Biblioteca teosófica de las maravillas






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Ya apuntamos, en la nota del comienzo, que cuantos nombres propios juegan en este hermoso mito encierran su correspondiente simbolismo ocultista. Beder, Bedred o Bedreddhín, más bien que el significado de “luna-llena”, que le asignan las traducciones árabes, merece el de “sol” y “hombre solar”, es decir, el de un hombre lo suficientemente adelantado en la senda de lo Oculto para merecer ser hijo de un rey de la tierra y una princesa del mar y desposarse nada menos que con Giauhara, hija a su vez del rey de los genios aéreos, tan superiores a los genios marítimos como éstos lo son a los hombres y demás habitantes de la tierra.

Comienza, pues, aquí, en este cuento, lo que llamar podemos también El libro de los hombres héroes, o conquistadores por sí mismos de la Iniciación, que tan hermosos desarrollos ha de recibir en próximos capítulos.

La Gul-i-anar, Guli-anas o “Juliana”, que al rey persa es entregada como esclava, es, en efecto, de otra raza que las demás mujeres, no sólo por su marítima procedencia y su alto linaje, sino también por su silencio, su altivo carácter, “que no tolera rivales”, y el sacrificio que de si hace uniéndose a un miserable hombre terrestre, siquier este hombre sea rey del más poderoso de los imperios conocidos. Es, en una palabra, el símbolo y el prototipo del alma divina que a todas nuestras míseras personalidades cobija y que, como dicen los tratados de mística, no tolera por rivales a ninguna de cuantas pasiones nos avasallan a nosotros los mortales, anublando el celeste brillo de aquélla. Por eso es, sí, “flor de granada”, flor capaz de contener en cada uno de los granos de su fruto un vástago nuevo de una futura y regenerada humanidad. Para entronque de este mito con el general de toda la obra de Las mil y una noches, al rey persa en cuestión se le vuelve a asignar el nombre tan característico de Schashaman o “Shah-shamán”, o sea la etimología que varias veces llevamos dada de “hombre solar”, “hombre divino” o shamano, es decir, partidario de la “Religión del Espíritu”, y no de otra alguna positiva, y por ello se le hace “señor de la Ciudad Blanca del Korasán” o región central de donde luego se dispersaron los arios por el mundo, único capaz de alzar sin impiedad el “Velo de Isis” o velo azul y oro bajo el que se ocultaba la gentil Gulnara, en cuyo mismo nombre iban ocultos los dos nombres isiacos de la luna.

Beder, al ser sumergido al nacer en el seno de las aguas, sin ahogarse, por su propio tío el rey Saleh, es ese mismo conde Olinos de la leyenda parsi de Asturias, al que se refiere el conocido romance que canta:

Conde Olinos, conde Olinos

fue niño, y pasó la mar.

y su dicho tío Saleh, rey de Shaman-dal, nos muestra asimismo en este nombre que le asignan invariablemente los textos, a una especie de Melquisedec parsi, prototipo del Melquisedec bíblico o rey de los Melchas o “bárbaros occidentales” del que con tanto elogio nos habla el Génesis50, donde además aparece el nombre de Salé o Saleh, como padre de toda la tribu hebrea, al figurar (Gén. X, 22-25) este Saleh como nieto de Sem, hijo de Arphasad, padre Heber y remoto antecesor de Abrabam…, una de las mil pruebas del abolengo parsi del “pueblo elegido”, del pueblo “hijo de la tierra y del mar” como Beder, es decir, de gentes parsis y aun brahmánicas, y de gentes atlantes, melchas u occidentales, por otro. En cuanto al reino de Shamandal o de “los shamanos”, regentado por Saleh, poco podríamos añadir que no fueran repeticiones de lo anteriormente expuesto.

Pero hay otro detalle bien curioso respecto de la reina Laba o Labana que figura en el relato parsi como sometiendo a durísima prueba a Beder, y es la concordancia de su nombre femenino con el nombre masculino de Labán, tío de Jacob (el “Iacho” o “Inacho” griego), hombre que engaña repetidas veces a este último y se hace servir de él durante siete años para obtener la mano de Rachel51, dándole meramente la de Lais o Lía. La doctrina interna, pues, lo mismo del mito parsi que del mito hebreo, es la de que el neófito, después de sus rudos esfuerzos de discipulado, más bien suele obtener al cabo de ellos los necromantes conocimientos de los “lais” occidentales (Lía), que los puros y genuinos de Oriente (“Chela” o “Ra-chel”). De aquí que veamos al joven Beder, antes y después de la aventura de Laba, transformado, primero en ibis, flamenco u otra de las consabidas “aves blancas”, y luego a punto de transformarse, como el héroe del Asno de Oro de Apuleyo, en miserable jumento, cual transformados yacen, ¡ay!, por causa de sus vicios tantos y tantos desgraciados hombres en nuestros tiempos y en todos…

Por cierto que la extraña yegua en que, merced a los consejos del anciano gurú o iniciador Abdallah52, queda transformada la reina Laba bajo el conjuro del joven, es la misma hechicera o maga negra que ya vimos aparecer en la introducción de Las mil y una noches, en el relato de los viejos jeiques de barba blanca, bajo la forma de yegua, corza o ternera. Beder pudo estar seguro, ni más ni menos que estarlo podemos los demás mortales en tanto, ¡mito admirable!, que no abandonemos ni un solo instante las riendas de nuestra bestia, porque, de lo contrario, por momentáneo que sea aquel abandono, jamás podremos alcanzar a medir las consecuencias… ¡La Ciudad de los Encantos o de la reina Laba no es, en efecto, sino este peligrosísimo mundo en el que durante nuestra triste encarnación nos debatimos!

Quien lo dude que tienda una mirada por el mundo y vea: aquí a unos hombres frívolos, payasos eternos que no son bajo el conjuro de la reina Laba sino otros tantos libidinosos simios; allá, a otros hombres viviendo, como la hiena o el tigre, de los despojos de la sangre de sus semejantes, a quienes sacrifican en guerras crueles, de las que ellos obtienen saneadas ganancias –¡saneadas, oh ludibrio, cuando son de lo más insano e inmoral que darse puede!–; acullá, hombres hipócritas, deslizándose como sierpes y demás sabandijas por entre las sombras del hogar ajeno, para sembrar en él, ora la desunión de los celos, ora la ruina, de la que ellos se aprovechan… ¡Como, que todo acto nuestro no inspirado en la efectiva virtud es siempre un acto animal, acto que, como tal, siempre encuentra su reflejo en el mundo inferior de esos seres que, lejos de ser anteriores al hombre en esta Ronda, como universalmente se cree, no son sino posteriores53 e hijos de nuestra misma degeneración o caída, como se enseña al comienzo del tomo II de La Doctrina Secreta, pues sus psiquis, sobre todo la de los mamíferos, no parece sino que está hecha con retazos, despojos y miserias de la psiquis nuestra, psiquis llamada también a experimentar una segunda muerte en la región astral del Kamaloka, según nos dice Plutarco, en conocido texto de Isis y Ossiris, que no vamos a repetir. Los “fragmentos” o “cascarones” de esta psiquis, después de la segunda muerte, son, según el Ocultismo, las que vienen a constituir las psiquis de los animales, por ser ley de la Naturaleza la del utilizamiento por organismos inferiores de los elementos desechados por otros superiores, cosa con la cual no hay que añadir que nos encontramos frente a frente del misterio de la Metempsicosis pitagórica y aun frente a otro misterio más pavoroso aún: el de la Muerte del Alma o caída en esos mundos no humanos del Avitchi y de La octava esfera, a los que se refiere aquel consejo ocultista de Psellus, que reza: –¡No desciendas, hijo mío, no desciendas, que la escala de la caída tiene siete peldaños, al final de los cuales está el ciclo de la terrible Necesidad…!” La “muerte del alma” o caída en “La Ciudad del Dite”, que el Dante diría.

CAPÍTULO IX

Comienza el libro de los “genn” terrestres con el gran mito de “aladino, o la lámpara maravillosa”
El verdadero significado del nombre de Karim o Mirak, que figura en las versiones anteriores de El libro del Pescador, y su relación con el nombre de Alad-dhín o Aladino.–Los dos buceadores, por tierra y por mar, del gran Misterio de lo oculto.–El Anillo salomónico y la Lámpara maravillosa.–El hijo de Mustafá el de “los shastras” iniciáticos.–La Piedra Cúbica que cierra el paso al mundo de los jinas.–El palacio y el jardin encantados, su Lámpara y su Anillo.–Seducciones de la astral.–El genio encerrado en el Anillo.– Vése Aladdin transformado en el sér más poderoso del mundo.–La celeste princesa Badrul-Budur y el ciego amor de Aladdín.–Escena de amor y de magia.– Un tema ya tratado en otros pasajes del gran libro.–La espada de la castidad.– Las cuarenta bandejas de oro, llenas de joyas.–Construcción del Palacio de las Maravillas.–Se desposan la princesa y Aladdín.–Las doce nuevas lámparas de cobre y la vieja Lámpara.–Mágica desaparición del Palacio.–Prisión y condena a muerte de Aladdín.–El joven vaga errante en busca de su esposa.–Es transportado mágicamente desde la China al Mogreb.–Aladdín disfrazado de pastor.–Envenenamiento del mago africano.–La vieja Fátima y el hermano de este gran perverso.–La sala de las 24 ventanas y el huevo de Ave-roc.–Comentarios históricos y ocultistas acerca de todos estos extremos del admirable mito.
Comparando entre sí las doce versiones principales que hemos dado acerca de El Pescador, surge pujante un nombre excelso para este notabilísimo personaje que inicia la gran obra de Las mil y una noches en todas cuantas traducciones de ésta conocemos. Dicho excelso nombre dado al Pescador que saca a luz los grandes misterios sepultados o sumergidos es siempre el mismo en el fondo, aunque sus variantes resulten infinitas, según la variedad misma de las versiones, razón por la cual se nos impone el hacer una previa investigación acerca de semejante nombre, para enlazar el ya dicho “Libro del Pescador” con los que han de seguirle en el curso de estos comentarios.

La versión primera de las que llevamos dadas, llama al pescador “Kerim” o “Karim”, palabra aria que, leída en bustréfodo, o sea a la inversa y al modo semítico, nos da la de “Mirak” o “Al-Mirak”, anteponiéndole el consabido artículo árabe, con su consiguiente equivalencia en castellano de “hombre prodigioso, hombre admirable”. Tan admirable, que la versión segunda le llama “Califa”, por antonomasia, o sea, el nombre adecuado a su excelsitud, nombre que en la versión tercera ya es el de “Mohamad” o “Mahatma”, el de alma grande, significación, por supuesto, idéntica a la del nombre de Mahoma. Asimismo el héroe bíblico del que nos hemos ocupado al dar la versión cuarta, es el típico de “Tobías” o “Tobíos”, acerca de cuya posible procedencia griega primitiva y siempre excelsa había no poco que decir.

Continuando en nuestra investigación vimos también que en la versión quinta del notable cuento, el Pescador es un sér tan excelso y perspicaz que es capaz de advertir la falla de una simple escudilla de agua en el Mar de Esmeralda, y en la sexta, un sér tan idealista y tan enamorado de la divina princesa Jazmina que, por un solo y casto beso de esta última, símbolo siempre del Espíritu Inmortal del hombre, se muestra desafiando a las más horribles torturas y hasta la muerte misma. En la versión séptima, a su vez, surgen tres hombres superiores de los tres mundos, tres “Abdalah” o “Aladinos”, como el que vamos pronto a ver, y en la versión octava otros tres de análoga etimología fundamental: Abd-Salam, Abd-Mahad y Abd-el-Shamad, tres shamanos o cultivadores de la Religión del Espíritu, hijos los tres de Omar o “Amar”, que es “Rama” en bustréfodo o leído a la inversa, gentes elevadísimas también, como lo es, pese a sus pobres apariencias, el “Juan” “Io-agnes”, o literalmente “Cordero de Io”, que es otro de los nombres de “Rama”, “Ares” o “el divino Cordero” de la versión novena.

Finalmente, para no cansar más, en la versión décima, bajo pretexto de la pesca del misterioso cadáver del Tigris y del cuento por el visir relatado para salvar la vida al modo de Scheherazada, aparecen nuevos personajes, también de no menos excelsos nombres, a saber: Schemseddhín-Mohamed, su hermano Nureddhín–Alí, su sobrino Bedreddhín (esposo de Beldad, Isabeau, o Isabel que hoy diríamos) y el hijo de éstos, “Ajib” o “Bija”54, aparte de que Bergelmir es el Noé de los celtas.

Por todo esto, que se podría ampliar si tuviésomos que buscar un nombre simbólico y comprensivo de todos los relacionados con el Pescador, bien podríamos también llamarle Alad-dhin o “Alah-djin”, “el jina bueno”, “el hombre de Alah”, o sea el hombre protegido por Dios, como se ha visto, y protegido hasta tal punto que, gracias a él, se descubre el gran secreto del fondo de los mares, como ahora, en sucesivos capítulos, vamos a ver a otro Alahddjín Aladdhín o Aladino descubrir análogamente el gran secreto de las entrañas de la tierra.

Y es tan notable el paralelo entre estos dos buceadores del Misterio Oculto, que así como el ladino pescador que pesca los Vasos Salomónicos del saber, es tronco de toda una serie de mitos que distamos mucho de haber agotado con nuestras doce versiones, el Aladino que viene ahora a servir de tronco de otra serie no menos admirable de cuentos “pesca” nada menos que el Anillo Mágico Salomónico y la inextinguible lámpara Maravillosa, es decir, el secreto del Poder que hace luz en el misterio pavoroso de esas grutas iniciáticas aún no investigadas y cuya red inmensa se extiende bajo la corteza terrestre y se interna hasta la entraña misma del planeta y de su “Fuego”.

Pero, para guardar en ello el debido orden, detengamos aquí el comentario, y demos en esencia el clásico relato aladinesco, que es uno de los que más grabados han quedado en la mente de niños y de pueblos.
HISTORÍA DE ALADDíN, o LA LÁMPARA MARAVILLOSA

En la capital de un poderoso reino de la China vivía un pobre sastre, llamado Mustafá, con un hijo muy travieso llamado Aladdín, a quien dejó huérfano a los pocos años. Cierto día, en que el chico jugaba en la plaza con sus camaradas, acertó a pasar por allí un poderoso mago africano, quien, fingiéndose su tío y colmándole de atenciones y dinero, se le llevó consigo lejos de la ciudad hasta un extraño valle entre dos montañas. Una vez allí el fingido hermano de su padre, le dijo:

–He venido aquí, a China, desde África para ejecutar un gran designio por encima de cuanto pueden soñar los mortales, y te quiero hacer testigo de maravillas tales, que nadie haya visto sino tú. Enciende lumbre con este pedernal.

Y como el chico obedeciese, el mago echó sobre la lumbre cierto perfume que levantó densos humos negros, mientras que el viejo recitaba en voz baja fórmulas y conjuros que Aladdín, naturalmente, no entendió. No bien resonaron las tales palabras mágicas, cuando tembló la tierra y quedó al descubierto una cuadrada losa de mármol como de media vara con un anillo de bronce. Luego con halagos y promesas seductoras le dijo:

–Bajo esta piedra que ves yace un tesoro oculto, destinado a hacerte más rico que todos los reyes del mundo, pero a nadie más que a ti le es dado tocar a esta piedra y poner mano en el tesoro del subterráneo cuya entrada cierra. Para poder lograr tu intento es preciso que ejecutes lo que yo te diga, sin faltar un ápice, porque lo contrario tendría pavorosas consecuencias para ti y para mí. Tira, pues, de ese anillo, levanta esa piedra y métete dentro, pronunciando al par los santos nombres de tu padre y tu abuelo. Al final de la escalera oculta bajo la piedra, encontrarás, una tras otra, tres espaciosas salas llenas de oro y preciosidades, que te librarás muy bien de tocar, como tampoco a las paredes, porque de lo contrario te sobrevendría un gran mal. Al otro lado de la tercera sala abrirás una puerta que conduce a un espléndido jardín, y más allá a un templete en el que luce eternamente una maravillosa lámpara que cuidarás de apagar, trayéndomela al punto.

Al mismo tiempo que tal hablaba, el mago se quitó y puso en el dedo del joven Aladdín un misterioso anillo que le preservase, decía, de cuantos males le amenazaban, asegurándole, una vez más, que si cumplía rigurosamente sus órdenes, serían ricos para siempre.

Aladdín obedeció; atravesó rápido las tres salas sucesivas; cruzó el jardín, sin hacer caso de las mil seducciones que sobre él ejercieran los tesoros inauditos que veía y se apoderó de la maravillosa lámpara, llegando con ella a la boca del subterráneo, donde el mago le esperaba impaciente.

–¡Dame la lámpara, hijo mío! –exclamó el viejo, antes de que Aladdín remontase a la superficie–. ¡Luego te daré la mano para salir!

–No –opuso el joven, guiado por secreto instinto–, se la daré tan pronto como me vea fuera.

Entablóse entonces entre ambos una gran porfía, que acabó por revelar al joven la perversa intención que animaba al africano mago, tanto que este último, exasperado ya, tornó a sus conjuros, y al punto la piedra, girando sobre sí misma, cerró de nuevo la entrada, dejando dentro al infeliz Aladdín, porque conviene saber que el infame viejo no era tal hermano de Mustafá, el difunto sastre padre de Aladdín, como, para seducirle y arrastrarle a la empresa había fingido, sino un hombre tenaz e inteligente, aunque perverso, que llevaba consagrados más de cuarenta años a la mala magia africana y con sus necromancias había conseguido descubrir los increíbles poderes de la maravillosa lámpara y el lugar remoto en que yacía oculta, realizando el viaje desde el Mogreb a la China sólo para apoderarse de ella, por la mediación de un inocente joven, como lo era Aladdín, ya que para la virtud de la inocencia todos los imposibles son posibles. Cuando el hechicero vió, al fin, frustradas sus esperanzas, precisamente al irlas así a realizar, no halló mejor partido que el de volverse a su guarida africana, para allí madurar su nuevo plan, olvidando que, para su desgracia, había dejado su anillo mágico en manos de Aladdín.

Volviendo, pues, a este último, diremos que, al verse así enterrado en vida, gimió, lloró y llamó inútilmente a su falso tío, hasta que, convencido de su tristísima situación, bajó a tientas la escalera y siguió hasta el jardín, pero el muro del jardín, que sólo se había abierto al conjuro mágico hecho arriba por el viejo, aparecía ahora liso e impenetrable como el diamante.

–¡No hay más poder que el supremo poder del Señor! –exclamó Aladdín juntando las manos en actitud de súplica, en medio de aquellas cimerianas tinieblas; pero, al rozar inadvertido con el anillo, apareció un poderoso genio, al anillo sometido y que le dijo, tocando su cabeza al techo:

–¿Qué me ordenas? ¿Qué quieres de mí?

–Quiero –replicó Aladdín, sacando fuerzas de flaqueza ante aquel pavoroso monstruo– que me saques en seguida de este encierro, donde voy a morir.

Aquello fue tan pronto dicho como hecho, con lo que el joven se vió transportado en el acto fuera de la cueva, en el mismo lugar donde le había acaecido su aventura con el mago. La lámpara, oculta en su seno, no le había abandonado, ni caído tampoco de su dedo el prodigioso anillo, con lo que no hay que decir las maravillas realizadas por el joven luego que se vió al lado de su santa madre, quien ya le lloraba como a muerto.

Después de los primeros transportes de alegría el hijo refirió a su madre la increíble aventura, y para probarle su verdad, sacó de sus bolsillos las frutas cogidas en el jardín y que se habían transformado en otras tantas piedras preciosas. Luego le dió la lámpara en cuestión para que la fregase, pues que estaba muy sucia. ¡Cuál no sería la sorpresa de la pobre madre cuándo, al frotar la lámpara para restituida a su prístino brillo, se le presentó otro genio semejante al del anillo, dispuesto a obedecerle!

Aladdín, que ya sabía a qué atenerse sobre tales cosas, cortó el espanto de la madre pidiendo al genio, y obteniendo de él, los manjares más exquisitos, que el genio les sirvió al punto en opíparo banquete.

–¿De dónde viene tanta abundancia, hijo mío? –preguntó la madre volviendo del desmayo en que había caído a la espantosa aparición del genio, y poniéndose ambos a comer con el mayor apetito.

Pero la pobre madre, cobarde y supersticiosa, tuvo miedo de la lámpara, como de cosa del otro mundo, y, a pesar de los prodigios que había visto, se propuso venderla en seguida a un judío vecino, quien, por ínfimo precio, prevaliéndose de la ignorancia de madre e hijo, le fue comprando también las bandejas de plata en las que el genio le sirviera aquella vez y otras varias sus mágicos y opíparos banquetes. Entrambos eran frugales y sencillos, por lo que, no obstante la protección del genio de la lámpara, continuaron su tranquila vida antigua.

Pero sucedió que cierta vez se pregonó por toda la ciudad, de orden del sultán, que todo el mundo se encerrase en sus casas al punto del mediodía, para que nadie viese al salir del baño a la sin par princesa Badrul-Budur. Aladdín, curioso como nadie, se propuso ver la cara a la princesa escondiéndose a la entrada del hammam. Así lo hizo, en efecto, para su daño, porque no bien hubo contemplado el celeste rostro de Badrul-Budur cuando quedó de ella perdidamente enamorado, tanto que, con temeridad notoria, exigió de su madre que pidiese para él la mano de la princesa. Conocedor ya, por el trato con mercaderes, del valor de las piedras preciosas, en que se habían transformado, como vimos, las frutas cogidas por él en el jardín encantado, hizo que su madre se las ofreciese como rico presente al sultán. Éste, al ver las piedras, quedó pasmado ante su pureza, tamaño y hermosura, y al escuchar la petición de la mano de la princesa que la anciana le hizo para su hijo, en lugar de incomodarse, pensó que joven que enviaba por delante de su petición un tan regio obsequio tenía que ser un poderoso príncipe. Sin embargo, el astuto visir, que anhelaba casar a la princesa con su hijo, se dió trazas a que se aplazase la contestación por tres meses, y, entretanto consiguió que el sultán autorizase los desposorios, con la natural desesperación de Aladdín, el cual, viéndose perdido, se acordó de la omnipotencia del genio de la lámpara, al que evocó al punto frotando fuertemente ésta, y ordenándole:

–¡Esta misma noche, cuando la princesa Badrul-Budur vaya a acostarse con su esposo el hijo del visir, me los traerás a entrambos por los aires, dejándolos a mi completo arbitrio!

El genio obedeció con la mayor puntualidad, porque es sabido que para tales gentes los mayores imposibles se tornan posibles, y, al tiempo de ir a acostarse los recién casados, los trasladó en su lecho al cuarto de Aladdín, sin que se hubiesen hecho aún la menor caricia. Éste, al punto, mandó al genio que encerrase en el retrete al sorprendido hijo del visir, que estaba como petrificado ante aquello, mientras que Aladdín, poniendo entre él y la princesa su sable desenvainado como garantía de respeto a su castidad, se acostó tranquilamente a su lado en espera del nuevo día. Antes de amanecer, el genio, por su orden, volvió a tomar a los recién casados, retornándolos por los aires a la alcoba nupcial, sin que éstos, para quienes el genio operador fuera siempre invisible, acertaran a explicarse poco ni mucho lo que les había acaecido.

La singular aventura se repitió igual los dos siguientes días, con lo que se produjo al fin gran revuelo en la corte del sultán, acabando por anularse el matrimonio aquel que a tan funestos extremos conducía. Más tarde, al expirar el plazo de los tres meses que el sultán se había tomado para contestar a la petición de mano hecha para Aladdín por su madre al regalar las joyas, plazo que habían ya olvidado tanto el sultán como el visir, Aladdín insistió en su pretensión: pero el sultán no se prestaba, como era natural, a conceder la mano, sin antes conocer las cualidades y la condición social del candidato; por lo que exigió para ello que éste le enviase de regalo cuarenta grandes fuentes macizas de oro llenas de las mismas clases de joyas que su buena madre le había presentado antaño y conducidas por cuarenta esclavos negros y otros tantos esclavos blancos.

Aladdín no tuvo que esforzarse mucho para lograr semejante bagatela. Le bastó estregar la lámpara y ordenar al sumiso genio de ella que al punto le preparase todo lo pedido. El sultán, experimentando el consiguiente asombro, se apresuró a concederle la mano de su hija, después que se le hubo presentado, gracias a la magia del genio de la lámpara, con un boato y una magnificencia no igualada por sultán alguno. Las dotes de cultura adquiridas por Aladdín en el trato con elevadas gentes, hizo el resto cerca del sultán, quien llegó a amarle tanto como a su propia hija. Pero él, astuto y previsor, se negó a celebrar los desposorios con Badrul-Budur hasta tanto que su genio protector no le hubo hecho un palacio más maravilloso que el del propio sultán. El genio, por su parte, como gozaba de un poder sobrehumano, en el intervalo de aquella misma noche alzó el palacio pedido, sin que le faltase absolutamente nada en decorado exterior e interior, amén de toda clase de servidores que son de rigor en tales palacios55. Las riquezas del mismo en telas, oro, joyas, libros, muebles, etc., no son para descritas, como tampoco el pasmo del sultán cuando desde las ventanas de su palacio se extasió ante semejante prodigio de ensueño, y más cuando visitó la tesorería del mismo, en la que había acumuladas riquezas como para cien reyes. El entusiasmo de la multitud ante el palacio no tuvo tampoco limites, y las bodas se celebraron con pompa, como ninguna otra en el mundo, siendo los esposos muy felices.

Pasaron así los años, y Aladdín llegó a ser el ídolo del reino por sus generosidades, su valor en una lejana guerra, su cultura y sus desvelos por los súbditos del sultán, hasta el extremo que éstos se acostumbraron a no jurar sino por su cabeza. En cuanto al mago africano, no se volvió a acordar de él, creyendo fundadamente que habría muerto de hambre o de miedo en el subterráneo; pero un día se le ocurrió, para saberlo con certeza, recurrir a su ciencia geomántica, trazando el correspondiente horóscopo, por el que vino a conocer que Aladdín, lejos de haber muerto, vivía poderoso, rico y feliz al lado de su princesa. Ciego de ira, exclamó:

–¡Ese miserable hijo del sastre ha descubierto el secreto de la lámpara; pero yo le haré perder todo ello, o pereceré en la empresa!

Volvió, pues, desde el Mogreb a la China el funesto mago, abrigando las más negras intenciones. Ya en la capital de Aladdín, fuese a una de las más distinguidas casas del té, donde oyó ponderar las magnificencias de Aladdín y el modo verdaderamente mágico e inexplicable que había tenido de alcanzar la mano de la hija del sultán. Mezclándose en la conversación, hizo que le enseñasen el camino del palacio, y una vez frente de él, comprendiendo que todas aquellas grandezas se debían al genio de la lámpara, concibió su funesto plan; es a saber: aprovechar una de las ausencias de Aladdín con motivo de sus cacerías; proveerse de una banasta con doce preciosas lámparas nuevas de cobre y fingirse cambiante de ellas por las lámparas viejas inservibles, hasta conseguir así poseer la codiciada lámpara.

En efecto, el viejo mogrebín de allí a pocos días empezó a pregonar por las calles su comercio entre las burlas de los chiquillos y aun de los mayores, quienes le creían loco de remate al cambiar sus hermosas lámparas nuevas por las antiguas. Así llegó a las puertas mismas del palacio, y la princesa, al oírle, se acordó de la enmohecida y vieja lámpara que Aladdín, al partir para la caza, había dejado arrinconada en su estancia, cambiándola, incauta, por otra de las doce del taimado, el cual se apresuró, así que la echó la garra, a meterse la lámpara en su seno abandonando sus mercancías. Una vez en las afueras de la ciudad, le faltó tiempo para frotar la lámpara y exigir del genio que inmediatamente le fuese trasladado, el palacio con todos sus habitantes y objetos, desde la China hasta el África, dejando vacío el lugar que hacía años ocupaba frontero al palacio del sultán, como al instante fué hecho.

Cuando el sultán se levantó al día siguiente y vió vacío el sitio del palacio, creyó volverse loco de extrañeza, y, no dando crédito a sus ojos, hizo llamar inmediatamente a su visir, quien, a la vista del increíble suceso, le repitió:

–¡Ya le dije, señor, antaño, sin que me hiciese caso, que todo ello era cosa de magia y que había de acabar como tal!

El sultán entonces concibió tal rabia contra el engañador Aladdín, que mandó le trajesen prisionero y con una gran cadena al cuello al regresar de la cacería, condenándole inmediatamente a ser decapitado en la plaza pública. Pero eran tan grandes el cariño y la admiración que éste se había granjeado entre todos por sus liberalidades y su justicia, que el pueblo se alzó en su favor impidiendo la venganza fatal, consiguiendo del sultán que le concediese un plazo de cuarenta días para recobrar a su esposa y al palacio y libertándole provisionalmente de su prisión. El desgraciado vióse así en las afueras de la ciudad, sin poder soportar la enorme carga de sus penas ni saber adónde dirigirse, por lo que caminó a la ventura, y al llegar a un río caudaloso, se arrojó sin vacilar a él para poner término a su desventura. Al caer, el instinto de conservación le hizo asirse a la punta de una roca, rozando inadvertidamente el mágico anillo que siempre llevaba en su dedo, pero cuyas salvadoras virtudes había llegado a olvidar, y al momento se le presentó el sumiso genio del anillo dispuesto a obedecer en lo que su dueño le ordenase.

–¡Trae otra vez a su sitio, sin demora, mi palacio con todo cuanto él alberga! –le dijo Aladdín al genio del anillo.

–¡No te puedo complacer, señor, porque es asunto reservado al genio de la lámpara! –respondió el del anillo–. Pero sí puedo llevarte donde el palacio se halla ahora.

Y así lo hizo en un abrir y cerrar de ojos, a pesar de los miles de leguas que separan al Mogreb de la China.

Aprovechando la obscuridad de la noche, Aladdín, después de haberse puesto a meditar al pie de un árbol acerca de sus planes, se llegó a la puerta secreta del palacio, donde llamó del modo que habitualmente solía hacerlo, viéndose al fin en los brazos de su amada, quien, anegada en lágrimas, le informó de cuanto en su ausencia le había ocurrido, a saber: la llegada del disfrazado mago, el cambio de la lámpara vieja por otra nueva, el traslado por los aires del palacio y su gente a aquel remoto rincón africano donde a la sazón se encontraban y las diarias visitas, seducciones y amenazas del mago encaminadas a vencer la fidelidad de la princesa. El joven no necesitó más, y, poniendo en práctica los sabios consejos de su amada, cambió su traje regio por una burda zamarra de pastor y fuese a la tienda de un droguero, donde compró un veneno con el fin de que Badrul-Budur, fingiendo acceder, al fin, a las seducciones del mago, se le hiciese tomar en el banquete nupcial.

El mago cae así en la red que se le había tendido, y muere precisamente en el momento en que iba a dar cima a su plan; Aladdín se apresura a entrar en la cámara, a sacarle del seno la lámpara maravillosa que allí tenía ocultada y a evocar al genio de ella, ordenándole la traslación inmediata del palacio con todos ellos dentro, hasta restituirle a su asiento en la capital china, no lejos del sultán, quien no salía de su asombro al ver al otro día el palacio en su antiguo lugar y estrechar entre sus brazos a su idolatrada hija, a quien ya lloraba como perdida. El sultán pidió mil perdones a Aladdín por su conducta pasada para con él; pero este último le disculpó echando toda la culpa a las malas artes del mago africano, felizmente muerto ya.

Pero aún quedaba en pie otro hechicero quizá peor, y era un hermano suyo, si cabe más perverso y solapado, codiciador también de la maravillosa lámpara y dispuesto igualmente a dar al traste con toda la felicidad de Aladdín y los suyos para poseerla. Este grandísimo hipócrita manejaba como nadie el arte de la simulación; así que vió muerto a su hermano, apeló a su cuadrado geomántico para averiguar cuanto deseaba saber, y desde el confín del mundo en que vivía se puso en marcha hacia la China, donde tuvo noticias acerca de una santa mujer, llamada Fátima, célebre en todo el país por sus virtudes cuanto por sus milagros, especialmente en la curación instantánea de los dolores de cabeza. No necesitó más el funesto hechicero; fuese al agreste retiro de la santa aquella, y, amenazándola de muerte si no callaba, la obligó a que cambiase con él sus vestidos y le embijase todo el rostro hasta el punto de que, sin gran esfuerzo, pudiera tomársele por ella misma. Luego, el malvado la asesinó y se presentó lleno de falsa piedad en la Corte, donde chicos y grandes la rodeaban con sus aclamaciones y súplicas creyéndole verdaderamente la asesinada Fátima, y así, en ausencia de Aladdín, pudo ser introducido cerca de la princesa Badrul-Badur, gran admiradora de los méritos de Fátima. La princesa llevóla, a la falsa Fátima, a la gran sala de las 24 ventanas, célebre por sus adornos prodigiosos, que los artífices de todo el reino no habían sabido antaño imitar en lo más mínimo.

–¡Es verdaderamente admirable el salón éste! –dijo la fingida, alzando por única vez hacia el techo su vista, siempre baja y solapada bajo su hipócrita pietismo–. ¡Es, sí, muy hermoso; pero para que estuviese completo le falta colgar en la cúpula un buen huevo de Ave-roc! ¡Con sólo esto último, el salón sería una de las maravillas del mundo, porque no tendría rival en salón alguno!

–¿Qué huevo y qué pájaro son esos, mi buena madre? –interrogó Badrul-Badur.

–El ave-roc, princesa, es un pájaro de tamaño portentoso que habita en las nevadas cimas del monte Cáucaso. El misterioso arquitecto de este palacio podrá proporcionaros, sin duda, uno –respondió el infame hechicero.

Convencida de ello la princesa, con esa eterna credulidad que la inocencia tiene hacia la piedad fingida de los perversos, se apresuró a pedir a Aladdín, al regreso de su cacería, que obtuviese del genio de la lámpara el huevo en cuestión, cosa que el complaciente marido solicitó a su vez del genio. Este último, al escuchar tamaña pretensión, dió un espantoso grito que hizo estremecerse al palacio hasta sus cimientos, añadiendo:

–¿Estáis loco, señor? ¿Queréis, por ventura, que traiga a mi amo y maestro y le cuelgue de esa cúpula para la desgracia de todos? ¡Bien se conoce que ignoráis la procedencia de tan absurdo consejo, hijo de un funesto hechicero disfrazado bajo el manto de la piedad!

Y el genio completó su revelación dando a Aladdín toda clase de detalles acerca de lo que contra él se tramaba por el hermano del mago disfrazado de Fátima. Aladdín, por su parte, fingiendo acceder a los deseos de éste, le mandó llamar y cogiéndola por la mano le hundió su puñal en el corazón, con gran espanto de su esposa, quien creía que al hacerlo asesinaba a una santa mujer, no a un enemigo del humano linaje.

De tal modo se vió libre Aladdín de aquellos dos funestos embaucadores, y heredando de allí a poco el reino, por muerte de su suegro el sultán, vivió feliz largos años al lado de su esposa la sin par Badrul-Badur, en medio del amor de todos sus súbditos.
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