La náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée






descargar 0.56 Mb.
títuloLa náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée
página8/23
fecha de publicación14.07.2015
tamaño0.56 Mb.
tipoDocumentos
l.exam-10.com > Historia > Documentos
1   ...   4   5   6   7   8   9   10   11   ...   23

Las tres.


He dejado Eugénie Grandet. Me he puesto a trabajar, pero sin entusiasmo. El Autodidacto, que me ve escribir, me observa con respetuosa concupiscencia. De vez en cuando levanto un poco la cabeza, veo el inmenso cuello postizo, recto, de donde sale su pescuezo de gallina. Lleva un traje raído pero la camisa es de una blancura deslumbradora. Acaba de sacar del mismo estante otro libro cuyo título descifro al revés: La flecha de Caudebec, crónica normanda de Mlle. Julie Lavergne. Las lecturas del Autodidacto siempre me desconciertan.

De pronto me vuelven a la memoria los nombres de los últimos autores cuyas obras ha consultado: Lambert, Langlois, Larbalétrier, Lastev, Lavergne. Me iluminé; comprendo el método del Autodidacto: se instruye por orden alfabético.

Lo contemplo con una especie de admiración. ¡Qué voluntad necesita para realizar lenta, obstinadamente, un plan de tan vasta envergadura! Un día, hace siete años (me ha dicho que estudia desde hace siete años), entró con gran pompa en esta sala. Recorrió con la mirada los innumerables libros que tapizan las paredes y debió de decirse, poco más o menos como Rastignac: “Manos a la obra, Ciencia humana”. Después tomó el primer libro del primer estante del extremo derecho; lo abrió en la primera página con un sentimiento de respeto y espanto unido a una decisión inquebrantable. Hoy está en la L. K después de J, L después de K. Pasó brutalmente del estudio de los coleópteros al de la teoría de los cuantas, de una obra sobre Tamerlan a un panfleto católico sobre el darwinismo, sin desconcertarse ni un instante. Lo leyó todo; ha almacenado en su cabeza la mitad de lo que se sabe sobre la partenogénesis, la mitad de los argumentos contra la vivisección. Detrás, delante de él, hay un universo. Y se acerca el día en que se dirá, cerrando el último volumen del último estante del extremo izquierdo: “¿Y ahora?”.

Es el momento de la merienda; come con aire cándido, pan y una tableta de Gala Peter. Tiene los párpados bajos y puedo contemplar a gusto sus hermosas pestañas arqueadas, pestañas de mujer. Despide un olor a tabaco viejo, al que se mezcla, cuando respira, el perfume dulce del chocolate.

Viernes, las tres.


Un poco más y caigo en la trampa del espejo. La evito, para caer en la trampa del vidrio: ocioso, con los brazos colgando, me acerco a la ventana. El Depósito, la Empalizada, la Vieja Estación —la Vieja Estación, la Empalizada, el Depósito—. Bostezo tan fuerte que me asoma una lágrima a los ojos. Tengo la pipa en la mano derecha y el paquete de tabaco en la izquierda. Habría que llenar la pipa. Pero me faltan fuerzas. Mis brazos penden; apoyo la frente en el cristal. Aquella vieja me irrita. Corretea obstinadamente, con la vista perdida. A veces se detiene, temerosa, como si la hubiera rozado un peligro invisible. Ahí está bajo mi ventana; el viento le pega la falda a las rodillas. Se detiene, se arregla la pañoleta. Le tiemblan las manos. Reanuda la marcha; ahora la veo de espaldas. ¡Vieja cochinilla! Supongo que doblará a la derecha, en el bulevar Noir. Le faltan unos cien metros por recorrer; al paso que va, tardará lo menos diez minutos, diez minutos durante los cuales me quedaré así, mirándola, con la frente pegada al vidrio. Se detendrá veinte veces, seguirá, se detendrá...

Veo el porvenir. Está allí, en la calle, apenas más pálido que el presente. ¿Qué necesidad tiene de realizarse? ¿Qué ganará con ello? La vieja se va cojeando, se detiene, tira de una mecha gris que le asoma por debajo de la pañoleta. Camina; estaba allá, ahora está aquí... No sé dónde ando: ¿veo sus gestos o los preveo? Ya no distingo el presente del futuro, y sin embargo esto dura, se realiza poco a poco; la vieja avanza por la calle desierta, desplaza sus grandes zapatos de hombre. Así es el tiempo, el tiempo desnudo; viene lentamente a la existencia, se hace esperar y cuando llega uno siente asco porque cae en la cuenta de que hacía mucho que estaba allí. La vieja se acerca a la esquina de la calle, ahora sólo es un montoncito de trapos negros. Bueno, sí, lo acepto, esto es nuevo, no estaba ahí hace un instante. Pero es una novedad descolorida, desflorada, que nunca puede sorprender. Va a doblar la esquina, dobla... durante una eternidad.

Me arranco a la ventana y recorro el cuarto vacilando; me quedo pegado al espejo, me miro, me hastío: otra eternidad. Finalmente escapo a mi imagen y me desplomo sobre la cama. Miro el techo, quisiera dormir.

Calma. Calma. Ya no siento el deslizamiento, los roces del tiempo. Veo imágenes en el techo. Mano redondeles de luz, luego cruces. Mariposean. Y después se forma otra imagen; ésta, en el fondo de mis ojos. Es un animal grande, arrodillado. Veo sus patas delanteras y su albarda. El resto es borroso. Sin embargo lo reconozco: es un camello que vi en Marruecos, atado a una piedra. Se había arrodillado e incorporado seis veces seguidas; los chicos reían y lo excitaban con la voz.

Hace dos años era maravilloso: me bastaba cerrar los ojos; en seguida me zumbaba la cabeza como una colmena, veía rostros, árboles, casas, una japonesa desnuda lavándose en un tonel, un ruso muerto, junto a un charco de sangre, brotada de una ancha herida abierta. Recuperaba el gusto del alcuzcuz, el olor a aceite que llena a mediodía las calles de Burgos, el olor a hinojo que flota en las de Tetuán, los silbidos de los pastores griegos; me sentía conmovido. Hace mucho tiempo que se ha gastado esta alegría. ¿Renacerá hoy?

Un sol tórrido se desliza rígidamente en mi cabeza como una placa de linterna mágica. Le sigue un trozo de cielo azul; después de algunas sacudidas se inmoviliza, estoy todo dorado por dentro. ¿De qué día marroquí (o argelino, o sirio) se desprendió de improviso este esplendor? Me dejo caer en el pasado.

Meknes. ¿Cómo era aquel montañés que nos asustó en una callejuela, entre la mezquita berdana y la plaza encantadora sombreada por una morera? Se nos acercó, Anny estaba a mi derecha. O a mi izquierda.

Ese sol y ese cielo eran un engaño. Es la centésima vez que me dejo atrapar. Mis recuerdos son como las monedas en la bolsa del diablo: cuando uno la abre, sólo encuentra hojas secas.

Del montañés no veo sino un gran ojo reventado, lechoso. ¿Y era de él ese ojo? El médico que me exponía en Bakú el principio de los abortaderos del Estado, también era tuerto, y cuando quiero recordar su rostro, aparece de nuevo ese globo blancuzco. Esos dos hombres, como los nornes, sólo tienen un ojo que se pasan por turno.

El caso de la plaza de Meknes, donde sin embargo iba todos los días, es aún más simple: ya no la veo. Me queda la vaga sensación de que era encantadora, y estas cinco palabras indisolublemente unidas: una plaza encantadora de Meknes. Sin duda, si cierro los ojos o miro vagamente el techo, puedo reconstruir la escena: un árbol a lo lejos, una forma oscura y rechoncha se precipita hacia mí. Pero estoy inventándolo todo a mi gusto. El marroquí era alto y seco: ciertos conocimientos abreviados permanecen en mi memoria. Pero ya no veo nada; es inútil que hurgue en el pasado, sólo saco restos de imágenes y no sé muy bien lo que representan, ni si son recuerdos o ficciones.

Además, hay muchos casos en que estos mismos restos han desaparecido: no quedan sino palabras; aun podría contar las historias, y contarlas demasiado bien (en cuanto a la anécdota, no temo a nadie, salvo a los oficiales de marina y a los profesionales), pero son esqueletos. Se trata de un tipo que hace esto o aquello, pero no soy yo, no tengo nada de común con él. El individuo recorre países que no conozco mejor que si nunca hubiese ido. A veces acierto a pronunciar en mi relato esos hermosos nombres que se leen en los atlas: Aranjuez o Canterbury. Provocan en mí imágenes nuevas, como las que conciben, según sus lecturas, las personas que nunca han viajado; sueño basándome en palabras, eso es todo.

Para cien historias muertas quedan, sin embargo, una o dos historias vivas. Las evoco con precaución, a veces, no con demasiada frecuencia, por temor de gastarlas. Pesco una, vuelvo a ver la decoración, los personajes, las actitudes. De pronto me detengo: sentí el deterioro, vi apuntar una palabra bajo la trama de las sensaciones. Adivino que esta palabra pronto ocupará el lugar de varias imágenes que me gustan. En seguida me detengo, pienso rápido en otra cosa; no quiero fatigar mis recuerdos. Es inútil; la próxima vez que los evoque, una buena, parte se habrá cuajado.

Insinúo un vago movimiento para levantarme, para ir a buscar mis fotos de Meknes, en la caja que metí debajo de la mesa. ¿Para qué? Esos afrodisíacos ya no tienen efecto sobre mi memoria. El otro día encontré, bajo un secante, una pequeña foto empalidecida. Una mujer sonreía junto a un estanque. Contemplé un momento a esta persona sin reconocerla. Después leí, en el reverso: “Anny, Portsmouth, abril 7, 27”.

Nunca sentí como hoy la impresión de carecer de dimensiones secretas, de estar limitado a mi cuerpo, a los pensamientos ligeros que suben de él como burbujas. Construyo mis recuerdos con el presente. Estoy desechado, abandonado en el presente. En vano trato de alcanzar el pasado; no puedo escaparme.

Llaman. Es el Autodidacto; lo había olvidado. Le prometí mostrarle mis fotos de viaje. Que el diablo se lo lleve.

Se sienta en una silla; sus nalgas tensas tocan el respaldo, y el busto rígido se inclina hacia adelante. Salto de la cama y enciendo la luz.

—¿Por qué, señor? Estábamos muy bien..

—No para ver fotografías...

No sabe qué hacer con el sombrero; se lo quito.

—¿Es verdad, señor? ¿Quiere usted mostrármelas?

—Pero naturalmente.

Esto es calculado: espero que se callará mientras las mire. Me meto debajo de la mesa, empajo la caja contra sus zapatos lustrados, deposito en sus rodillas una brazada de tarjetas postales y fotos: España y el Marruecos español.

Pero bien veo en su semblante risueño y abierto que me equivoqué al contar con reducirlo a silencio. Echa una ojeada a una vista de San Sebastián, tomada desde el monte Igueldo, la deja con precaución sobre la mesa, y permanece silencioso un instante. Después suspira:

—¡Ah, señor! Qué suerte la suya. Si es cierto lo que dicen, los viajes son la mejor escuela. ¿Opina usted lo mismo, señor?

Hago un gesto vago. Afortunadamente no ha terminado.

—Ha de ser una conmoción tan grande. Me parece que si alguna vez tuviera que hacer un viaje, antes de partir consignaría por escrito los menores rasgos de mi carácter, para poder comparar, a la vuelta, lo que era y lo que he llegado a ser. He leído que algunos viajeros habían cambiado tanto, en lo físico y en lo moral, que a su regreso los parientes más cercanos no los reconocían.

Manosea distraído un gran paquete de fotografías. Toma una y la pone sobre la mesa sin mirarla; después contempla con intensidad la foto siguiente, que representa un San Jerónimo esculpido en un pulpito de la catedral de Burgos.

—¿Vio usted ese Cristo en piel de animal que está en Burgos?. Hay un libro muy curioso, señor, sobre esas estatuas en piel de animal, y hasta en piel humana. ¿Y la Virgen negra? ¿No está en Burgos? ¿Está en Zaragoza? ¿Pero no hay acaso una en Burgos? Los peregrinos la besan, ¿no es cierto? Quiero decir, la de Zaragoza. ¿Y hay una huella de su pie en una losa? ¿Que está en un agujero? ¿Y las madres empujan allí a sus hijos?

Rígido, empuja con las dos manos a un niño imaginario. Se diría que rechaza los presentes de Artajerjes.

—Ah, las costumbres, señor, qué... qué curioso.

Un poco sofocado, me apunta con su quijada de asno. Huele a tabaco y a agua estancada. Sus hermosos ojos extraviados brillan como globos de fuego, y sus escasos cabellos le nimban el cráneo como de vapor. Bajo ese cráneo, samoyedos, niam-niams, malgaches, fueguinos, celebran las más extrañas solemnidades, comen a sus ancianos padres, a sus hijos, giran sobre sí mismos al son del tamtam hasta desvanecerse, se entregan al frenesí del amok, queman a sus muertos, los exponen sobre los techos, los abandonan a la corriente en barcas iluminadas por antorchas, se acoplan al azar, madre e hijo, padre e hija, hermano y hermana, se mutilan, se castran, se distienden los labios con platos, se hacen tatuar en los riñones animales monstruosos.

—¿Puede decirse, con Pascal, que la costumbre es una segunda naturaleza?

Clava sus ojos en los míos, implora una respuesta:

—Según —digo.

Respira.

—Es lo que yo me decía, señor. Pero desconfío de mí mismo; se necesitaría haberlo leído todo.

Pero a la fotografía siguiente, es el delirio. Lanza un grito de gozo.

—¡Segovia! ¡Segovia! Yo he leído un libro sobre Segovia.

Agrega, con cierta nobleza:

—Señor, ya no recuerdo el nombre del autor. A veces tengo distracciones. Na... No... Nod...

—Imposible —le digo vivamente —, está usted en Lavergne.

Lamento en seguida mis palabras; después de todo nunca me habló de este método de lectura; ha de ser un delirio secreto. En efecto, queda desconcertado, y se le hinchan los gruesos labios, con aire llorón. Luego baja la cabeza y mira unas diez postales sin decir palabra.

Pero al cabo de treinta segundos, veo que un poderoso entusiasmo lo colma y que va a reventar si no habla:

—Cuando termine mi instrucción (todavía calculo seis años más), me uniré, si me lo permiten, a los estudiantes y profesores que hacen un crucero anual al Cercano Oriente. Quisiera aclarar ciertos conocimientos —dice con unción— y además, me gustaría que me sucedieran cosas inesperadas, nuevas, aventuras, para decirlo de una vez.

Ha bajado la voz; tiene un gesto pícaro.

—¿Qué clase de aventuras?—le pregunto, asombrado.

—De todas clases, señor. Usted se equivoca de tren. Baja en una ciudad desconocida. Pierde la valija, lo detienen por error, pasa la noche en la cárcel. Señor, creo que la aventura puede definirse así: un acontecimiento que sale de lo ordinario sin ser forzosamente extraordinario. Se habla de la magia de las aventuras. ¿Le parece justa esta expresión? Quisiera hacerle una pregunta, señor.

—¿Qué?

Se ruboriza y sonríe.

—Tal vez sea indiscreta.

—No importa, diga.

Se inclina hacia mí y pregunta, con los ojos entrecerrados:

—¿Ha tenido usted muchas aventuras, señor?

Respondo maquinalmente:

—Algunas—, echándome hacia atrás, para evitar su aliento pestífero.

Sí, lo dije maquinalmente, sin pensarlo. En efecto, por lo general más bien me enorgullezco de haber tenido tantas aventuras. Pero hoy, en cuanto pronuncio estas palabras, siento una gran indignación contra mí mismo: me parece que miento, que en mi vida he tenido la menor aventura, o mejor, ni siquiera sé qué quiere decir esa palabra. Al mismo tiempo pesa sobre mis hombros el mismo desaliento que me asaltó en Hanoi, hace cerca de cuatro años, cuando Mercier me apremiaba para que me uniera a él, y yo, sin contestar, miraba fijo una estatuita kmer. Y la IDEA, esa gran masa blanca que tanto me desagradó entonces, está ahí; no había vuelto a verla durante estos cuatro años.

—¿Podría preguntarle...?—dice el Autodidacto.

¡Diantre! Que le cuente una de esas famosas aventuras. Pero ya no quiero decir una palabra sobre el tema.

—Ahí —digo inclinado sobre sus hombros estrechos, y apoyando el dedo en una foto—, ahí está Santillana, el pueblo más lindo de España.

—¿Santillana, el pueblo de Gil Blas? No creí que existiera. ¡Ah, señor, qué provechosa es su conversación! Bien se ve que usted ha viajado.

Acompaño al Autodidacto hasta la puerta, después de atiborrar sus bolsillos de tarjetas postales, grabados y fotos. Se fue encantado; apagué la luz. Ahora estoy solo. Completamente solo, no. Todavía delante de mí está esa idea que aguarda. Permanece ahí, hecha un ovillo como un gran gato; no explica nada, no se mueve, se contenta con decir que no. No, no he tenido aventuras.

Lleno la pipa, la enciendo, me recuesto en la cama con un abrigo sobre las piernas. Lo que me asombra es sentirme tan triste y tan cansado. Aunque fuera cierto que nunca tuve aventuras, ¿qué puede importarme? Ante todo, me parece que es pura cuestión de palabras. El asunto de Meknes, por ejemplo, en el que pensaba hace un rato: un marroquí me saltó encima y quiso atacarme con una gran navaja. Pero yo le asesté un puñetazo debajo de la sien... Empezó a gritar en árabe y apareció una caterva de piojosos que nos persiguieron hasta el souk Attarin. Bueno, puede dársele el nombre que se quiera, pero de todos modos es un hecho que me sucedió.

Está completamente oscuro y no sé muy bien si mi pipa sigue encendida. Pasa un tranvía: relámpago rojo en el cielo raso. Después, un coche pesado que hace temblar la casa. Han de ser las seis.

No he tenido aventuras. Me sucedieron historias, acontecimientos, incidentes, todo lo que se quiera. Pero no aventuras. No es cuestión de palabras; comienzo a comprender. Hay algo que, sin darme cuenta, me interesaba más que nada. No era el amor, Dios mío, no, ni la gloria, ni la riqueza... Era... En fin, me imaginé que en ciertos momentos mi vida podía adquirir una cualidad rara y preciosa. No se necesitaban circunstancias extraordinarias; yo pedía exactamente un poco de rigor. Mi vida actual nada tiene de muy brillante; pero de vez en cuando, por ejemplo al escuchar música en los cafés, yo miraba hacia atrás y me decía; en otros tiempos, en Londres, en Meknes, en Tokio conocí momentos admirables, tuve aventuras. Esto es lo que me quitan. Acabo de saber de pronto, sin razón aparente, que me he mentido durante diez años. Las aventuras están en los libros. Y naturalmente, todo lo que se cuenta en los libros puede suceder de veras, pero no de la misma manera. Era esa manera de suceder lo que me interesaba tanto.

Ante todo, los comienzos deberían haber sido verdaderos comienzos. ¡Ay! Ahora veo tan bien lo que quise. Verdaderos comienzos, que aparecieran como sones de trompeta, como las primeras notas de una música de jazz, bruscamente, cortando de golpe el hastío, consolidando la duración; esas noches excepcionales en que uno dice: “Pasearía si fuera una noche de mayo”. Salimos, acaba de aparecer la luna, estamos ociosos, vacantes, un poco vacíos. Y de golpe, pensamos: “Algo ha sucedido”. Cualquier cosa: un ligero crujido en la sombra, una silueta ligera que cruza la calle. Pero ese acontecimiento fútil no se asemeja a los otros; en seguida vemos que precede una gran forma cuyo dibujo se pierde en la bruma, y entonces nos decimos: “Algo comienza”.

Algo comienza para terminar: la aventura no admite añadidos; sólo cobra sentido con su muerte. Hacia esta muerte, que acaso sea también la mía, me veo arrastrado irremisiblemente. Cada instante aparece para traer los siguientes. Me aferró a cada instante con toda el alma; sé que es único, irreemplazable, y sin embargo no movería un dedo para impedir su aniquilación. El último minuto que paso —en Berlín, en Londres —en brazos de una mujer conocida la antevíspera —minuto que amo apasionadamente, mujer que estoy a punto de amar—, terminará, lo sé. En seguida partiré a otro país. Nunca recuperaré esta mujer, ni esta noche. Me inclino sobre cada segundo, trato de agotarlo; no dejo nada sin captar, sin fijar para siempre en mí, nada, ni la ternura fugitiva de esos hermosos ojos, ni los ruidos de la calle, ni la falsa claridad del alba; y sin embargo, el minuto transcurre y no lo retengo; me gusta que pase.

Y entonces de pronto algo se rompe. La aventura ha terminado, el tiempo recobra su blandura cotidiana. Me vuelvo; detrás de mí, la hermosa forma melódica se hunde entera en el pasado. Disminuye; al declinar se contrae, ahora el fin y el comienzo son una sola cosa. Al seguir con los ojos ese punto de oro, pienso que —aunque hubiese estado a punto de morir, de perder una fortuna, un amigo— aceptaría revivirlo todo, en las mismas circunstancias, de cabo a rabo. Pero una aventura no se empieza de nuevo, ni se prolonga.

Sí, eso es lo que yo quería, ay, eso es lo que todavía quiero. Siento tanta dicha cuando una negra canta; qué cimas alcanzaría si mi propia vida constituyera la materia de la melodía.

La Idea, la innominable, sigue ahí. Aguarda apaciblemente. Ahora parece decir:

“¿Sí? ¿Eso es lo que querías? Bueno, es eso, precisamente, lo que nunca has tenido (recuerda: te engañabas con palabras; llamabas aventuras al oropel de viajes, amores de prostitutas, riñas, baratijas), y lo que nunca tendrás, ni tú ni nadie”.

¿Pero por qué? ¿POR QUÉ?
1   ...   4   5   6   7   8   9   10   11   ...   23

similar:

La náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée iconTÍtulo original: ai-mei título ingléS

La náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée iconTítulo de la edición original
«Si dispusiéramos de una Fantástica, como disponemos de una Lógica, se habría descubierto el arte de inventar.» Era muy bello. Casi...

La náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée iconTitulo original: the way of intelligence

La náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée iconTítulo de la obra original

La náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée iconTítulo do original em inglês

La náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée iconTítulo original: The last barrier

La náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée iconDel italiano rinàscita, procedente del francés renaissance, renacimiento,...
«Media», y que habría de ser considerada como una época de ignorancia y oscuridad en oposición a la nueva época de conocimiento y...

La náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée iconTítulo Original: Confessions (1996)

La náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée iconTítulo original IL pendolo di Foucault

La náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée iconTítulo Original: Deception Point






© 2015
contactos
l.exam-10.com