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* * * La leyenda de “La ciudad de Bronce”, como su homóloga de “La ciudad atlante de las Puertas de Oro”, es universal en la antigüedad, y siempre refiriéndose al Mogreb y a sus costas occidentales. El Edrisri, El Andalus y otros cronistas árabes medioevales nos hablan de ella más o menos claramente, y la magna discusión acerca del verdadero emplazamiento de la Cerne atlántica, que se cita en los Periplos cartagineses de Hamnon y de Xilax, y que tanto preocupan a nuestro Costa en sus estudios ibero-marroquíes. Los mismos conocidísimos diálogos platónicos, El Timeo y el Critias, que hemos reproducido por extenso en De Sevilla al Yucatán, Viaje ocultista por la Atlántida, nos dan pormenores históricos, siquiera nuestra necedad los siga teniendo por fabulosos, acerca de la Gran Ciudad Atlante, metrópoli de cien gnomos o reinos tributarios, cada uno tan espléndido como el mayor de los imperios históricos, con mil detalles acerca de su organización social, costumbres y hasta fiestas en las que no es temerario el ver el origen de nuestras propias corridas de toros. La célebre y agotada Historia del Dr. Huerta y Vega, de la que tantos pasajes reproducimos en nuestra citada obra, nos habla, además, con cargo a documentos persas, hoy ya perdidos, acerca de ese “Rey del Mar”, al que alude la leyenda transcripta cuyo nombre parsi de “Neptuno” fue luego ehumerizado o deificado por el mito griego de Hesiodo y de sus sucesores. En cuanto a los líricos lamentos de aquel Jeremías atlante, que escribiese las ió-nicas inscripciones que los viajeros se iban encontrando en su peligrosísimo camino, los vemos también reproducidos por el sublime Verdaguer en los párrafos de su Atlántida, que dicen, puestos en labios de los druidas o sacerdotes del canto segundo: “¡Húndase nuestro imperio, que ha derribado a tantos otros. Aquel que despertó a nuestro paso hacia Oriente, animado por el espíritu de una nueva vida, dará al viento nuestros huesos, nuestras cenizas y nuestra historia. Los cláperes y los dólmenes, alzados por nuestras manos cual hijos espúreos, no sabrán mañana pronunciar nuestros nombres, y responderán tan sólo a los viajeros: “–¡Rastros somos, no más, de unos gigantes que fueron!” Los siglos olvidarán nuestro origen y aun nuestra propia existencia como pueblo, y, al hablar de sabios esforzados y diestros guerreros, volverán sus ojos hacia donde nace el sol; y haciendo gala de inspiración los nuevos maestros, olvidarán de intento que más de una lumbrera del mundo tuvo su orto en Occidente … Mas, no, que los mares que nos sepultan proclamarán un día, con irrefutable lenguaje, la gloria de los que dejamos establecidos en Egipto con la misión del magisterio del mundo; pues ya éramos nosotros gigantes, antes de que la propia Grecia existiera.” Y si a entrar fuésemos en la correspondiente disquisición histórica sobre particular de tamaña importancia como es éste, necesitaríamos recordar a Solón, cuando el sacerdote de Sais le narraba el tremebundo ataque sufrido heroicamente por la Atenas de hace once mil años, de parte de innumerables huestes atlántidas venidas de Occidente pocos años antes de la última catástrofe que sepultó los últimos restos de aquel antiguo continente “mayor que Asia y Libia juntas”; huestes atlantes que también invadieron el valle del Nilo, según nos asegura Anquetil Du Perron, y a las que tan hermosa elegía consagra la leyenda histórica que queda transcripta, leyenda relativa también a ese Kush ben Aad el Magnífico, que no es sino uno de esos príncipes cainitas, camitas, cusitas o “in-cas”, a los que se alude en no pocos pasajes de la Biblia, sin olvidar el tan velado y desnaturalizado de su sumersión bajo las aguas del “Mar Rojo”, mar que no es, por supuesto, el actual de entre Egipto y Arabia, como se cree, sino el Mar occidental Erithreo, Siluro o Atlántico, que decimos hoy; como tampoco semejante “Egipto” es el actual del Nilo, sino el de los atlantes antecesores de los egipcios históricos que pasasen a su actual emplazamiento africano de este último río, arrancando del país atlante a través de múltiples países en itinerario maravilloso al que los informados en estas cuestiones, nada tratadas todavía por nuestra prehistoria oficial, denominan “Itinerario de Io o del Culto de la Sagrada Vaca”, es decir, del Culto lunisolar o primitivo, al que tantas referencias llevamos hechas en el curso de nuestras obras teosóficas. Y la empresa emprendida por los tres personajes mahometanos es idéntica a la que sus homólogos los dignatarios de Moctezuma emprenden al País de sus Antecesores o “mundo de los jinas”, según el relato que, con cargo al P. Durán, trascribimos al final del capítulo VII de De gentes del otro mundo, con el particular curioso de que la salomónica “mesa” que los viajeros encuentran, aparece luego en nuestras propias crónicas de los primeros tiempos de la invasión árabe de nuestra península siendo objeto de terrible discusión entre los caudillos Muza y Tarik (Lafuente, Historia de España), como también el monstruo encadenado a la salida de los subterráneos que conducían a la Ciudad del Bronce44, traen a la memoria aquellos dos terribles monstruos diabólicos de Gog y Magog, que el Antecristo lanza para devorar a sus elegidos, en el complicado e ininteligible texto del Apocalipsis, pobre glosa del viejo Libro de Enoch de los primitivos etíopes. En cuanto a las terribles batallas de las que el monstruo en cuestión hace relato a los viajeros, no son ellas sino las horribles que durante varios lustros antes de la gran catástrofe ensangrentaron todas las regiones occidentales atlantes y arias, narradas también en el Mahabharata. Los “cuervos” que aquí aparecen son hermanos legendarios de esotros “cuervos” de Remo y Rómulo, de Sigfredo, de San Pablo, primer ermitaño, y hasta de los que guiaron misteriosamente a través del desierto líbico, según los biógrafos de Alejandro, al héroe macedónico cuando fué a destruir el maravilloso templo cirenaico de Júpiter Amnon. Por relacionarse asimismo con otras leyendas que vendrán después, omitimos todo lo relativo a las manipulaciones de los visitantes de la ciudad para hallar los invisibles resortes de las puertas secretas de aquesta, como el coronel Olcott refiere le acaeciese a él mismo en su visita con H. P. B. a las célebres cuevas hindúes de Karli, y también lo relativo a esos “príncipes tuertos”, “calendas” o iniciados a los que se alude de pasada en el texto, mas relacionado todo ello, como veremos, con el gran mito de Aladino y de su maravillosa “Lámpara”, que vendrá después de este del Pescador y de sus “vasos” con efrites perversos… Porque hay que decirlo de una vez para siempre: todos los grandes mitos del pasado no son sino otros tantos “velos de Isis” echados sobre ese mundo superior “de los jinas”, que nos aguarda allende la tumba, mundo en el que viven su cuerpo astral o etéreo nuestros muertos queridos, y que es morada habitual además de seres superhumanos “Maestros o Protectores Invisibles”, invisibles tan sólo para la Humanidad desde que allá, con la atrofia de la glándula pineal o “tercer ojo de los Cíclopes”, perdió la facultad de ver normalmente en semejante mundo, al mismo tiempo que adquiría el sexo, la responsabilidad y la mente, según nos enseña la constante tradición occidental en numerosísimos pasajes y mitos. CAPÍTULO VII Termina el cuento de “El Pescador” con la descripción del palacio encantado del príncipe de las Islas Negras El sultán visita el mágico lago Karún, el gran lago de las cuatro montañas, desconocido de todos los hombres.–Una equivocada opinión del Barón Silvestre de Sacy en el prólogo de la obra de Gustavo Well.–En marcha hacia las Islas Negras.–El triste habitante encantado del “Palacio de las Lágrimas”.–Una Maga Negra.–“¡Vivo entre los muertos y muerto entre los vivos!”–E1 sultán consuma su proeza redentora.–Todos los encantados de las Islas Negras recobran su primitivo sér.–La deliciosa historieta de Saad y Saadí, el filósofo metafísico y el filósofo positivista.–Paralelo entre el mito de El Pescador y los del Parsifal, de Wágner.–El sultán es Epimeteo-Parsifal, Amfortas y el Príncipe de las Islas Negras.–El sexo, “la terrible herida que nunca querrá sanar”.–La Kundry eterna.–Las cuentas pedidas y rendidas por los “peces de colores” del mito.–La clave de todas estas cosas, como siempre, se encuentra en La Doctrina Secreta de H. P. B. y en las Estancias del Poema de Dzyan, que comenta dicho libro.–Conclusiones. Reanudando el texto de Galland el relato de los extraños sucesos acaecidos a Karim, el pescador, y a sus cuatro peces de colores, símbolos de otras tantas razas fenecidas y que recuerdan también a los cuatro jinetes del Apocalipsis45, dice así: Después del extraño suceso de los cuatro pececillos de colores, quiso el soberano visitar aquel extraño lago Karún, que llevamos dicho. En efecto, el sultán, el visir y el pescador, seguidos de toda la corte, subieron a la montaña, y al bajar del otro lado se vieron, con asombro y pasmo, ante una dilatada llanura que jamás sospechasen siquiera. Al final de ella estaba, en efecto, el lago encuadrado entre las cuatro colinas, y en sus transparentes aguas pululaban, bajo los rayos del sol, millones de pececillos blancos, azules, rojos y amarillos, como los que acababan de causar estupefacción anteriormente. Además, lo raro del caso era que nadie de entre los de la comitiva había visto ni tenido la menor noticia de tal lago, no obstante hallarse aliado mismo de la capital. –Pues que convenimos todos en que jamás se ha sabido de este lago hasta hoy, decido no regresar a mi palacio hasta que haya averiguado el misterio de este lago y el de sus pececitos de colores –dicho lo cual mandó instalar allí su campamento, y llamando aquella noche a solas al visir le añadió: –Voy yo solo a internarme en este país de misterio, y es preciso que tú te encargues de ocultar mi ausencia al pueblo hasta mi regreso. Y sin atender las súplicas del visir para que no emprendiese una aventura tal que podía resultar harto peligrosa, tomó un traje cómodo de montero, se armó de un alfanje y, en medio del silencio de la noche, emprendió a solas por la senda de una de las colinas. Luego, a lo largo de la llanura del otro lado, caminó hasta ponerse el sol, hora en que divisó a lo lejos un gran palacio-castillo, todo de mármol negro y cubierto de finísimo acero como la luna de un espejo. Llegóse a una de las puertas, que estaba abierta, y como llamase hasta tres veces sin que nadie, sin embargo, le respondiese, se internó por el patio, y luego por varios salones tan suntuosos como desiertos, y cuyas magnificencias renunciamos a describir. Sedas, plata, oro, pedrería, rivalizaban maravillosamente en los decorados aquellos, ante los cuales el propio palacio del sultán era menos que una choza. El jardín que rodeaba al palacio era aún más admirable, pues que parecía un efectivo paraíso. Largo rato estuvo el sultán mirando y admirándose, y cuando estaba ya cansado de vagar de aquí para allá por aquel encantador laberinto, se reclinó en un sofá para coordinar sus temores y sus ideas. De repente creyó oír en el salón de al lado una voz muy lastimera que decía. –¿Es posible que todavía viva después de tanto y tan inacabable tormento? ¡Oh fortuna, fortuna, cesa ya de perseguirme y pon fin a mis dolores, aunque sea con la muerte! Movido el sultán por tan amargas quejas, se dirigió presuroso al sitio de donde salían, encontrándose en un trono a un joven bien constituido y vestido fastuosamente, cuyo rostro era la tristeza misma, según estaba de pálido, demacrado y dolorido46. El sultán le saludó con la mayor reverencia, y él correspondió a su saludo diciendo: –Señor, por vuestro aspecto todo, juzgo que sois acreedor a que yo me levante para recibiros; pero no puedo haceros el debido homenaje porque a ello se opone una poderosa causa que, como veréis, me inmoviliza. Y diciendo esto se alzó el manto de púrpura, haciendo ver que, si bien de cintura arriba era de carne, de cintura abajo todo era de mármol negro… –Sabed, señor –continuó el rey infeliz–, que mi padre Mahmud era el soberano de este reino, que se llama de las Islas Negras por las cuatro montañas que en torno del lago habéis visto, y que hoy ocupa el sitio mismo de nuestra capital sepultada bajo sus ondas. Al heredar la corona, me casé con una prima mía, quien me dió durante cinco años las mayores pruebas de amor que darse pueden; pero al cabo de este tiempo descubrí que la reina me era infiel con un deforme negro a quien ocultaba en este palacio en el que me veis. Para lograr sus propósitos, todas las noches me daba, sin que lo notase, un narcótico, y ella se iba con su amante hasta la mañana, en que, haciéndome aspirar cierta esencia, me despertaba. Pero, prevenido ya una noche, arrojé por la ventana el narcótico, y fingiéndome dormido como de costumbre, pude seguirla y sorprenderla en brazos de aquél en el jardín, oyendo que le decía amorosamente al negro: –No me reconvengáis más de que no os tengo ciego amor, y si las pruebas que os he dado no bastasen, heme aquí dispuesta, si lo deseáis, a cambiar por mi arte mágico, antes que el sol salga, toda esta ciudad y su palacio en espantosa ruina. Lleno de ira, no pude oír más, y dándole una gran estocada al negrazo, le dejé por muerto, no atreviéndome a hacer otro tanto con la infiel por ser de mi sangre, o más bien por el ciego amor que la tenía. La infiel no me vió, pero con sus malas artes se dió trazas a conservar las pocas fuerzas que le dejara a su amante, quien desde entonces no se puede decir que esté muerto ni tampoco que esté vivo. Ella, pretextando que había recibido noticias de la muerte de sus padres y hermanos, vistió de riguroso luto, y hasta me hizo alzar para mausoleo de ellos un Palacio que se llamó de las lágrimas, en el que escondió a su favorito, al que desde entonces conserva la vida gracias a ciertas pócimas mágicas que todos los días le lleva solícitamente y en secreto al Palacio de las lágrimas. Sin embargo, la fué imposible el curar a aquel desgraciado, quien no sólo estaba sin poder moverse, sino que había perdido el uso de la palabra, y ni aun con los ojos daba la menor señal de vida. La reina, ciega en su loco amor, no dejaba de hacerle dos visitas bastante largas cada día, por espacio de tres años enteros, a aquel indio negro y aborrecible, hasta que, ya cansado de aquella infamia, no pude menos de exclamar: –¡Oh, tumbal ¿Por qué no te tragas ya a este monstruo de la Naturaleza, juntamente con su querida? Pero no bien hube dicho esto, cuando la reina, hecha una furia, rugió: –¡Ah, cruel! Tú eres la causa de mi dolor. Tu mano criminal es la que ha puesto a mi amante así. Y, recurriendo arteramente a sus encantos mágicos, añadió: –Por la virtud de mi ciencia, te mando, en castigo del mal que has hecho, que te conviertas en frío mármol de medio cuerpo abajo y sigas hombre de medio cuerpo arriba. Al punto, por la virtud del conjuro, hálleme como hoy me veis: vivo entre los muertos y muerto entre los vivos… El desgraciado rey de las Islas Negras, cuyo cuerpo había quedado así mitad hombre, mitad mármol por el resto de sus días, continuó relatando al sultán sus desventuras de este modo: –Después que la desalmada maga, indigna del titulo que llevaba de reina, me hubo así transformado y hecho traer a esta sala en la que me veis, por medio de otro encanto análogo destruyó hasta los cimientos mi opulenta capital, que era muy floreciente y populosa. Aniquiló las casas, las plazas, los mercados… ¡todo, todo! y redujo a este estanque y esta antes fertilísima campiña al triste estado de desierto en que ahora la veis. Los peces de colores que hay en el estanque son las cuatro clases de habitantes de cuatro diferentes religiones que los componían: los blancos, musulmanes; los encarnados, parsis; los azules, cristianos, y los amarillos, judíos. Las cuatro colinas eran otras tantas islas que daban el nombre a este mi reino. Todo ello, por supuesto, yo no alcancé a poderlo ver, pero cuidó bien de decírmelo la maga para mi mayor tormento. –Y no es esto sólo –continuó–, sino que todos los días, para saciar sus rencores, viene la infame a darme sobre mis desnudas espaldas cien latigazos, hasta bañármelas en sangre, y después de tamaño suplicio, me cubre con una tosca túnica de pelo de cabra y me echa encima este manto de brocado, no por honrarme, sino para más burlarse de mí. Al llegar aquí en su discurso el príncipe de las Islas Negras, derramó un torrente de lágrimas, que oprimieron cruelmente al sensible corazón del sultán, quien, lleno de noble indignación, pidió al príncipe que le informase del retiro de la pérfida y de su amante para de ellos tomar venganza al punto. –¡Señor, prémieos Alah vuestro deseo santo! –repuso el príncipe, queriéndole besar las manos, agradecido–. El amante ya os he dicho que está en el Palacio de las lágrimas, en una tumba en forma de opulenta cúpula y que comunica, por una puerta secreta, con este castillo. En cuanto a la infame no puedo informaros a punto fijo cuál sea su retiro, pero todos los días, después de propinarme los azotes, va a visitar a su amante al salir el sol y llevarle la pócima que le preserva de morir. El sultán, entonces, después de informar al príncipe acerca de quién él era y por qué había llegado hasta allí, trazó su plan de venganza, que mereció la aprobación de este último, seguido de sus más fervientes votos para que el éxito le acompañase en su empresa. De común acuerdo se fijó la ejecución para el siguiente día. Aquella noche el sultán tomóse algún descanso para contar con fuerzas en la empresa, mientras que el desdichadísimo príncipe hubo de pasarla en su acostumbrada agonía. No bien apuntó el alba, el sultán ocultó su ropa exterior, que le habría embarazado, y, con su sable al cinto, se encaminó en derechura del Palacio de las lágrimas, que halló alumbrado con infinidad de blandones y perfumado por el delicioso aroma que brotaba de un centenar de pebeteros de oro fino. Así que descubrió el regio lecho en que yacía el negro, sacó su sable y de un solo tajo decapitó a aquel miserable, arrastrando su cuerpo fuera hasta arrojarle en una honda cisterna. Verificado esto se acostó sin hacer el menor ruido en el propio lecho del negrazo, ocultando el yagatán desenvainado bajo las ropas, en espera de finalizar del mismo modo con la malvada reina la aventura. La malvada, como de costumbre, no se hizo esperar. Después de azotar al príncipe tan duramente o más que de ordinario, haciéndole lanzar estentóreos gritos de dolor que conmovían hasta las paredes del palacio, se fué llegando amorosísimamente al lecho donde pensaba hallar como siempre a su amado, diciéndole: –¡Sol mío; alma mía; vida de mi vida misma! ¿Estás resuelto a dejarme morir, sin darme el consuelo de decirme que me amas todavía…? Dime una palabra amante, siquiera: ¡Te lo suplico de rodillas! Entonces el sultán, fingiendo como que despertaba de un largo y profundo sueño, y haciendo por remedar el lenguaje de los negros, con grave tono dijo: –Las causas del silencio que guardo y del que tú te quejas son, por castigo de Alah, los llantos y las maldiciones de tu marido, a quien tratas con tan excesiva crueldad. Hace largo tiempo que estaría curado y que habría recobrado el uso de la palabra, si a él le hubieses desencantado. –Entonces, ¿deseas que, para apaciguarte y complacerte, ¡luz de mis ojos!, restituya a su primitiva forma al príncipe? –interrogó, sin darse bien cuenta de todo aquello la perversa. –Sí –replicó el fingido negro, en el mismo tono–, Alah, el Todopoderoso, no permite que recobre yo mi antigua vida y lozanía hasta que a él no le tornes su libertad y su forma de hombre, para que no me incomode más con sus gritos. No necesitó más la maga. Salió como una flecha del Palacio de las lágrimas. Tomó una taza con agua; pronunció ciertas palabras misteriosas sobre ella, que la hicieron hervir como si fuesen fuego, y rociando con ella al marido, dijo solemnemente: –Si el Criador de todas las cosas te ha formado tal como estás al presente y él te tiene castigado así, ¡permanece en este estado por siempre!; pero si así te hallas por la virtud de mi encantamiento, ¡vuélvete a tu forma natural, al punto! No bien la maga hubo dicho y hecho esto, el príncipe retornó a tomar instantáneamente su antiguo ser y estado, con el júbilo que se puede imaginar. Su primer cuidado fué prosternarse y dar gracias al Señor por la merced que le hacía. –¡Vete, aléjate al instante de este palacio; no vuelvas jamás a él, si no quieres que te cueste la vida! No necesitaba más el príncipe para escapar, y huyendo hasta un lugar algo distante, se puso a esperar con impaciencia el resultado del designio que le había comunicado el sultán. Mientras tanto la maga le había apresurado a entrar de vuelta al Palacio de las lágrimas para recibir del negro amante el premio de su forzada acción. Pero antes de que se acercase al lecho, el sultán, que tan a maravilla fingía su papel, añadió: –Lo que acabas de hacer no basta para curarme, puesto que el mal que hiciste no has acabado de arrancarle de raíz, tornando a su ser también a la ciudad entera y a los habitantes todos de esas cuatro islas que por tus negras artes, destruiste. Todos los días, las víctimas de tamaño desastre, transformados en peces, no dejan de levantar sus cabezas fuera del estanque pidiendo al Señor venganza contra ti y contra mí. ¿Cómo quieres, pues, que logre curarme mientras obres de tal modo…? ¡Vuelve sobre tus pasos, restableciendo las cosas en su prístino ser y estado! ¡A tu regreso el Señor bendito hará que pueda darte la mano para que me ayudes a levantar de aquí! Llena la maga de ciega esperanza, exclamó transportada de júbilo: –¡Si es por eso, alma mía, corazón mío, poco habrás de esperar para recobrar la salud! Y partiendo al momento, operando de igual modo que antes con el príncipe, hizo la consiguiente aspersión con el agua mágica sobre el estanque, sus peces y las islas, cuando, súbito, los peces volvieron a su ser de hombres, mujeres y niños, cuál mahometanos, cuál persas, cristianos y judíos…; las islas se vieron transformadas en la tierra firme de siempre, con sus casas, tiendas, mercados y jardines, ni más ni menos que de antaño, y la numerosa comitiva que acompañando al sultán había acampado por orden de éste en la plaza mayor del castillo del príncipe de las Islas Negras quedó no poco maravillada de verse en un instante en medio de una ciudad hermosa, poblada y vastísima, surgiendo por encanto allí donde antes sólo viesen un triste lago, unas pobres islas y un palacio solitario. La maga, después de haber realizado, bien sin voluntad suya, tamañas mudanzas, retornó ansiosa al lado de su amante esperando recibir con ello el premio de su amor, pero al acercarse al lecho, ocupado por el sultán, no por el doliente negro, el sultán, empuñando el sable a dos manos, la rajó de arriba a abajo a la infame, sin darle ni tiempo a que se repusiera de su sorpresa al verle surgir del lecho, donde esperaba ver a su criminal amante. Hecho esto, el sultán, de dos saltos, se vió al lado del libertado príncipe, y, cayendo en los brazos de éste, le dijo, lleno de alegría: –¡Príncipe: la cruel enemiga que os atormentaba no existe ya, mientras que vos os veis libre y rodeado de todos vuestros fieles vasallos, en vuestro antiguo reino como si nada hubiese ya acaecido! Yo, cumplida mi misión, para la que veo me trajo aquí, sin saberlo, el Destino, sólo os pido permiso y consejo, para volverme a mi país, a menos que queráis honrarle acompañándome a él. –Poderoso monarca y hombre sabio y bueno, a quien jamás olvidaré –dijo el príncipe, agradecido–; ¿creé estar muy próximo a vuestro reino? –¡Si! –replicó el sultán–; como que sólo dista cuatro o cinco horas de camino, que son las mismas horas invertidas por mí y por los míos para llegar a este territorio. Sólo nos separa a nuestros reinos esa montañita que veis allí hacia el Oriente. Estoy de ello bien seguro. –¡Pero olvidáis la excelsa Mano que para sus inescrutables Designios os ha conducido hasta aquí! –objetó aquél–. Como que por los medios naturales y humanos, yo sé bien que hay un año entero de viaje desde este mi reino al vuestro. Sea de ello lo que fuere –añadió–, es tal mi gratitud por lo que habéis hecho que yo no os dejaré, aunque hubiese que ir al confín del mundo. Sois mi libertador, y para mostraros toda mi vida mi reconocimiento, pretendo acompañaros, abandonando mi reino sin el menor disgusto. Quedó el sultán asombradísimo por cuanto oía y cuanto había visto, sin podérselo explicar poco ni mucho; pero tanto se lo aseguró el príncipe de las Islas Negras que no dudó, antes bien, dijo: –Nada importa que mi reino diste de aquí poco o mucho. Yo me doy por harto recompensado con la satisfacción de haberos sido útil en un acto de Suprema justicia, y de haber adquirido en vuestra persona un verdadero hijo. Vais a hacerme el honor de acompañarme, y como yo carezco de sucesores en mi reino, desde ahora os nombro mi hijo y sucesor. Hechos, pues, los preparativos del viaje, de allí a pocos días, tras las naturales fiestas y regocijos, el sultán y el rey, su hijo adoptivo, se pusieron en camino cargados de inestimables riquezas y tesoros del saber, sacados de aquellos antiquísimos archivos. Tuvieron el viaje más feliz, y una vez de regreso, se celebró éste por todos los súbditos del sultán con todo entusiasmo, porque a la dicha de ver a su rey de regreso, se unió la aún mayor de ver que traía de sucesor a un noble príncipe digno de ello, ya que, por amor hacia su libertador, había renunciado a un reino en el cual sucediesen tantas y tan inexplicables maravillas. Por lo que toca al pescador, causante inconsciente de todo aquello, y factor primero de la libertad del príncipe, éste y el sultán le colmaron de honra y de bienes, siendo feliz con su familia el resto de sus días47. |
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