La náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée






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títuloLa náusea 9a. Edición editorial época, S. A. Emperadores No. 185 México 13, D. F. Título original francés La Nausée
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Las cinco y media.


¡La cosa anda mal, muy mal! Otra vez la suciedad, la Náusea. Y una novedad: me dio en un café. Los cafés eran hasta ahora mi único refugio porque están llenos de gente y bien iluminados; ni siquiera me quedará este recurso; cuando me vea acosado en mi cuarto, no sabré adónde ir.

Iba a hacer el amor, pero apenas empujé la puerta, Madeleine, la sirvienta, me gritó:

—La patrona no está; salió por unas diligencias.

Sentí una viva decepción en el sexo, un largo cosquilleo desagradable. Al mismo tiempo, sentía que la camisa me rozaba la punta de los pechos, y la impresión de que un lento torbellino encendido me rodeaba, me llevaba, un torbellino de bruma, de luces, en el humo, en los espejos, en las banquetas que brillaban en el fondo, y no veía por qué estaba allí, ni por qué pasaba eso. Me había detenido en la puerta, no sabía si entrar, y entonces se produjo un remolino, pasó una sombra por el techo y me sentí empujado hacia adelante. Flotaba, me aturdían las brumas luminosas que me penetraban por todas partes a la vez. Madeleine vino flotando a quitarme el sobretodo, y observé que se había estirado el pelo y llevaba pendientes: no la reconocí. Yo miraba sus grandes mejillas, que corrían interminables hacia las orejas. En el hueco de las mejillas, bajo los pómulos, había dos manchas color de rosa, bien aisladas, que parecían aburrirse en esa carne pobre. Las mejillas corrían, corrían hacia las orejas, y Madeleine sonreía:

—¿Qué toma usted, señor Antoine?

Entonces me dio la Náusea: me dejé caer en el asiento, ni siquiera sabía dónde estaba; veía girar lentamente los colores a mi alrededor; tenía ganas de vomitar. Y desde entonces la Náusea no me ha abandonado, me posee.

He pagado. Madeleine se llevó el platillo. Mi vaso aplasta contra el mármol un charco de cerveza amarilla donde flota una burbuja. La banqueta se hunde en el sitio donde estoy sentado, y para no resbalarme debo apoyar fuertemente las suelas contra el piso; hace frío. A la derecha, algunos juegan a las cartas sobre un tapete de lana. No los vi al entrar; sentí simplemente que había un paquete tibio, mitad sobre la banqueta, mitad sobre la mesa del fondo, con pares de brazos que se agitaban. Después Madeleine les llevó naipes, el tapete y fichas en una escudilla. Son tres o cinco, no sé, me falta ánimo para mirarlos. Tengo un resorte roto: puedo mover los ojos, pero no la cabeza. La cabeza es blanda, elástica; parece puesta justo sobre el cuello; si la muevo se me caerá. A pesar de todo, oigo un aliento corto, y de vez en cuando veo, con el rabillo del ojo, como un relámpago, una cosa colorada, cubierta de pelos blancos. Es una mano.

Cuando la patrona hace diligencias, su primo la reemplaza en el mostrador. Se llama Adolphe. Al sentarme, comencé a mirarlo, y seguí haciéndolo porque no podía volver la cabeza. Está en mangas de camisa, con tirantes malva; se arremangó hasta arriba del codo. Los tirantes apenas se ven sobre la camisa azul; están borrados, hundidos en el azul, pero es una falsa humildad; en realidad no permiten el olvido, me irritan con su terquedad de carneros como si, dirigiéndose al violeta, se hubieran detenido en el camino sin abandonar sus pretensiones. Dan ganas de decirles: “Vamos, vuélvanse violeta, y no se hable más” Pero no, permanecen en suspenso, obstinados en su esfuerzo inconcluso. A veces el azul que los rodea se desliza sobre ellos y los cubre del todo; me estoy un instante sin verlos. Pero es una ola; pronto el azul palidece por partes y veo reaparecer islotes de un malva vacilante, que se agrandan, se juntan y reconstruyen los tirantes. El primo Adolphe no tiene ojos; sus párpados hinchados y recogidos se abren apenas un poco sobre el blanco. Sonríe con aire dormido; de vez en cuando resopla, gañe y se debate débilmente, como un perro soñando.

Su camisa de algodón azul se destaca gozosamente sobre una pared chocolate. También eso da la Náusea. O más bien es la Náusea. La Náusea no está en mí; la siento allí, en la pared, en los tirantes, en todas partes a mi alrededor. Es una sola cosa con el café, soy yo quien está en ella.

A mi derecha el paquete tibio se pone a zumbar, agita sus pares de brazos.

—Toma, ahí tienes tu triunfo.

—¿Qué triunfo?

Gran espinazo negro curvado sobre el juego:

—¡Ja, ja, ja!

—¿Qué? Ahí está el triunfo, acaba de jugarlo.

—No sé, no he visto ...

—Sí, ahora acabo de jugar triunfo.

—Ah, bueno, entonces, triunfo de corazones—. Canturrea: —Triunfo de corazones, triunfo de corazones, triun-fo-de-co-ra-zo-nes—. Hablando: —¿Qué pasa, señor? ¿Qué pasa, señor? ¡Alzo!

De nuevo el silencio en la faringe —el gusto a azúcar en el aire—. Los olores. Los tirantes.

El primo se levanta, da unos pasos, pone las manos detrás de la espalda, sonríe, alza la cabeza y se echa hacia atrás, sobre las puntas de los talones. En esa posición se duerme. Está allí, oscilante, y sigue sonriendo; le tiemblan las mejillas. Se va a caer. Se inclina hacia atrás, se inclina, se inclina dando la cara al techo, y en el momento de caer, se agarra diestramente del borde del mostrador y restablece el equilibrio. Después de lo cual vuelve a empezar. Ya estoy harto; llamo a la sirvienta:

—Madeleine, ponga algo en el fonógrafo, sea buena. Eso que me gusta, ¿sabe?: Some of these days.

—Sí, pero tal vez moleste a los señores; no les agrada la música cuando están jugando. Ah, voy a preguntarles.

Hago un gran esfuerzo y vuelvo la cabeza. Son cuatro. Ella se inclina sobre un viejo color púrpura que lleva en la punta de la nariz lentes de aro negro. El viejo oculta el juego contra el pecho y me echa una mirada desde abajo.

—Cómo no, señor.

Sonrisas. Tiene los dientes podridos. No es él el dueño de la mano roja, sino su vecino, un tipo de bigotes negros. El tipo de los bigotes posee una nariz de agujeros inmensos, que podrían bombear aire para toda una familia, y que le comen la mitad de la cara, pero sin embargo, respira por la boca jadeando un poco. También está con ellos un muchacho de cabeza perruna. No distingo al cuarto jugador.

Las cartas caen sobre el tapete de lana, girando. Luego manos de dedos enjoyados las recogen, raspando el tapete con las uñas. Las manos ponen manchas blancas en el tapete, parecen infladas y polvorientas. Siguen cayendo otras cartas, las manos van y vienen. Qué ocupación absurda: no parece un juego, ni un rito, ni una costumbre. Creo que lo hacen para llenar el tiempo, simplemente. Pero el tiempo es demasiado ancho, no se deja llenar. Todo lo que uno sumerge en él se ablanda y se estira. Por ejemplo, ese ademán de la mano roja que recoge las cartas tropezando, es flojo. Habría que descoserlo y cortar por dentro.

Madeleine mueve la manivela del fonógrafo. Con tal de que no se haya equivocado, con tal de que no haya puesto, como el otro día, el aria de Caballería Rusticana. Pero no, está bien, lo reconozco desde los primeros compases. Es un viejo rag-time con estribillo cantado. Lo oí en 1917 a soldados americanos en las calles de La Rochelle. Ha de ser anterior a la guerra. Pero el registro es mucho más reciente. Con todo, es el disco más viejo de la colección, un disco Pathé para púa de zafiro.

En seguida vendrá el estribillo: es lo que más me gusta, sobre todo la manera abrupta de arrojarse hacia adelante, como un acantilado contra el mar. Por el momento, toca el jazz; no hay melodía, sólo notas, una miríada de breves sacudidas. No conocen reposo; un orden inflexible las genera y destruye; sin dejarles nunca tiempo para recobrarse, para existir por sí. Corren, se apiñan, me dan al pasar un golpe seco y se aniquilan. Me gustaría retenerlas, pero sé que si llegara a detener una, sólo quedaría entre mis dedos un sonido canallesco y languideciente. Tengo que aceptar su muerte; hasta debo querer esta muerte; conozco pocas impresiones más ásperas o más fuertes.

Comienzo a calentarme, a sentirme feliz. Todavía no es nada extraordinario, es una pequeña dicha de Náusea: se despliega en el fondo del charco viscoso, en el fondo de nuestro tiempo —el tiempo de los tirantes malva y de las banquetas desfondadas—; está hecha de instantes amplios y blandos, que se agrandan por los bordes como una mancha de aceite. Apenas nacida, es vieja; me parece que la conozco desde hace veinte años.

Hay otra dicha: afuera está esa banda de acero, la estrecha duración de la música, que atraviesa nuestro tiempo de lado a lado, y lo rechaza y lo desgarra con sus pumitas secas; hay otro tiempo.

—El señor Randu juega corazón; tú echas el as.

La voz se desliza y desaparece. Nada hace mella en la cinta de acero: ni la puerta que se abre, ni la bocanada de aire frío que se cuela sobre mis rodillas, ni la llegada del veterinario con su nieta: la música horada esas formas vagas y las traspasa. No bien se sienta, la niña queda suspensa; permanece rígida, con los ojos muy abiertos; escucha frotando la mesa con el puño.

Unos segundos más y cantará la negra. Parece inevitable, tan fuerte es la necesidad de esta música; nada puede interrumpirla, nada que venga del tiempo donde está varado el mundo; cesará sola, por orden. Esta hermosa voz me gusta sobre todo, no por su amplitud ni su tristeza, sino porque es el acontecimiento que tantas notas han preparado desde lejos, muriendo para que ella nazca. Y sin embargo, estoy inquieto; bastaría tan poco para que el disco se detuviera: un resorte roto, un capricho del primo Adolphe. Qué extraño, qué conmovedor que esta duración sea tan frágil. Nada puede interrumpirla y todo puede quebrantarla.

El último acorde se ha aniquilado. En el breve silencio que sigue, siento fuertemente que ya está, que algo ha sucedido.

Silencio.
Some of these days

You’ll miss me honey.
Lo que acaba de suceder es que la Náusea ha desaparecido. Cuando la voz se elevó en el silencio, sentí que mi cuerpo se endurecía; y la Náusea se desvaneció. De golpe; era casi penoso ponerse así de duro, de rutilante. Al mismo tiempo la duración de la música se dilataba, se hinchaba como una bomba. Llenaba la sala con su transparencia metálica, aplastando contra las paredes nuestro tiempo miserable. Estoy en la Náusea. En los espejos ruedan globos de fuego; anillos de humo los circundan, y giran, velando y descubriendo la dura sonrisa de la luz. Mi vaso de cerveza se ha empequeñecido, se aplasta sobre la mesa; parece denso, indispensable. Quiero tomarlo y sopesarlo, extiendo la mano... ¡Dios mío! Esto es, sobre todo, lo que ha cambiado: mis ademanes. Este movimiento de mi brazo se ha desarrollado como un tema majestuoso, se ha deslizado a lo largo del canto de la negra; me pareció que yo bailaba.

El rostro de Adolphe está ahí, apoyado contra la pared chocolate; parece muy próximo. En el momento en que mi mano se cerraba, vi su cabeza; tenía la evidencia, la necesidad de una conclusión. Oprimo mis dedos contra el vidrio, miro a Adolphe: soy feliz.

—¡Ahí está!

Una voz se lanza sobre un fondo de rumores. Es que habla mi vecino, el viejo. Sus mejillas ponen una mancha violeta sobre el cuero pardo de la banqueta. Una carta restalla contra la mesa. Malilla de oros.

Pero el muchacho de cabeza perruna sonríe. El jugador coloradote, curvado sobre la mesa, lo acecha de soslayo, pronto a asaltar.

—¡Y ahí tiene!

La mano del muchacho sale de la sombra, planea un instante, blanca, indolente; luego cae de improviso como un milano y aprieta un naipe contra el tapete. El gordo colorado salta por el aire:

—¡Mierda! Éste alza.

La silueta del rey de corazones aparece entre dedos crispados después alguien la vuelve de narices y el juego continúa. Hermoso rey, venido de tan lejos, preparado por tantas combinaciones, por tantos gestos desaparecidos. Ahora desaparece a su vez, para que nazcan otras combinaciones y otros gestos, ataques, réplicas, vueltas de la fortuna, multitud de pequeñas aventuras.

Estoy emocionado, siento mi cuerpo como una máquina de precisión en reposo. Yo he tenido verdaderas aventuras. No recuerdo ningún detalle, pero veo el encadenamiento riguroso de las circunstancias. He cruzado mares, he dejado atrás ciudades y be remontado ríos; me interné en las selvas buscando siempre nuevas ciudades. He tenido mujeres, he peleado con individuos, y nunca pude volver atrás, como no puede un disco girar al revés. ¿Y a dónde me llevaba todo aquello? A este instante, a esta banqueta, a esta burbuja de claridad rumorosa de música.

And when you leave me



Sí, yo que tanto gusté de sentarme en Roma a orillas del Tíber; de bajar y remontar cien veces las Ramblas de Barcelona, a la noche; yo que cerca de Angkor, en el islote de Baray de Prah-Kan vi una baniana que anudaba sus raíces alrededor de la capilla de los nagas, estoy aquí, vivo en el mismo instante que los jugadores de malilla, escucho a una negra que canta mientras afuera vagabundea la noche débil.

El disco se ha detenido.

La noche entra dulzona, vacilante. Es invisible, pero está ahí, vela las lámparas; en el aire se respira algo espeso: es ella. Hace frío. Uno de los jugadores empuja las cartas en desorden hacia otro que las recoge. Un naipe ha quedado atrás. ¿No lo ven? Es el nueve de corazones. Por fin alguien lo entrega al joven de cabeza perruna.

—¡Ah! Es el nueve de corazones.

Está bien. Voy a irme. El viejo violáceo se inclina sobre ana hoja chupando la punta de un lápiz. Madeleine lo mira con ojos claros y vacíos. El muchacho da vueltas entre sus dedos al nueve de corazones. ¡Dios mío ...!

Me levanto penosamente; en el espejo, sobre el cráneo del veterinario, veo deslizarse un rostro inhumano.

Dentro de un rato iré al cinematógrafo.

El aire me hace bien; no tiene el gusto a azúcar ni el olor vinoso del vermut. Pero Dios mío, qué frío hace.

Son las siete y media, no tengo hambre y el cine no empieza hasta las nueve; ¿qué haré? Necesito caminar ligero para calentarme. Dudo; a mis espaldas, el bulevar lleva al corazón de la ciudad, a los grandes aderezos de luces, de las calles centrales, al palacio Paramount, al Imperial, a las grandes tiendas Jahan. No me tienta nada: es la hora del aperitivo; por el momento ya he visto bastantes cosas vivas, perros, hombres, todas las masas blandas que se mueven espontáneamente.

Doblo hacia la izquierda, voy a hundirme en aquel agujero, allá, al final de la hilera de picos de gas; caminaré por el bulevar Noir hasta la avenida Galvani. Por el agujero sopla un viento glacial: allí sólo hay piedras y tierra. Las piedras son algo duro, y que no se mueve.

Hay una parte aburrida del camino: en la acera de la derecha, una masa gaseosa con regueros de fuego hace un ruido de caracola: es la vieja estación. Su presencia ha fecundado los cien primeros metros del bulevar Noir —desde el bulevar de la Redoute hasta la calle Paradis—, ha engendrado unos diez reverberos, y cuatro cafés juntos, el Rendez-vous des Cheminots y otros tres que languidecen todo el día, pero se iluminan de noche y proyectan rectángulos luminosos en la calzada. Tomo tres baños más de luz amarilla, veo salir de la tienda y mercería Rabache a una vieja que se levanta la pañoleta sobre la cabeza y echa a correr; ahora se acabó. Estoy en el borde de la acera de la calle Paradis, junto al último farol. La cinta de asfalto se interrumpe en seco. Del otro lado de la calle están la oscuridad y el barro. Cruzo la calle Paradis. Meto el pie derecho en un charco de agua, me empapo el calcetín; el paseo comienza.

Esta región del bulevar Noir no está habitada. El clima es demasiado riguroso, el suelo demasiado ingrato para que la vida se instale y desarrolle aquí. Los tres aserraderos de los Hermanos Soleil (los Hermanos Soleil hicieron la bóveda artesonada de la iglesia Sainte-Cécile-de-la-Mer, que costó cien mil francos) se abren al oeste, con todas sus puertas y ventanas, sobre la dulce calle Jeanne-Berthe-Coeuroy, llenándola de rumores. En el bulevar Victor-Noir presenta sus tres espaldas unidas por una pared. Estos edificios bordean la acera izquierda durante cuatrocientos metros: ni la ventana más pequeña, ni siquiera un tragaluz.

Esta vez metí los dos pies en el agua. Crucé la calzada; en la otra acera un solo pico de gas como un faro en el confín de la tierra, ilumina un cerco hundido, arruinado en parte.

Fragmentos de carteles se adhieren aún a las tablas. Un hermoso rostro lleno de odio gesticula sobre un fondo verde, con un desgarrón en forma de estrella; debajo de la nariz alguien ha dibujado un bigote retorcido. En otro girón todavía puede descifrarse la palabra “depurador” en caracteres blancos de los que caen gotas rojas, quizá gotas de sangre. Puede que el rostro y la palabra hayan formado parte del mismo cartel. Ahora el cartel está roto, los lazos simples y deliberados que los unían desaparecieron, pero se ha establecido espontáneamente otra unidad entre la boca torcida, las gotas de sangre, las letras blancas, la desinencia “dor”; se diría que una pasión criminal e infatigable trata de expresarse mediante estos signos misteriosos. Entre las tablas pueden verse brillar las luces de la vía férrea. Un largo muro continúa la empalizada. Un muro sin aberturas, sin puertas, sin ventanas, que se detiene doscientos metros más lejos, contra una casa. He dejado atrás el campo de acción del farol; entro en el agujero negro. Al ver mi sombra que se funde a mis pies en las tinieblas, tengo la impresión de hundirme en un agua helada. Delante de mí, en el fondo, a través de espesores de negro, distingo una palidez rosada: es la avenida Galvani. Me vuelvo; detrás del reverbero, muy lejos, hay un atisbo de claridad: la estación con los cuatro cafés. Detrás de mí, delante de mí, gentes que beben y juegan a las cartas en las cervecerías. Aquí sólo hay negrura. El viento me trae con intermitencias un campanilleo solitario que viene de lejos. Los ruidos domésticos, el ronquido de los autos, los gritos, los ladridos, no se alejan de las calles iluminadas, permanecen en el calor. Pero ese campanilleo horada las tinieblas y llega hasta aquí: es más duro, menos humano que los otros ruidos.

Me paro a escucharlo. Tengo frío, me duelen las orejas; han de estar rojas. Pero yo no me siento; me ha ganado la pureza de lo que me rodea; nada vive; el viento silba, líneas rígidas huyen en la noche. El bulevar Noir no tiene la facha indecente de las calles burguesas, que hacen gracias a los transeúntes. Nadie se ha preocupado de adornarlo; es exactamente un revés. El revés de la calle Jeanne-Berthe-Coeuroy, de la avenida Galvani. En los alrededores de la estación, los Bouvilleses todavía lo vigilan un poco; lo limpian de vez en cuando, por los viajeros. Pero en seguida lo abandonan, y corre derecho, ciego, para chocar con la avenida Galvani. La ciudad lo ha olvidado. A veces un camión grande, de color terroso, lo cruza a toda velocidad, con ruido atronador. Ni siquiera hay asesinatos, por falta de asesinos y de víctimas. El bulevar Noir es inhumano. Como un mineral. Como un triángulo. Es una suerte que haya un bulevar así en Bouville. Por lo general sólo se los encuentra en las capitales, en Berlín del lado de Neukölln o todavía hacia Friedrichshain, en Londres detrás de Greenwich. Corredores rectos y sucios, en plena corriente de aire, con anchas aceras sin árboles. Casi siempre están en los alrededores, en esos barrios extraños donde se fabrican las ciudades, cerca de los depósitos de mercancías, de las estaciones tranviarias, de los mataderos, de los gasómetros. Dos días después del chaparrón, cuando toda la ciudad está mojada bajo el sol e irradia calor húmedo, aún siguen fríos, aún conservan el barro y los charcos. Hasta tienen charcos que nunca se secan, salvo un mes en el año, en agosto.

La Náusea se ha quedado allá, en la luz amarilla. Soy feliz, este frío es tan puro, tan pura la noche; ¿no soy yo mismo una onda de aire helado? No tener ni sangre, ni linfa, ni carne. Deslizarse por este largo canal hacia aquella palidez. Ser sólo frío.

Llega gente. Dos sombras. ¿Qué necesidad tenían de venir aquí?

Es una mujercita que tira a un hombre de la manga. Habla en voz rápida y menuda. No comprendo lo que dice, por el viento.

—¿Quieres cerrar la boca, eh? —dice el hombre.

Ella signe hablando. Bruscamente, el hombre la rechaza. Se miran, vacilantes; después él hunde las manos en los bolsillos y se va sin volverse.

El hombre ha desaparecido. Apenas tres metros me separan ahora de la mujer. De pronto unos sonidos roncos y graves la desgarran, arrancan de ella y llenan toda la calle con una violencia extraordinaria:

—Charles, por favor, ¿sabes lo que te he dicho? ¡Charles, ven, estoy harta, soy muy desgraciada!

Paso tan cerca de ella que podría tocarla. Es... ¿pero cómo creer que esa carne ardida, ese rostro resplandeciente de dolor...? Sin embargo, reconozco la pañoleta, el abrigo y el gran antojo borra de vino que tiene en la mano derecha; es ella, Lucie, la criada. No me atrevo a ofrecerle mi ayuda, pero conviene que pueda pedirla en caso de necesidad; paso delante de ella lentamente, mirándola. Sus ojos se clavan en mí, pero no demuestra verme; es como si sus padecimientos le hubieran hecho perder el juicio. Doy unos pasos, me vuelvo...

Sí, es ella, Lucie. Pero transfigurada, fuera de sí, sufriendo con loca generosidad. La envidio. Está allí, erguida, con los brazos separados, como si esperara los estigmas; abre la boca, se ahoga. Tengo la impresión de que las paredes han crecido a cada lado de la calle, de que se han acercado, de que ella está en el fondo de un pozo. Espero unos instantes; temo que caiga rígida; es demasiado enclenque para soportar este dolor insólito. Pero no se mueve; parece mineralizada, como todo lo que la rodea. Por un momento me pregunto si no me habré equivocado, si no es su verdadera naturaleza la que se me ha revelado de improviso...

Lucie lanza un leve gemido. Se lleva la mano a la garganta abriendo grandes ojos asombrados. No, no hay en ella fuerzas para padecer tanto. Le vienen de afuera... de este bulevar. Habría que tomarla por los hombros, llevarla a las luces, entre la gente, a las calles dulces y rosadas; allá no se puede sufrir tanto; se ablandaría, recuperaría su aire positivo y el nivel ordinario de sus padecimientos.

Le vuelvo la espalda. Después de todo, tiene suerte. Yo estoy demasiado tranquilo desde hace tres años. Ya no puedo recibir de estas soledades trágicas hada más que un poco de pureza vacía. Me voy.
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