Biblioteca teosófica de las maravillas






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VERSIÓN DUODÉCIMA DEL CUENTO DE “EL PESCADOR”

Terminaremos estas inacabables versiones copiando de nuestras Conferencias teosóficas en América del Sur la conocida leyenda del Marqués de Villena y de su alquimia, lejano eco de las redomas con peces-hombres que llevamos vistas, y cuya leyenda dice así:

“El Marqués de Villena era un hombre muy dado a la cábala, a la nigromancia y a la alquimia; esto es, un brujo completo. Su sabiduría le proporcionó el medio de volver al mundo después de su muerte. Era, además, uno de los caballeros de más preciara nobleza de los tiempos de Enrique III.

Leía en las estrellas, por su mucha ciencia, como en un libro abierto. Se sabía de memoria todas las conjunciones, trinos y oposiciones de los planetas; se comunicaba con los habitantes de la Luna; sabia que la Tierra tiene muchos más años de los que las Escrituras calculan. No temía a las tempestades que, en pequeño, era árbitro de producir; manejaba la electricidad, entonces desconocida, dominaba los venenos y sortilegios de toda índole, y adivinaba, en fin, lo pasado y lo futuro.

Dicen las crónicas que tan extraordinario saber provenía de tener firmado con su sangre un estrecho pacto con el Príncipe de las Tinieblas, y por virtud del cual había de entregarle su alma al tiempo de su muerte. El punto más delicado de su saber cifraba, pues, en hacerse inmortal, engañando así al diablo mismo.

Tenía el Marqués cierto negro a quien profesaba gran cariño. De él se acompañaba doquiera, viniendo a constituir su daimon familiar, que Sócrates diría. Tenía también un sombrero o gorro mágico, llamado a desempeñar en nuestra historia un papel importante.

Don Enrique de Villena dijo a su fámulo un día: “Querido Alí: cuando veas que voy a morir, no te apartes un momento de mi lecho ni permitas que nadie entre a visitarme. No quiero médicos, porque me matarían antes de tiempo; ni quiero criados, que a mi muerte sólo en robarme pensarían. Deseo que tampoco mi mujer venga, porque al momento pensaría en mi sustituto. No te mando más en aquel trance sino que te pongas mi sombrero mágico y quedes así transfigurado en mi propia persona. Jamás le quites luego de tu cabeza, porque entrambos nos perderíamos. Cogerás seguidamente mi cuerpo, añadió el Marqués, y, desnudo, le colocarás sobre el mármol de mi laboratorio, de cuya sola llave nunca te despojarás. Harásme menudísimos pedazos, sin desperdiciar de mí lo más mínimo, mezclando perfectamente carnes, huesos y tripas, y todo lo introducirás en la gran redoma que te dejo detrás de mi sillón verde. Luego esconderás la redoma en un montón de estiércol, en sitio de la casa al que no pueda llegar mortal alguno.”

Pasaron los años; vino al viejo sabio su hora postrimera, y el fiel criado ejecutó con puntualidad las órdenes de su señor, ocultando la redoma atiborrada con el menudillo de sus restos corpóreos. Tal fue el sigilo del negrito, que nadie advirtió la transmutación, ni a enterarse llegó siquiera el diablo mismo. Así, mientras que aquél gozaba como el auténtico Marqués, de todos sus bienes y derechos, es fama que éste, en cuerpo aromal invisible, continuó con más ardor y libertad que nunca sus portentosas alquimias y astrologías.

Jamás caía de la cabeza del supuesto Marqués el gorro del sortilegio, ni siquiera cuando cierto día se encontró de manos a boca con el Santo Viático, pero tal desacato a Su Divina Majestad indignó a los fieles en términos de que uno le dió un manotón, haciendo rodar por el suelo la endiablada prenda, con lo que al punto quedó el cuitado negrito restituido a su primitivo sér. La justicia tomó cartas en el asunto, y, llevado el infeliz al tormento, tuvo que cantar paladinamente el secreto todo de sus transmutaciones.

El severo tribunal se personó en el basurero y, con grandes precauciones, extrajo de él la misteriosa redoma, que contenía un líquido oleaginoso, amarillento, en cuyo seno se dibujaban con toda claridad las líneas de un feto de ocho meses; sólo faltaba uno, pues, para que el brujo Marqués tornase al mundo de los vivos. Inútil es añadir que el negro fué quemado y hecha mil pedazos la redoma, por manos del verdugo36.
COMENTARIOS

En la versión primera de las que hemos dado acerca de “El Pescador”, saltan ciertos detalles eminentemente ocultistas que no son para pasados de ligera.

Es el primero el relativo al protagonista Karim, prototipo de cuantos “pescadores” ha habido en el mundo, desde los discípulos parsis del misterioso Instructor Oanes o Dagón del mito caldeo, hasta aquellos infelices del lago de Genezareth o de Tiberiades a quien Jesús, en el Evangelio, les hace abandonar las redes de su modesto oficio para transformarlos en “pescadores de hombres”.

Por eso mismo nos conviene ahondar en este mito de Las mil y una noches, y ver qué clase de raigambre ocultista puede tener el asunto.

Por de pronto los “peces” de los cuentos en cuestión no son los vulgares vertebrados habitantes de mares y ríos37, sino los representantes genuinos de un simbolismo a la vez astronómico, histórico y filológico, es a saber; los “hombres peces” u hombres sumergidos cuando la catástrofe atlante; los “hombres cainitas” anegados, según la Biblia, por las aguas del Diluvio merced a su perversidad incorregible; las cuatro razas, en fin, de hombres “blancos, azules, rojos y amarillos” predecesores de la raza actual pos-atlante de los “adamitas” o “arios”. Esto en lo histórico, pues que en lo astronómico no son sino los “peces” del signo astrológico de Piscis, cosa que requiere alguna explicación.

Sabido es que el llamado “punto vernal” o signo zodiacal de la primavera se halla ahora coincidiendo con la constelación de “Los Peces”, pero antaño no ha sucedido así, sino que hace dos mil y pico de años coincidía con el signo de “Tauro” (y de aquí las religiones más antiguas de “El Toro” y “La Vaca” sagrados) y hace cerca de cinco mil años coincidía con el signo de “Los Gemelos”, hasta descubrir un ciclo completo en el período que se llama de la “precesión equinoccial” al cabo de 25.920 años. Por eso, a las religiones simbolizadas en “la Vaca”, han seguido, hace cerca de dos mil años, “las de los Peces”, es decir, el Cristianismo en sus diversas ramas, quien adoptó por eso como el más preciado de sus símbolos el de “Los Peces” consabidos, llenando con él las Catacumbas romanas, y hasta llevándole al “Anillo del Pescador”, la más preciada y simbólica de las joyas pontificias38.

En cuanto al aspecto filológico, en fin, de la cuestión basta con recordar que la letra Aleph, primera y más preminente del “alefato” o alfabeto sirio-hebraico, es, en sí, el más notable de los jeroglíficos de los peces, pues que consta de dos figuras de peces unidas por las colas. Por eso es el Aleph o letra A, como enseña H. P. B., la primera letra en la casi totalidad de los alfabetos arios o de la quinta Raza-Raíz, semitas inclusive, pero no en los de los de origen atlante o lemur, tales como el tibetano, mogol, japonés, etíope y algunos otros, y su valor fue siempre el de la Unidad (Mónada, o Uno Único), frente al cero u O (símbolo de la Nada-Todo originaría). Es el “alpha” de los griegos, el “as” de los escandinavos y el aleph de hebreos y cristianos.

Este último nombre proviene de que al crearse la escritura hebrea, aleph, el Toro o Vaca, era el primer signo de los doce del Zodiaco, lo cual, dada la preccesión equinoccial que atrasa el punto de la primavera un signo cada 2.160 años aproximadamente, adjudica a dicha escritura una antigüedad de 4 a 6 mil años… Es la letra, por decirlo así, de la conciencia psicológica, porque su nombre ha equivalido siempre al pronombre personal Yo, como integradora con la O, del inefable nombre de IAO e IO (Véanse estas palabras), a través de la doble A, en esta forma: 1.°, el cero u O; 2.°, la Mónada o I; 3.°, la Dúada o ^; la Tríada o ∆; 4.°, la Manifestación o IO; 5.°, el primitivo fuego A; 6.°, las Aguas del Caos, en las que nace o se manifiesta el Ascua de Oro (Wagner, Eddas) o Logos, o AA, es decir, la A larga de las lenguas sabias (Véase la palabra); 7.º, el primer signo (Tauro), de la primera Realidad Manifestada en el Cosmos (Logos, Buddha y Cristo gnóstico). El color místico de la A es el blanco de la Manifestación y el amarillo del Sol Manifestado, por contraposición al negro de las Tinieblas Insondables (Caos, Tiamat, Gran Abismo) Cero u 0, de donde ha emanado en el Primer día cosmogónico de los Tiempos. La propia forma hebrea del aleph data del jeroglífico del Toro o Vaca Sagrada (IO) por estar compuesta de dos iods, uno descendente (Fuego) y otro ascendente (Agua), unidos por un guión, al modo de una Z tendida o N… Como toda Manifestación es una efectiva crucifixión en las limitaciones de la existencia, de aquí que a dicho nexo de la Mónada y la Nada o AO, se la suela anteponer el jeroglífico de la te o tau, T, en esta forma: TAO, nombre en muchas lenguas del Logos o la Divinidad Manifestada. La Cruz de San Andrés está, pues, ocultamente relacionada con esta letra (Kenneth Mackenzie; Royal Masonic Cyclopedia), y también Ahih, raíz sánscrita, de donde deriva el pronombre primero: Yo o Aham. Es la A una especie de símbolo del Insonoro Sonido Inefable, puesto que se pronuncia con la boca completamente abierta, sin necesidad de articulaciones bucales, y también la primera de las Siete Vocales sagradas de! Nombre Impronunciable. El ocupar en etíope el lugar 13.0 (= 12 + 1), hace alusión a todo un ciclo de preccesión equinoccial (25.920 años) antes de las actuales escrituras semíticas. Significa el hombre. En griego a a, = 1 y a = 1.000; en Roma A valió 500 antes de la adopción de la D, sin duda porque expresaba al Manú u hombre pensador o número “cinco”, y los dos ciclos macro y microcósmico en los que se desenvuelve, y 5.000 si llevaba tilde Ã. Es el nivel y la plomada. Entre los alquimistas era sinónimo de piedra filosofal39. Entre los egipcios representaba a Ibis. La A taquígrafa (o de notáricon), aparece ya en las notas de Ennio y fue mantenido por Séneca, y de allí pasó a Bright, Taylor y la inglesa, en cuanto a la AA. Como la A breve es Fuego en simbología, la doble AA o A larga es Agua en todos los idiomas célticos y nórticos, del antiguo alemán en el que las dos aes se muestran separadas por una hache Aha, y de aquí acaso Ea aven Ahwa, acqua, agoa y agua. Así ha quedado como nombre propio de más de 30 ríos y ciudades centroeuropeas, a la manera de nuestro guada, derivado del árabe en palabras tales como Guadalete, Guadalquivir, Guadiana. Al escribirse tras la primera A, no una segunda A, sino la B como segunda letra, tenemos el Ab persa e hindú con idéntica significación de agua, verbigracia: Do-ab (dos ríos); Penel-jab (cinco ríos)… La triple AAA se ve invertida en ciertas monedas romanas, y su equivalente Aah, la Luna, el Deus Lunus egipcio, unas veces bajo la forma de un niño con dísco y media luna en la cabeza (Khons-luno), o de un dios con cabeza de Ibis y media luna (Thot-Luno), Lucina, Diana, Isis. Preside a la renovación de las cosas y a la resurrección. Khons, es el dios Heros de los tebanos. (Paul Pierret, Panthéon egiptien).

No paran aquí los detalles ocultistas. En efecto, Karim aparece pescando, no en un río o mar cualquiera, sino en el iniciático y misterioso de “Karún”, o más bien de “Katun”, lago en el que un conocedor de la simbología matemática de los Códices Mayas40 no vería sino a los “katunes” o “ábacos mágicos, matemáticos”, base de toda la iniciación pitagórica o cabalista. Por eso la madre de Juder, el otro “pescador”, le encarece “que no vaya a pescar a semejante lago”, es decir, que no se salga de la adocenada vulgaridad de los que huyen del Ocultismo por sus consabidos peligros. Por eso también el vulgar visir de la versión primera dice no conocer a dicho “lago iniciático”, a pesar de ser ya viejo y no haber salido del país.

Por último, los famosos vasos, compañeros del sacado del fondo del lago por el “pescador” y en el que se albergaba un genio del pasado, al modo de como se encerrase nuestro Marqués de Villena en su redoma, no son sino las retortas alquímicas en las que se encierra aun hoy el gran secreto de esa ciencia de la Química antaño conocida por parsis y egipcios y que hoy ha revolucionado al planeta en poco más de un siglo. Y que ello es genuinamente atlante en sus orígenes lo prueba este delicioso cuento de Mardrús que lleva por título “Historia prodigiosa de la ciudad de bronce”, cuento que por su excepcional importancia capítulo aparte merece.


CAPÍTULO VI

La “historia prodigiosa de la Ciudad de Bronce” y su relación con el mito de “el Pescador”

El mito del pescador y la tradición de la Atlántida.–El viajero Taleb y el omniada Abdalmalek.–Las revelaciones del jeique Abdos-samad, el shamano.–En viaje para la Ciudad de Bronce.–¡Muerte y desolación!–El Palacio de Oro y sus inscripciones jeremíacas.–“Pulvis, cinis et nihil”.–El mito de “Las llaves del Destino”.–Al-char, el alquimista, y su gran libro.–El Arana de las Columnas y sus maravillas jinas.–Datos históricos del jinete de Bronce de la isla del Cuervo, en las Azores.–El Rey del Mar.–La épica lucha que precediese a la catástrofe atlante.–A la vista de la gran ciudad y de sus canales.–La ciudad muerta, contemplada a la luz del menguante de la luna.–Un detalle de unas Mil y una noches modernas.–Pasajes concordantes de Platón y de otros autores.–Los threnos de Verdaguer.

En el fondo de las versiones que anteceden del cuento del Pescador y en otras varias que se podrían agregar aún, late viva la leyenda o tradición de la Atlántida, cuya pavorosa catástrofe dejó huella indeleble en la mente de los pueblos que a ella sobrevivieron. Pero en ninguna está tan vivo y tan definido este recuerdo como en la “Historia prodigiosa de la ciudad de bronce (o de la Edad del bronce)” y en el final del repetidísimo cuento del Pescador, como vamos a ver, empezando por aquélla, omitida en el texto de Galland, y consignada en el texto sirio de Mardrús.

El califa omniada Abdalmalek ben Merwán gustaba de departir con los sabios de su reino acerca de los efrites que pueblan las soledades de la tierra, las regiones subterráneas y las del aire y del mar, dominadas antaño por el saber mágico de Soleimán ben Daúd, y también acerca de los vasos de cobre en que éste los encerró bajo su sello, echándoles luego al fondo del mar, de donde, si se sacan los vasos y se abren, escapan sus almas allí condensadas, esparciéndose en forma de negros humos que acaban por volver a formar su cuerpo como antaño41.

Y como el famoso viajero Taleb le dijese que era cierto lo de los vasos, y que ellos yacían en los confines occidentales del Moghreb, al punto el califa envió a Taleb con cartas al efecto, dirigidas a Muza, emir del Moghreb. Este último, obediente a su califa, informó a Taleb de que el único que podría conocer tales cosas era el jeique Abdos-samad, hombre que, después de haber recorrido toda la tierra, se dedicaba en soledad a consignar en libros cuanto llevara visto. Preguntado el jeique, éste, después de reflexionar durante una hora, contestó:

–¡Oh, emir Muza ben-Nossair! No le son desconocidos a mi memoria ese mar ni esa montaña por la que me preguntáis, pero, no obstante mis deseos, jamás pude llegar hasta allí. El camino que allá conduce, es penosísimo, porque le falta agua en las cisternas, y para llegar hasta el sitio se necesitan dos años y medio, y mucho más aún para volver. Los habitantes, quienes jamás dieron la menor señal de su existencia, viven, se dice, en una ciudad situada en la propia cima de la montaña, llamada la Ciudad de Bronce, en la que nadie, hasta ahora, penetró. Te repito, pues, que el tal camino está vedado a los hijos de los hombres y erizado de espantos y peligros; es un desierto poblado de efrites y otros espantosos genios, guardianes de aquellas tierras, vírgenes de la planta humana desde la remota antigüedad. Sólo dos seres humanos han podido atravesar desde entonces tales regiones: Soleimán ben-Daúd e Iskandar el de los Dos Cuernos. En fin, si deseas absolutamente obedecer al califa, sin otra guía que este servidor tuyo que te habla, manda cargar mil camellos con odres repletas de agua, y otros mil con provisiones; lleva la menos escolta posible de gente experimentada y sin bélicos alardes. Antes de que partamos, en fin, haz tu testamento y despídete de la vida.

El emir Muza, el jeique Abdos-samad y Taleb, el cuñado del califa, partieron, pues, con una corta escolta. Durante meses y meses caminaron por llanuras solitarias, sin encontrar un sér viviente, ni un animal, árbol o planta que interrumpiese aquella monotonía, aquel silencio infinito de muerte y de desolación, hasta que, al cabo, percibieron en el lejano horizonte una como brillante nube, llegando hasta un enorme edificio con altas murallas de acero chino, de cuatro mil pasos de perímetro, y sostenido por cuatro filas de columnas de oro. La cúpula de aquel palacio era de oro, y servía de albergue a millares y millares de cuervos, únicos habitantes de la desolación aquella. En la gran muralla, donde se abría la puerta principal, de ébano macizo incrustada de oro, aparecía una placa inmensa de metal rojo, en la cual, en caracteres jónicos que descifró el jeique, se decía: ¡Entra aquí para saber la historia de los dominadores! ¡Todos pasaron ya! Y apenas tuvieron tiempo para descansar a la sombra de mis torres. ¡La muerte los dispersó como a la paja el viento; como si sombras fuesen, los ahuyentó!

Cuando penetraron en el recinto amurallado, entre nubes de negros pajarracos, vieron alzarse una torre tan alta que se perdía de vista en el cielo, y, alineados a su pie, cuatro filas de a cien sepulcros cada una en torno de un monumental sarcófago, donde, en caracteres jónicos, formados por piedras preciosas, se leía:

“¡Pasó, cual delirio de las fiebres, nuestra embriaguez de triunfo! ¿De cuántos acontecimientos memorables no hube de ser testigo? ¿De qué brillante fama no gocé en los días de gloria? ¿Cuántas capitales de reino no retemblaron bajo el casco de mi caballo? ¿Cuántos países no saqueé, entrando por ellos cual el simum destructor? ¿Cuántos imperios, impetuoso como el trueno, no destruí? ¿Qué de leyes no dicté en el universo… ? ¿Qué de potentados no arrastré a la zaga de mi carro?

Y, sin embargo, ¡ya lo véis! ¡La embriaguez de mi triunfo pasó cual espectro de calentura, sin dejar otra huella que la que en la arena pueda dejar la espuma! ¡La muerte me sorprendió sin que la detuviese mi poderío, ni lograran mis cortesanos defenderme de ella! Por tanto, ¡oh viajero!, escucha estas palabras que, mientras estuve vivo, jamás pronunciaron mis labios:

–¡Conserva tu alma y no la pierdas! ¡Goza en paz la calma de la vida, la belleza, que es la vida misma, ya que mañana la muerte se ha de apoderar de ti…! Un día, la tierra responderá a quien te llame: “¡Murió ya! ¡Nunca mi celoso seno devolvió a los que guarda para la eternidad!”

Al oír leer estas palabras, el emir y sus acompañantes no pudieron menos de llorar. Luego, sobre la entrada de la torre, vieron escrito de igual modo:

“¡En el nombre del Eterno e Inmutable Dueño de todo poder! ¡Aprende, oh viajero, a no enorgullecerte con las apariencias! ¡Mi ejemplo te enseñará a no dejarte llevar por las deslumbradoras ilusiones que te precipitarían en el abismo! ¡Quiero hablarte de mi poderío!

“¡En mis cuadras de mármol, cuidadas por los reyes a quienes antes venciesen mis armas, tenía yo diez mil caballos generosos! ¡En mis estancias reservadas tenía yo, como concubinas, mil vírgenes descendientes de sangre real y otras mil escogidas entre aquellas cuya belleza hace palidecer al brillo de la luna llena! ¡Mis esposas me dieron una posteridad de mil príncipes reales, valientes como leones! ¡Poseía inmensos tesoros, y bajo mi dominio abatíanse pueblos y reyes, desde Oriente hasta Occidente, sojuzgados por mis invencibles ejércitos! ¡Y creí eterno mi poderío y afianzada por los siglos de los siglos la duración de mi vida, cuando de pronto se hizo oír la voz que me anunciaba los irrevocables decretos del que no muere jamás!

“¡Entonces reflexioné acerca de mi destino! ¡Congregué a mis millones de guerreros, a mis jefes y a mis reyes tributarios, y haciendo traer ante ellos todos mis tesoros, les dije: ¡Os doy estas riquezas, estas arrobas de oro y de plata, si lográis prolongar un solo día mi vida sobre la tierra! Pero ellos se mantuvieron con los ojos bajos y en silencio. ¡Morí entonces, y mi Palacio de palacios se tornó en asilo de la Muerte! ¡Si deseas, viajero, conocer mi nombre, sabe que me llamé en vida Kusch ben-Scheddad ben-Aad el Magnífico!”

Y ya dentro de la torre, de salones y más salones, fríos, mudos y solitarios, el asombro del emir Muza no tuvo límites al penetrar en una estancia más regia, aún con una admirable mesa de madera de sándalo, maravillosamente tallada y en la que se leía en caracteres análogos a los anteriores: “¡Mil reyes tuertos, y otros mil que conservaban bien sus ojos, se sentaron aquí en remotos días… ! ¡Ahora son ciegos todos, dentro de su tumba!”

Deshechos en lágrimas, abandonaron el palacio y siguieron su camino hacia la Ciudad de Bronce, caminando así tres días. A la caída de la tarde del último, vieron que a los rayos del rojo sol poniente se destacaba sobre alto pedestal la silueta de un jinete que inmóvil blandía una lanza de larga punta, semejante a una llama, incandescente como la del sol. Cuando se hallaron más cerca de la estatua, advirtieron que pedestal y estatua eran todo de bronce, y que el palo de la lanza llevaba escrito en caracteres de fuego42:

“¡Audaces viajeros, que pudisteis llegar hasta estas vedadas tierras, ya os será imposible volver sobre vuestros pasos! ¡Si buscáis el camino de la gran ciudad, movedme sobre mi pedestal con toda la fuerza de vuestros brazos, y encaminaos hacia el lugar donde yo vuelva el rostro una vez que torne a quedar quieto!”

Entonces el emir Muza se acercó al jinete y le empujó con la mano. El jinete, con la rapidez del relámpago, giró sobre sí mismo y se paró con el rostro vuelto en dirección completamente opuesta a la que habían seguido los viajeros. El jeique Abdos-samad reconoció que, efectivamente, habíanse equivocado, y que la nueva ruta era la verdadera. Rectificado así el rumbo, prosiguió el viaje días y días, hasta que una noche llegaron los viajeros ante una columna de piedra negra, a la cual estaba encadenado un sér extraño, del que no se veía más que medio cuerpo, pues el otro medio yacía enterrado en el cieno. Era un engendro monstruoso, que se diría arrojado allí por las potencias infernales: negro, corpulento, con dos enormes alas de murciélago; cuatro manos, dos de ellas semejantes a garras de leones.

En su cráneo, espantoso, se agitaba una áspera crin formada de serpientes, y su cola era la de un asno silvestre. Dos pupilas rojas llameaban en las hundidas cuencas de sus ojos, y en la frente, exornada por retorcidos y dobles cuernos de macho cabrío, aparecía el agujero de un solo ojo vertical, fijo e inmóvil, de verdosos fulgores más que de tigre. Dando gritos y rugidos estentóreos quería lanzarse sobre los viajeros tan luego como los divisó.

–¡Esto supera a mi entendimiento –exclamó el jeique. Y luego, haciendo un inaudito esfuerzo, le conjuró, diciéndole:

–¡En el nombre del Señor de todo lo creado, te conjuro para que me digas quién eres y por qué estás así castigado!

El busto, lanzando un espantoso baladro, respondió:

–¡Soy un efrit de la posteridad de Eblis, padre de los genn. Me llamo Daesch-ben-Alaemasch y estoy aquí encadenado por la fuerza Invisible hasta la consumación de los siglos!– Y continuó: –Antaño, en este país, existía en calidad de protector de la Ciudad de Bronce un ídolo de ágata roja, del cual yo era guardián y habitante al propio tiempo, porque me aposenté dentro de él, y de todos los países venían muchedumbres a consultar por mi conducto sus destinos y a escuchar los oráculos y predicciones augurales que hacía yo.

“El rey del Mar, de quien yo mismo era vasallo, tenía bajo su mando supremo al ejército de los genios que se había rebelado contra Soleimán-ben-Daúd, y me había nombrado jefe de ese ejército para la guerra que no tardó en estallar, cuando Soleimán, deseoso de contarla entre sus esposas, solicitó la mano de la hermosísima hija de nuestro rey, exigiendo al par que se hiciese pedazos mi ídolo y se abandonase mi culto.

“El ejército de Soleimán consistía en genios, hombres, pájaros y cuadrúpedos. Al frente de los guerreros humanos venía Assaf-ben-Barkhia, y el rey Domriat al de los efrites y genios, que, ascendiendo a sesenta millones, no era, sin embargo, como el de los animales, reclutado en todos los lugares de la tierra. El Universo entero tembló ante la rudeza del primer choque, que lo decidió todo, pues caían sobre nosotros verdaderas montañas inflamadas… En mi fuga por los aires, que duró tres meses, fuí al fin apresado y atado a esta columna, mientras que a todos los genios que me seguían los transformaron en negras humaredas, encerrándolas en vasos de cobre, sellados con el sello de Soleimán, y luego arrojados al fondo del mar que baña las murallas de la Ciudad de Bronce. En cuanto a los que habitaban ésta, no sé qué ha sido de ellos, pero, si vais a dicha Ciudad, acaso encontréis de ellos huellas y lleguéis a saber su historia.”

Cuando acabó de hablar, el monstruo se agitó de un modo frenético para soltarse contra ellos, por lo que se dieron prisa a proseguir hacia la ciudad cuyas torres y murallas se divisaban en lontananza; mas, como se acercaba la noche y las cosas tomaban un aspecto hostil, prefirieron esperar al amanecer para acercarse a las puertas. Al otro día se llegaron a la ciudad, pero por más que la fueron rodeando, no acertaron a hallar puerta ni entrada alguna, pues toda la muralla era de metal liso y tan alta como una de las primeras cadenas de montes que la rodeaban. Tampoco se oía, dentro ni fuera, ni el menor rumor ni la menor señal de vida. Ante aquel problema optaron por subir a una de las altas montañas vecinas para desde allí siquiera contemplarla. Al principio caminaron entre las tinieblas de las primeras horas de la noche, pero, de pronto, apareció por Oriente la luna iluminándolo todo con sus esplendores, y a las plantas de los viajeros desplegóse un espectáculo que les contuvo la respiración. ¡Estaban viendo una ciudad de ensueño!

Bajo el blanco cendal que caía de la altura, en cuanta extensión abarcaba la mirada, aparecían, dentro del recinto de bronce, cúpulas de palacios, terrazas de casas y jardines apacibles. A la sombra de los macizos brillaban los canales que iban a morir en un mar de metal, cuyo seno frío reflejaba las luces del cielo. Y el bronce de las murallas, las pedrerías encendidas de las cúpulas, las nítidas terrazas, los canales y el mar entero, así como las sombras proyectadas por Occidente, amalgamábanse bajo la brisa nocturna y los mágicos efluvios de la reina de la noche.

Sin embargo, aquella inmensidad estaba sepultada como una gigantesca tumba en el solemne silencio de la noche luminosa. Ni el menor vestigio de vida humana había allí dentro. Pero he aquí que, con el mismo gesto hierático, de quietud infinita y eterna, se alzaban, sobre monumentales zócalos, altas figuras de bronce, enormes jinetes tallados en mármol, animales alados petrificados en un vuelo estéril, y los únicos seres dotados de movimiento en aquella ciudad de la quietud absoluta eran millares de inmensos vampiros que revoloteaban en torno de aquellos edificios, mientras que invisibles búhos turbaban el estático silencio con sus lamentos fúnebres en las terrazas solitarias y los palacios muertos…

Al bajar luego de la montaña vieron en el muro broncíneo esta inscripción:

“¡Oh hijo de los hombres y cuán vanos son todos tus cálculos…! ¿Dónde están los reyes que cimentaron los imperios? ¿Dónde los conquistadores, los dueños del Irak, Ispahán y Khorassán? ¡Pasaron como verdura de las eras! ¡Como si nunca hubieran existido, en verdad…! ¡Los hombres llenos de vanas esperanzas y efímeros proyectos, cambiaron por la tumba los palacios donde ahora sólo habitan los búhos…!”

Al otro día Muza y sus compañeros construyeron una escala de madera y ramaje para poder ascender hasta la muralla. Ya arriba, llegaron al fin ante dos torres unidas entre sí por una puerta de bronce, cuyas dos hojas encajaban tan perfectamente que no se hubiera podido introducir por su intersticio la punta de una aguja. Sobre aquella puerta aparecía grabada en relieve la imagen de un jinete de oro, y en la palma de su mano abierta, esta inscripción:

“Frotad la puerta doce veces con el clavo de oro que en mi ombligo hay”. Hiciéronlo así, y a la duodécima vuelta se abrieron las puertas, dejando ver una escalera de granito rojo que descendía en caracol. El emir y los suyos bajaron por ella hasta una vasta sala de armas llena de guerreros en todas las actitudes y a quienes hablaron en todas las lenguas conocidas, sin que respondiesen, ni siquiera por señas.

–¡Por Alah que nunca viese cosa igual de unos vivos muertos o unos muertos vivos! –exclamó asombrado el jeique Abdos-samad.

Del mismo modo visitaron el zoco, las calles, los palacios, las casas, sin encontrar más que actitudes hieráticas, como si el soplo de lo Desconocido les hubiese cristalizado en un instante, como el agua corriente bajo la acción se un frío intensísimo.

Por último visitaron el Palacio central, y allí, una tras otras, sin que nadie se moviese de cuantos infinitos servidores yacían en actitud de recorrerlas o guerreros armados para guardarlas, vieron siete recintos llenos con las mayores preciosidades del mundo en joyas, alhajas, oro, telas, armas, libros, etc., a cuya descripción renunciamos, porque ocuparía, a bien decir, gruesos volúmenes …43

Cuando hubieron admirado todo aquello pensaron en volver sobre sus pasos, pero no sin sentir la tentación de arrancar y llevarse un inmenso tapiz de seda y oro que cubría una de las paredes de la última sala. Cuál no sería su sorpresa al advertir detrás una finísima puerta de marfil y ébano, cerrada herméticamente y sin la menor traza de cerradura ni de llave. Abdos-samad se puso, sin embargo, a estudiar el mecanismo de aquellos cerrojos, tropezando al fin con un resorte oculto, que hizo abrirse de par en par la puerta, dejando ver la maravilla de un oratorio como nunca se ha visto ni puede imaginarse en medio del más delicioso de los conjuntos de arte. Allí, entre los vivos resplandores de mil luces y millones de piedras preciosas, bajo un dosel de terciopelo salpicado de gemas y diamantes, y en medio de amplio lecho de sedas y terciopelos, yacía una joven de tez brillante, párpados entornados por el sueño, con una belleza verdaderamente sobrehumana. A sus dos lados, con los alfanjes desenvainadas, yacían dormidos dos esclavos, sus guardianes, y en la mesa de a los pies del lecho se leía esta inscripción:

“¡Soy la virgen Tadmor, hija del rey de los Amalecitas, y esta ciudad es mi ciudad! Puedes llevarte, ¡oh!, tú, intrépido viajero, que hasta aquí has podido llegar por tu esfuerzo, todo cuanto te plazca; pero ¡ten cuidado con poner sobre mí una mano violadora, porque tu castigo excedería a todo cuanto se puede pensar!”

Taleb, sin hacer caso de la advertencia y pensando obsequiar con aquel regalo al califa, quiso, sin embargo, llevarse a la joven; pero en el acto cayó muerto por las picas y alfanjes de los esclavos. Los demás no quisieron permanecer ni un momento más allí, y por los mismos pasos emprendieron el regreso hacia el mar.

Ya en la playa, encontraron a unos cuantos pescadores negros, a quienes el emir les expuso su deseo, contestándole el más anciano de ellos.

–Ante todo, hijo mío, has de saber que cuantos pescadores nos hallamos en esta playa creemos en las palabras de Alah y en las de sus Enviados; pero cuantos se encuentran en la Ciudad de Bronce están aquí encantados desde la más remota antigüedad, y así seguirán hasta el último día de los tiempos en el que todas las cosas han de ser aclaradas. Respecto de los vasos que contienen efrites, nada más fácil que el procurároslos. Poseemos una porción de ellos que, una vez destapados, nos sirven para cocer pescado. Os daremos, pues, los que queráis. ¡Solamente es necesario que los hagáis resonar antes de destaparlos, golpeándolos hasta obtener de quienes los habitan el juramento de nuestra profesión de fe! También os daremos para el Emir de los Creyentes, dos hijas del mar que hemos pescado hoy mismo y que son más bellas que todas las hijas de los hombres.

Agradecidos abrazaron todos al anciano y le invitaron a seguirles con los suyos a su país, cosa que ellos hicieron con el mayor gusto; emprendieron juntos el camino de regreso a Damasco, donde llegaron con toda felicidad, depositando los vasos de cobre con frites a los pies del califa poderoso.
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