Pero sólo fue un segundo, porque estaba pensando en Len, no porque estuviera enamorada de él, sino porque estar con él era la manera más rápida que conocía de olvidar. Dos semanas antes de que llegara la abuela Lynn, Buckley y mi padre estaban con Holiday en el patio. Buckley y Holiday jugaban a un corre que te pillo cada vez más hiperactivo, yendo de una gran montaña de hojas de roble a otra. —Cuidado, Buck —dijo mi padre—. Vas a lograr que Holiday te muerda. —Y con razón. Mi padre dijo que quería probar algo. —Vamos a ver si tu viejo padre puede volver a llevarte a caballo. Pronto serás demasiado grande. Así, con torpeza, en la intimidad del patio donde, si mi padre se caía, sólo lo verían un niño y un perro, los dos aunaron fuerzas para hacer realidad lo que ambos querían: la vuelta a la normalidad de su relación padre-hijo. Cuando Buckley se puso de pie en la silla de hierro —«Ahora salta sobre mi espalda —dijo mi padre agachándose—, y agárrate a mis hombros», sin saber si iba a tener fuerzas para levantarlo desde allí—, yo toqué madera en el cielo y contuve el aliento. En el campo de trigo, sí, pero también en ese momento, al reparar el tejido más básico de sus vidas cotidianas anteriores y desafiar su lesión para recuperar un instante así, mi padre se convirtió en mi héroe. —Agáchate, agáchate otra vez —dijo al entrar por la puerta, brincando torpe pero alegremente, y subir la escalera, cada paso un esfuerzo por mantener el equilibrio y una mueca de dolor. Y con Holiday pasando a todo correr por su lado y Buckley alegre en su montura, supo que al desafiar sus fuerzas había hecho lo que debía. Cuando los dos con el perro encontraron a Lindsey en el cuarto de baño del piso de arriba, ella protestó audiblemente. —¡Papaaaá! Mi padre se irguió y Buckley alcanzó con la mano el aplique de la luz del techo. —¿Qué estás haciendo? —preguntó mi padre. —¿Qué te parece que estoy haciendo? Estaba sentada sobre la tapa del inodoro, envuelta en una gran toalla blanca (las toallas que mi madre blanqueaba con lejía, las toallas que mi madre tendía, las toallas que doblaba y ponía en una cesta y colocaba en el armario de la ropa blanca...). Tenía la pierna izquierda apoyada en el borde de la bañera, cubierta de espuma de afeitar. En la mano sostenía la cuchilla de mi padre. —No te enfurruñes —dijo mi padre. —Lo siento —dijo mi hermana bajando la vista—. Sólo quería un poco de intimidad, eso es todo. Mi padre levantó a Buckley por encima de su cabeza. —En la encimera, en la encimera, hijo —dijo, y Buckley se emocionó al verse de pie en la prohibida encimera del cuarto de baño, manchando la baldosa con sus pies cubiertos de barro—. Ahora baja de un salto. —Y él así lo hizo. Holiday le hizo frente—. Eres demasiado pequeña para afeitarte las piernas, cariño —dijo mi padre. —La abuela Lynn empezó a los once. —Buckley, ¿puedes irte a tu habitación y llevarte al perro? Enseguida voy. —Sí, papá. Buckley todavía era un niño pequeño a quien mi padre, con paciencia y unas cuantas maniobras, podía llevar a hombros para que fueran un padre y un hijo típicos. Pero ahora vio en Lindsey algo que le produjo doble dolor. Yo era una niña pequeña en la bañera, una niña a la que él levantaba en brazos hasta el lavabo, una niña que no había llegado por muy poco a sentarse como lo hacía ahora mi hermana. En cuanto Buckley salió, dirigió su atención a mi hermana. Cuidaría a sus dos hijas cuidando a una. —¿Tienes cuidado? —preguntó. —Acabo de empezar —dijo Lindsey—. Me gustaría estar sola, papá. —¿Es la misma cuchilla que estaba puesta cuando la has cogido de mi estuche de afeitar? —Sí. —Debe de estar sucia de mi barba. Iré a buscarte una nueva. —Gracias, papá —dijo mi hermana, y de nuevo era la dulce Lindsey que él había llevado a hombros. El salió y recorrió el pasillo hacia el otro lado de la casa, hasta el cuarto de baño que él y mi madre todavía compartían, aunque ya no dormían juntos en la misma habitación. Al introducir una mano en el armario en busca de un paquete de cuchillas nuevas, sintió una punzada en el pecho. No hizo caso y se concentró en lo que hacía. Fue un pensamiento fugaz: «Es Abigail la que debería estar haciendo esto». Le llevó las cuchillas a Lindsey, le enseñó a cambiarlas y le dio algunos consejos sobre cómo afeitarse mejor. —Cuidado con el tobillo y la rodilla —dijo—. Tu madre siempre los llamaba las zonas peligrosas. —Puedes quedarte si quieres —dijo ella, preparada ahora para dejarlo entrar—. Pero podría acabar toda ensangrentada. —Ella quiso darse de bofetadas—. Perdona, papá. Ya me muevo... Siéntate tú aquí. Se levantó y fue a sentarse en el borde de la bañera. Abrió el grifo mientras mi padre se sentaba en la tapa del inodoro. —Gracias, cariño —dijo—. Hace tiempo que no hablamos de tu hermana. —¿A quién le hace falta? —dijo mi hermana—. Está en todas partes. —Tu hermano parece estar bien. —Está pegado a ti. —Sí —dijo él, y se dio cuenta de que eso le gustaba, ese esfuerzo que estaba haciendo su hijo por ganarse a su padre. —Ay —dijo Lindsey, y un hilillo de sangre empezó a correr entre la espuma blanca—. Es un verdadero fastidio. —Apriétalo un momento con el dedo. Ayuda a detener la hemorragia. Podrías hacerlo sólo hasta la rodilla —sugirió él—. Así es como lo hace tu madre, a menos que vayamos a la playa. Lindsey hizo una pausa. —Vosotros nunca vais a la playa. —Antes íbamos. Mi padre había conocido a mi madre cuando los dos trabajaban en Wanamaker, durante las vacaciones de verano de la universidad. Él acababa de comentar con tono desagradable que la sala de los empleados apestaba a tabaco cuando ella sonrió y sacó un paquete de Pall Mall que entonces siempre llevaba encima. «Touché», dijo él, y no se apartó de ella a pesar de que el apestoso olor de sus cigarrillos lo envolvió de la cabeza a los pies. —He estado tratando de decidir a quién me parezco —dijo Lindsey—, si a la abuela Lynn o a mamá. —Siempre he pensado que tú y tu hermana os parecéis a mi madre —dijo él. —¿Papá? —¿Sí? —¿Sigues convencido de que el señor Harvey tuvo algo que ver? Fue como dos palos que por fin echan chispas al frotarlos: prendieron fuego. —No tengo ninguna duda, cariño. Ninguna. —Entonces, ¿por qué Len no lo arresta? Ella deslizó la cuchilla descuidadamente hacia arriba y terminó con su primera pierna. Titubeó, esperando. —Ojalá fuera fácil de explicar —respondió él, y las palabras le salían como en espirales. Nunca había hablado largamente de su sospecha con nadie—. Cuando lo encontré ese día en su patio trasero y construimos esa tienda, la que dijo que había construido para su esposa, cuyo nombre entendí que era Sophie mientras que Len tenía anotado Leah, algo en sus movimientos me hizo estar seguro. —Todo el mundo cree que es un poco raro. —Es cierto, y lo entiendo —dijo él—. Pero nadie lo ha tratado mucho tampoco. No saben si su rareza es benigna o no. —¿Benigna? —Inofensiva. —A |