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Holiday. Era tan temprano todavía que casi se veía el aliento. A esa hora podía fingir que seguía siendo invierno, que las estaciones no habían avanzado. El paseo matinal del perro le dio una excusa para pasar por delante de la casa del señor Harvey. Aminoró un poco el paso; nadie lo habría notado menos yo, o, si hubiese estado despierto, el señor Harvey. Mi padre estaba convencido de que, si se quedaba mirando, si miraba el rato suficiente, encontraría las pistas que necesitaba en los marcos de las ventanas, en la capa de pintura verde que cubría las tejas de madera o a lo largo del camino del garaje, donde había dos grandes piedras pintadas de blanco. A finales del verano de 1974, no había habido ningún avance en mi caso. Ni cuerpo, ni asesino. Nada. Mi padre pensó en Ruana Singh: «Cuando estuviera segura, encontraría una manera silenciosa de matarlo». No se lo había dicho a Abigail porque el consejo la habría asustado tanto que se habría visto obligada a decírselo a alguien, y sospechaba que ese alguien sería Len. Desde el día que había visto a Ruana Singh y luego había vuelto a casa y encontrado a Len esperándolo, había notado que mi madre se apoyaba mucho en la policía. Si mi padre decía algo que contradecía las teorías de la policía o, tal como lo veía él, la ausencia de teorías, mi madre se apresuraba a llenar el vacío que había abierto la hipótesis de mi padre. «Len dice que eso no significa nada», o bien: «Confío en que la policía averigüe lo que pasó». ¿Por qué, se preguntaba mi padre, confiaba tanto la gente en la policía? ¿Por qué no se fiaban de su instinto? Era el señor Harvey, lo sabía. Pero Ruana había dicho «cuando estuviera segura». Saberlo, saberlo en lo más profundo de su ser como él lo sabía, no era, desde el punto de vista más objetivo de la ley, una prueba irrefutable. Crecí en la misma casa donde nací. Como la del señor Harvey, tenía forma de cubo, y por eso yo envidiaba absurdamente las casas de los demás. Soñaba con miradores y cúpulas, balcones y buhardillas con los techos inclinados. Me encantaba la idea de que en el patio hubiera árboles más altos y más fuertes que las personas, espacios inclinados debajo de las escaleras, y tupidos setos tan crecidos que por dentro habría huecos de ramas muertas en los que meterme y sentarme. En mi cielo había porches y escaleras de caracol, ventanas con enrejado de hierro y una torre con una campana que daba la hora. Me sabía de memoria el plano de la casa del señor Harvey. Había dejado una mancha tibia en el suelo de su garaje hasta que me enfrié. Él había llevado mi sangre a la casa en su ropa y su piel. Yo conocía su cuarto de baño. Sabía que mi madre había intentado decorar el de mi casa para la llegada tardía de Buckley dibujando con una plantilla buques de guerra en la parte superior de las paredes rosadas. En la casa del señor Harvey, el cuarto de baño y la cocina estaban impecables. La porcelana era amarilla y las baldosas del suelo verdes. Mantenía la casa fresca. En el piso de arriba, donde Buckley, Lindsey y yo teníamos nuestros cuartos, él no tenía casi nada. Tenía una silla de respaldo recto donde a veces se sentaba y miraba por la ventana el instituto, esperando a que le llegara a través del campo el sonido de la banda al ensayar, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba en la parte trasera del piso de abajo, en la cocina, construyendo casas de muñecas, o en el salón, escuchando la radio o, cuando la lujuria se apoderaba de él, trazando planos para construir disparates como la madriguera o la tienda nupcial. Nadie le había molestado a propósito de mí en varios meses. Durante el verano sólo había visto algún que otro coche patrulla delante de su casa. Era lo bastante listo para no dejar de hacer lo que estaba haciendo, y si había salido al garaje o al buzón, seguía andando. Se ponía un par de despertadores, uno para saber cuándo abrir los postigos y otro para cerrarlos. En conjunción con esos despertadores encendía o apagaba las luces de toda la casa. Cuando de vez en cuando pasaba un chico para venderle tabletas de chocolate para un concurso escolar o para preguntarle si quería subscribirse al Evening Bulletin, se mostraba afable aunque serio, como un tipo corriente. Coleccionaba cosas para contarlas, porque el acto de contar lo tranquilizaba. Eran cosas sencillas, como un anillo de boda, una carta dentro de un sobre cerrado, la suela de un zapato, unas gafas, una goma de borrar de un personaje de dibujos animados, un frasquito de perfume, una pulsera de plástico, mi colgante con una piedra de Pensilvania o el collar de ámbar de su madre. Los sacaba por la noche, una vez que se había asegurado de que ningún vendedor de periódicos ni ningún vecino iban a llamar a su puerta. Y los contaba como las cuentas de un rosario. Había olvidado los nombres de algunas. Yo los sabía. La suela del zapato había pertenecido a una niña llamada Claire, de Nutley, Nueva Jersey, a quien había convencido para que se subiera a la parte trasera de su furgoneta. Era más pequeña que yo. (Quiero creer que yo nunca me habría subido a una furgoneta. Quiero creer que fue mi curiosidad sobre cómo había construido una madriguera subterránea sin que se derrumbara.) Antes de dejarla marchar, le había arrancado la suela del zapato. Eso fue todo lo que hizo. La subió a la furgoneta y le quitó los zapatos. Ella se echó a llorar, y el ruido lo taladró. Suplicó a la niña que se callara y se marchara. Que se bajara de la furgoneta como por arte de magia, descalza y sin quejarse, mientras él se quedaba con sus zapatos. Pero en lugar de eso, ella lloró. El empezó a arrancar con su navaja una de las suelas de los zapatos hasta que alguien aporreó la furgoneta por detrás. Oyó voces de hombres y a una mujer gritando algo sobre llamar a la policía. Abrió la puerta. —¿Qué demonios le está usted haciendo a esa niña? —gritó uno de los hombres. Su compañero cogió en brazos a la niña cuando ésta salió volando de la parte trasera, berreando. —Trataba de arreglarle el zapato. La niña estaba histérica. El señor Harvey era todo sensatez y calma. Pero Claire había visto lo mismo que yo, su mirada amenazadora, su deseo de algo impronunciable que al dárselo nos relegaría al olvido. Mientras los hombres y la mujer se quedaban confundidos, incapaces de ver lo que Claire y yo sabíamos, el señor Harvey se apresuró a darle los zapatos a uno de los hombres y se despidió. Se quedó con una suela. Le gustaba sostener la pequeña suela de cuero y frotarla entre el pulgar y el índice: un objeto perfecto con que juguetear para calmar los nervios. Yo conocía el rincón más oscuro de nuestra casa. Me había metido y permanecido en él un día entero, le dije a Clarissa, aunque en realidad habían sido cuarenta y cinco minutos. Era un espacio en el sótano al que sólo podía accederse a gatas. Dentro del nuestro había cañerías que iluminé con una linterna y toneladas de polvo. Eso era todo. No había bichos. Mi madre, como su madre antes que ella, llamaba a un exterminador a la menor invasión de hormigas. En cuanto sonaba el despertador que le avisaba de que cerrara los postigos y a continuación el siguiente despertador que le indicaba que apagara las luces porque el vecindario ya dormía, el señor Harvey bajaba al sótano, donde no había rendijas por las que entrara la luz, dando motivos a la gente para decir que era un tipo raro. En la época en que me mató se había cansado de visitar ese espacio al que sólo se accedía a gatas, pero le gustaba instalarse en el sótano en una butaca vuelta hacia ese oscuro agujero en medio de la pared y alargar una mano para tocar las tablas del suelo de la cocina. A menudo se quedaba dormido, y allí dormía cuando mi padre pasó por delante de la casa verde hacia las 4.40 de la madrugada. Joe Ellis era un bruto desagradable. Nos había pellizcado a Lindsey y a mí bajo el agua en la piscina, y, de tanto que lo odiábamos, nos había quitado las ganas de ir a las fiestas que se organizaban en la piscina. Tenía un perro al que arrastraba por ahí, le gustara o no. Era un perro pequeño que no podía correr muy deprisa, pero eso a Ellis no le importaba. Lo golpeaba o lo levantaba por la cola, haciéndole daño. Un día desapareció, lo mismo que un gato al que le habían visto torturar. Y empezaron a desaparecer los animales de todo el vecindario. Lo que encontré cuando seguí la mirada del señor Harvey hasta el exiguo espacio de las cañerías fueron esos animales que habían desaparecido durante más de un año. La gente creyó que eso había dejado de suceder porque habían enviado a Ellis a una escuela militar. Cuando soltaban a sus animales de compañía por la mañana, volvían por las noches. Lo consideraban una prueba. Nadie podía imaginar un apetito como el de la casa verde. Alguien que extendía cal viva sobre los cuerpos de perros y gatos, impaciente por tener sólo sus huesos. Al contar los huesos y mantenerse lejos de la carta cerrada, el anillo de boda o el frasquito de perfume, trataba de mantenerse alejado de lo que más deseaba: subir por la escalera en la oscuridad, sentarse en la silla de respaldo recto y mirar hacia el instituto, imaginarse los cuerpos que acompañaban las voces de las animadoras, que llegaban en oleadas los días de otoño durante los partidos de fútbol, u observar cómo los autocares del colegio se vaciaban dos casas más abajo. Una vez había mirado mucho rato a Lindsey, la única niña del equipo de fútbol masculino, que corría por el vecindario casi al anochecer. Creo que lo que más me costó comprender fue que él había intentado contenerse cada vez. Había matado a animales, había quitado vidas menores para no matar a una niña. En agosto, Len quiso establecer ciertos límites por el bien de mi padre y de él mismo. Mi padre había llamado a la comisaría tantas veces que había exasperado a la policía, algo que no ayudaba a encontrar a nadie y que sólo iba a conseguir volverlos a todos contra él. El colmo fue una llamada que habían recibido la primera semana de julio. Jack Salmón había explicado con todo detalle al operador cómo, en un paseo matinal, su perro se había parado delante de la casa del señor Harvey y se había puesto a ladrar y, por mucho que lo había intentado, no había logrado moverlo de allí ni hacerlo callar. Se convirtió en una broma en la comisaría: el señor Pez y su sabueso Huckleberry Hound. Len esperó a acabar su cigarrillo en la entrada de nuestra casa. Todavía era temprano, pero había más humedad que el día anterior. Habían anunciado lluvias para toda la semana, la clase de tormentas con truenos y relámpagos típicas de la región, pero la única humedad de la que era consciente Len en esos momentos era la que cubría su cuerpo de sudor. Había hecho su última visita relajada a mis padres. Oyó un canturreo, una voz femenina dentro de la casa. Apagó el cigarrillo debajo del seto y levantó la pesada aldaba de latón. Antes de que la soltara, la puerta se abrió. —He olido su cigarrillo —dijo Lindsey. —¿Eras tú la que cantaba? —Eso lo matará. Lindsey se hizo a un lado para dejarlo pasar. —¡Papá! —gritó hacia la casa—. ¡Es Len! —Has estado fuera, ¿verdad? —preguntó Len. —Acabo de volver. Mi hermana llevaba la camisa de softball de Samuel y unos extraños pantalones de chándal. Mi madre la había acusado de haber vuelto sin una sola prenda suya. —Tus padres deben de haberte echado de menos. —No esté tan seguro —dijo ella—. Creo que se alegraron de perderme de vista por un tiempo. Len sabía que ella tenía razón. Mi madre había parecido menos frenética en la última visita del policía. —Buckley le ha nombrado jefe de la brigada de policía que ha montado debajo de su cama —dijo Lindsey. —Eso es un ascenso. Los dos oyeron los pasos de mi padre en el pasillo del piso de arriba y a continuación la voz suplicante de Buckley. Lindsey sabía que, fuera lo que fuese lo que había pedido, nuestro padre había acabado concediéndoselo. Mi padre y mi hermano bajaron juntos las escalera, todo sonrisas. —Len —dijo, y le estrechó la mano. —Buenos días, Jack —dijo Len—. ¿Cómo estamos esta mañana, Buckley? Mi padre cogió la mano de Buckley y lo puso delante de Len, que se inclinó hacia él con solemnidad. —Tengo entendido que me has nombrado jefe de policía —dijo. —Sí, señor. —No creo merecer el puesto. —Usted más que nadie —dijo mi padre jovialmente. Le encantaba que Len Fenerman se pasara por casa. Cada vez que lo hacía le confirmaba que había un consenso, un equipo detrás de él, que no estaba solo en todo eso. —Necesito hablar con vuestro padre, chicos. Lindsey se llevó a Buckley a la cocina con la promesa de prepararle cereales. Pensaba en lo que le había enseñado Samuel: una bebida llamada «medusa» que consistía en una cereza al marrasquino en el fondo de un vaso de ginebra y un poco de azúcar. Samuel y Lindsey habían sorbido las cerezas impregnadas de alcohol y azúcar hasta que les había dolido la cabeza y se les habían quedado los labios rojos. —¿Llamo a Abigail? ¿Puedo ofrecerle un café o alguna cosa? —Jack —dijo Len—, no estoy aquí para darles ninguna noticia, más bien al contrario. ¿Podemos sentarnos? Vi a mi padre y a Len dirigirse a la sala de estar. La sala de estar donde nadie parecía estar en realidad. Len se sentó en el borde de una silla y esperó a que mi padre tomara asiento. —Escuche, Jack —dijo—. Es sobre George Harvey. Mi padre se animó. —Creía que había dicho que no tenía noticias. —Y así es. Hay algo que debo decirle en nombre de la comisaría y de mí mismo. —Sí. —Necesitamos que deje de llamar para hablar de George Harvey. —Pero… —Necesito que lo deje. Por mucho que intentemos relacionarlo con la muerte de Susie, no tenemos nada contra él. Perros que ladran y tiendas nupciales no son pruebas. —Sé que lo hizo él —dijo mi padre. —Es un tipo raro, no lo niego. Pero, que nosotros sepamos, no es un asesino. —¿Cómo está tan seguro? Len Fenerman habló, pero todo lo que oía mi padre eran las palabras que le había dicho Ruana Singh y que se había repetido a sí mismo delante de la casa del señor Harvey, sintiendo la energía que irradiaba de ella, la frialdad que había en el alma de ese hombre. El señor Harvey era insondable y, al mismo tiempo, la única persona del mundo que podría haberme matado. Cuanto más lo negaba Len, más convencido estaba mi padre. —Va a dejar de investigarlo —dijo mi padre con firmeza. Lindsey estaba en el umbral, como había hecho el día que Len y el agente uniformado habían traído el gorro de cascabeles idéntico al que ella tenía. Ese día había metido en silencio ese segundo gorro en una caja llena de muñecas viejas que guardaba en el fondo de su armario. No quería que mi madre volviera a oír el ruido de esos cascabeles. Allí estaba nuestro padre, el corazón que sabíamos que nos sostenía a todos. Nos sostenía con fuerza y desesperación, las puertas de su corazón abriéndose y cerrándose con la rapidez de los pistones de un instrumento de viento, los impulsos delicadamente sentidos, los dedos fantasmales ejercitándose una y otra vez, y a continuación, de manera asombrosa, el sonido, la melodía y el calor. Lindsey dio un paso adelante desde la puerta. —Hola de nuevo, Lindsey —dijo Len. —Detective Fenerman. —Le decía a tu padre... —Que se rinde. —Si hubiera un motivo razonable para sospechar que ese hombre... —¿Ha terminado? —preguntó Lindsey. De pronto era la esposa de nuestro padre, aparte de la hija mayor y más responsable. —Sólo quiero que sepáis que hemos investigado todas las pistas. Mi padre y Lindsey la oyeron, y yo la vi. Mi madre bajaba por la escalera. Buckley salió corriendo de la cocina y se lanzó a la carga, descargando todo su peso contra las piernas de mi padre. —Len —dijo mi madre, cerrándose mejor el albornoz al verlo—, ¿le ha ofrecido café Jack? Mi padre miró a su mujer y a Len Fenerman. —La poli se raja —dijo Lindsey, sujetando a Buckley con suavidad por los hombros y atrayéndolo hacia sí. —¿Se raja? —preguntó Buckley. Siempre daba vueltas en la boca a un sonido como si se tratase de un caramelo ácido, hasta que se hacía con el sabor y el tacto—. ¿Qué? —El detective Fenerman ha venido para decirle a papá que deje de darles la lata. —Lindsey —dijo Len—, yo no lo diría con esas palabras. —Como usted quiera —dijo ella. En esos momentos quería estar en algún lugar como el campamento del simposio, donde rigieran el mundo Samuel y ella, o incluso Artie, que a última hora había ganado el concurso del Asesinato Perfecto al introducir la idea del carámbano de hielo como arma del crimen. —Vamos, papá —dijo. Mi padre encajaba algo poco a poco. No tenía nada que ver con George Harvey ni conmigo. Estaba en los ojos de mi madre. Esa noche, mi padre, como hacía cada vez más a menudo, se quedó despierto hasta tarde en su estudio. No podía creerse que el mundo se desmoronara a su alrededor, lo inesperado que había sido todo desde el estallido inicial de mi muerte. «Tengo la sensación de estar en medio de la erupción de un volcán —escribió en su cuaderno—. Abigail cree que Len Fenerman tiene razón respecto a Harvey.» Mientras escribía, la vela de la ventana no paró de parpadear y, a pesar de la lámpara de su escritorio, el parpadeo lo distrajo. Se recostó en la vieja butaca de madera que tenía desde sus tiempos de universidad y oyó el tranquilizador crujido debajo de él. No atinaba a comprender qué quería de él la compañía para la que trabajaba. Se enfrentaba a diario con columna tras columna de cifras sin sentido que se suponía que tenía que hacer cuadrar con las reclamaciones de la compañía. Cometía errores con una frecuencia que daba miedo, y temía, más de lo que había temido los primeros días que siguieron a mi desaparición, no ser capaz de mantener a los dos hijos que le quedaban. Se levantó y estiró los brazos por encima de su cabeza, tratando de concentrarse en los pocos ejercicios que el médico de la familia le había sugerido que hiciera. Observé cómo doblaba el cuerpo de una manera sorprendente e inquietante que yo nunca había visto. Podría haber sido un bailarín antes que un hombre de negocios. Podría haber bailado en Broadway con Ruana Singh. Apagó bruscamente la lámpara de encima de su escritorio, dejando sólo la vela encendida. En su butaca verde y baja era el lugar en que más a gusto se sentía ahora. Era donde a menudo yo lo veía dormir. La habitación era como una cámara acorazada, la butaca como el seno materno, y yo velaba por él. Se quedó mirando la vela de la ventana y se preguntó qué podía hacer; había intentado tocar a mi madre, pero ella lo había empujado hasta el borde de la cama. En cambio, en presencia de la policía ella parecía florecer. Se había acostumbrado a la luz fantasmal de detrás de la llama de la vela, ese reflejo tembloroso en el cristal de la ventana. Se quedó mirando las dos, la llama de verdad y la fantasmal, y se adormeció sumido en sus cavilaciones, en la tensión y los acontecimientos del día. Estaba a punto de entregarse al sueño cuando los dos vimos lo mismo: otra luz. Fuera. Era como una linterna de bolsillo a lo lejos. Un haz blanco se movía despacio a través de los jardines en dirección al colegio. Mi padre lo observó. Eran más de las doce de la noche, y la luna no estaba lo bastante llena para distinguir el contorno de los árboles y las casas. El señor Stead, que montaba en bicicleta entrada la noche con un faro en la parte delantera que se activaba al pedalear, nunca envilecería los jardines de sus vecinos de ese modo. De todas maneras, era demasiado tarde para el señor Stead. Mi padre se inclinó hacia delante en la butaca verde de su estudio y observó cómo la luz de la linterna se desplazaba hacia el campo de trigo en barbecho. —Cabrón —susurró—. Cabrón asesino. Se vistió rápidamente con la ropa que tenía en el estudio, una chaqueta de caza que no se había puesto desde una aciaga cacería, diez años atrás. En el piso de abajo, fue al armario del vestíbulo y cogió el bate de béisbol que le había regalado a Lindsey antes de que ésta mostrara predilección por el fútbol. En primer lugar, apagó la luz del porche: la dejaban encendida toda la noche para mí y no se habían visto con fuerzas para dejar de hacerlo, a pesar de que habían pasado ocho meses desde que la policía había dicho que no me encontrarían con vida. Con una mano en el pomo de la puerta, respiró hondo. Hizo girar el pomo y salió al porche oscuro. Cerró la puerta y se encontró de pie en su patio delantero con un bate de béisbol en las manos, y aquellas palabras: «Encontraría una manera silenciosa...». Cruzó el patio y la calle, y a continuación el patio de los O'Dwyer, donde había visto la luz por primera vez. Pasó junto a la piscina a oscuras y los columpios oxidados. El corazón le latía con fuerza pero no sentía nada, aparte del convencimiento de que George Harvey acababa de matar a su última víctima. Llegó al campo de fútbol. A su derecha, dentro del campo de trigo pero lejos de la zona que él conocía de memoria, la zona que había sido acordonada y evacuada, rastreada y excavada, vio la lucecita. Aferró el bate con más fuerza. Por un instante no pudo creer lo que estaba a punto de hacer, pero luego lo supo, con todo su ser. Lo ayudó el viento, que recorrió el campo de fútbol junto al campo de trigo y le agitó los pantalones; lo empujaba hacia delante, a pesar suyo, y todo se desvaneció. En cuanto estuvo entre las hileras de trigo, concentrado únicamente en la luz, el viento ocultó su presencia. El ruido de sus pies al aplastar los tallos se fundió con el silbido y el estrépito del viento contra las plantas rotas. Acudieron a su mente cosas que no tenían sentido: el ruido de unos patines de goma dura sobre la acera, el olor del tabaco de pipa de su padre, o la sonrisa de Abigail cuando la conoció, como una luz que traspasó su confuso corazón. Y de pronto la linterna se apagó, y todo se volvió indistinto y oscuro. Dio unos pasos más y se detuvo. —Sé dónde estás —dijo. Yo inundé el campo de trigo, encendí hogueras a través de él para iluminarlo y envié tormentas de granizo y flores, pero no sirvieron para advertirlo. Me habían desterrado al cielo; sólo podía observar. —Aquí me tienes —dijo mi padre con voz temblorosa. Su corazón palpitaba con fuerza, la sangre llenaba los ríos de su pecho hasta desbordarlos. El aliento, el fuego y los pulmones absorbiendo y liberando mientras la adrenalina salvaba lo que quedaba. La sonrisa de mi madre había desaparecido de su mente y la mía había ocupado su lugar. —Todos duermen —dijo mi padre—. He venido para acabar con esto. Oyó un gemido. Yo quería proyectar un foco sobre el campo como hacían, torpemente, en el auditorio del colegio, sin iluminar siempre la parte del escenario apropiada. Allí estaría ella, lloriqueando acurrucada, y a pesar de su sombra de ojos azul y de las botas Baker estilo Oeste, se orinaría encima. Una cría. No reconoció la voz impregnada de odio de mi padre. —¿Brian? —brotó la temblorosa voz de Clarissa—. ¿Brian? —Empuñaba la esperanza como un escudo. Mi padre soltó el bate. —¿Hola? ¿Quién anda ahí? Con el viento en los oídos, Brian Nelson, el desgarbado espantapájaros, detuvo el Spyder Corvette de su hermano mayor en el aparcamiento del colegio. Tarde, siempre llegaba tarde y se dormía en clase y en la mesa de comedor, pero nunca cuando un compañero tenía un Playboy o una chica guapa pasaba por su lado, nunca en una noche que lo esperaba una chica en el campo de trigo. Aun así, se lo tomó con calma. El viento, espléndido manto protector para lo que tenía previsto hacer, soplaba en sus oídos. Brian se acercó al campo de trigo con la gigantesca linterna que su madre guardaba debajo del fregadero para casos de emergencia. Por fin, oyó lo que diría más tarde que eran gritos de Clarissa pidiendo socorro. El corazón de mi padre era como una pesada piedra que transportaba dentro del pecho mientras corría y buscaba a tientas los gimoteantes sonidos de la chica. Su madre le tejía mitones, Susie pedía guantes, tanto frío hacía en el campo de trigo en invierno. ¡Clarissa! La estúpida amiga de Susie. Maquillaje, remilgados sándwiches de jamón y su bronceado tropical. Chocó a ciegas con ella y la tiró al suelo en la oscuridad. Los gritos de Clarissa le llenaron los oídos y penetraron en los intersticios, rebotando dentro de él. —¡Susie! —gritó él a su vez. Al oír mi nombre, Brian echó a correr, reaccionando de golpe. Su linterna dio botes sobre el campo de trigo, y, por un deslumbrante segundo, iluminó al señor Harvey. Nadie lo vio excepto yo. La linterna de Brian iluminó su espalda mientras se arrastraba entre los tallos altos, atento a los gimoteos. De pronto, el haz de luz dio en el blanco, y Brian levantó y apartó a mi padre de Clarissa para golpearlo. Lo golpeó en la cabeza, en la espalda y en la cara con la linterna de su equipo de emergencia. Mi padre gritó y gimió. Brian vio de pronto el bate. Yo empujé una y otra vez los límites inamovibles de mi cielo. Quería alargar una mano y levantar a mi padre, llevármelo lejos. Clarissa echó a correr y Brian se volvió. Mi padre lo miró a los ojos, pero apenas podía respirar. —¡Cabrón! —exclamó Brian, lleno de reproche. Oí murmullos en la Tierra. Oí mi nombre. Me pareció probar la sangre de la cara de mi padre, alargar una mano para cubrirle los labios cortados con los dedos, yacer con él en mi tumba. Pero tuve que volverle la espalda en mi cielo. No podía hacer nada, atrapada en mi mundo perfecto. La sangre que probé era amarga. Acida. Quería que mi padre velara por mí, quería su celoso amor. Pero también quería que se marchara y me dejara. Me habían concedido una triste gracia. De nuevo en la habitación, donde la butaca verde conservaba el calor de su cuerpo, apagué la solitaria y parpadeante vela. 12 Me quedé a su lado en la habitación y lo observé dormir. A lo largo de la noche se había ido desenredando y desvelando la historia: el señor Salmón, enloquecido por la tristeza, había salido al campo de trigo en busca de venganza. Eso encajaba con lo que la policía sabía de él, sus persistentes llamadas telefónicas, su obsesión con el vecino y la visita que había hecho ese mismo día el detective Fenerman para comunicar a mis padres que, pese a todas sus buenas intenciones y propósitos, la investigación de mi asesinato había entrado en una fase de estancamiento. No quedaban pistas por investigar. No habían encontrado ningún cuerpo. El cirujano tuvo que operarle la rodilla para reemplazar la rótula por una fruncida sutura que le inutilizaba parcialmente la articulación. Mientras observaba la operación, pensé en lo parecido que era a coser, y confié en que mi padre estuviera en manos más capaces que las mías. Yo había sido torpe en la clase de ciencias del hogar. Siempre me hacía un lío con el extremo de la cremallera y el hilvanado. Pero el cirujano había tenido paciencia. Una enfermera le había informado de lo ocurrido mientras se lavaba y frotaba las manos. Él recordaba haber leído en los periódicos lo que me había ocurrido. Era de la edad de mi padre y también tenía hijos. Se estremeció al ponerse los guantes. Cuánto se parecían ese hombre y él. Y qué distintos eran. En la oscura sala de hospital, un tubo fluorescente zumbaba justo detrás de la cama de mi padre. Era la única luz que había en la habitación poco antes del amanecer, hasta que entró mi hermana. —Ve a despertar a tu padre —le dijo mi madre a Lindsey—. No puedo creer que no se haya despertado con el ruido. De modo que mi hermana había subido. Todos sabían ahora dónde encontrarlo; en apenas seis meses la butaca verde se había convertido en su verdadera cama. —¡No está aquí! —gritó mi hermana tan pronto como se dio cuenta—. ¡Se ha ido! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Papá se ha ido! —Por un insólito instante, Lindsey se comportó como una niña asustada. —¡Maldita sea! —exclamó mi madre. —¿Mamá? —dijo Buckley. Lindsey entró corriendo en la cocina. Mi madre estaba vuelta hacia el hervidor de agua. Su espalda era un manojo de nervios mientras preparaba té. —¿Mamá? —dijo Lindsey—. Tenemos que hacer algo. —¿No ves...? —Mi madre se quedó como paralizada con una caja de Earl Grey suspendida en el aire. —¿Qué? Mi madre dejó el té, encendió un fuego y se volvió. Y de pronto lo vio: Buckley se había abrazado a su hermana y se chupaba ansioso el pulgar. —Ha salido tras ese hombre y se ha metido en líos. —Tenemos que salir a buscarlo, mamá —dijo Lindsey—. Tenemos que ayudarle. —No. —Mamá, tenemos que ayudar a papá. —¡Buckley, deja de chuparte el dedo! Mi hermano se echó a llorar de pánico, y mi hermana bajó los brazos para atraerlo más hacia sí. Miró a nuestra madre. —Voy a salir a buscarlo —dijo Lindsey. —No vas a hacer nada de eso —dijo mi madre—. Vendrá a casa cuando pueda. No vamos a mezclarnos en esto. —Mamá —dijo Lindsey—, ¿y si está herido? Buckley dejó de llorar el tiempo suficiente para mirar a mi hermana y luego a mi madre. Sabía lo que significaba «herido» y quién no estaba en casa. Mi madre lanzó a Lindsey una mirada llena de intención. —No hay más que hablar. Puedes esperar arriba en tu cuarto o aquí abajo conmigo, como quieras. Lindsey estaba muda de asombro. Se quedó mirando a nuestra madre y supo lo que más deseaba hacer: huir, salir corriendo al campo de trigo donde estaba mi padre, donde estaba yo, donde de pronto sentía que se había trasladado el corazón de su familia. Pero Buckley seguía apoyado contra ella. —Vamos arriba, Buckley —dijo—. Puedes dormir en mi cama. Él empezaba a comprender: te trataban de manera especial y luego te decían algo horrible. Cuando llegó la llamada de la policía, mi madre fue inmediatamente al armario del vestíbulo. —¡Le han golpeado con un bate de béisbol! —exclamó, cogiendo el abrigo, las llaves y el carmín. Mi hermana se sintió más sola que nunca, pero también más responsable. No podían dejar solo a Buckley, y Lindsey no sabía conducir. Además, era lo más lógico. ¿No debía acudir la esposa al lado del marido? Pero en cuanto mi hermana logró hablar por teléfono con la madre de Nate —después de todo, el alboroto en el campo de trigo había despertado a todo el vecindario—, supo qué debía hacer. Llamó a Samuel. En menos de una hora llegó la madre de Nate para llevarse a Buckley, y Hal Heckler se detuvo en su moto delante de nuestra casa. Debía ser emocionante asirse al guapo hermano mayor de Samuel e ir en moto por primera vez, pero ella sólo podía pensar en nuestro padre. Mi madre no estaba en la habitación de hospital de nuestro padre cuando entró Lindsey; sólo estábamos mi padre y yo. Se acercó y se quedó de pie al otro lado de la cama, y empezó a llorar en silencio. —¿Papá? —dijo—. ¿Estás bien, papá? La puerta se abrió un poco. Era Hal Heckler, un hombre atractivo, alto y delgado. —Lindsey —dijo—, estaré en la sala de espera por si necesitas que te lleve a casa. Vio las lágrimas de Lindsey cuando ésta se volvió. —Gracias, Hal. Si ves a mi madre... —Le diré que estás aquí. Lindsey cogió la mano de mi padre y escudriñó su cara en busca de movimiento. Mi hermana crecía ante mis ojos. La oí susurrar la letra de la canción que él nos cantaba a las dos antes de que naciera Buckley: Piedras y huesos; nieve y escarcha; semillas, judías y renacuajos. Senderos y ramas, y una colección de besos. ¡Todos sabemos a quién añora papá! A sus dos hijitas rana, ¿a quién si no? Ellas saben dónde están. ¿Y tú? ¿Y tú? Me habría gustado ver una sonrisa en los labios de mi padre, pero estaba en las profundidades, nadando contra fármacos, pesadillas y fantasías. Por un tiempo, la anestesia había atado unos pesos de plomo a las cuatro esquinas de su conciencia. Como una firme tapa, lo había cerrado herméticamente dentro de las felices horas en que no había hija muerta ni rótula extirpada, y en las que tampoco había una encantadora hija tarareando canciones infantiles. —Cuando los muertos terminan con los vivos —me dijo Franny—, los vivos pueden pasar a otras cosas. —¿Y qué hay de los muertos? —pregunté—. ¿Adonde vamos? No me respondió. Len Fenerman había acudido precipitadamente al hospital tan pronto como le habían pasado la llamada. Abigail Salmón preguntaba por él, le habían dicho. Mi padre estaba en la sala de operaciones y mi madre se paseaba nerviosa cerca del mostrador de las enfermeras. Había ido en coche al hospital sólo con una gabardina encima de un fino camisón de verano. Llevaba sus zapatillas planas de ballet de estar por el jardín y no se había molestado en recogerse el pelo. En el oscuro y brumoso aparcamiento del hospital, se había detenido a examinarse la cara y a aplicarse su pintalabios rojo con mano experta. Cuando vio a Len al final del largo pasillo blanco, se relajó. —Abigail —dijo él al acercarse. —Oh, Len —dijo ella. Su cara reflejó confusión por no saber qué decir a continuación. Era su nombre lo que había necesitado suspirar. Todo lo que venía después no eran palabras. Las enfermeras del mostrador volvieron la cabeza cuando Len y mi madre se cogieron las manos. Solían extender ese velo de privacidad por rutina, pero aun así vieron que aquel hombre significaba algo para aquella mujer. —Hablemos en la sala de espera —dijo Len, y condujo a mi madre por el pasillo. Mientras andaban, ella le informó de que mi padre estaba en el quirófano. Él le puso al corriente de lo ocurrido en el campo de trigo. —Parece ser que confundió a la chica con George Harvey. —¿Confundió a Clarissa con George Harvey? —Mi madre se detuvo a la puerta de la sala de espera, incrédula. —Fuera estaba oscuro, Abigail. Creo que sólo vio la linterna de la niña. Mi visita de hoy no debe de haber ayudado mucho. Está convencido de que Harvey está involucrado. —¿Clarissa está bien? —Le han curado los arañazos y la han dejado marcharse. Estaba histérica, llorando y gritando. Ha sido una horrible coincidencia, siendo amiga de Susie. Hal estaba desplomado en un rincón oscuro de la sala de espera, con los pies apoyados en el casco que había traído para Lindsey. Cuando oyó voces que se acercaban, cambió de postura. Era mi madre con un policía. Volvió a recostarse y dejó que el pelo, que le llegaba a los hombros, le tapara la cara. Estaba bastante seguro de que mi madre no lo reconocería. Pero ella reconoció la cazadora por habérsela visto a Samuel y por un momento pensó: «Está aquí Samuel». Pero enseguida se corrigió: «Su hermano». —Sentémonos —dijo Len, señalando las sillas modulares del otro extremo de la sala. —Prefiero seguir andando —dijo mi madre—. El médico ha dicho que no sabremos nada antes de una hora. —¿Adonde? —¿Tiene cigarrillos? —Sabe que sí —dijo Len, sonriendo con aire culpable. Tuvo que buscar su mirada. Ésta no estaba concentrada en él, sino que parecía absorta, y sintió deseos de alargar una mano y enfocarla en el aquí y ahora. En él—. Entonces, busquemos una salida. Encontraron una puerta que daba a un pequeño balcón de hormigón cerca de la sala donde dormía mi padre. Se trataba de un balcón de servicio ocupado por un aparato de calefacción, de modo que, aunque el espacio era reducido y hacía un poco de frío, el ruido y el vapor caliente que salía de la zumbante toma de agua que había al lado los aisló en una cápsula que parecía muy lejana. Fumaron y se miraron como si, de repente y sin previo aviso, hubiesen pasado a una nueva página donde el asunto apremiante ya hubiera sido subrayado para ser atendido con la mayor prontitud. —¿Cómo murió su mujer? —preguntó mi madre. —Se suicidó. El pelo le tapaba casi toda la cara, y al verla pensé en Clarissa en su faceta más afectada. En su forma de comportarse con los chicos cuando íbamos al centro comercial. Reía demasiado y los seguía con la mirada para ver si miraban. Pero también me chocó la boca roja de mi madre, con el cigarrillo moviéndose arriba y abajo, y el humo elevándose. Sólo la había visto así una vez, en la fotografía. Esa madre nunca nos había tenido a nosotros. —¿Por qué se mató? —Es la pregunta que más absorto me tiene cuando no estoy absorto en casos como el asesinato de su hija. En la cara de mi madre apareció una extraña sonrisa. —Repítalo —dijo. —¿Qué? Len miró su sonrisa y sintió deseos de recorrer el borde de sus labios con los dedos. —El asesinato de mi hija —dijo mi madre. —Abigail, ¿está bien? —No lo dice nadie. Nadie del vecindario habla de ello. La gente lo llama la «horrible tragedia» o alguna variante parecida. Sólo quiero que alguien hable de ello en voz alta. Que lo diga en voz alta. Estoy preparada... Antes no lo estaba. Mi madre tiró su cigarrillo al suelo de hormigón y dejó que se consumiera. Cogió con las manos la cara de Len. —Dilo —dijo. —El asesinato de tu hija. —Gracias. Y yo observé cómo su boca roja cruzaba una línea invisible que la separaba del resto del mundo. Atrajo a Len hacia sí y lo besó despacio en la boca. Al principio él pareció vacilar. El cuerpo se le puso rígido diciéndole NO, pero ese no se volvió vago y difuso, se volvió aire aspirado por el ventilador de la zumbante toma de agua que tenían a su lado. Ella levantó los brazos y se desabrochó la gabardina. Él puso una mano sobre la fina y vaporosa tela de su camisón de verano. Mi madre era irresistible por su aire necesitado. De niña, yo había visto el efecto que tenía en los hombres. Cuando estábamos en la tienda de comestibles, los encargados se ofrecían a traerle lo que había anotado en su lista y nos ayudaban a llevarlo al coche. Como Ruana Singh, tenía fama de ser una de las madres más guapas del vecindario; ningún hombre podía evitar sonreírle al verla. Cuando ella preguntaba algo, sus palpitantes corazones se rendían. Aun así, mi padre siempre había sido el único en lograr que su risa se propagara por todas las habitaciones de la casa, legitimando de alguna manera que ella se abandonara. Haciendo horas extras aquí y allá, y saltándose almuerzos, mi padre había logrado volver temprano del trabajo todos los jueves cuando éramos pequeñas. Pero si los fines de semana estaban dedicados a la familia, esa tarde era el «tiempo de mamá y papá». Para Lindsey y para mí era el tiempo de portarse bien. Me refiero a que no nos vigilaban mientras permanecíamos sin hacer ruido en el otro extremo de la casa y utilizábamos como cuarto de jugar el estudio entonces semivacío de mi padre. Mi madre empezaba a prepararnos a las dos de la tarde. —Es la hora del baño —canturreaba, como si nos anunciara que podíamos salir al jardín a jugar. Y al principio teníamos esa sensación. Las tres nos apresurábamos a ir a nuestras habitaciones a ponernos los albornoces. Nos reuníamos en el pasillo —tres crías—, y mi madre nos llevaba de la mano a nuestro cuarto de baño de color rosa. En aquella época nos hablaba de mitología, que había estudiado en el colegio. Le gustaba contarnos historias sobre Perséfone y Zeus. Nos compró libros ilustrados de los dioses nórdicos que nos hacían tener pesadillas. Se había licenciado en literatura y lengua inglesas después de pelearse con uñas y dientes con la abuela Lynn para ir tan lejos en sus estudios, y todavía tenía la vaga fantasía de dedicarse a la enseñanza cuando las dos fuéramos lo bastante mayores para quedarnos solas. Esos baños se han vuelto borrosos en mi mente, al igual que todos los dioses y diosas, pero lo que mejor recuerdo es ver cómo las cosas afectaban a mi madre mientras yo la miraba, cómo la vida que había deseado y perdido la alcanzaba en oleadas. Como su primogénita, yo tenía la sensación de haberle arrebatado todos esos sueños. Mi madre sacaba de la bañera primero a Lindsey, la secaba y la oía parlotear sobre patos y pupas. Luego me sacaba a mí y, aunque yo trataba de estar callada, el agua caliente nos dejaba a mi hermana y a mí tan embriagadas que hablábamos a mi madre de todo lo que nos importaba. Los chicos que nos habían atormentado o que otra familia que vivía más abajo en nuestro edificio tenía un perrito y que por qué no podíamos tener nosotros también uno. Ella escuchaba muy seria, como si tomara mentalmente nota de nuestras cosas en una libreta de taquigrafía que más tarde consultaría. —Bueno, lo primero es lo primero —resumía ella—. ¡Y eso significa una buena siesta para las dos! Ella y yo arropábamos a Lindsey. Yo me quedaba de pie junto a la cama y, apartándole el pelo de la cara, le daba un beso en la frente. Creo que para mí empezaba la rivalidad allí. Quién conseguía el mejor beso, quién pasaba más rato con mamá después del baño. Por suerte, yo siempre ganaba. Cuando miro atrás, me doy cuenta de que mi madre se había vuelto —y muy deprisa después de que se mudaran a esa casa— una persona solitaria. Puesto que yo era la mayor, me convertí en su mejor amiga. Yo era demasiado pequeña para entender realmente lo que me decía, pero me encantaba dejarme arrullar por sus palabras. Una de las ventajas de mi cielo es que puedo retroceder hasta esos momentos, volver a vivirlos, y estar con mi madre de una manera en la que nunca habría podido estar. Atravieso con una mano el Intermedio y sostengo la mano de esa joven madre solitaria. Lo que le explicaba a una niña de cuatro años sobre Helena de Troya: «Una mujer peleona que torcía las cosas». Sobre Margaret Sanger: «La juzgaron por su físico». Gloria Steinem: «No me gusta decirlo, pero ojalá se cortara esas uñas». Nuestros vecinos: «Una idiota con pantalones ceñidos; oprimida por el subnormal de su marido; típicamente provinciana y criticona». —¿Sabes quién es Perséfone? —me preguntó con aire ausente un jueves. Pero yo no respondí. Para entonces había aprendido a callar cuando me llevaba a mi cuarto. El tiempo de mi hermana y mío era en el cuarto de baño, mientras nos secaba con la toalla. Lindsey y yo hablábamos entonces de cualquier cosa. En mi cuarto, era el tiempo de mamá. Ella cogía la toalla y la colgaba de la cama de columnas. —Imagínate a nuestra vecina la señora Tarking como Perséfone —dijo. Abrió el cajón de la cómoda y me dio unas braguitas. Siempre me daba la ropa por partes, para no agobiarme. Enseguida entendió mis necesidades. Si yo hubiera sido consciente de que tenía que atarme los cordones no habría sido capaz de ponerme los calcetines. —Lleva sobre los hombros una larga túnica blanca, como una sábana, pero hecha de una bonita tela brillante o ligera como la seda. Y lleva sandalias de oro y está rodeada de antorchas que son luces hechas de llamas... Se acercó a la cómoda para coger mi camiseta y me la puso distraídamente por la cabeza en lugar de dejarme hacerlo a mí. Cuando mi madre se lanzaba a hablar, yo podía aprovecharme de ello para volver a ser una niña. Así, nunca protestaba ni reivindicaba que ya era mayor. Esas tardes consistían en escuchar a mi misteriosa madre. Ella me tapaba con la colcha Sears de pana rústica, y yo me escabullía hacia el otro lado y me pegaba a la pared. Ella siempre consultaba entonces el reloj y decía: «Sólo un rato». Y se quitaba los zapatos y se deslizaba bajo las sábanas, a mi lado. Para las dos se trataba de perdernos. Ella se perdía en su historia, yo en su parloteo. Me hablaba de la madre de Perséfone, Deméter, o de Cupido y Psique, y yo la escuchaba hasta que me dormía. A veces me despertaba la risa de mis padres en la habitación contigua o los ruidos que producían al hacer el amor a media tarde. Medio dormida en la cama, escuchaba. Me gustaba imaginar que estaba en los cálidos brazos de uno de los barcos de una de las historias que nos leía mi padre, y que todos estábamos en el mar y las olas se alzaban con suavidad contra los costados del barco. La risa, los pequeños gemidos amortiguados, me hacían abandonarme de nuevo al sueño. Pero la huida de mi madre, su retorno a medias al mundo exterior, se había hecho añicos cuando yo tenía diez años y Lindsey nueve. Había tenido una falta, y había hecho el decisivo trayecto en coche hasta la consulta del médico. Detrás de su sonrisa y sus exclamaciones había fisuras que conducían a lo más profundo de su ser. Pero porque yo era una niña, porque no quería hacerlo, opté por no seguirlas. Me aferré a la sonrisa como un premio y me adentré en el prodigioso mundo de si iba a ser la hermana de un niño o de una niña. Si hubiera prestado atención, habría notado algo. Ahora veo los cambios, cómo el montón de libros de la mesilla de noche de mis padres pasó de catálogos de universidades locales, enciclopedias de mitología y novelas de James, Eliot y Dickens, a las obras del doctor Spock. Luego llegaron los libros de jardinería y cocina, hasta que para su cumpleaños, dos meses antes de que yo muriera, me pareció que el regalo perfecto para ella era Better Homes and Gardens Guide to Entertaining. Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada por tercera vez, encerró a la madre más misteriosa. Contenida durante años detrás de ese muro, la parte necesitada de ella, lejos de menguar, había crecido, y en Len, el anhelo de salir, destruir, abolir, se apoderó de ella. Su cuerpo la guiaba, y tras él irían las piezas que le quedaban. No me resultó fácil ser testigo de eso, pero lo fui. Su primer abrazo fue apresurado, torpe, apasionado. —Abigail —dijo Len, con una mano a cada lado de su cintura debajo de la gabardina, el vaporoso camisón apenas un velo entre ellos—. Piensa en lo que estás haciendo. —Estoy cansada de pensar —dijo ella. El pelo le flotaba con el ventilador que tenía a su lado, en una aureola. Len parpadeó al mirarla. Maravillosa, peligrosa, salvaje. —Tu marido —dijo. —Bésame —dijo ella—. Por favor. Yo veía a mi madre suplicar indulgencia. Se desplazaba físicamente en el tiempo para huir de mí. Yo no podía retenerla. Len le besó la frente y, cerrando los ojos, deslizó una mano hasta su pecho. Ella le susurró algo al oído. Yo sabía lo que ocurría. La rabia de mi madre, su sensación de pérdida, su desesperación. Toda la vida perdida salía formando un arco de ese techo, obstruyendo su ser. Necesitaba que Len expulsara de ella a su hija muerta. Él la hizo retroceder hasta la superficie de estuco de la pared mientras se besaban, y mi madre se aferró a él como si al otro lado del beso pudiera haber una nueva vida. Al volver del colegio, a veces me paraba a la puerta de nuestra |