Una espada mágica, un héroe legendario






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El Merodeador Nocturno
Susan Carroll
Continuación de El buscador de novias, esta novela tiene también como protagonistas a los miembros de la familia St. Leger y sus extraordinarios poderes. Lance St. Leger ha encontrado a la mujer de sus sueños, el amor que según la tradición familiar le está destinado. Sin embargo, se trata de un amor imposible, porque la joven Rosalind ya ha entregado su corazón... a un fantasma.
Incapaz de deshacer el entuerto que él mismo ha provocado, Lance es durante el día un pretendiente que hace lo posible por controlar su pasión, y de noche un romántico fantasma que escucha las cuitas de su dama. Y esta doble vida le produce un gran dolor.

EL CORAZÓN DE UN FANTASMA


Rosalind ignora cómo ha podido colocarse en tan difícil situación. Era una viuda casta y discreta, aficionada a las leyendas del rey Arturo. Deseaba un poco de emoción en su vida rutinaria, y ahora se encuentra dividida entre dos hombres apuestos que buscan su compañía. Y son tan distintos que el corazón de Rosalind siente que no puede renunciar a ninguno de ellos. Lance es un seductor, un hombre que sabe utilizar su atractivo con las mujeres, y en cuanto a sir Lancelot, ¿quién puede ganar en nobleza al fantasma del legendario caballero de la Mesa Redonda?

UNA ESPADA MÁGICA, UN HÉROE LEGENDARIO


Lance nunca se había tomado muy en serio las tradiciones de su extraordinaria familia... hasta el día en que pierde un importante legado, la espada que encarna los poderes de los St. Leger. Furioso por su descuido, Lance utiliza su facultad de separarse del cuerpo carnal, y vaga en espíritu en medio de la noche. Y así es como encuentra a una encantadora joven que lo confunde con un fantasma y le confiesa su admiración. ¿Cómo desengañarla? Él, que no se siente digno de un amor noble, se convierte en el héroe de los sueños de Rosalind, el valiente sir Lancelot.

Prólogo

Era esa clase de noche en la que podía suceder cualquier cosa. Mágica. De luna llena. El mar rugía como un dragón, respirando una suave niebla que poco a poco iba envolviendo la tierra. La vigorosa silueta que caminaba sin rumbo por la rocosa orilla de la playa se materializó como una aparición con su cota de malla centelleante y la oscura túnica. Un caballero fantasmal de la corte del rey Arturo que había aparecido en el siglo xix por equivocación y no podía encontrar el camino de vuelta a Camelot.

Pero lo cierto es que Lance St. Leger era un hombre ataviado con las ropas que se había puesto para la festividad del solsticio de verano y todavía no se había preocupado de quitárselas. Tenía otros asuntos mucho más importantes en la cabeza.

Observó la oscura y silenciosa playa que se abría ante él con rostro ansioso y tenso. Tenía unos rasgos fuertes y hermosos: mandíbula cuadrada, nariz de gavilán y un cutis muy bronceado enmarcado por unos cabellos negros oscuros como el cuervo. Sin embargo, una expresión de cierto cinismo estropeaba la oscuridad aterciopelada de sus ojos, a pesar de ser un hombre relativamente joven, pues sólo tenía veintisiete años. La expresión de desencanto que le curvaba los labios le hacía parecer mayor, dando a su boca un gesto de dureza que desaparecía cuando sonreía.

Pero ahora, mientras observaba el casco volcado de un bote pesquero abandonado y el mar barriendo la playa con dedos de espuma borrando las huellas de las pisadas, no sonreía. Estaba seguro de que ese era el lugar donde había sido atacado apenas hacía una hora, sorprendido por algún brillante encapuchado que lo había dejado inconsciente.

Cuando se despertó, observó que le habían quitado el reloj y la anilla de sello. Pero eso no fue lo peor de todo. El ladrón también se había llevado la espada, la espada que había permanecido en la familia durante generaciones, un arma tan impregnada de misterio y de magia como el nombre de los St. Leger.

Cuando a Lance le entregaron la espada al cumplir los dieciocho años, sintió el poder que albergaba. En cuanto tocó la empuñadura, se produjo algo que le hizo sentirse más fuerte, mejor, más noble.

Luego recitó la promesa que todos los herederos St. Leger estaban obligados a pronunciar:

«Juro que sólo emplearé esta espada en una causa justa. Que nunca la utilizaré para verter la sangre de otro St. Leger. Y que el día que contraiga matrimonio, se la entregaré a mi esposa en señal de mi amor imperecedero, junto con mi corazón y mi alma, para siempre. »

Pero de eso ya hacía mucho tiempo. Cuando Lance todavía creía en esas cosas como causas justas, magia y amor verdadero. Cuando todavía creía en sí mismo dio una vuelta alrededor del bote, aunque ignoraba por qué se había molestado en volver allí y lo que esperaba encontrar.

¿Acaso esperaba que al ladrón se le hubiera enternecido el corazón? Que reapareciera para devolverle el tesoro robado, y se inclinara respetuoso mientras musitaba: «Oh, aquí tiene, amo Lance, aquí tiene su antigua espada. Por favor, perdone la impertinencia.

Torció la boca con un gesto desdeñoso al pensar en su estupidez. Lanzó un juramento para sus adentros y maldijo tanto al brigante como a sí mismo. Es cierto que en el pasado había cometido muchas equivocaciones, que había deshonrado el nombre de su familia, pero permitir que le robaran la espada era lo peor que podía haber hecho nunca.

«No es cierto», le murmuró una voz al oído. «Lo peor fue lo que le hiciste a tu hermano Val.»

Pero Lance se negó a pensar en Val. Ya se sentía bastante culpable con la desaparición de aquella espada infernal.

Perdió toda esperanza de encontrar algún rastro del ladrón en la playa, se volvió y se dirigió por el sendero hacia el pueblo. A pesar de que recientemente había cesado en el servicio, seguía manteniendo el porte de un hombre que se había pasado casi nueve años como oficial en el ejército de Wellington.

Se deslizó silenciosamente junto a la fragua que había al lado de la tienda del herrero y se asomó a la hilera de casitas blancas y aseadas. Aunque un rato antes el pueblo de Torrecombe había sido un alboroto de ruidos y risas, animado con la excitación de las fiestas del solsticio de verano, ahora estaba dormido y no se movía un alma por allí. Lance pensó por un instante en investigar casa por casa, pero inmediatamente desechó la idea. Dudaba que nadie del pueblo se hubiera atrevido a atacarle. Los aldeanos temían demasiado a los St. Leger y sus leyendas. Leyendas de una familia que descendía de un conocido hechicero: el poderoso lord Próspero, que a pesar del final desastroso que tuvo, pues murió quemado en la hoguera, legó extraños talentos y poderes a sus descendientes, de los que Lance había heredado una parte.

No, estaba seguro. Nadie en el pueblo se habría atrevido con un St. Leger. El ladrón tenia que ser un forastero, un extraño, y aquella noche Torrecombe había estado lleno de ellos por las fiestas. Muchos pernoctarían en la posada y ese era el lugar más adecuado para que comenzara su búsqueda.

Atravesó la plaza del pueblo y llegó a la posada Dragon's Fire, un edificio pintoresco, que conservaba las huellas de la construcción Tudor primitiva, con ventanas con parteluces y aleros voladizos.

Un mozo de cuadra apareció en el camino de las caballerizas, esperando la montura de algún rezagado. Lance acechaba oculto entre las sombras. Hacía ya mucho tiempo que le prometió a su padre que nunca revelaría a nadie que no fuera de la familia el secreto de su peculiar y terrible poder. Y nadie rompía a la ligera una promesa dada a Anatole St. Leger, el terrible señor del castillo Leger.

Dio gracias a que en ese momento su padre estuviera lejos de Cornualles, en un viaje al extranjero con su madre y sus tres hermanas más jóvenes. Ya sabía lo que significaba disgustar a Anatole St. Leger, pensó con expresión torva. Por eso tendría que recuperar la espada antes de que la noticia de su última escapada llegara a sus oídos. Debía hacerlo.

Oculto detrás de un árbol, deseó tener la misma clarividencia que poseía su primo segundo Maeve. Le facilitaría mucho en su búsqueda de la espada y estaría... a salvo. El mozo tardó mucho tiempo en desaparecer en los establos. El muy estúpido le hizo más caricias al caballo de lo que el animal podía soportar.

Echó un vistazo al cielo e intentó calcular cuánto tiempo le quedaba hasta el amanecer. No le gustaría verse sorprendido ejercitando su extraño talento cuando saliera el sol. Eso podría ser peligroso. De hecho, mortalmente peligroso.

Se sintió muy aliviado cuando el mozo, al fin, empezó a moverse para llevar al caballo a los establos. Sólo entonces salió de su escondite y empezó a caminar hacia la posada. Tras un momento de vacilación, recuperó nuevamente la seguridad en sí mismo.

Y con un ligero brillo, atravesó la pared.

1
Lady Rosalind Carlyon se sentó con la barbilla apoyada en las manos y los codos encima de la ventana de bisagras que estaba abierta. Llevaba sus largos cabellos recogidos en una trenza dorada sobre el fino camisón de lino y los pies desnudos le asomaban por debajo del dobladillo.

Con unos ojos del color azul sereno de un lago estival, contemplaba, con expresión soñadora, a través de la ventana de uno de los aposentos del segundo piso de la posada del Dragon's Fire, el oscuro y silencioso prado donde antes había estado la feria. Se había pasado mirando casi toda la tarde. Había habido un espectáculo de títeres y un faquir que tragaba fuego, danzas en el prado y tiendas alegremente empavesadas con cintas y banderas según la costumbre de los torneos medievales. Incluso, en un determinado momento creyó que se representaba algún tipo de justa, pero el gentío que había allí arremolinado era tal, que le fue imposible ver algo.

Rosalind, impulsivamente, se quitó el chal, preparada para lanzarlo allí en medio, descubrir lo que estaba sucediendo y perderse en todo aquel color y excitación. Pero su doncella la apartó de la ventana.

En cuanto mencionó la feria, los ardientes ojos de Jenny Grey se abrieron con expresión de alarma.

— Oh, no, señorita — gritó-. Estas ferias de pueblo pueden ser peligrosas. Están llenas de gente ruda y vulgar. No es un lugar para que pasee una joven dama respetable. ¿Qué pensaría su señoría — descanse en paz su noble alma— o sus tías?

La mera mención de Clothilde y de Miranda Carlyon, con sus antipáticos ceños, fue suficiente para que Rosalind volviera a toda prisa a la ventana de la posada, dispuesta a hacer lo que le viniera en gana. Después de todo, ya no era una muchachita recién salida del colegio, sino una viuda de veintiún años.

Sin embargo, al final claudicó ante los ruegos de Jenny y acabó la tarde acurrucada junto a la chimenea y el desgastado volumen de Le Morte d'Arthur, de Thomas Malory.

Después, cuando volvió a sentarse junto a la ventana y miró la plaza del pueblo vacía, se arrepintió de haberlo hecho. La alegre multitud ya hacía mucho rato que se había dispersado, las antorchas se habían apagado y las tiendas desmontado, todo lo cual le produjo una sensación de abandono, de haber sido desplazada mientras el resto del mundo se movía.

De hecho, lo único que anhelaba era una pizca de excitación, una sombra de aventura. Había tenido tan poca en su vida.

Era hija única de una pareja mayor que la mimó con exceso; la única culpa de sus padres fue haberla querido demasiado. Cuando Walter y Sarah Burne fallecieron víctimas de una epidemia de cólera, la labor de cuidar de Rosalind pasó a su tutor, lord Arthur Carlyon, un honorable caballero que le llevaba veinte años.

A pesar de la diferencia de edad, pareció que lo más natural y lógico era casarse con él. Hacía más de un año que había fallecido y ella todavía lo lamentaba.

Ahora el pueblo estaba en completo silencio, las casas se abrigaban bajo los tejados cubiertos de paja como si les hubieran puesto gorros de dormir y estuvieran durmiendo pacíficamente.

Qué tristeza, pensó Rosalind, ser la única que permanecía despierta. Desde la muerte de Arthur tenía dificultades para dormir. La doncella había salido apresuradamente para ir a la cocina de la posada y prepararle una infusión que aseguraba iba a curar el insomnio de su señora.

Esperaba que la muchacha tuviera razón. Necesitaba descansar un poco o a la mañana siguiente estaría agotada, y tenía que hacer una visita muy especial antes de continuar el viaje. Hacía tiempo que se había prometido a sí misma que si alguna vez tenía ocasión de viajar por esa parte del país, iría a visitar a un antiguo amigo de su padre, el reverendo Septimus Fiztleger.

Sólo había visto una vez al anciano clérigo, hacía ya años, cuando él fue a visitarlos a su casa de Hampshire, pero aun así, se acordaba perfectamente de aquel anciano encantador que la había sentado en sus rodillas. Llevaba los bolsillos repletos de golosinas y un reloj antiguo que le había dejado para que jugara con él. Le pareció más un mago que un vicario, una especie de Merlín con sus mechones de cabellos blancos y aquellos ojos brillantes llenos de sabiduría. Le contó hermosas historias de la tierra de la que procedía, tan diferente de la casa silenciosa y el jardín bien cuidado donde ella estaba creciendo corno una princesa muy bien protegida.

Una tierra de acantilados azotados por las tormentas, de agrestes páramos y un castillo de cuento de hadas que colgaba encima del mar. «Cornualles», Rosalind repitió el nombre después de que lo hiciera Mr. Fitzleger, con un énfasis de asombro infantil, segura de que no debía formar parte de Inglaterra, sino que se trataba de un reino mágico.

«Y algún día, cuando te hayas convertido en una hermosa dama, Miss Rosalind», le había dicho Mr. Fiztleger con una sonrisa, «debes prometerme que vendrás a visitarme a mi reino junto al mar».

Rosalind deslizó su manita en la de él y se lo prometió con toda solemnidad. Sin embargo, transcurrieron muchos años antes de que cumpliera su promesa. Ni siquiera estaba segura de que el anciano siguiera vivo, pero por la mañana iría a buscarlo.

Estaba cerrando las compuertas de la ventana cuando le sorprendió el ruido que hizo la puerta de su habitación al abrirse de golpe. Jenny irrumpió en el cuarto, pero en sus manos temblorosas no llevaba ninguna taza.

Cerró la puerta de golpe y se apoyó en ella con el rostro tan blanco como el gorro que llevaba y que se le había ladeado. Jadeaba y temblaba al igual que un conejo temeroso que huye de una jauría de feroces sabuesos.

En cuanto se recuperó del sobresalto que le produjo la irrupción de Jenny, corrió al lado de la agitada doncella.

— ¡Jenny! Pobrecita, ¿qué te sucede?

Jenny gimió y meneó la cabeza, incapaz de contestar. Parecía a punto de desmayarse cuando Rosalind la apartó de la puerta y la obligó a sentarse en el mullido sillón que había junto a la chimenea.

Rosalind se puso en cuclillas junto a la temblorosa muchacha y la cogió por las muñecas. Cuando observó que su rostro recuperaba un poco de color, le repitió la pregunta.

— Querida Jenny, cuéntame lo que ha sucedido.

— Oh, milady... milady — fue todo lo que Jenny pudo decir. — Está claro que has tenido un susto terrible. ¿Acaso te ha a dado algún bribón en la posada? ¿Alguien ha intentado hacerte daño? — preguntó Rosalind frotándole las manos.

— Alguien n... no — repuso temblorosa-. A... algo. — ¿Qué?

Jenny se recuperó lo suficiente para enderezarse un poco y hablar en un tono entrecortado.

— ... iba hacia la co... cocina cuando me perdí. Me metí en ese... ese almacén, un lugar oscuro y espeluznante y allí vi al mayor y más terrible... — la voz de la muchacha se quebró y empezó a temblar.

— ¿Una rata? — preguntó Rosalind débilmente. — No, milady. Algo mucho peor. U... un fantasma.

Rosalind se quedó mirando a la muchacha con la boca abierta. — Es cierto, milady — el gorro de lino de Jenny osciló arriba y abajo mientras asentía con la cabeza-. Lo juro sobre la tumba de mi madre. He visto un fantasma, un terrible caballero vestido con su armadura, como ese del que usted me ha hablado. Yo estaba tan asustada, que ni siquiera pu... pude gritar, se me apagó la vela y no pude verlo bien, pero estoy segura de que es el terrible espectro que seguía al pobre sir Gawain.
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