Biblioteca teosófica de las maravillas






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Poco esfuerzo tendremos que hacer en este comentario para probar que, al igual del mito de “El Pescador”, su mito gemelo el de Aladdín o “Alah-ddhín” (el “jina” bueno o “jina de Alah”, como otras veces hemos dicho) es de los más fundamentales del gran libro de Las mil y una noches.

En efecto, un comentario lo debidamente extenso acerca de dicho mito podría dar a este capítulo proporciones de libro.

Por de pronto la historia de Chamseddhín, de Nureddhín y de Bedred-dhín que dimos a guisa de versión del cuento de “El Pescador”, en el capítulo V, puede pasar por una mera variante de este mito aladinesco, como lo prueban los nombres mismos de aquéllos que no son los de “sol de la religión”, “luz de la religión” y “luna de la religión”, respectivamente, sino de sol, luna y luz del mundo superior y ultrarreligióso: en una palabra, DEL OCULTO MUNDO DE LOS DJINS O JINAS, al tenor de la sublime sentencia que se lee en el texto de Mardrús, y que dice: “cuando tus ojos vean y tus oídos oigan que una persona lleva un sobrenombre, ten presente que, si indagas como es debido, siempre acabará por surgir a tu asombrada mente el oculto sentido del sobrenombre…” Una prueba más, dicho sea de paso, respecto del profundo sentido ocultista que campea en todas las páginas del gran libro56.

Además, la escena fundamental relativa a que entrambos sustituyen al esposo de su amada en la misma cámara nupcial, en los dos cuentos de Nureddín y del de Aladdín es la misma, y ambas se operan por medio de la magia del héroe, magia que no es, por supuesto, la ordinaria de sustitución de un esposo feo y odiado, impuesto por la maldad ajena, por un amante hermoso, noble y apasionadísimo, sino la simbólica de la sustitución de los vicios que acosan a nuestra casta y pura alma, por el único Soberano de ella, que es el Espíritu que al Alma cobija, según llevamos visto en múltiples pasajes teosóficos de esta obra y de otras57, cosas todas que sólo pueden ser logradas por los verdaderos y legítimos poseedores de la Lámpara maravillosa y el prodigioso Anillo, o sea, en términos de simbología, “la lámpara”, que nos da el Conocimiento y “el Anillo”, que nos otorga los tesoros del deseo, o mejor dicho, del Amor.

Pero, ¿dónde obtener esa “Lámpara” y ese “Anillo”?, nos preguntaremos con el lector. Y el mito contestará por nosotros, diciéndonos: –¡En la “cueva” de la Iniciación, en el “antro” de Aladdín!”

Sí. Quien haya hojeado no más nuestra obra De gentes del otro mundo y su apéndice El libro que mata a la Muerte o libro de los Jinas, habrá podido advertir que toda ella no es efectivamente otra cosa que un amplísimo comentario al mito de Aladdín. Allí se ven la famosa “piedra cúbica”, “patera” o losa que cierra, en un relato apasionadamente interesante del coronel Olcott, la entrada al mundo de los jinas, mundo al que un bondadoso maestro de escuela es llevado por un “jina”, discípulo suyo, previo juramento de silencio que luego no cumple y que le cuesta la vista58; los subterráneos misteriosos con tesoros a los que nadie, “que no posea la lámpara del verdadero Conocimiento”, puede tocar, por estar ellos defendidos por elementales tremebundos, los clásicos “dragones” de todas las leyendas y que son, en efecto, algo más que “monstruos de pesadilla”, monstruos, Fafner, a quien sólo puede vencer sin peligro la inocencia del candidato a héroe, el Aladdín, el Sigfredo, el Olinos, el Hércules y demás excelsos protagonistas de este drama, siempre el mismo a través de la leyenda universal.

Y en los eternos jardines encantados de tamaño mito siempre aguardan también, como a Parsifal en el del negro mago Klingsor, las más peligrosas seducciones de oro y de pasión, seducciones contra las que sólo está capacitado para resistir quien lleva en sus venas sangre de héroes, ora sea la de Sigmundo y Siglinda de La Walkyria; ora la del “sastre” Mustafá, sastre, por supuesto, que no es tal “sastre”, sino un iniciado también, es decir, un conocedor de los sagrados “shastras” o cánticos mágicos, tanto en su significación simbólica cuanto en el ritmo o mantram con el que hay que cantar sus estrofas, en los Vedas y en los demás libros sagrados de la veneranda antigüedad, escritos para poesía, canto y música.

Y que la “lámpara” y el “anillo” en cuestión tienen a su servicio un genio obrador de maravillas, no cabe la menor duda. Si no bastasen, en efecto, a demostrarlo los prodigiosos frutos de la lámpara del conocimiento, o sea la mera Ciencia, que dicen los orientales, “la Doctrina del Ojo”, ahí están bien patentes sus poderes en forma de otros tantos descubrimientos con los que la ciencia de los modernos Aladinos han esclavizado las fuerzas naturales a su albedrío. Pero, ¡ay!, que por grandes que ellos sean, aún son más sorprendentes los que lograrse pueden con el Anillo del Amor, desposándose mediante él con el Hada misma poseedora de tales fuerzas, o sea con la Naturaleza, porque, como se ha dicho más de una vez, “quien logra conocer a la Naturaleza por la magia del amor”, identificarse con sus leyes soberanas, logra también, ipso-facto, que la Naturaleza misma le preste obediencia y se le rinda a su albedrío… La negra magia del egoísmo y del vicio, “en los primeros momentos”, pueden conseguir aparentemente lo mismo, cual el perverso mago africano del cuento aladinesco consigue con los “humos negros” de su necromancia, hallar, sí, el camino del subterráneo, y hasta descubrir la piedra blanca que le recubre, pero de ningún modo penetrar en él, porque, si penetrase por su desgracia, le costaría la vida, ya que tales “humos negros” de las evocaciones de los magas perversos tienen siempre limitados sus poderes: “el mal no prevalecerá”, que siempre se ha dicho59.

¡Cuán admirable filosofía la del cuento de Aladino!: el joven, como cuantos desdichados hermanos suyos nos debatimos en las miserias de este mundo, puede perder “la lámpara del conocimiento”; olvidar la virtud del “anillo del místico amor”, pero, si se sienta un sólo momento como el Buddha a la sombra del “Arbol sagrado” de la tradición, puede recordar de nuevo lo que olvidara –“dioses sois y lo habéis olvidado”, dijeron Platón y Jesús– y recordándolo, volver a obtener el Conocimiento perdido, o sea “recobrar la lámpara robada”, al tenor del sublime simbolismo del mito.

Otra ventaja no menor logra el hombre así despertado de nuevo a la inefable “Luz” de la consabida “lámpara”, y es la de poder con ella desenmascarar infaliblemente a las hipócritas y nefastas “Fátimas” que pululan impías y con máscara de religiosidad por el mundo, Fátimas que nunca aconsejan bajo sus embustes de falsa piedad sino que colguemos de la cúpula del palacio de nuestra Mente el Huevo-Roc, o divina “Semilla” de la enseñanza de nuestros Maestros, cual aquellos hipócritas fariseos del Evangelio que, bajo pretexto de mayor luz, la escondían bajo el celemín, dejando en tinieblas espirituales y mentales a los humanos infelices…

Aladdín logra el poder, la riqueza, la fama, todo, en fin, cuanto puede ser ansiado en el mundo, hasta la mano misma de Badrul-Budur, la princesa lunar de sus ensueños, paseada, como en el mito de Lady Govira, por toda la población, sin que nadie pueda, quiera o deba verla, pero esta posesión no es permanente, porque se debe en parte a ajeno poder: el de la lámpara y el del anillo, pero no ha sido lo bastante merecida, ya que no ha mediado para ello “el dolor” y “el sacrificio”. Por esta razón, el Destino o Karma, quiere en el cuento, bajo la forma de un descuido materno que hace cambiar la fea lámpara maravillosa por otra aparentemente más hermosa, que Aladino, como la Psiquis de la leyenda de Apuleyo, tenga que vagar errante por el mundo en demanda de su amor y que, tras mil eventos desgraciados, consiga el verse de nuevo al lado de su amada, gracias a que, aunque había perdido la “lámpara” o sea “el Conocimiento iniciático”, conservaba felizmente el “Anillo de la Virtud o del Amor”, con el que todo, en efecto, puede recobrarse y se recobra, pues que decirse puede, parafraseando a Rafles en cierto drama policiaco que ha hecho furor en nuestros días: “dinero perdido, ¡nada perdido!;” ciencia perdida, ¡mucho perdido!; corazón perdido, ¡todo perdido!, cosa que la historia además se encarga de demostrárnoslo mil veces, haciendo resurgir a pueblos que, como Aladdín, supieron conservar en sus desgracias el tesoro de su espiritualidad, mientras se sepultaron todos aquellos otros que no quisieron o no pudieron conservar un tesoro semejante, que vale por todos los demás del mundo.

Y ¡cosa admirable!, los dos momentos más típicos de la Iniciación aparecen claramente consignados en el cuento; Aladdín logra, sí, mediante su anillo, el verse transportado al Palacio de las Maravillas y colocado en el lecho nupcial al lado mismo de su amada en sustitución del odioso esposo que a ésta le había designado su padre, pero entre ambos jóvenes aparece, como en todo el simbolismo del caso, la espada flamígera de la castidad, sin la cual aquel gran Misterio de misterios no puede operarse.

Pero este asunto, así como otros que derivan, merece tratarse en otro lugar con toda la detención debida, como habremos de hacerlo al ocuparnos de los numerosos cuentos derivados del mito de Aladino.

CAPÍTULO X

El anillo prodigioso de Aladino
Enlace de este capitulo con el anterior.–Cuál era, en efecto, el verdadero anillo de Aladino.–Un notable “Pliego de cordel” español.–Historias del príncipe Selim de Balsora y del príncipe Zeín Alasmán con el rey de los genios terrestres.–¡Cava, cava en tu propio huerto!”–La leyenda de la esterilidad.–El subterráneo misterioso.–Una cripta iniciática.–Las seis estatuas simbólicas de otras tantas virtudes humanas.–¡El séptimo pedestal está aún vacío!–El constante Enemigo en el Sendero.–Tentaciones de lo astral.–El eterno “Jardín encantado”.–La “Venusberg” de los persas.–El “aníllo” de la Conciencia, como “mágico y único espejo fiel” a lo largo de la vida.–Peligros de todas las inercias.–El Anciano de la “Isla de los Genios”, o sea el Maestro Iniciador.–La terrible ley de la Renunciación y del sacrificio.–Una adaptación de la leyenda de “El anillo prodigioso” a la literatura del medioevo.–”El anillo de Záfira” –Comentarios y correlaciones de este típico mito.

El anillo de Aladino, según insinuamos en el capítulo precedente, no es un anillo cualquiera, sino el Lazo Misterioso que une a la Espiritualidad con el Conocimiento, a la Ciencia seca o “Doctrina del Ojo”, con el Amor Inefable o “Doctrina del Corazón”.

Ello podría muy bien dudarse si cosa nuestra fuese únicamente, pero resultará indudable para el lector conspicuo a poco que repare en el sentido íntimo de este otro cuento de “El anillo prodigioso”, cuento que, a bien decir, constituye la Versión segunda del cuento de Aladino, y que, al igual de lo que ya vimos con el de “El Pescador”, va acompañada de otras versiones no menos simbólicas e interesantes que iremos dando en sucesivos capítulos.

Y es lo curioso que algunas de estas versiones que nos han llegado a España por la vía Galland-Mardrús las teníamos ya muy de antiguo entre nosotros y con rasgos árabes más hermosos aún.

En efecto, en el tomó I de nuestras Conferencias teosóficas en América del Sur, al hablar de los Mitos Persas e hindúes de España, decimos una vez más que el delicioso libro oriental de Las mil y una noches, la Biblia más accesible al corazón del hombre como al del niño, contiene multitud de leyendas que en gran parte han sido mantenidas por la tradición oral española y publicadas luego en pliegos de cordel. Tanto por esto como por su singular belleza no podemos resistir a la tentación de ocuparnos de tres de las más sugestivas. Es una de ellas El príncipe Selim de Balsora, o El Anillo prodigioso60.

El “Pliego” dice así:

“En los tiempos más florecientes de Oriente reinaba en Balsora el gran Ceilán, príncipe que, por sus virtudes, supo granjearse las protecciones celestes. Para su felicidad conyugal le faltaba, sin embargo, un hijo, en vano mendigado con oraciones por todo su pueblo desde hacía seis años.

Al séptimo mandó el rey hacer una rogativa general por todos sus dominios, implorando el sucesor tan deseado. Los templos se llenaron de inciensos, oraciones y luces, y en el principal de la ciudad se prosternaron los dos esposos, orando largo rato. Los detalles de este fausto suceso recuerdan, por supuesto, los que cuenta la tradición acerca del nacimiento de D. Jaime el Conquistador y tantos otros gloriosos nacimientos.

Al levantarse, ocurrió una cosa singular. El recinto apareció iluminado por una luz sui generis que eclipsaba a todas las otras, cual si el templo estuviese cuajado de pedrería que era imposible mirar.

El príncipe elevó sus brazos al cielo en acción de gracias y entonces todo el mundo pudo ver que el foco de luz tan esplendorosa no era otro que la piedra del anillo real rutilando como purísima estrella. “El cielo ha escuchado nuestras súplicas”, exclamó lleno de santa unción.

Solos luego los esposos, la reina preguntó a su consorte el motivo que tuviera para expresarse así, y éste le dijo: “¡Oh hermosa mía, es un secreto que habrá de acompañarme a la tumba; porque, si infiel a mi promesa, lo revelara, la cólera celeste descargaría sobre nuestras cabezas.” Mientras así hablaba, la dió el príncipe a besar el anillo y al punto la reina concibió en sus entrañas un hijo, cuyo horóscopo, hecho al nacer por los mejores astrólogos del reino, fué que el deseado infante sería valeroso, prudente, sabio y feliz, si sabía aprovecharse de un precioso talismán que le serviría de norte en todas sus acciones; pero, si por desgracia o mala estrella, desdeñaba el camino que el talismán le trazase, sería condenado a vivir errante toda su vida como ingrato a los beneficios del Destino.

Selim, hermoso como un ángel, risueño como las flores en alborada de primavera, dulce y amable como los dioses del Olimpo, crecía, siendo el encanto de sus padres y la esperanza de todo el pueblo. Sabios maestros cultivaron sus sentimientos e inteligencia, y a los diez y ocho años el saber del príncipe eclipsaba al de los hombres más encanecidos en el estudio.

Por esta época el gigante Orón, de Siberia, después de asolar todos los reinos circunvecinos, invadió los Estados del viejo Ceilán, quien no pudo sobrevivir a tantas desgracias como la invasión acarreó a su pueblo. Un accidente le privó del habla y sucumbió al tercer día sin dejar disposición testamentaria alguna. Su cuerpo fue sepultado en el mausoleo ae sus mayores.

Orón había penetrado ya en Egipto y su poder era invencible. Los diminutos Estados heredados por Selim no podían resistirle.

Vacilaba el joven príncipe acerca del partido que debería seguir, cuando se llegó a él en sueños un anciano, de imponente majestad, diciéndole cumpliese como bueno en pro de la independencia de su patria, sin calcular el número ni poder de sus enemigos. “Vuelve –añadió–, hijo mío, al panteón de tus mayores, y levantando la tapa de la urna que encierra el cadáver de tu padre, sácale de su dedo la hermosísima sortija que en él ostenta, y, en cuantos accidentes te ocurran, guíate sólo por ella. Si al ejecutar tus acciones ves brillante y pura su piedra, nada temas, porque estás en el camino del bien. ¡Guárdate mucho de dar motivo a que el diamante se te empañe, porque estarás perdido!”61.

La dulce visión desapareció. Selim, obedeció fielmente bajando a la tumba de sus mayores, y, reverente, despojó del anillo al autor de sus días, quien, fresco como si durmiese, parecía alargarle la mano complacido. Salió de la estancia, y el príncipe se fue a la cámara reservada de su padre, donde, al fulgor del diamante, reconoció un gran cuadro representando la Abundancia. Oprimiendo inadvertidamente un resorte de él, giró el cuadro y dejó al descubierto espaciosa galería que conducía a diversas piezas secretas cuajadas de armas, pertrechos de guerra y grandes urnas de pórfido repletas de oro. Sobrado tenía el joven con aquello para emprender la campaña que temía. A la luz de innumerables lámparas, encendidas por el efluvio del diamante, aquellos subterráneos reverberaban como un encantado paraíso.

Preparado así de todo lo necesario, salió a campaña el ejército de Selim, y al séptimo día toparon con las avanzadas de Orón, trabándose reñido combate, al final del cual Selim derrotó por completo a la hueste del gigante temible.

Lanzóse Selim en persecución de los restos del ejército enemigo, internándose tanto, que cuando acordó se halló frente a un bellísimo castillo, que en letras de oro decía: “Templo de las delicias del Amor.”

Hizo el príncipe resonar su bocina, y bajaron a recibirle seis preciosas doncellas, vestidas de blancas túnicas, quienes le llevaron en triunfo a la presencia de la dueña de aquel edén: la princesa Eusina, mujer de seductora e incomparable hermosura, que le recibió con todos los honores de un semidiós y todos los atractivos sensuales del amor.

Trastornado de pasión, iba el príncipe a caer en sus brazos, cuando, al mirar a la piedra de su anillo para cambiarle con el de la maga, viole a aquél empañado de negruras. Iba a sucumbir el ciego mancebo; pero pudo más la voz secreta de su conciencia, y haciendo el más sobrehumano de los esfuerzos, huyó precipitadamente de aquellos peligrosos hechizos, con lo que, ya fuera, el diamante brilló con destellos más puros que nunca.

Encaminóse luego el triunfador de Orón y heroico triunfador de sí mismo hacia la ciudad de las Pirámides, en cuyas cercanías trabó nuevo y más recio combate con otro cuerpo de ejército del gigante, venciéndole también en lucha desigual y cuerpo a cuerpo tras horrible carnicería. Selim cercenó la cabeza del monstruo y libertó al Egipto de su tiranía cruel, siendo recibido en triunfo por sacerdotes, guerreros y pueblo.

Entregadas sus huestes al descanso, Selim olvidóse un momento de sus deberes como general y como hombre, gustando de los peligrosos encantos de la molicie entre banquetes y fiestas. Todas las jóvenes más nobles y más hermosas se disputaban los favores del joven caudillo, quien, por su parte, también no dejaba de ansiar una compañera con quien compartir sus destinos. Pero sus diligencias eran en vano, porque más y más se le empañaba su alhaja protectora.

Desesperado Selim, se decidió a no reprimir por más tiempo sus deseos, y hallando demasiado propicia a la princesa de Circasia, la pidió para aquella noche una cita, que le fue inmediatamente concedida. Mientras la hora llegaba, el placer y el sobresalto rindieron al joven, quien se quedó dormido.

No tardó entonces en presentársele en su sueño el mismo anciano venerable de antaño, afeándole su proceder y diciéndole: “No se halla aquí, ¡oh Selim, hijo de Ceilán!, la séptima estatua que te hace falta.” Conviene advertir al lector que en la visita a los subterráneos de la Abundancia, la cámara más admirable de todo aquel encantado laberinto era cierta rotonda con seis pedestales, coronados por singulares estatuas de la Ciencia, la Justicia, la Renunciación, la Modestia, la Fortaleza y la Templanza. Otro pedestal, más hermoso aún, se veía vacío.

Selim despertó sobresaltado, y conocedor por experiencia de la verdad de tales ensueños, se armó a toda prisa, levantó a su gente, y huyendo de aquellos encantos malditos, se dedicó con energía a libertar más y más ciudades del poder de los restos que quedaran del ejército invasor.

Pocos días después asaltaba la última ciudadela de éste, cuando se lanzó Selim en persecución de un guerrero contrario que huía. El confiado príncipe cayó así en la celada que le tendiera, y muerto su caballo, deshechas sus armas, cayó herido por aquel traidor, que se vino sobre Selim dispuesto a rematarle. Era el tal guerrero la propia princesa Eusina, que así se vengaba de su imperdonable desdén.

Pero en aquel mismo momento la proterva encantadora se vió asida por un poder superior: una purísima doncella de quince años, seguida de victoriosa hueste, hundióle en el pecho su puñal, dejándola sin vida.

El anillo prodigioso brilló entonces con fulgores celestes. El Destino expresaba así su voluntad suprema de unir en matrimonio a Selim con su divina libertadora Alina, la hija única de Amer, el rey legítimo de aquel reino, que había sido destronado por Orón.

Curado Selim, celebráronse las bodas con gran fausto, y la misma noche aquella en que debía hallar el joven príncipe amante reposo en los brazos de su compañera, Selim se quedó un momento dormido y tornó a aparecérsele el anciano de la barba blanca, diciéndole: “Hijo mío, estoy satisfecho de ti porque has correspondido dignamente a mis esperanzas. Como tu gran padre Ceilán, eres sabio, bueno y valeroso. ¿Qué te falta? Ser feliz.”

“Yo protegí a tus mayores –continuó el anciano–, colmándoles de dichas verdaderas; yo di a tu padre ese prodigioso anillo, que luego pasó a ti por mis consejos. Te hice con él el sér más poderoso del Universo, y, por su virtud, pude preservarte de que fueses muerto por Eusina, la querida de Orón, en el mentido Templo de las Delicias. Yo te saqué de los peligros de Egipto y de sus amores lascivos. Te he deparado brillantísimas victorias que te colocan en los anales de los héroes, y aún pienso hacer más por ti si te muestras con el debido reconocimiento… La tierna esposa que acabas de recibir debe permanecer pura, como lo está hoy día, y habrás de conducirla a la Isla del Rey de los Genios, tú solo y sin tu gente, guiado siempre por el anillo misterioso.”

Asombrado quedó Selim, al despertar, ante los mandatos de su fantástico protector; pero, agradecido a sus constantes favores, le obedeció sumiso, poniéndose con su esposa en camino inmediatamente, bajo la divina, guía de su sortija.

A los tres días de penosa marcha, los caballos se negaron a seguir, pero un gracioso geniecillo de la selva les presentó otros incansables con músculos de acero, y, montándolos los esposos, siguieron con la celeridad del rayo su camino hasta llegar a la orilla de un anchuroso lago de aguas apestosas, tan negras como el betún, lago que cruzaron en la barquilla de un fúnebre viejo.

Al desembarcar en la orilla opuesta, salieron al encuentro de los amantes dos enormes cocodrilos con cabezas de dragón, forcejeando con Selim y con Alina para sepultarlos en las negras aguas; pero los briosos caballos que los conducían los destrozaron con sus dientes. Horrorizados los dos jóvenes, vieron entonces que los dos monstruos eran ya los cadáveres de Eusina y de la princesa Circasia, vomitados por las ondas.

Una hermosísima floresta, embalsamada de perfumes de azahar y animada por los nocturnos trinos de los ruiseñores, les proporcionó aquella tarde descanso en sus fatigas. La hora, el sitio y la oportunidad convidaban al placer, pero Selim se contuvo en sus naturales ímpetus, recordando la profecía, y a la mañana siguiente se vieron los esposos a las puertas de un maravilloso palacio en la Isla de los Genios.

Describir las magnificencias aquellas resultaría temeridad insigne para la torpe pluma. Sólo sí diremos que en el centro de una ideal estancia los fatigados esposos hallaron sobre su trono al Genio de los Genios, al anciano venerable que en sueños se había mostrado a Selim hasta tres veces.

El príncipe y su compañera cayeron prosternados de respeto y de amor.

Tendióles el anciano sus bondadosos y amantes brazos, estrechándolos contra su corazón, y dirigiéndose a Selim le dijo: “Has terminado victorioso tus concatenadas pruebas. Vete, pues, a tu palacio y sobre el séptimo pedestal vacío de la sala de la Abundancia que te mostrara antaño hallarás la séptima estatua que faltaba: la Felicidad. Tu esposa quedará conmigo en mi alcázar, en recompensa de los singulares favores que te presté, en el caso de que te prestes voluntario a tamaño sacrificio y no en otro caso: elige.”

La exigencia del Rey de los Genios traspasó el enamorado corazón del Príncipe. Un momento no más fluctuó entre la pasión y la gratitud, pero pudiendo aún más ésta en su corazón hermoso, que recordaba que hasta su propia esposa la debía a la protección invisible del que así se lo exigía, se resignó con su triste destino, emprendiendo solo y sin ningún contratiempo el camino de su reino, en el que entró con todos los honores de un libertador.

Luego que quedó solo en su palacio, se dirigió presuroso a la galería de las estatuas y su asombro rayó en delirio cuando sobre el séptimo pedestal, basta entonces vacío, vió se alzaba su idolatrada Alina, abriéndole los brazos. La joven doncella se había sentido transportada en sueños a aquel sitio por un carro de fuego, según el mandato del Rey de los Genios, que de tal manera sublime coronaba su obra protectora de guiar por la noble senda del bien al más admirable de los Príncipes.
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