Una espada mágica, un héroe legendario






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— Pero es ella — gritó Effie, sacudiendo con vehemencia el brazo de Val-. ¡Su novia elegida!

Las palabras de Effie dejaron atónito a Lance durante un instante. En cuanto a Val, dejó caer el bastón y la empuñadura de marfil chocó contra el suelo. Miró a Rosalind y apareció una expresión en su rostro solemne como nunca había visto antes su hermano.

Temor, ternura y una alegría que hizo que los ojos de Val brillaran febriles. Sin percibir apenas su cojera, se dirigió hacia Lance con los brazos extendidos, porque para todos se había transformado en un dios salido de un cuento de hadas, preparado para recoger a la dama y despertarla con un beso.

La Dama del Lago de Lance.

Lance apretó los brazos involuntariamente alrededor de Rosalind, mientras una sensación de posesión irrazonable se apoderaba de él. Se apartó de Val, que torció los labios en algo semejante a una mueca cuando vio que su hermano parpadeaba y se alejaba de él.

¿Qué diablos estaba haciendo? Recordó que habían ido allí para eso. Para obligar a Effie a utilizar sus poderes y encontrarle una esposa a Val. Pero él no esperaba que sucediera tan pronto y que la novia fuera... Rosalind.

Pero ¿qué demonios le importaba a él? A regañadientes, Lance se preparó para entregar a Rosalind a los brazos de Val, cuando Effie soltó otro chillido.

— ¡No! ¿Qué va a hacer? — preguntó. Lance miró a la mujer.

— Acaba de decir que lady Carlyon va a ser la esposa de Val. — No va a ser la esposa de Valentine, estúpido — gritó Effie pisando los pies de Lance-. ¡La suya!

— ¡Qué! — Lance casi estuvo a punto de dejarla caer al suelo. Se apresuró a sujetarla mejor y apoyó la cabeza de la joven en su hombro, como si le perteneciera. Contempló el pálido rostro y experimentó como si algo se precipitara en sus venas, un arrebato en el corazón que le hizo sentir una extraña ternura. Tuvo que ser muy rápido para mitigar esa perturbadora sensación.

— ¡Tómala! — Lance se acercó a su hermano como si de pronto la dama se hubiera transformado en un montón de carbones ardiendo. Pero los brazos de Val cayeron a ambos lados de su cuerpo y el brillo desapareció de sus ojos.

— No, Lance — dijo con voz tranquila-. No es mi novia. Es la tuya. — Porque está... está inconsciente — insistió Lance-. En lo que a mí respecta, si la quieres, tómala.

Pero Val se apartó moviendo con tristeza la cabeza. — Ya has oído lo que ha dicho Effie.

— Esa maldita mujer se ha equivocado.

— ¡Eso no es verdad! — se quejó Effie indignada-. Nunca cometo errores.

— ¿No? ¿Y cuando...? — empezó Lance, luego se interrumpió, incapaz de creer que estaba iniciando una ridícula discusión mientras sostenía a una mujer desmayada en los brazos.

Como era la única persona a la que le quedaba cierto grado de sensatez, estaba claro que tenía que hacer algo con Rosalind. Pasó junto a Effie, atravesó la puerta del salón y buscó un lugar cómodo para dejar a la dama.

La posó suavemente en una silla oscura que más parecía un mueble sacado del palacio de un emperador romano que del salón de una dama inglesa. Una vez hecho esto, lo asaltó como una oleada el sofocante calor de la habitación.

Esa botarate de Effie había encendido el fuego y cerrado todas las ventanas en pleno verano.

— Maldita sea — murmuró Lance, no le extrañaba que su Dama del Lago se hubiera desmayado.

Oyó que alguien entraba en la habitación detrás de él y en la creencia de que sería su hermano dijo:

— Val, abre las ventanas o yo también me desmayaré de un momento a otro.

— Valentine no está. Le dije que se marchara — le respondió la agria voz de Effie.

— ¿Y quién le ha dado permiso para hacer eso? — exclamó Lance. Effie revoloteó a sus espaldas, estirando el cuello para ver a Rosalind.

— Bueno, no creo que esperen que encuentre más novias hoy. Ya lo he hecho y no sé cuándo volverá a funcionar mi poder. Creo que podría desmayarme.

— Si lo hace, le juro que la sacaré al jardín y la tiraré al estanque de los peces. Ahora deje de actuar como una tonta y ayúdeme con la dama.

— ¡Ohhh! — lloriqueó Effie-. Es usted un miserable. ¡Después de haberle encontrado una esposa!

— ¡Yo no quiero una esposa!

— Entonces no debería haber venido aquí — le reprochó Effie con los ojos llenos de lágrimas-. Pero ahora es demasiado tarde. Así es que se llevará a la dama de aquí y se casará con ella. Y que no venga ningún St. Leger a pedirme otra vez que le busque una novia.

Effie estalló en sollozos y salió corriendo de la habitación. Lance no la retuvo, estaba demasiado exasperado para hacerlo. Atravesó la habitación, corrió las cortinas y abrió las ventanas.

Mientras forcejeaba con las batientes, vio a su hermano que se dirigía hacia la posada donde habían dejado los caballos. Con los hombros hundidos, Val caminaba cojeando como si el castillo en las nubes que se había construido hacía un momento cuando pensó que Rosalind era para él, se le hubiera derrumbado encima.

Lance lo vio alejarse, desconcertado. Nunca había visto a Val volverle la espalda a nadie que necesitara su ayuda. Imaginó lo mal y lo herido que debía sentirse y entonces se volvió a sentir culpable.

Quiso ir tras él, hacer que las cosas le salieran bien. Pero con Effie lloriqueando por la casa y su Dama del Lago todavía inconsciente, ¿qué podía hacer?

Abrió las ventanas restantes y volvió al vestíbulo en busca de alguno de los criados. Pero como era habitual con un ama de casa de carácter débil como Effie, no encontró a nadie, ni siquiera a la formidable Miss Hurst, que estaba inexplicablemente ausente.

Volvió apresuradamente al salón y buscó algún abanico, sales de olor, coñac, algo que pudiera ayudar. Desesperado, sacó un ramillete de rosas de un jarrón de Sévres y humedeció su pañuelo con el agua que había dentro.

Se inclinó sobre la silla en la que yacía Rosalind, le deshizo los lazos del sombrero y se lo quitó. Unos mechones de cabello dorado escaparon del moño y le cayeron sobre los ojos. Lance los apartó y la miró con expresión de ansiedad: estaba muy pálida y seguía sin recuperarse.

Seguramente tenían la culpa todas esas capas de ropa en las que las mujeres se introducían. Val se hubiera sobresaltado ante un comportamiento tan poco caballeroso, pero Lance le quitó la pañoleta de gasa sin pensárselo dos veces.

Luego la puso de lado y le desabrochó los botones del corpiño y también el corsé que llevaba debajo. Cuando apareció el delicado encaje de la camisa de Rosalind, observó que respiraba mejor.

La volvió a apoyar en la silla y le buscó el pulso. Aliviado, lo encontró débil, pero estable. Hizo un esfuerzo heroico para mantener los ojos apartados, pero calibrar los encantos de una mujer era tan natural en él como respirar. Y Rosalind Carlyon estaba llena de encantos...

Deslizó la mirada hacia abajo y observó la delicada clavícula y la deslumbrante belleza del abultamiento que marcaba el inicio de los pechos redondos y perfectos bajo la camisa de lino húmeda de sudor y la sombra oscura de los pezones.

Disgustado consigo mismo, decidió concentrarse en el rostro. Con un poco de agua del jarrón, humedeció el pañuelo y lo apretó contra la frente de Rosalind, procurando que sus movimientos fueran enérgicos y efectivos.

Pero sus dedos se suavizaron cuando estudió su rostro. No era una belleza, no lo era según la moda de entonces. Tenía la nariz demasiado chata, la barbilla demasiado decidida y las mejillas estaban salpicadas de pecas.

Y, sin embargo, poseía una dulzura y una armonía que habría cautivado a cualquier hombre. Tenía un rostro gentil, un rostro fresco como las flores de primavera, un rostro como salido de un cuento de hadas de antaño, de doncellas de dorados cabellos que esperaban en cenadores cubiertos de rosas, soñando, con el príncipe azul que se las llevaría en su corcel blanco.

Era el rostro de la clase de mujer que... que metería a un hombre en graves problemas si éste no se andaba con cuidado. Lance hizo una mueca. ¿Acaso no lo había hecho ya? Sorprendiéndolo en la posada la otra noche, pasando a través de su alma, distrayéndolo de la búsqueda de su espada.

Y ahora para colmo, Effie Fitzleger había dicho que Rosalind era su novia elegida... Lance podía respetar muy poco los poderes de Effie como buscador de novias, pero sabía que su familia no estaría de acuerdo con él. Si las palabras de Effie llegaban a sus oídos, tendría a todo el clan St. Leger encima, pidiéndole que se casara y eso, reflexionó seriamente Lance, sería lo último que necesitaba.

La única esperanza que le quedaba era convencer a Effie de que en esta ocasión se había equivocado, de lo cual él estaba seguro. Rosalind era una dama encantadora que necesitaba a un caballero gentil, a un caballero cuya alma fuera tan brillante como su armadura. Alguien noble, honesto y sincero. Alguien exactamente como su hermano Val. Después de frotarle las muñecas y llamarla por su nombre, al fin la joven empezó a moverse. Rosalind gimió suavemente, movió la cabeza y abrió los ojos.

Su desconcertada mirada deambuló por la habitación y cuando finalmente se detuvo en el rostro de Lance, sus ojos se iluminaron con una alegría tan poco disimulada, que se apoderó directamente de su corazón. No podía recordar que ninguna mujer lo hubiera mirado nunca de aquella manera, como si de verdad fuera el valiente héroe que llega como respuesta a todas sus plegarias.

Rosalind movió los labios y el color fue volviendo a sus pálidas mejillas. Cuando sonrió le hizo sentir como el ciego que ve por primera vez los rayos del sol. En aquellos ojos azules brillaba tanta maravilla y delicia, tantos sueños hechos realidad.

Tendría que ser la esposa de Val, era perfecta para él. Pero en cuanto este pensamiento le pasó por la cabeza, Lance se inclinó y sin apenas darse cuenta de lo que estaba haciendo, rozó la boca de Rosalind con sus labios.

4

El beso de Sir Lancelot fue cálido y tierno, justo como había imaginado que sería. Rosalind suspiró, se sentía todavía como si caminara a tientas a través de un remolino de bruma. Su mente seguía nublada, no sabía dónde estaba o cómo había llegado hasta allí, pero no le importaba porque ya no estaba sola.

Él había vuelto. Sir Lancelot du Lac.

Parecía un hombre acosado, como si se hubiera abierto paso para volver a su lado a través de un ejército de caballeros hostiles y dragones que escupieran fuego. Pero cuando ella lo miró con atención, sus rasgos se relajaron y adquirieron una expresión de profundo alivio. — Rosalind — murmuró-. ¡Gracias a Dios!

Su nombre sonaba tan dulce en sus labios. Ella dejó escapar un suave suspiro. Cada mañana desde que Arthur había muerto, se despertaba del sueño con la sensación de estar sola en el mundo y la pena se apoderaba como un peso de su corazón.

Era la primera vez que abría los ojos desde hacía mucho tiempo con una sensación diferente, algo tan ligero y palpitante que tardó unos momentos en recordar lo que era.

Felicidad. Una felicidad que le embargaba el corazón y la dejaba aturdida.

— Ha vuelto a mí — murmuró con alegre incredulidad mirando a Sir Lancelot.

— ¿He vuelto? — sonrió él.

Rosalind le devolvió la sonrisa y sus dedos temblaron cuando los pasó por los oscuros y sedosos cabellos. Nunca había imaginado que el cabello de un hombre pudiera ser tan frío y suave, en marcado contraste con el poderoso calor de su piel. La joven continuó su exploración, acarició la curva de la mejilla y la mandíbula de acero con el asomo de la barba que ella dudaba que pudiera desaparecer por completo después de un afeitado.

Al principio él pareció sorprendido cuando sintió su roce, luego algo en sus ojos se oscureció. Cogió aquella mano y presionó sus labios contra la palma en un beso que era a la vez apasionado, audaz y abrasador.

El calor que inundó su cuerpo le devolvió los sentidos y comprendió entonces que allí había una terrible equivocación.

El hombre que se inclinaba hacia ella no era el fantasma de un héroe de antaño. La mano que sujetaba la suya era una mano tierna, pero debajo de aquella ternura podía sentir el calor, la fuerza y el latido de la vitalidad.

Al mirarlo captó unos detalles que debería de haber observado al principio. No llevaba armadura, ni túnica e iba bien peinado, con los cabellos descansando en el hombro. O al menos así había sido hasta que ella los acarició con las manos. La complicada doblez de una corbata caía como la nieve sobre una pechera dura y un chaleco de seda. La chaqueta del frac estallaba sobre los poderosos hombros mientras que los pantalones... la atónita mirada de Rosalind descendió hasta ellos y luego la desvió rápidamente. Los pantalones moldeaban los musculosos muslos como una segunda piel.

Ese... ese no era Sir Lancelot, ese hombre de sonrisa lánguida, mirada ardiente y boca demasiado atrevida. La sensación de calidez fue sustituida por tal inquietud, que a la joven le entraron ganas de gritar.

Fue como un brusco despertar del sueño más bello que hubiera tenido nunca.

La mirada de Rosalind vagó por la habitación y poco a poco fue consciente de dónde estaba, de cómo había llegado hasta allí y lo que había estado haciendo. Estaba echada en una silla del salón de Effie Fitzleger. Recordó que había tomado el té con ella y que alguien había llegado y Miss Fitzleger no quería ver. Unos visitantes cuya descripción había asustado a Rosalind. Los St. Leger, unos hombres que no controlaban sus pasiones, que al parecer iban por el país pidiendo novias como aquellos romanos de sangre caliente se llevaron a las desgraciadas sabinas.

Y precisamente ese St. Leger había tomado posesión de su mano cuando ella nunca se lo habría permitido. Rosalind lo miró y su corazón latió temeroso. Sin embargo, no parecía un vagabundo sin civilizar. El corte de la ropa, demasiado sofisticado para un simple campesino, era el de un caballero.

Pero el peligro estaba allí, en la sensual curva de sus labios, en aquellos imposibles ojos oscuros... unos ojos que parecían devorarla con una mirada que podría haber derretido una vela y convertirla en un montón de cera y una mecha chamuscada.

Además, allí no había rastro de Effie Fitzleger ni de ninguno de sus criados. La habían dejado sola con ese hombre y a Rosalind le daba miedo pensar por qué.

Se liberó de los dedos que la sujetaban y se enderezó en el asiento. Cuando él alargó la mano para acariciarle la mejilla, Rosalind se echó hacia atrás gritando:

— ¡No me toque! ¡Por favor!

Lance levantó las cejas atónito mientras ella empezaba a temblar pensando que él podía no obedecer su orden. Sin embargo, observó aliviada que él se apartaba.

— Está bien — dijo con un asomo de sonrisa-. Aunque me creo en la necesidad de decirle que usted me ha tocado a mí y yo no he objetado nada.

Para su mortificación, Rosalind tuvo que admitir que era cierto. ¿Tocarlo? Hasta le había permitido que la besara. Un perfecto extraño y todo porque tenía esa sorprendente semblanza con el fantasma de Sir Lancelot. Ahora que ya sabía que no lo era, ese beso ya no le pareció tan dulce... o inocente.

— Lo... lo he confundido con otra persona — tartamudeó. — ¡Oh! ¿Y con quién? — hizo la pregunta con el más puro interés, pero en su mirada había una intensidad que la puso nerviosa. — Nadie que usted conozca, un amigo — contestó ella con tristeza. Un amigo galante que ella deseaba que estuviera allí ahora, para ampararla de la alarmante atención de aquel hombre.

Lance se acercó un poco más, su presencia física era abrumadora, las anchas espaldas, los brazos largos, las poderosas manos. Llegó hasta ella su aroma, a laurel mezclado con algo más fuerte, más masculino.

— Yo deseo que me considere un amigo — murmuró él.

¿A él? Un hombre cuya voz estaba calculada para intimidar, para envolver con su seducción.
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