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3. En aquel primer vuelo del globo de Nadar, el Géant, participan trece pasajeros. Cada uno debió abonar su pasaje, a razón de mil francos. Tras cinco horas de vuelo, el enorme globo tomó tierra en Meaux. (N. de J. J. Benítez) CAPÍTULO 16 La historia de seis contratos • Despojado de casi todos mis derechos • Tres libros al año durante nueve años • Y los lameculos me acusan de mercantilista * Jamás me arrepentí: Hetzel fue mi segundo padre
![]() «¡Lessing, Lessing!... ¡Cuánta razón en tu advertencia!... "Hay ciertas cosas en las que una mujer ve siempre más agudamente que cien ojos de varón." Honorine, disipados los vapores del triunfo inicial, acertó en sus apreciaciones. Dos mil francos por libro, sí, pero, ¿y los derechos sobre las ventas? De eso no hablamos, ni se hablaría hasta muchos años después. El primer contrato con Hetzel, estudiado con frialdad, no significó adelanto económico alguno. Tampoco yo se lo reclamé. ¿Qué contemplaba? ¡Ah, estúpido y envidioso mundo! ¿Qué sabéis vosotros de las miserias de Verne? La firma de aquel acuerdo de octubre de 1862 establecía que la primera tirada de «Cinco semanas en globo» sería de dos mil ejemplares. Julio Verne percibiría quinientos francos, pagaderos a los cuatro meses de su publicación. En otras palabras, el "genial novelista" cobró sus primeros quinientos francos bien entrado el mes de junio de 1863. Ciertamente, el éxito fue redondo y el editor se apresuró a lanzar cuatro nuevas ediciones, a razón de mil ejemplares cada una, a lo largo de ese año. Traducido a dineros: mil francos más. Es decir, entre el verano de 1863 y principios de 1864, la primera novela de Verne representó para su autor un montante global de mil quinientos francos. Los "supuestos" seis mil ejemplares vendidos, en cambio, llenarían las arcas de Hetzel con una cantidad ocho veces superior. Jamás me lamenté. Hetzel era mi amigo. Hetzel me estaba ofreciendo la posibilidad, aunque sólo fuera remota, de vivir de la pluma; de vivir de lo que me gustaba. Hoy, los que no me conocen, incluyendo mi propia familia, me acusan de oportunista, mercantilista y ambicioso. ¡Necios repugnantes! Si en verdad hubiera sido lo que dicen que soy, ¿no habría batallado desde el primer momento por algo tan elemental como mis derechos sobre las ventas? El dinero, en aquel caso, no era lo más importante para Julio Verne. Mi proyecto, mis ilusiones disfrutaban de prioridad absoluta. Además, ¿qué dinero? ¿Mil quinientos francos en un año? ![]() Honorine fue testigo de excepción. Nuestra situación económica no mejoraría hasta bien entrado el año 1865. En el segundo y tercer contratos con Hetzel, este último firmado el 11 de diciembre de 1865, lunes, las cosas no mejoraron para el esforzado Verne. El editor, a la firma de los documentos, me despojaría de mis derechos sobre todas — he dicho bien—, todas, las ediciones ilustradas de las novelas. Y con mi consentimiento, no lo niego, me convertí en una "máquina" de fabricar libros, al servicio, también es cierto, de un amigo. Hetzel, durante la friolera de doce años, compraría mis obras a tanto alzado, sin la menor posibilidad de participar en los beneficios de las ventas. ¿Es esto mercantilismo? Un tanto alzado que significaba, para ser concreto, tres mil francos por volumen sencillo ("in-18"). ![]() Mi esposa se desesperaba. Las discusiones arreciaron. Ella asistía a mi infatigable trabajo, pero no compartíamos las ganancias de Hetzel. Mis argumentaciones —"paciencia, lo importante es escribir", "estamos sembrando para el futuro"— no convencían a Honorine. ¿Qué podía hacer? Mi natural timidez, unida a la sincera amistad que venía cultivando con Hetzel, fueron un grave obstáculo para plantearle unas más justas condiciones económicas y de producción. ¡Dios mío, tres volúmenes por año era una carga difícil de soportar, incluso para Verne! A raíz del tercero de los contratos, cuando este romántico oso estaba a punto de cumplir los treinta y ocho años, siguiendo los prudentes consejos de Honorine, el pago de cada libro fue pactado con Hetzel de una forma más racional, de cara al sostenimiento de la familia. A partir de ese año se efectuaría mensualmente. De esta forma, los tres mil francos-obra pasaron a setecientos cincuenta francos-mes. Tres años después, a partir del 8 de mayo de 1868, el editor consintió en elevar la mensualidad a ochocientos treinta y tres francos con treinta y tres céntimos. Pero la carga seguía siendo brutal. Trabajaba, según mi costumbre, desde las cinco de la madrugada hasta el anochecer, alternando las horas de escritura con la obligada revisión de textos científicos y la puesta a punto de la documentación que debía servir de base a cada una de las novelas. Tres volúmenes-año era monstruoso. Y así se lo hice ver a Hetzel una y otra vez. Aquel esfuerzo sobrehumano podía lastimar la calidad de la producción. La rendición del editor no llegaría hasta el quinto contrato, el 25 de setiembre de 1871. Hetzel aceptó: incrementaría la mensualidad a mil francos y, lo más importante, "sólo" me exigiría dos "viajes extraordinarios" por año. ¡Necesité nueve años para aliviar mi situación! Eso no lo saben, o no lo quieren saber, los que me critican... ¡Puercos envidiosos! ¡Ahora mismo os haría padecer cinco minutos de mi vida! ¿Podéis acaso imaginar las miserias de un Julio Verne atornillado a su mesa de trabajo, día y noche, defendiendo no sólo su supervivencia, sino sus "sueños"? ¿Es que existe oro en el mundo para pagar ese ciclópeo esfuerzo? Es fácil y cómodo juzgar. Y también arriesgado. Esas veintisiete novelas fueron escritas con la sangre, las angustias, las dudas permanentes y la estrechez inseparable de toda una familia. No puedo evitar que me critiquéis, pero al menos hacedlo con justicia. Ya se sabe, "con la fama, en justa proporción, crece también la envidia..." Young padeció este mal, "sombra de los que jamás brillan con luz propia". Pero, al igual que en su tiempo, también ahora, dos siglos después, "el hombre que representa un carácter se verá acosado..." Lameculos y castrados para la creación, ¿hubierais renunciado a vuestro seguro trabajo por amor a la literatura? Este "mercantilista" lo dejó todo; incluso su empleo como agente de Bolsa. Y enamorado de su proyecto, fiel a sí mismo, se precipitó en un océano que vosotros sólo oteáis desde la orilla de vuestra cobardía. Hablad menos y demostrad al mundo vuestra supuesta valía, pero con hechos. Está bien, si lo queréis, pecaré de vanidoso. Decidme: ¿por qué vuestras obras jamás soñaron con tiradas superiores a los dos mil o tres mil ejemplares? ¿Gozáis quizá del carisma de Verne? Hambrientos de gloria y de dinero, ¿habríais Soportado doce años sin participar en los derechos de ventas de vuestros propios libros? Este "mercantilista" y "traficante de oro" sí lo soportó. Fue menester aguardar a mi sexto contrato con Hetzel, el 17 de mayo de 1875, para percibir lo que era justo. Sólo entonces renunció al porcentaje de tanto alzado, y eso gracias al éxito de «La vuelta al mundo en ochenta días». Y aun así ¿me criticáis? Ni siquiera ese nuevo porcentaje me sacó de las penurias. Juzgad por vosotros mismos: cincuenta céntimos por volumen para las ediciones corrientes ("in-18") y "variable" para las ilustradas. En otras palabras, un cinco por ciento sobre los veinte mil primeros ejemplares y un diez si las tiradas sobrepasaban esas cantidades. Y exclamaréis: "¿No era suficiente, llorón impenitente?" Por supuesto que no, considerando que tales porcentajes no entrarían en vigor hasta 1882, no siendo aplicables a la producción de mis primeros doce años. Esos casi treinta libros quedaron como propiedad plena y exclusiva de Hetzel. He ahí la desnuda realidad de Julio Verne, el "genial, aclamado y rico" novelista... ![]() Mientras este "remero de galeras" ganaba uno, Hetzel se embolsaba ocho. Pero dejemos ya los números y cuentas. Nunca me arrepentí de mi "matrimonio" literario con Hetzel. A pesar de los mordaces comentarios de mi esposa, de nuestras penurias, de la esclavitud del editor y de mis angustias, aprecié sin reservas lo que hizo por mí. Borne interpretó muy bien mi pensamiento en este sentido: "Es costumbre —dijo el gran político y escritor alemán— tener por agradecido al que manifiesta los beneficios de que fue objeto; pero el más agradecido de todos es quien no olvida el beneficio para recordar al bienhechor." Hetzel creyó en mí, cuando quince editores me rechazaron. Corregiré a Shakespeare: "Aun siendo mendigo, como soy, no caeré en la vileza de ser pobre también en agradecimiento." Ese gesto se clavó en mi corazón como una bandera. Y no será derribada ni aun después de mi muerte... Hetzel descubrió a Julio Verne novelista. Él lo lanzó a la gloria. Él lo arropó. ¿Por qué grabar los errores e injusticias en diamante y los aciertos en el aire? Soy de la opinión contraria. Y trato de aprender del Supremo Padre. Él escribe nuestros éxitos en la roca; los desaciertos, ni siquiera los escribe... ![]() Hetzel, por último, ocupó el puesto del padre que nunca tuve. Su bondad y paciencia no conocieron límites para con este fogoso y atolondrado joven, que sólo conoció a un Pierre Verne brutal, intransigente y lejano. ¿A qué negarlo? Julio Verne se refugió en Hetzel. Él fue mi segundo y verdadero progenitor. Padre en consejos, en amistad y en la disciplina del trabajo. La mejor prueba de cuanto digo está en mis cartas, numerosas cartas, cruzadas con Hetzel durante veinticuatro largos e intensos años. Jamás me atreví a protestar o reclamar, aun sabiendo que, en ciertos aspectos de nuestra relación, no era justo. Hetzel, ¡mi querido padre!, ¿sabes que Moliere tenía razón?: "Cuanto más se quiere a una persona, menos preciso es adularla."» CAPÍTULO 17 Un juego macabro • Éxito = fracaso • Michel, golpeado a los cuatro años • De cómo nació nuestro mutuo odio • Sanatorio, cárcel y destierro para mi hijo • A los diecisiete años, rumbo a la India • Nadie lo supo: me apuntó con una pistola • Una boda sin mi consentimiento • Rapta a una pianista de dieciséis años • La reconciliación
«Hoy, lunes, 26 de setiembre de 1898, después de algún tiempo en el "dique seco", me enfrento de nuevo a estas secretas "confesiones" y me pregunto: ¿merece la pena proseguir su redacción? ¿No está todo dicho, culo de plomo? A los treinta y cinco años, Julio Verne recibió su corona. El triunfo fue tuyo. Punto final... ¿Por qué no dejar las cosas así? ¿Por qué confundir a estas y a las futuras generaciones? ¿No es mejor que sigan soñando con un Verne romántico, valeroso y triunfante? Bien, no te aflijas. Seguramente, ésa será la imagen que sobrevivirá a tu propia muerte. Pero estas "confesiones" son diferentes. Aquí, junto al gran criptograma final, yace la verdad... Bueno es que, al menos, te la cuentes a ti mismo. Mi vida, en cierto modo, alcanzó su cénit con mi primera novela. A partir de Cinco semanas en globo, la sociedad y miles de lectores de medio mundo me han admirado y respetado. Y muy probable es que este oso sea enterrado en olor de multitud. Mas ésa no es la verdad de Julio Verne. Mi vida no es lo que parece. Me adhiero al Tasso de Goethe: "La corona de laurel, cuando aparece, es más signo de sufrimiento que de felicidad." ¡Destino paradójico! Cuanto más alta fue mi gloria, más me distancié de la felicidad... Como si de un juego macabro se tratase, cada éxito fue inexorablemente contrarrestado por un fracaso. Victor Hugo me lo advirtió, pero yo, vanidoso indomable, sellé mis oídos a su sabiduría. "Cuidado con la gloria —apuntó—. Cuando sea tuya, será como un prisma deslumbrante. Después, como un espejo expiatorio en el que la púrpura te parecerá sangre." ![]() ÉXITO-FRACASO. Éstos son los fantasmas gemelos que escoltan, a perpetuidad, la existencia de Verne. Brillantes éxitos = negros fracasos... No busquéis otra razón para justificar el remate de estas "confesiones". Así pues, lo contaré. "Nadie" y el Polifemo, que llevo dentro, me escuchan... “Cinco semanas en globo, Hatteras, Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a la Luna...,» un piso en el barrio residencial en Auteuil..., algo más de dinero..., vida social intensa..., invitaciones mil a los más prestigiosos salones y fiestas de moda..., cartas..., adulación..., éxito en suma. Pero conforme avanzaba esa década de los años sesenta, el soplo del fracaso, azotando lo más íntimo de un ser humano: su propia sangre. Creo no mentir al afirmar que amé y he amado a mi hijo. Eso está fuera de toda duda. Pero... fracasé con él. Michel Verne nació y creció delicado. Su salud jamás fue buena. Quizá por ello fue un niño tempestuoso y aullador, como lo definió su madre. Y yo no supe comprenderlo. ¡Extraño destino! Mi hijo vino al mundo (1861) en uno de los períodos decisivos de mi carrera: en pleno nacimiento del Verne novelista. Quizá ahí nació el odio que nos profesamos durante años. Mi duro trabajo se vio torturado con su incesante llanto. Un llanto rabioso, demoledor y sin pausa. Un llanto del que no era culpable, que puso a prueba mi paciencia. Una paciencia frágil, rota cada día, que enturbiaría aún más mis relaciones con Honorine. ¡Dios misericordioso, ¿cómo pude ser tan miserable?! ¡Yo, que no había conocido el amor de un padre, fui a caer en el mismo y abominable pecado... con mi único hijo! Debes ser valiente y contarlo. Una sola escena podría sintetizar la cruda infancia de aquella criatura. Quizá fue a los cuatro o cinco años... Poco importa la fecha. Michel, siguiendo su costumbre, berreaba sin tregua, llenando la casa y mi "guarida". Fuera de mí, salté del gabinete, buscando a la "fiera" que lastimaba mi trabajo. ¡Jesucristo, sólo tenía cuatro o cinco años! Y plantándome ante él, le golpeé una y otra vez, exigiendo que cesara en su llanto. ¡Amado Dios, nunca olvidaré aquella mirada! Había terror en sus ojos... Pierre Verne me azotó a los once años. Julio Verne no le fue a la zaga. Hermosa sentencia la de Borne, perfectamente aplicable a un Verne-padre fracasado: "Al emprender una empresa y cuando la meta no se halla distante, el peligro del fracaso es mayor. Cuando las naves naufragan, siempre sucede cerca de la costa." Michel niño, tan próximo, me haría naufragar frente a las "costas" de mi propio hogar... ¡Maldita vanidad! ¡Maldita sed de triunfo! ¿Qué era en realidad más importante: la gloria de Julio Verne o su hijo? Y este miserable, haciendo bueno al odioso Gran Patriarca, eligió la primera. Michel fue arrinconado y desterrado de mi corazón. En efecto, nada le faltó. Techo, alimentación, caprichos... Pero ¿qué decir del afecto? Yo había claudicado ante el veneno de la fama. ¿Qué obtuve a cambio? En opinión de Barbey d'Aurevilly, "que mi nombre corriera en los labios de los necios", siendo rechazado por los de mi hijo. Triunfo = fracaso... Éste es Verne. El genuino... ![]() Siendo yo lo "imprevisible", ¿qué podía esperarse de Michel? Todo en su entorno fue un fracaso, desde la más tierna infancia. Grave error confiar sus primeros pasos a los abuelos. Fue malcriado y consentido. Y Michel, astuto y dolorido, supo sacar ventajas de su condición de "difícil". Con tal de mantenerle en silencio, tanto Honorine como yo claudicamos una y otra vez, rodeándole de beneficios. Y sus llantos, travesuras y torcidas intenciones se prolongaron más allá de los siete y ocho años. Desesperados, consultamos a varios médicos. Un prestigioso galeno, el doctor M. Blanchard, nos recomendó la estancia en un sanatorio. Y a los doce años, mi hijo conoció el espanto de la soledad. La supuesta cura no hizo otra cosa que empeorar al "rebelde". ¿Qué podía esperarse después de dos años entre locos, perversos y borrachos? ¡Catorce años! ¡Dios mío, Michel sólo tenía catorce años! Sus desafíos nos tiranizan. Es preciso atajar el mal que anida en su monstruoso cerebro. Michel roba, bebe y miente. Destino inmediato: la "penitenciaría" de Mettray. Honorine se opone, pero yo antepongo la comodidad de mi trabajo a la vida de mi hijo. "¡Allí le enseñarán disciplina...!" ¡Repugnante justificación! Tras ocho meses de tortura, el director de la colonia nos escribe. Teme lo peor. Michel ha empeorado. Bebe a escondidas. El doctor no se responsabiliza. Nuestro hijo está al borde del suicidio o de la locura. Conviene devolverle al ambiente familiar. ¿Qué sucedía con Julio Verne? Los héroes de mis libros eran celebrados por su nobleza y generosidad de corazón. Entretanto, el alma del narrador se mostraba despiadada para con su propio hijo... ¿Vuelta al hogar? Experimenté náuseas y un profundo abatimiento. Y con la misma frialdad con que planificaba la trama de mis novelas, así maquiné el retorno de Michel. La gloria de Julio Verne seguía creciendo y llenando nuestras arcas. ¿Es que iba a renunciar a ello en beneficio de la salud y de la estabilidad emocional de mi hijo? Nada de eso. Michel no pisaría Amiens. Y con apenas quince años fue condenado a un nuevo destierro. Las lágrimas de mi esposa no conmovieron el ciego corazón de Verne. Michel fue internado en Nantes, iniciando sus estudios en el liceo. Mi familia se responsabilizaría de sus cuidados. Y yo, durante algún tiempo, me vi libre de su perversidad. ¡Fracaso tras fracaso! ¿Cómo es posible semejante ceguera? ¿Quién había propiciado su falta de respeto, su crueldad, sus vicios y su permanente burla del orden familiar? Prefiero no responder a esa pregunta... Eso sí, Verne seguía triunfando. ¡Cruel y burlón destino! A la misma edad en que yo suplicaba y conseguía que el Gran Patriarca me enviara a quinientos kilómetros de Nantes, mi hijo Michel era desterrado por mí, a otros quinientos kilómetros de la casa familiar. Destierro inútil. Su inmoralidad rozó los límites del delito y, decidido a zanjar tan terribles y continuas humillaciones, concebí un nuevo plan: embarcaría a Michel. Le haría navegar y conocer la dureza de la vida. Eso calmaría su desenfreno y limpiaría su manchado y mezquino corazón. ¿Quién debía limpiar primero su alma? Tampoco contestaré a esta cuestión... Pero Julio Verne seguía cosechando triunfos. Michel fue encarcelado con mi especial consentimiento. Aún no había cumplido los diecisiete años... Y en secreto, a espaldas de Honorine, pacté con el capitán de un buque que debía partir hacia la India. Como mínimo, un año de destierro, soledad y reflexión. Ése fue mi absurdo y cínico planteamiento. Michel comprendería. La mar, estaba seguro, le haría cambiar. Cobarde hasta el final, ni siquiera tuve el valor de acompañarle hasta Burdeos. Mi hermano Paul, en mi nombre, se responsabilizó de la ingrata y dolorosa tarea de verle subir a bordo. Y el lunes 4 de febrero de 1878, con diecisiete años y cinco meses, Michel partía rumbo a la India. Ahora me estremezco. Julio Verne, con once años, huyó de su casa para embarcarse, también con destino a la India. Treinta y nueve años después —¡oh cruel y burlón destino!— era Michel Verne el que zarpaba hacia aquel país, pero no huyendo... Era yo quien en verdad "huía"... de mi propio hijo. Fracaso tras fracaso... El viaje a la India constituiría en realidad una liberación para ambos. Michel, con los libros de su padre en el equipaje, supo sacar el máximo partido de su obligado destierro, transformando el supuesto castigo en un crucero de placer. A pesar de su condición de grumete, la fama de Julio Verne terminó por sentarle a la mesa del capitán, concediéndole la categoría de "pasajero de honor". Y la gloría de su padre le precedería y acompañaría de puerto en puerto.1 El viaje, en consecuencia, desembocaría en un rotundo fracaso. No para él, claro está, sino para mí. ¿A qué otra conclusión podía llegar cuando, en diciembre de ese año, me vi sorprendido por la más terrible carta que hijo alguno pueda dirigir a su padre? Fechada el 28 de noviembre y procedente de Calcuta, decía así: "... En realidad, ¿qué puedo hacer aquí por mi espíritu, te pregunto? ¿Instruirlo? ¿Formarlo? ¡Nada! ¿Educarlo entonces 'con la contemplación de las grandes cosas'? Esta frase me ha parecido siempre una de esas tonterías que mezclan los escritores con las hermosas cosas que escriben. Esto sustituye, me parece, al bombo de los charlatanes. Mucho ruido, poco sentido. Nunca he creído en la emoción que se experimenta al hacerse a la mar, en este 'horror al abismo', en la 'inquietud de la inmensidad'. ¡Tenía toda la razón! ¡Todo eso son frases!... Después de los diez meses que llevo navegando, no he tenido nunca la idea de encontrar a la mar bella. Cuando está en calma, me aburre, porque no se avanza; cuando está encolerizada, me da miedo..., pero agua, agua, agua; encuentro esto en cualquier ocasión simplemente monótono. Ahí es sin embargo, se me dirá, donde los grandes poetas han encontrado su mejor inspiración... ¡Ciertamente, no..., es del corazón de donde sale la poesía! ¿Fue Musset a buscar al fondo de un valle salvaje los gritos de dolor desgarrador que ha puesto en sus versos y en sus cuentos? No lo creo. Profundizando en su propio corazón, es donde ha encontrado tan hermosos acentos y donde ha aprendido a pintar los dolores de los demás... Mi espíritu, por lo demás, no tiene necesidad de ser educado aquí, ni desarrollado; lo está demasiado para mis diecisiete años. Lo que necesita es instruirse y te pregunto en conciencia si es aquí donde esto se puede conseguir..." ¡Carta cruel, cruel...! Entiendo su rencor, admito su aburrimiento (he ahí nuestra superioridad sobre los animales) en la mar, pero calificar mis libros de "tonterías"... ¡Eso no! La ciencia, la investigación y mis muchos años de trabajo ¿son "tonterías"? Así era Michel. Hace cuatro años que ha fallecido el poeta norteamericano Holmes. Pues bien, él hizo una precisa definición de mi hijo: "El prójimo le aburre, menos en el momento en que necesita de él." En octubre de 1879, tras dieciocho meses de ausencia, nuestro hijo regresó a Amiens. Tenía entonces dieciocho años, aunque su mente era la de un viejo de cincuenta. Las esperanzas de sus padres se calcinaron nada más verle. Michel, el "delincuente", había cambiado, sí, ¡a peor! Recurrí de nuevo a Hetzel, mi amigo y confidente. "Esto no marcha... —le contaba un 4 de octubre—. A pesar de que su profesor le ha dicho que podría aprobar el bachillerato en abril, ya no trabaja. Disipación, deudas insensatas, teorías espantosas en boca de un muchacho, deseo expreso de apropiarse del dinero por todos los medios posibles, amenazas, etc., todo, todo ha llegado. Hay en este desgraciado un cinismo irritante que no podríais creer. Es, con una pequeña dosis de locura indiscutible, un pervertido espantoso... Hay que tomar una solución, pero ¿cuál? ¿Echar a este desgraciado de mi casa? Evidentemente. Así pues, a los diecisiete años y medio, estará en París, abandonado a sí mismo... El porvenir es terriblemente inquietante, pues, una vez expulsado, no le volveré a ver más." |