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*** La orilla del mar... Yo creo que la arena ondularía suavemente; que las olas dulces y tranquilas se acostarían sobre ella; que un profundo silencio reinaría a lo lejos, interrumpido solamente por el agudo grito de un pájaro nocturno, el salto de un delfín en el agua o el rumor de una ola deseosa de libertarse de la prisión de una roca... Juan y su amiga andarían errantes sobre la playa. Sería la hora más dulce del día y de la noche, cuando el disco del sol se sumerge en las azuladas colinas del mar y la luna naciente parece la única diadema de la obscuridad. Los dos amantes andarían, cogidos de la mano, a lo largo de las abiertas playas de la isla. Hallarían una gruta de inexpresable belleza y misterio. Descansarían en ella, muy juntos, contemplando el admirable cuadro del crepúsculo.... Sí; admiraron el cielo suspendido sobre sus cabezas y el inmenso mar ondulante; escucharon el murmullo del agua y los suspiros de la brisa de la noche. De improviso, sus ojos se encontraron, sus labios se acercaron, y se reunieron por medio de un beso. Fue un beso prolongado lleno del ardor de los primeros fuegos de la juventud y del amor; un beso que sólo pertenece a los primeros días de nuestras nacientes agitaciones, cuando la sangre circula como la lava devoradora en el interior de nuestras venas y cuando el contacto de los labios con los del objeto amado conmueve el corazón y lo arrebata en un largo éxtasis. Estaban solos, pero no como aquéllos que se encierran en una habitación y se imaginan hallarse en soledad. El mar, el cielo, el crepúsculo, las mudas rocas, todo cuanto les rodeaba, venía a asegurarles que estaban solos en el mundo, que eran los únicos seres vivientes de la tierra. Sobre la muda playa solitaria, eran, el uno para el otro, todo el Universo. Su conversación se formaba, temblorosa, con frases cortadas, incompletas; pero ellos adivinaban todo lo que no se decían. Aquéllo, inmenso e incomparable, que inspira la pasión, lo manifestaban los dos por medio de un suspiro, el más seguro intérprete del anhelo amoroso, felicidad única que ha dejado a sus hijas la primera Eva culpable y desheredada. Haida no hablaba nunca de ningún escrúpulo; no hacía ningún juramento ni exigía ninguno. Jamás había oído hablar de promesas que fueran incumplidas ni de los peligros a los que se expone una amante crédula, e ignoraba la perfidia de los hombres; en su sencillez, se entregaba sin sombra de temor a su amigo como una paloma inocente; y, no habiendo pensado nunca en la infidelidad, no pronunciaba jamás la palabra constancia. Amaba y era amada; adoraba y era adorada. Conforme a las leyes de la naturaleza, sus dos almas se confundían. Haida, sintiendo latir el corazón de Juan contra el suyo, soñó que esto habría de suceder eternamente. ¡Ay! Eran tan jóvenes, tan hermosos, tan tiernos, y estaban tan solos, que puede decirse que después de nuestros primeros padres jamás una pareja tan perfecta ha corrido el riesgo de la condenación por el amor. Haida, tan devota como bella, había oído hablar sin duda del Purgatorio y aun del Infierno..., pero se olvidó de cuanto le había sido dicho sobre la materia..., en el momento mismo en que más hubiera debido recordarlo. Entre miradas llenas de fuego, el brazo de Haida rodea la cabeza de Juan; el de Juan se pierde entre los rizos innumerables de los cabellos de su amiga; ella se sienta sobre las rodillas de él; ambos aspiran recíprocamente sus suspiros, y, en esta posición, inmejorable, los dos forman el antiguo y eterno grupo de dos amantes medio desnudos reunidos por el amor y la naturaleza... Cuando pasaron estos momentos de delirio, Juan se quedó dormido sobre el pecho de su tierna amiga y ella vigiló dulcemente su sueño, pensando, sin temor y sin tristeza, en todo cuanto acababa de conceder y en todo lo que concedería todavía. Un niño que admira la luz o que toma el pecho de su madre; un fanático a la vista de un enemigo vencido; un árabe ofreciendo hospitalidad a un extranjero; un navegante pirata apoderándose de una rica presa; un avaro llenando su arca, experimentan alegría, pero nada hay comparable a la dicha de aquéllos que contemplan el plácido sueño de la persona que aman. La soledad, la noche, el mar, el estrellado cielo transido de luna, el amor, llenaban el alma de Haida de un sentimiento que no puede explicarse. Allí, en medio de la arenosa playa, junto a las áridas rocas oscuras, se sentía dichosa de haber creado por sí misma, en unión de su amante, un verdadero Edén, en el que nada podía venir a turbar su ternura y cuyos solos testigos eran las estrellas del alto firmamento... He aquí la noble y bella historia: una gruta fue su cama nupcial, el dios de la soledad consagró su encuentro, el mar fue su testigo, y fueron esposos; ¡dichosos sin duda, ya que cada uno era el ángel del otro y aquella playa su Paraíso! Pero, Juan, ¿olvidaría también? Había olvidado, ya una vez, a Julia. ¿Debió olvidarla tan pronto? La pregunta me embaraza y entristece, lo confieso. Es, sin duda, doloroso reconocer que somos demasiado sensibles a los atractivos de todos los nuevos rostros que llegan a tentarnos. ¡Amor!, tú, cuyo favorito fue el gran César; Tito, el señor; Antonio, el esclavo; Horacio y Cátulo, los discípulos; Ovidio, el preceptor, y Safo... ¿qué diré de Safo?; que todos aquellos que quieran concluir su vida se arrojen en tu tumba. Tú eres el dios del mal, porque, después de todo, no podemos llamarte diablo. Tú te complaces en hacer precario el casto lazo del matrimonio, y tú ultrajas, riéndote, la noble frente de los más ilustres mortales. César y Pompeyo, Belisario y Mahoma, han dado una musa propia a la historia humana; su vida y sus aventuras no se parecen mucho, y jamás se ofrecerán a la admiración de la posteridad nombres semejantes..., pero estos cuatro grandes hombres tuvieron la particularidad de ser los cuatro héroes, conquistadores y cornudos. Tú haces de los filósofos verdaderos materialistas, como Epicuro y Arístipo, como aquel sabio rey Sardanápalo, para quien toda verdad estaba en este lema: "Come, bebe y haz el amor; ¿qué importa todo lo demás?" ¡Ay!, el amor es para las mujeres una cosa deliciosa y temible al mismo tiempo, porque juegan a este dado engañoso todo lo que tienen, y, si se vuelve contra ellas, la vida ya no tiene que ofrecerles sino la memoria cruel de su pasado... Pero su venganza, entonces, es como la del tigre: pronta, mortal y sin remedio. Hábiles en el disimulo, sus corazones desolados, tras echar de menos al ídolo querido, buscan un rico voluptuoso que las compre a título de esposas, y así resulta que su vida acaba transformándose en todo lo que sigue: un amante infiel, un marido nada grato, otro amante sólo elegido para el placer de la venganza, la distracción de los adornos, la calidad de madre, acaso, la devoción cuando ya son viejas y..., todo queda concluido... Esta toma nuevo amante, aquélla prefiere una botella, la de más allá corre tras disipaciones del gran mundo. Y hasta las hay que se van con un nuevo seductor, con lo que no hacen sino cambiar de penas y perder todas las ventajas de la virtud disimulada. En fin, para dar total idea de sus variables tipos, yo diré que he conocido más de una, sumamente traviesa dentro de su casa, que en seguida se ponía tristona y escribía una novela sentimental. El corazón es, como el horizonte, una parte del cielo; pero, como el horizonte, cambia igualmente noche y día. Tan pronto las nubes y los truenos lo recorren, la destrucción y las tinieblas se apoderan de él; pero cuando los fuegos de la tempestad lo han surcado y abierto, se pierde en lluvias. De tal modo es como los ojos derraman la sangre del corazón cambiada en lágrimas. Al fin y al cabo, esto es lo que hace el clima inglés de nuestras vidas. Sin extenderse más sobre esta anatomía, suelto mi pluma, hago al buen lector una cortesía, y dejo a don Juan y Haida el cuidado de pleitear, por ellos y por mí, acerca de sus propios sentimientos. SEGUNDA PARTE Recordamos a don Juan dormido sobre el encantador y amable seno hermoso que le servía de almohada, velado su sueño por dos lindos ojos que no conocían las lágrimas, y querido de un tierno corazón demasiado entregado a su felicidad para conocer los efectos del veneno que ya se derramaba dentro de él. El cruel enemigo de la tranquilidad humana había asestado sus tiros a la inocencia misma y amenazaba convertir en raudal de lágrimas la más preciosa sangre. ¡Oh, amor! ¿Por qué en este desgraciado mundo cambias tan duramente el dulce don de ser amado? ¡Ah! ¿Por qué has introducido en el jardín amable de tus delicias las hojas del ciprés? ¿Por qué te vales de un suspiro como el mejor intérprete de tus sensaciones? Semejante a aquéllos que, para gozar el perfume de las flores, las cortan y ponen sobre su seno, sin pensar que en él habrán de marchitarse, así colocamos en nuestro corazón los frágiles corazones que adoramos, para verlos luego perecer. En la primera pasión de su vida la mujer ama a su amante; en las demás pasiones ama tan sólo al amor. El amor se convierte para ella en un hábito que le es imposible abandonar; cual un vestido que siempre le estuviera bien; como un guante flexible que se ajustara perfectamente a sus manos. No sé en quién estará la falta, pero lo que hay de seguro es que la mujer que haya gustado los placeres del amor, si no se hace beata, gusta de ser cortejada necesariamente, según las reglas que exige la decencia. No hay duda posible: dado el primer paso, el corazón femenino se dedica en lo sucesivo a la misma dulce agonía. Algunas, según parece, no amaron ni la primera vez; pero las que amaron no se contentarán con aquel primer amor solamente. Y triste cosa es ver que el amor y el matrimonio no llegan a juntarse sino muy raras veces, siendo así que el uno es una consecuencia del otro, que el casamiento nace del amor, como del vino nace el vinagre. Porque es cierto que ésta es una bebida desagradable, agriada por el tiempo. Juan y Haida no fueron matrimonio, pero esto es cuenta de ellos, y no estaría bien que el casto lector me reprendiera a mí porque no lo fueran. No obstante, eran felices. Felices en su misma inocencia. Mas eran también cada vez más imprudentes. Haida olvidó que la isla pertenecía a su padre. Iba a menudo a ver a don Juan, y apenas se separaba de él en tanto el pirata cruzaba los mares. *** La vuelta del buen viejo se había retardado a causa de los vientos, las olas y, en especial, por unas presas importantes que hubo que hacer. La esperanza de un nuevo botín le retenía aún sobre los mares. Pero, de todos modos, un día, el padre de Haida, se decidió a volver. Preparó, entre las mil maravillosas cosas adquiridas en su piratería, un hermoso regalo para su hija. Telas francesas, encajes, loza fina, un perro holandés, un mono, dos loros, una gata de Persia con su cría y un perrito faldero que había pertenecido a un inglés que murió sobre las costas de Francia; todo ello constituía sus presentes. Dispuesto ya todo en sus buques corsarios con el mejor arreglo, ordenó que su propio barco almirante tomara rumbo hacia la isla. A ella llegó, sin que nadie lo esperase, prontamente. Desembarcó, y después de dirigir a la marinería las recomendaciones del caso, atravesó la playa y subió por la pendiente de una colina que dominaba la explanada, en la que resaltaban a la luz del sol las blancas paredes de su casa. Nadie lo esperaba, y así las emociones siempre singulares que ocupan el corazón de los viajeros al retorno a su hogar, palpitaban en el suyo con especial fuerza. Lambro, que así se llamaba el anciano, contempló con alegría el paisaje familiar, y miró con ternura el humo que partía hacia los cielos desde la chimenea de su casa. Después de largos viajes por tierra o mar, la vuelta inspira siempre sentimientos parecidos. En una familia donde hay mujeres, los hombres no pueden dejar de sentir al regreso cierta inquietud. (Nadie estima y admira más que yo al bello sexo, pero aborrezco la lisonja.) En la ausencia de los maridos, las mujeres se presentan más finas; en ausencia de los padres, las jóvenes suelen también hacerlo. Un hombre honrado puede muy bien a su vuelta sentir la ausencia de la felicidad de Ulises. No todas las mujeres solitarias gimen por sus esposos ni muestran el disgusto de Penélope a las caricias de los pretendientes. El hombre más querido se ve en peligro de encontrar al volver una elegante urna consagrada a su memoria. Si es soltero, su prometida, probablemente, casó durante su ausencia con algún rico avaro, en cuyo caso aquél puede llegar a ser dichoso... A medida que Lambro se aproximaba a su palacio, se vio sorprendido por un rumor de músicas, cuyo motivo no supo comprender. Conforme avanzaba percibía más claramente la armonía de una orquesta, y ese ruido característico de las fiestas y los banquetes, en el que se mezclan los murmullos, las risas, el chocar del vidrio y de la loza. En el amplio salón del vestíbulo encontró una verdadera multitud de sus súbditos sentada a una larga mesa exquisitamente adornada e iniciando un banquete. Otros escuchaban de pie la música de una orquesta invisible, y aun otros danzaban a su ritmo. La alegría era general, los manjares de diversas clases, los frascos de exquisitos vinos de Samos, los sorbetes de todos los estilos, los licores, los aromáticos pebeteros, enriquecían la larga mesa. Lambro, hombre duro, frío y de pocas palabras, extendió su mirada por la amplía habitación deseando sorprender la imagen de su hija Haida, tanto con el deseo de abrazarla como con la esperanza de hallar en las palabras de ella la explicación de tan inesperada fiesta, que acaso suponía motivada por su regreso, aunque de él no hubiera anticipado la menor noticia. Mas la bella Haida no se hallaba en la estancia, y, lamentablemente, uno de los esclavos, al conocer a su amo, vino a arrojarse a sus plantas profiriendo exclamaciones mezcladas con gritos de alegría, por las que el viejo pirata soberano de la isla vino a conocer que en ella se le daba por muerto, y que el festín que presenciaba era uno de los festejos organizados por su hija para celebrar su ascensión a la heredada soberanía. Lambro, aunque extrañado, no se enfadó, e imaginó ingenuamente el proceso de acontecimientos que su supuesta muerte había producido en la isla. Supuso que durante muchos días su casa se vestiría de luto, y el dolor de Haida sería incontenible. Adivinó que, con el transcurso del tiempo, el duelo habría ido cediendo y los ojos y las gargantas de sus gentes que tanto le amaban se habrían al fin secado; que el buen color tornaría a animar las mejillas de la hermosa Haida, las lágrimas habrían desaparecido de sus bellos ojos, y que ya, por fin, con alegría no exenta de penosos recuerdos, la casa se gobernaba bajo sus órdenes... Pero una frase del esclavo le llenó de inquietud y su rostro adquirió momentáneamente un sombrío aspecto: "Nuestro antiguo amo, creíamos todos que había muerto", dijo el esclavo, y ahora vuelve... "Nuestra ama... O mejor dicho, nuestro nuevo amo..." Lambro no escuchó más. Atravesó rápidamente el amplísimo vestíbulo, y por una puerta que le era bien conocida entró en el salón de su hija, a cuyo fondo se abría su cuarto de descanso y desde el que se contemplaban las hermosas pieles de su lecho. Semi-escondidos, tras unas columnas, vio a Haida y don Juan sentados ante una magnífica mesa de marfil ricamente servida. Una tropa de esclavos les rodeaba, y por todas partes resplandecían las pedrerías, el oro, la plata, el nácar, las perlas y los corales. Cerca de cien platos se servían en este íntimo banquete. La sala estaba adornada con tapices de terciopelo. Haida y su amante tenían a sus pies una riquísima alfombra de raso carmesí y se hallaban indolentemente tumbados sobre un blando sofá que ocupaba toda la amplia cabecera de la mesa. Lambro pudo ver claramente a su hija, cuyo hermoso y atrevido vestido confundía sobre su seno los delicados matices del azul, el blanco y el rosa, velados por el fino lienzo de su camisa, a cuyo través se percibía un ligero movimiento de elevación y abatimiento semejante al de una blanda ola. Iba cubierta de refulgentes joyas y llevaba, como heredera soberana de la isla y sus dominios, un gran anillo de oro en la pierna desnuda. Las ondas de su larga, negrísima y hermosa cabellera, como un torrente de los Alpes iluminado por los rayos de la aurora, descendían sobre sus hombros. Esparcía Haida en torno suyo una incontenible atmósfera de vida y alegría. Sus miradas parecían comunicar al aire una inexpresable suavidad y sus ojos eran los más dulces, celestiales, castos y amorosos de cuantos se hayan abierto jamás en la tierra. |
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