Biblioteca teosófica de las maravillas






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CAPÍTULO PRIMERO

La actual “Introducción de Las mil y una noches”
El Shah-Arino y el Shah-Shamano de las viejas crónicas de los sasanios.–Enlace de estos nombres con el Shamanismo, o primitiva Religión del Espíritu.–La Mente Inferior y la Superior del Hombre, o Shahra-zada y Doniazada.–La leyenda de la eterna infidelidad.–La ley universal del Sacrificio. Relaciones con la leyenda tristánica y con el célebre “Tributo de las cien doncellas”.Reminiscencias de Las mil y una noches: la Alcaldesa de Hontanares.–Saturnales y Fiestas de locos.–Las dos Fuerzas contrarias que mantienen el equilibrio del mundo.–Un recuerdo del Mahabharata.
Cuentan las crónicas de los Sasanios que uno de los más poderosos reyes de la Persia antigua tenía dos hijos de inmenso mérito: Schahrirar y Schahzenán. Schahrirar, el primogénito, subió al trono a la muerte de su padre, y para premiar las virtudes de su hermano Schahzenán le dió el reino de la Oran Tartaria, con Samarcanda, su capital4.

Pasados muchos años, aquél deseaba vivamente volver a abrazar a su hermano, por lo que le rogó fuese a visitarle, cosa que Schahzemán se dispuso a realizar con el mayor placer. Se despidió, pues, de la reina, su esposa, salió al anochecer, con el fin de incorporarse a la embajada que le esperaba en las proximidades de la capital para acompañarle a la corte de Persia, y estuvo conversando con el visir enviado de su hermano hasta bien entrada la noche. Pero, deseando dar un nuevo abrazo a la reina, antes de alejarse por tanto tiempo, se volvió solo y secretamente a su palacio, yéndose, sin ser notado, hasta la cámara de aquélla, quien, confiada en la impunidad, había recibido en su lecho a uno de los últimos dependientes. ¡Cuál no sería el asombro y la rabia del rey al verse así tan pronta y villanamente sustituido! Quedóse inmóvil unos instantes, sin atreverse a dar crédito a lo que veía. Luego, sin poder refrenar su ira, sacó su yagatán, se acercó al lecho de los culpables, bien ajenos a lo que les esperaba, y después de decapitar a entrambos, arrojó sus cuerpos por la ventana.

Un momento más tarde el rey Schahzenán regresaba a las tiendas de su séquito, tan inadvertido como había salido, y daba la orden de partir. A los pocos días se vió ya en los amantes brazos de su hermano, que le aguardaba ansioso y había dispuesto los mayores festejos en su honor. Cenaron juntos los dos reyes y se retiraron a descansar, no sin que el rey de Persia advirtiese en el recién llegado una fúnebre tristeza que en vano pretendía ocultar, por lo que, cediendo a los ruegos de aquél, que pretextó hallarse algo cansado del camino, al día siguiente partió solo para la montería organizada, dejando al recién llegado Schahzenán en sus habitaciones. Viéndose, pues, a solas el rey de Tartaria, se sentó junto a la ventana que daba al jardín, y se puso a considerar una y mil veces su desgracia.

Sin embargo, en medio de su ensimismamiento, no dejó denotar una cosa bien extraña: el que de repente se abrió una puerta secreta que daba acceso a los jardines saliendo por ella la reina con veinte mujeres de su Corte, y creyendo que el rey de Tartaria se había ido también de montería, bien pronto se adelantó tranquila hasta debajo de la ventana del huésped, quien, para observarla por curiosidad, se colocó de modo que no pudiera ser visto. Así, advirtió pronto Schahzenán lleno de asombro, al descubrirse los rostros las del séquito, que de las veinte mujeres, diez no eran sino diez negrazos, que se apresuraron a ocultarse entre los macizos del jardín, cada uno con su amante pareja. La sultana no estuvo tampoco mucho tiempo sin compañía, sino que dando una palmada y gritando “¡Masud!, ¡Masud!”, hizo se presentase al punto otro negrazo gigantesco cayendo igualmente en sus brazos.

Inútil es añadir que Schahzenán vió lo suficiente para comprender que su hermano era tan desgraciado como él. “¡Este es, sin duda –se dijo–, el destino de no pocos maridos, cuando el sultán mi hermano, el soberano mayor del mundo, no se ha podido eximir de él!”, y desde aquel momento dejó de afligirse, recobrando su buen humor.

–Hermano mío –le dijo el sultán al regresar–, doy gracias al cielo por la feliz mudanza que se ha operado en ti. Pero tengo que hacerte una súplica, y es la de que me digas la causa.

El bueno del rey Schahzenán se resistió cuanto pudo a responder; mas, estrechado por las insistentes preguntas de su hermano, le contó la infidelidad de su reina al dejar sus Estados de Tartaria, callándose, como era natural, lo que acababa de ver, y que hacía al sultán igualmente desgraciado que a él mismo.

Pero éste le dijo:

–No creo, hermano mío, que pueda acontecerle a nadie cosa semejante. En cuanto a mí bien seguro estoy de mi sultana, que se dejaría matar antes que traicionarme así, porque de suceder tal, alguien de los míos lo vería, y sería el más traidor de los hombres si no me lo revelase.

Semejante frase fue un puñal para Schahzenán, porque se acrecentó en su pecho la lucha entre la caballeresca reserva que se había propuesto y los dobles deberes de fraternidad y de hospitalidad. Estrechada además por nuevas preguntas de su hermano, quien había notado cierta perplejidad en él, acabó por contárselo todo cuanto había presenciado desde la ventana de su aposento, con lo que no es para descrito el furor que se apoderó al punto del sultán. Aquél, para que se convenciese por sí mismo, le propuso la estratagema de fingir una nueva ausencia, como, en efecto, se hizo por ambos, repitiéndose punto por punto la escena de los negros y la de la sultana con Masud.

–¡Oh, cielo santo! –exclamó al fin el sultán–. Después de tales cosas, ¿qué príncipe podrá gloriarse de ser perfectamente dichoso…? ¡Ah, hermano mío! Abandonemos nuestros Estados con todas sus vanidades fastuosas y retirémonos del mundo, ocultando nuestra desgracia en la más obscura de las vidas.

–Hermano –le replicó el rey de Tartaria–, yo no tengo más voluntad que la tuya; pero prométeme, al menos, que nos volveremos si en nuestro viaje tropezamos con alguien que sea más desgraciado aún que nosotros.

Convinieron en ello. Disfrazados, salieron silenciosamente de palacio, sin ser vistos; no cesaron de andar en el resto del día, pasando la noche bajo los árboles, y levantándose al amanecer siguieron caminando hasta llegar a una hermosa pradera a orillas del mar, rodeada de frondoso boscaje. Bajo uno de los árboles se echaron a reposar y a tornar a su conversación acerca de la infidelidad de todas las mujeres.

No llevaban mucho rato allí cuando por el lado del mar oyeron un ruido formidable y un grito que les llenó de pavor. Al mismo tiempo vieron espantados que el mar se abría elevándose de él una gruesa columna que se perdía en los cielos; esto les aterró aún más; pero lo que acabó de acobardarles fué la aparición en el seno de la columna de un horrible y gigantesco genio, quien, sobre su cabeza, que tocaba a las nubes, llevaba una gran caja cerrada con cuatro candados de fino acero. El genio se sentó en la ribera junto a la caja, y abriéndola con las cuatro llaves que colgaban de su cintura, salió de ella una dama lujosamente vestida y de prodigiosa hermosura. El monstruo la hizo sentar a su lado, y mirándola amorosamente, la dijo que le permitiese reposar un momento en su regazo.

Al decir esto, dejó el genio caer su abultada cabeza sobre las rodillas de la dama y no tardó en dormirse, dando unos ronquidos que estremecían la playa.

Entonces la dama alzó los ojos, y viendo a los príncipes refugiados en la copa del árbol les hizo señas para que bajasen sin ruido. Ellos, por señas, la suplicaron les dispensase; pero la dama, en voz baja, les dijo que si no la obedecían despertaría al genio, a quien haría que les matase. Bajaron entonces cautelosamente, y la dama, alejándose un poco con ellos, bajo los árboles, les dijo que en el mismo día de sus bodas había sido robada por el genio, y les hizo con la mayor desenvoltura la propuesta más insinuante, que ellos no tuvieron más remedio que aceptar, resignándose además a que la dama les despojase luego de sus anillos para juntarlos a los 98 que mostró llevar en la cajita de sus adornos y pertenecientes a otros tantos amantes que del mismo modo había ido teniendo, a pesar de la estrechísima vigilancia del celoso genio, quien la tenía encerrada en aquella caja y oculta en el mismo fondo del mar.

–Ya ven –terminó la dama, alejándose– que cuando una mujer ha formado un mal deseo, nadie puede estorbarle su ejecución. Mejor harían, pues, los hombres en no sujetar demasiado a las mujeres, con lo que las harían más juiciosas, acaso.

–¡Oh, hermano mío! –añadió el rey de Tartaria cuando hubieron quedado solos–. Has visto que ese genio es aún más desgraciado que nosotros. Volvamos, por tanto, a nuestros reinos. Yo ya he ideado el medio de que me sea guardada la fe debida y algún día te diré cómo.

Regresaron entonces a la corte de Persia los dos reyes. El sultán se apresuró a castigar con la muerte a los culpables, y para prevenir ulteriores infidelidades en su nueva esposa, resolvió casarse cada día con una, haciéndola ahogar al día siguiente. En cuanto al de Tartaria, de allí a poco regresó a sus Estados, no sabiéndose bien qué hizo para remediar las traiciones de sus mujeres.

La fama de la inhumanidad del sultán conmovió bien pronto a toda Persia. Jóvenes hijas de generales, ministros, sabios, comerciantes, etc., fueron sucesivamente inmoladas después de compartir una sola noche cada una el tálamo regio, y nadie acertaba con el medio de atajar semejante calamidad nacional.

El ministro ejecutor de tamañas órdenes tenía dos hijas: la mayor se llamaba Scheherazada y Dinarzada la más pequeña. Esta última era joven de gran mérito; pero aquélla gozaba de un extraordinario talento muy superior a su sexo, amén de una hermosura sobrehumana. Había leído mucho, y era su memoria tan feliz, que conservaba fielmente todo cuanto leyese. Además, dominaba los secretos de la filosofía, la medicina, la historia y las artes, componiendo los mejores versos de su tiempo, y su virtud era de una firmeza a toda prueba.

–Padre mío –dijo Scheherazada al visir, un día–, le suplico encarecidamente me conceda una gracia que le quiero pedir.

–Cualquiera que ella sea, la tienes de antemano concedida con tal que sea justa –respondióla el padre.

–Como justa, no puede serlo más. He formado el designio de atajar por siempre la barbarie del sultán y salvar a miles de jóvenes del triste destino que les amenaza. Al efecto, ved mi plan. Le suplico encarecidamente, por el tierno afecto que le profeso, me procure del sultán el honor de su lecho.

El visir no pudo oír sin horrorizarse la propuesta de su hija, diciéndola:

–¿Has perdido el juicio, hija mía? ¿Ignoras que el sultán ha hecho el juramento de inmolar al día siguiente a aquella con la que cada noche se desposa?

–Lo sé –replicó Scheherazada–. Conozco el peligro que corro; pero nada me espanta. Si sucumbo, mi muerte será gloriosa, y si triunfo, haré a mi pueblo el mayor de los servicios.

La amante porfía entre padre e hija continuó largo rato; mas era tanta la sabiduría de ésta y tan fiel a su palabra dada el visir, que cedió por fin, aunque con la inmensa pena de ver que así firmaba la sentencia de muerte para su hija5.

Vencido el triste padre y resignado a su destino fué personalmente a ofrecer su hija al sultán, quien quedó pasmado ante el sacrificio que le hacía su visir.

–¿Cómo has podido resolverte a entregarme así a tu propia hija, sabiendo que mañana tendrás que quitarla por tu propia mano la vida, al tenor de mi juramento? –le dijo.

–Señor –respondió éste–, ella misma es quien se ha ofrecido. El fin que le aguarda no ha sido parte a espantarla ni a disuadirla, prefiriendo sin duda a todo el honor de ser una sola noche esposa de vuestra majestad.

El sultán aceptó para aquella noche mismo, y el visir corrió a comunicarlo a su hija, quien, para consolarle, le dijo que confiaba que ello, en lugar de penas, no habría de traerle sino dichas para el resto de su vida.

Después Scheherazada no pensó sino en ponerse en estado de presentarse al sultán; pero antes, llamó a solas a su hermana Dinarzada, diciéndola:

–Hermana querida, tengo necesidad de tu auxilio. Nuestro padre me va a conducir al palacio del sultán para ser su esposa; pero no te espantes. Yo pienso suplicar a éste que te permita acostarte cerca para que mañana puedas despertarme antes del alba, diciéndome que cuente, mientras amanece, uno de aquellos sublimes cuentos que yo sé. Al momento te narraré uno, y por este medio me lisonjeo de poder librar a todo el pueblo de la consternación que siente con tanta y tanta muerte de las jóvenes nuestras compañeras.

Dinarzada, como era natural, se puso incondicionalmente a las órdenes de su hermana.

Llegada ya la hora, el visir condujo a Scheherazada a palacio, retirándose en seguida con el corazón traspasado de dolor, y el sultán, así que se halló a solas con ella, la mandó se descubriese el rostro, quedando encantado de ella; pero al notar que lloraba la preguntó el motivo, a lo que la hermosa respondió:

–Señor, tengo una hermana, a quien amo con singular ternura, y desearía que pasase la noche junto al aposento para verla y darla el último adiós. ¿Me otorgaríais, señor, el placer de poder darle este último testimonio de amistad?

El sultán accedió al ruego; se condujo hasta junto a la regia estancia a la pequeña Dinarzada y, una hora antes de amanecer, como se le había exigido por su hermana, la despertó diciendo:

–Hermana queridísima. Si no duermes, te suplico que, antes que amanezca, me cuentes alguno de aquellos dulces cuentos que tú sabes. Acaso ¡ay! sea esta la última vez que los escuche, y también a tu amada voz.

–Señor –suplicó Scheherazada al sultán–, ¿me otorgaríais la dicha de poder complacer a mi hermana en su inocente ruego?

–Con mucho gusto –respondió el sultán.

Entonces Scheherazada comenzó su pasmosa narración, asombro de los siglos pasados y futuros. Este relato, mejor o peor conservado, ha llegado hasta nosotros, bajo el título de Las mil y una noches, es decir, El velo de Isis, como podrá apreciar por si mismo el virtuoso y sensato lector.

* * *

En el anterior relato de los dos sultanes, zares o shahs de la Introducción del divino libro, se caracterizan, respectivamente, las “dos humanidades” que comparten el señorío del planeta, a saber: la Humanidad propiamente dicha, única que conocemos, y otra Humanidad superior y legendaria, renunciadora o redentora, que irá saliendo poco a poco de estos comentarios mismos.

Las representantes de esta última son las dos hermanas Scheherazada y Dinazarda, o Keherata y Dinarza, que el Dr. Alemany quiere enlazar filológicamente con los de Karata y Damana del primitivo poema oriental de Kalila y Dymna, por supuesto sin el subfijo ka de “diminutivo, desprecio o ternura”, cosa muy dentro del universal parentesco que los recientes estudios “teosóficos” o de Religiones Comparadas van ya esclareciendo6. Para el filólogo-teósofo, en fin, las dos hermanas del gran libro no son sino Kákara y Dákara, dos místicas letras del sánscrito alfabeto.

Estas dos hermanas, símbolos respectivos de la Mente Inferior y la Superior del Hombre, se sacrifican, físicamente la una y moralmente la otra, para la redención de sus hermanas, las mujeres del reino, amenazadas de caer, como todas las pobres almas en el mundo, bajo las fieras garras de Schahariar o Zacarias “el Sacrificador”, nombre que aparece hasta para designar, en libros tan recientes como los Evangelios, al esposo de Isa-bel (¿Isis la Hermosa?), inofensivo inmolador de las víctimas propiciatorias ante el Tabernáculo hebreo. Y su sacrificio no es de un día, ni de un año, sino de “mil y una noches”, es decir, casi indefinido, al tenor de lo que entre pueblos como el nuestro mismo significa la vaga frase de “mil y uno”. Y semejante sacrificio, como todas aquellas cosas en las que el sexo aparece, tiene también una significación dual: la necromante de “la letra que mata” y la sublime de “el espíritu qué vivifica”.

En efecto, y por de pronto, el problema del sexo, al que antes aludíamos, aparece vigoroso ya en la Introducción del libro: Los dos hermanos sultanes descubren la infidelidad de sus sultanas respectivas, a quienes decapitan, y, exasperados, creen que todas las demás mujeres son infieles también, por ley de su naturaleza, merced a lo cual Schahariar o Zacarlas –el siempre mudo sacrificador del Templo– se decide a sacrificar, como el famoso monstruo irlandés y gallego del Tributo de las cien doncellas, todas las noches a una mujer, después que ha compartido con ella su regio lecho. Tras tan horrenda carnicería, que tiene aterrado a todo el imperio, aparece una heroína, Scheherazada, la hija del visir, quien, como la Judith de Holofernes, o la Iseo del mito de Tristán, se resuelve a libertar a su pueblo de semejante oprobio y resueltamente se ofrece en holocausto al monstruo, al Sir Morold parsi, compartiendo su lecho.

Viene aquí entonces el símbolo de la acción de la Magia en el mundo y en la vida: la humana Scheherazada se hace despertar por su hermana Dinalzada “antes del amanecer”. (hora de la iniciación), y ésta le ruega que le cuente una de aquellas divinas parábolas que debía a sus profundos estudios. Scheherazada aprovecha esa hora augusta que precede al alba, y en la que el hombre comienza a salir del mundo misterioso del sueño penetrando en el de los ensueños más dulces, ensueños jinas que acaso son la única verdad de nuestra existencia, y comienza su relato con la historia del comerciante y el ogro, que no es sino el símbolo del triste destino de la Humanidad post-atlante destinada a desaparecer, como destinado estaba a morir el pobre comerciante del cuento bajo la espada del genio del mal o magia negra y como destinada estaba también a morir la pobre Scheherazada si en aquel momento no se hubiesen presentado tres extraños personajes, dignos de especial mención. Personajes a quienes veremos aparecer en el epígrafe siguiente.

Porque, a bien decir, la Humanidad doliente, a diario sacrificada por las Potencias del Mal, que hoy son señoras de la Tierra, sólo puede salvarse de su triste destino, que es el de la muerte moral al par que física, con el ejercicio de sus poderes mentales redentores, es a saber: el de la Mente Inferior, discursiva o razonadora, que nos ha dado a la ciencia como elemento esencial de todas nuestras emancipaciones –mente representada por la imaginación creadora de la sabia Scheherazada–, y el de la Mente Superior, pura e intuitiva, la del genio del hombre, despierta siempre para las altas verdades, como lo estaba la jina de Dinarzada, Djinar-zada o Diana-shada, con ese eterno velar del Inconsciente humano desde su augusto trono de misterio, esa “Voz Interior y Divina”, Sophia o “Atmâ-Buddhi-Manas”, en fin, que es, en suma, el “Christo en el Hombre”, que diría San Pablo7.

Y gracias a la proverbial misión de estas dos Mujeres-Símbolo, la sentencia de muerte formulada contra la Humanidad en la mística cabeza de “las cien doncellas” parsis se difiere uno y otro día, como se difieren o desvanecen todas las miserias humanas bajo la enriquecedora magia de la Mente, como se alejan y desvanecen también las tinieblas de la noche ante la luz esplendorosa del astro del día, ya que no en vano la Luz de la Idea y la Magia de la Imaginación –¿Imago–jina–actio?, ¿Creación imaginativa o “jina”?– ha sido siempre comparada en el mundo de lo espiritual a la del Sol fecundando con sus energías a todo el mundo visible.

Y ha sido tan poderoso el alcance sublime de la redención operada por aquellas dos abnegadas “hermanas”, que nuestra misma historia demopédica ha conservado memoria de ella en costumbres originalísimas, tales como la del segoviano pueblo de Hontanares, cosa importantísima.

Según el simpático Sr. Rincón Lazcano, autor de la novelita teatral que lleva por título La Alcaldesa de Hontanares, el día de Santa Agueda, es decir, el día de la leyenda, el día de la Agada semítico-mediterránea de la “Santa Tradición”, o sea el 4 de Febrero, se elige alcaldesa y árbitra de los destinos del pueblo a la mujer a quien de ello se cree digna; “para que durante veinticuatro horas, tierna, compasiva y libre de impurezas, gobierne y apaciente a todos sus convecinos”. La alcaldesa, en recuerdo sin duda de aquella redentora Scheherazada, hace justicia seca sin otro código que el de su generosa abnegación, esclareciendo el error, desenmascarando a la perfidia, otorgando, al par también, misericordia en algún que otro caso, sin embargo, ni más ni menos que la heroína de las “mil noches”. Cosa es ésta, además, recordada igualmente en las célebres Saturnales romanas, en las que los esclavos tenían derecho a decir la verdad desnuda a sus señores, y asimismo en las famosas “Fiestas de Locos” y “Carnestolendas” inmortalizadas en Nuestra Señora de Paris por el genio de Víctor Hugo. Por último, hasta las simpáticas promovedoras actuales de “La Cruzada de las Mujeres Españolas”, clamando en justicia a las Cortes y a la opinión contra el absurdo régimen legal que las oprime colocándolas en condiciones de inferioridad respecto de hombres que son las más de las veces inferiores a ellas, acaso, acaso, remontando en la inacabable cadena de los tiempos, podrían encontrar el origen de sus nobles rebeldías en aquellas dos heroínas o “parsis mujeres fuertes” de Scheherazada y Dinarzada que supieron dominar al Monstruo, al precursor parsi del “Minotauro cretense”, con las armas de la vigilancia constante o la imaginación creadora y el sacrificio altruista, armas que son las empleadas siempre por la Humanidad rebelde contra todas las negras fuerzas que secularmente la tiranizan…

Ya en la propia escena paradisíaca con la que se inicia el Génesis, vemos la misma amenaza de muerte si se “come de la fruta del Árbol del Conocimiento”, o sea si se emplea la Ciencia para otra cosa que no sea Renunciación, Obsequio en aras de la Humanidad y Sacrificio, porque escrito está, como dice Bulwer Litton en su Zanoni, que sólo puede redimir el que se sacrifica, y que esos Hermanos Mayores, Guías o Conductores de hombres y pueblos a quienes los teósofos llamamos “Grandes Almas” (Maha-atmas) o “Maestros”, prototipos abnegados de cuantas Scheherazadas y Dinarzadas ha habido en el mundo, son el eterno Muro de diamante contra el que se estrella el mar de la Pasión y del Mal en sus embates, como la fiera ola contra el escollo inconmovible.

Y semejante acción redentora de los hombres-jinas no se limita, no, a operar la redención de sus contemporáneos infelices, sino que se dilata ella más y más a través de los tiempos todos, como la mágica seducción imaginativa de la hija del visir parsi se extiende hasta nuestros tiempos mismos y a los que tras de ellos hayan de venir, al estudiar a su vez las mismas enseñanzas sabias suyas, ya que, si un milenio de noches pudieron detener la loca espada de un iracundo sultán, varios milenios efectivos de años y aun de siglos pueden seguir deteniendo próvidas la terrible acción de la ignorancia en el mundo, ignorancia que es la causa de todas nuestras desdichas.

El mito de Scheherazada, en fin, es un mito genuinamente tristánico, por cuanto en ésta vemos a una verdadera Iseo, Isolda, Isis la Antigua o Io, como en el de la leyenda occidental de este título que ha movido a través de los siglos a tantas plumas, inspirado a tantos pinceles y hecho vibrar a tantas liras.

Pero, a bien decir, entrambos mitos de Redención tienen como origen común el de la Primitiva Religión de la Naturaleza, o Sabiduría de las Edades, de donde todos los mitos religiosos más santos y sublimes derivan, por cuanto en aquella Religión, dada a nuestra Humanidad Infantil por otra Humanidad Superior –la de los Reyes divinos u hombres solares, lunares y venustos–, su antecesora, no pudieron menos de personificarse de algún modo las dos grandes Fuerzas o “Serpientes de la Luz Astral” que rigen al mundo, siendo tan necesarias, dentro de sus papeles respectivos, la una como la otra, a saber: la Fuerza de Inercia, de Caída, de Dolor, de Mal, de Negación, de Tiniebla, de Destrucción, representada en el viejo sultán Shahrirar, y la Fuerza de Progreso, de Redención, de Bien, de Felicidad, de Creación y de Luz, por Scheherazada representada. Sin la una, el argumento entero de la Vida, el gran Drama de la Humanidad sobre la Tierra, carecería de impulso, de estímulo o de protagonista; sin el otro, sin el contraprotagonista, símbolo del mal, el tal Drama acabaría instantáneamente. Entrambos además están representados de un modo simbólico en el gran jeroglífico de la Y con sus dos “ramas de bien y de mal” o de la Diestra y de la Siniestra, la eterna Dúada pitagórica, origen del Mundo entero como Manifestación, que diría Schopenhauer, y cuyo tronco o Mónada inicial no es buena ni mala, blanca ni negra, sino lo Inmóvil en lo Móvil, que diría el cardenal Jerónimo de Cusa, o sea Ello, lo Neutro, lo Indefinible, lo Incognoscible spenceriano, incognoscible precisamente porque nuestra capacidad mental no puede actuar sin el contraste, sin la ley de los contrarios conjugados, o sea, en cada caso, sin el opuesto, como no popemos ver absolutamente nada en parte alguna si el algo que ha de verse, por su color o índice de refracción correspondiente, no varía poco o mucho del del ambiente que le circunda.

De aquí, en fin, la doctrina de los Logoi y de sus respectivos Adversarios, entre los gnósticos, o sean el Agathodaemon y el Kakodemon del doble caduceo de Mercurio-Hermes, emblema de la doble Sabiduría; de aquí la eterna ley de la oposición y la lucha que al mundo rige; de aquí también aquellas celebérrimas palabras con las que Krishna, el gran Hierofante iniciador de Arjuna en el Mahabharata, revela a este último su verdadera Naturaleza Dual, diciéndole:

“Yo soy el Espíritu entronizado en el corazón de todos los seres: su Principio, su Medio y su Fin; de las armas, yo soy el Rayo, el Viento, el Trueno… Sin Mí nada animado puede existir, porque soy el Origen de todo ser y de Mí ha emanado el Universo… En este mundo hay dos principios: perecedero o divisible el uno, imperecedero o indivisible el otro. Aquél es la totalidad de los seres vivientes, éste lo inmutable e indiferenciado; pero hay aún otro Principio más elevado, el Espíritu Supremo del Universo (la Nada-Todo de la escuela advaitia), que llena y sostiene a los tres mundos”: el del cuerpo, el del alma y el del espíritu…”

Una última observación nuestra para ligar este notable “cuento” con el que subsigue: sospechamos, en efecto, que esta “Introducción de las actuales Mil y una noches” no es la primitiva, pues que en ella, al fin, se hace jugar al sexo y a la terrible y tan semítica pasión de los celos. La verdadera “Introducción” originaria, no debió ser ésta, sino la del extraño relato que subsigue en todos los textos que conocemos, y con el que Scheherazada comienza su inaudita narración.
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