Yo, que soy el autor de este poema, ando buscando un héroe; es cosa extraordinaria que no pueda encontrarlo, cuando casi todos los días se nos presenta uno a






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títuloYo, que soy el autor de este poema, ando buscando un héroe; es cosa extraordinaria que no pueda encontrarlo, cuando casi todos los días se nos presenta uno a
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Juanito se perfeccionaba en la devoción y en la gracia. A los seis años era un muchacho muy lindo y a los once prometía ya, para un día no lejano, una arrogante figura y ser tan buen mozo como pudo haberlo sido cualquier otro hombre entre los hombres. Estudiaba con celo, progresaba en cualquier disciplina y, para mayor gozo de su madre, parecía caminar sobre la verdadera senda del cielo, ya que pasaba en la iglesia la mitad del, día y la otra mitad con sus maestros, su confesor y su querida madre.
A los doce años era nuestro héroe un hermoso joven que unía su agradable apariencia a su admirable discreción; si había sido un poco picarillo en su niñez, la santa sociedad en que ahora vivía atemperaba aquella viveza censurable. No fue inútil la lucha para domar su carácter naturalmente travieso, y su madre gozaba repitiendo en todas partes los elogios más encendidos a la prudencia, tranquilidad y aplicación del joven filósofo que era su hijo... En cuanto a mi opinión, si el lector me la pide, yo, ya en aquellos días, había concebido ciertas dudas, que aún hoy no he abandonado. No soy mal pensado, pero he conocido al padre de don Juan y me engaño pocas veces cuando formo juicio. Sin embargo no es justo juzgar al hijo por el padre. Su mujer y él no estaban en demasiada buena armonía. Pero protesto contra toda maligna interpretación, aunque se haga en tono de chanza.
Cuando Juan cumplió los dieciséis años era un mozo alto, hermoso, un poco femenil acaso, vivo, fuerte, bien formado y arrogante; alegre y desenvuelto como un pájaro. Cuantos le veían, excepto su madre, le miraban ya como se mira a un hombre, pero si alguno lo hacía notar así doña Inés se encolerizaba y se mordía los labios nerviosa, muerta de miedo, porque el hecho de que Juan representase tan gentilmente y de manera tan precoz la hombría, resultaba ser para ella la cosa más criminal del mundo.
Entre los muchos conocimientos y amistades de don Juan, todos ellos escogidos por la prudencia y la devoción cuidadosa de su madre, destacaba una linda doña Julia, a la que llamar hermosa es leve justicia. Sus mil encantos eran tan naturales en ella como lo es el aroma y el suave tacto en las flores, la sal en el Océano, el conjunto de la belleza de Venus y el arco amoroso en el dios Cupido. El color de ébano de sus ojos orientales acreditaba el origen moro de su sangre. Cuando la fiera ciudad de Granada fue tomada y Boabdil, obligado a huir, derramó sus famosas lágrimas, varios de los antepasados de doña Julia se retiraron a África, en tanto otros se quedaban en España. Su bisabuela y su abuela fueron de estos últimos, y de ahí que nuestra linda Julia naciera en España, pero su sangre no era puramente española. Se había casado aquella bisabuela—por más que no haya olvidado un poco su genealogía—con un hidalgo que transmitió a sus herederos una sangre menos noble que la que corría por sus venas, a consecuencia del desgraciado e incómodo enlace matrimonial, que hizo sufrir mucho a la familia, en la cual los matrimonios se celebraban entre sí, primos, tíos y sobrinos, los unos con los otros; mala costumbre que hace degenerar la especie. Pero el pagano y amoroso casamiento renovó la raza de aquella hidalga familia. Si dañó su nobleza, al menos hermoseó la carne de tal modo que de la estirpe más espantosa de la España antigua brotó una rama tan hermosa como fresca. Los varones dejaron de ser enanos y las hembras de ser amarillas, chatas y sarmentosas. Aunque corrían rumores, que yo desearía silenciar, sobre si la abuela de Julia dio o no a su marido más herederos bastardos que descendientes legítimos, lo cierto es que, sea como fuere, esta noble raza continuó produciéndose y perfeccionándose hasta reducirse a un último y único heredero varón, que no dejó sobre la tierra sino una sola hija: Julia.
Doña Julia, de la que tendremos mucho que hablar, era hermosa, sana, casta. Contaba veintitrés años de edad y estaba casada. Sus ojos eran rasgados y negros, bellísimos, pero no manisfestaban sino sólo una parte de su fuego hasta que ella hablaba. Entonces, a pesar de su reserva dulce, dejaba brillar en sus miradas una linda expresión, más bien arrogante que enfadosa, que servía para probar que el amor reinaba en aquel cuerpo y en aquella alma con más decisión que ningún otro sentimiento. A tales ojos seguramente se les vería el deseo si no fuera porque la voluntad de doña Julia les imponía silencio con firmeza. Sus cabellos negros se rizaban con gracia sobre una frente cuya dulzura no tenía igual, animada por el noble reflejo de la inteligencia. Las cejas formaban una dulce curva, semejante al arco iris, bajo tan linda frente; las mejillas, sonrosadas con el encarnado de la juventud y de la vida, tenían a veces como una aureola transparente, como si un fuego repentino y secreto circulara por sus venas. En una palabra, Julia se hallaba dotada de un rostro encantador y de una gracia femenina superior a todas las expresiones posibles. Era, además, alta y arrogante. Ni yo, ni el lector, seguramente, gustamos de las mujeres pequeñitas.
Estaba casada hacía ya algún tiempo con un hombre de cincuenta años. Los maridos de esa especie son abundantes en todas las épocas. Yo creo, no obstante, que en lugar de un hombre de esa edad sería mucho mejor poseer dos de veinticinco años, particularmente en los países en que el sol se aproxima más a la tierra. Damas severas y virtuosas me dan la razón, puesto que todas prefieren los maridos de menos de treinta años. Triste cosa, preciso es confesarlo, que la culpa de todo la tenga ese pícaro sol, que no deja tranquila nuestra pobre máquina humana, que nos calienta, tuesta y asa de tal manera que, a pesar de sudar y aunque ayunemos mucho, nos extravía la carne débil. Todo eso que los hombres llaman galantería y los severos dioses adulterio, resulta mucho más común y corriente en los climas del Mediodía que entre nuestras tinieblas. ¡Dichosas las naciones del clima moral del septentrión! Allí reina por todas partes la virtud, y la estación del invierno castiga al pecado, que huye tiritando para cubrirse con cualquier andrajo. (La nieve es la que hizo prudente a San Antonio.) ¡Dichosas las naciones en las que los jurados definen la calidad de la honestidad femenina, con sus valiosos votos, fijando la multa que estiman conveniente contra los galanes, que así quedan libres por la gracia de sus dineros! En ellas es donde la dulce concupiscencia viene a transformarse en un vicio dignísimo que se vende en las plazas.
El marido de dona Julia, don Alfonso, era hombre bien parecido para su edad, y si su esposa no le amaba mucho tampoco le odiaba; vivían juntos como la mayor parte de los matrimonios, sufriendo con un acuerdo mutuo bien conllevado las recíprocas debilidades. No eran precisamente ni una ni dos. El esposo, sin embargo, era naturalmente celoso, pero no lo demostraba, porque los celos son un sentimiento que no debe ser confiado a la curiosidad pública.
Nunca he podido adivinar por qué Julia, tan distinta de ella, podía estar tan unida a dona Inés. Existían muy pocas simpatías entre sus gustos. Julia, en contraposición con la sapiencia de su amiga, no había tomado una pluma en la mano durante toda su vida. Por otra parte... Algunos dicen en voz baja... Pero mienten, seguramente; ya sabemos que las malas lenguas inventan crímenes por todas partes... Dicen que antes que don Alfonso fuese casado, o sea antes de que se uniera a la linda Julia, doña Inés había olvidado con él su superior prudencia... Cultivando siempre, según parece, esta antigua amistad, que el tiempo hizo al fin más casta, había tomado doña Inés mucha afición a doña Julia; puesto que esta solución es, muchas veces, en casos parecidos, la mejor que pueda tomar una antigua amante. Concedía la primera a la segunda el lisonjero título de protegida suya, y felicitaba a don Alfonso, siempre que había ocasión, sobre su buen gusto. Por tal medio, si bien no pudo imponer un silencio completo a las desatadas malas lenguas, disminuyó al menos doña Inés la materia sobre la que podían ejercer aquéllas su malignidad.
Yo no puedo decir si Julia vio la cosa como los demás la veían; cierto es, sin embargo, que si descubrió algo no lo demostró, y que todos lo ignoran. Puede ser que, en efecto, no supiese nada, o que le importase muy poco lo que sucedía, bien por indiferencia, bien por costumbre. Estoy verdaderamente perplejo y no puedo opinar con sinceridad sobre este punto, puesto que ella supo disimular maravillosamente sus pensamientos.
Julia conoció a Juan casi niño aún y le tomó gran cariño, acariciándole frecuentemente con gusto, como a un muchachito bello y amable. Ciertamente que en estas caricias no había ningún mal; nada podía ser más inocente, ya que ella no contaba entonces sino poco más de veinte anos y Juan acababa de cumplir los trece; pero a fe mía que yo no hubiera podido menos de reírme ante tales caricias cuando Juan hubo llegado a los dieciséis años y la hermosa Julia a los veintitrés. Estos pocos años más son suficientes para dar ocasión a grandes cambios. Y vuelvo a recordar el ardiente sol de los pueblos del Mediodía.
Sea como fuere, el hecho es que Juan y Julia se volvieron otros. Julia se manifestó más reservada, y el joven más tímido; los dos tenían los ojos bajos con frecuencia; sus saludos eran trémulos balbuceos, y todo manifestaba un enorme embarazo, tanto en sus miradas como en sus gestos y palabras. Estoy muy seguro que algún lector no dudará de que a doña Julia no podía escapársele el conocimiento de la razón del cambio; pero, por lo que respecta a Juan no conocía nada, lo mismo exactamente que sucede a quien no habiendo visto nunca el Océano es completamente incapaz de formarse una idea aproximada de él... Sin embargo, de su preocupación, alguna bondad latía entre las frialdades de que doña Julia hacía en su trato con don Juan tras el cambio de actitud aludido; su mano, sí es cierto que se alejaba temblando de la de su joven amigo, también lo es que sólo lo hacía tras haber apretado aquélla suavemente. Este suave contacto era tan tierno y tan ligero al mismo tiempo que dejaba dudosa el alma de don Juan: la varita de virtudes de Armida no ha operado jamás un cambio semejante al que experimentó el corazón de don Juan de resultas de estos dulcísimos apretones de mano.
Cuando encontraba a Julia ya no se sonreían ambos candorosamente como en los días de su conocimiento, pero sus miradas melancólicas tenían, si cabe, mayores hechizos que aquellas antiguas sonrisas, como si su corazón abrasado encerrase dentro de sí pensamientos secretos, imposibles de descubrir, por lo que resultaban ser más apreciables. Hasta la inocencia tiene sus ardides y no se atreve siempre a entregarse a la franqueza: el dulce amor desde que nace se ve precisado a ser hipócrita. Mas en vano es que la pasión se disimule: la obscuridad de que voluntariamente se rodea la hace plena traición del mismo modo que el cielo más negro anuncia los fulgores de la tempestad más terrible. Y así los mismos ojos de doña Julia la vendían. Cualquiera máscara con la que intentara cubrir sus sentimientos era igualmente inútil para disimular la misma hipocresía. Indiferencia, cólera, odio o desprecio, siempre era demasiado tarde para recurrir al torpe disimulo.
En seguida vinieron los suspiros, que se ocultaban muy mal cuando quería ahogárseles; después las miradas al descuido, que ese mismo descuido hace más dulces; llegó al fin ese tiempo en el que al verse los amantes que todavía no lo son salen siempre los colores a su rostro, aunque aún no puedan considerarse culpables. Temblaban cuando se encontraban frente a frente y se entristecían en el momento de las despedidas. Tales son los pequeños preludios que anuncian que la pasión conducirá más tarde a sus tiernos favores. ¡Ay! No sirven para otra cosa sino para probar cuánto embaraza un amor tímido cuando se apodera de un alma novicia.
El corazón de la linda Julia se hallaba en una triste situación: conocía bien que se le escapaba el alma hacia don Juan y se proponía hacer los más nobles esfuerzos para evitarlo por sí misma y por consideraciones a su noble esposo; llamaba en su socorro al honor, al orgullo, a la religión y a la virtud; sus resoluciones eran ciertamente dignas de todo elogio y hubieran hecho dudar a un Tarquino. Imploró la protección de los dioses morales como los mejores jueces de sus penas. Pero una noche, cuando formulaba su más firme voto de no volver a ver a don Juan, comprendió doña Julia que en el mismo fervor de su propósito estaba la ardiente realidad de su deseo. Comprendió entonces que, si bien una mujer virtuosa debe vencer y dominar las tentaciones del amor, huir es una cobardía indigna. Más honra existe en sostener la batalla saliendo vencedora de la prueba; y, en fin, si el diablo no empujaba las cosas con exceso, siempre podría esa mujer virtuosa apartar al momento sus deseos y salir libre de la corta lucha contra su cuerpo y su corazón.
Un amor como el de doña Julia es un amor inocente, puede existir sin peligro entre dos personas jóvenes; al principio, se puede besar una mano y después un carrillo. Esto es todo, puesto que no debe pasarse más allá. Armada con estas piadosas intenciones y defendida por la pureza de su alma, Julia cesó de imponerse una inoportuna violencia. Creía su plan practicable e inocente. Un caballero de dieciséis años, pensaba ella, no puede dar motivo a las murmuraciones de las gentes malvadas por su amistad con una joven casada sensible y linda. Y así, Julia se sentía satisfecha y su corazón no experimentaba ninguna inquietud. ¡Una buena conciencia, nos hace sentirnos tan tranquilos! Los mártires cristianos han llegado al extremo de quemarse unos a otros cuando estaban persuadidos de que los Apóstoles hubieran obrado como ellos.
Y si su marido muriese en el intervalo... ¡Dios nos libre de que este pensamiento manche, ni aún en sueños, el alma de la hermosa Julia! Ella no podría sobrevivir a una pérdida semejante, y tal idea hacía salir de su pecho oprimido hondos suspiros. Pero supongamos solamente que se produjera un hecho semejante. Juan, siendo ya entonces un hombre hecho y derecho, sería un buen partido para una viuda de condición, y hay que reconocer que, aunque pasasen algunos años en este intervalo, la felicidad no llegaría demasiado tarde. Aparte de que (para seguir fielmente las ideas de nuestra hermosa pensativa) no habría acaso gran mal en anticipar un poquito las cosas, haciendo que don Juan supiese de antemano de su boca... En fin..., que aprendiese a tiempo los principios del amor... Entiéndase: de aquel amor seráfico, que puede mostrarse como ejemplo de espitualidad y pureza...
En cuanto a don Juan, buscaba el modo de definirse a sí mismo aquel sentimiento que le parecía nuevo y extraño, y que le obligaba a andar silencioso y pensativo, distraído y agitado, hacía ya muchos días. Salía con frecuencia de su casa, y gustaba de extraviarse, a pasos lentos, en un cercano bosque solitario. El mal desconocido que le atormentaba le empujaba hacia la soledad, como todas las penas profundas. Vagaba por las márgenes floridas del río; se tendía sobre el césped, a la sombra de los árboles: meditaba, sufría. Hasta que, a fuerza de pensar en una misma cosa siempre, consiguió aliviar parte de su mal, ya que no todo, haciendo cuanto pudo por adueñarse de sus propias ideas. Con lo que consiguió hallarse, poco a poco, tan metafísico como Coleridge.
Meditaba sobre sí mismo y sobre el Universo entero. Admiraba al hombre, maravillosa creación, y después a las estrellas, preguntándose quién las había colocado en la inmensidad del firmamento. Meditaba sobre el secreto de los terremotos, la crueldad de las batallas, las posibles dimensiones de la luna, el misterio que empujaba hacia arriba a los globos aerostáticos, y sobre las dificultades que se oponen al perfecto conocimiento de la infinitud de los cielos; finalmente, pensaba en los hermosísimos ojos de doña Julia.
En medio de este caos de pensamientos, la sabiduría puede distinguir deseos sublimes, inspiraciones generosas cuyo germen, desde que nacen, reciben los hombres, y por los cuales la mayor parte de ellos se atormentan innecesariamente, sin saber por qué. Es cosa singular que un hombre, aún tan niño, se inquietase tanto por el orden y el secreto del Universo. Y si vosotros no veis en esto sino la prueba de la filosofía, yo, modestamente, pienso que es la época crítica de la pubertad la que tiene la culpa... Juan meditaba sobre las hojas y sobre las flores; oía una voz única en todos los vientos; soñaba con las invisibles ninfas de los bosques y las florestas inmortales en las que las diosas antiguas se aparecían a los hombres en los más hermosos tiempos del mundo... Se extraviaba en sus paseos, olvidaba la hora, y cuando miraba su reloj, percibía con dolor la rápida huida de ese viejo barbudo que simboliza el tiempo. A la vez que advertía que también había olvidado su comida.
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