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IV. EL ULTIMO DESLIZ DEL NAGUAL JULIÁN En el patio de la casa de don Juan reinaba el fresco y el silencio de los claustros de un convento. Había allí un sinnúmero de enormes árboles frutales, plantados extremamente cerca unos de otros, que parecían regular la temperatura y absorber todos los ruidos. La primera vez que llegué a su casa, critiqué la manera ilógica en que estaban plantados esos frutales. Yo les hubiera proporcionado más espacio. Él replicó que esos árboles no eran de su propiedad, que eran árboles guerreros, libres e independientes, que se habían unido a su grupo de brujo. Dijo que mis comentarios, si bien eran aplicables a los árboles comunes, no atañían a los que estaban en su casa. Su réplica me sonó muy metafórica. Lo que ignoraba yo en ese entonces era que don Juan daba un sentido literal a todo cuanto decía. Don Juan y yo nos encontrábamos sentados en unas sillas de caña, frente a los frutales. Comenté que los árboles cargados de fruta no eran sólo un bello espectáculo, sino también algo asombroso en extremo, dado que no era la estación de frutas. -Existe una historia intrigante acerca de ellos -admitió-. Como sabes, estos árboles son guerreros de mi grupo. Ahorita tienen fruta, porque yo y todos los demás miembros de mi grupo hemos estado expresando sentimientos y opiniones acerca de nuestro viaje definitivo, aquí mismo, delante de ellos. Y ahora los árboles saben que, cuando nos embarquemos en nuestro viaje definitivo, irán con nosotros. Lo miré, atónito. -No puedo dejarlos -dijo-. Son guerreros como nosotros. Han unido su sino al grupo del nagual. Saben lo que yo siento por ellos. El punto de encaje de los árboles esta localizado muy abajo en sus enormes conchas luminosas y esta característica les permite conocer nuestros sentimientos. Por ejemplo, estos árboles conocen los sentimientos que tú y yo tenemos en este momento, al estar hablando frente a ellos acerca de mi viaje definitivo. Guardé silencio. El tema de su viaje definitivo me deprimía. Don Juan repentinamente cambió la conversación. -El segundo centro abstracto de las historias de brujería se llama el Toque del Espíritu -dijo-. El primer centro, las Manifestaciones del Espíritu, es el edificio que el intento construye y coloca frente al brujo, invitándolo a entrar. Es el edificio del intento visto por un brujo. El Toque del Espíritu es el mismo edificio visto por el principiante al que se invita, o más bien se obliga a entrar. "Este segundo centro abstracto también podría ser una historia en sí. Y esa historia dice que, después de que el espíritu se manifestó, a ese hombre de quien ya hablábamos, sin obtener respuesta, el espíritu le tendió una trampa. Un subterfugio decisivo, no porque el hombre tuviera nada de especial, sino porque, debido a la incomprensible cadena de eventos desatada por el espíritu, el hombre estaba disponible en el preciso momento en que el espíritu tocó la puerta. "No hace falta decir que todo cuanto el espíritu le reveló a ese hombre no solamente carecía de sentido para él, sino que de hecho iba contra todo lo que ese hombre sabía, contra todo lo que él era. Claro está, el hombre rehusó de inmediato y en forma bastante hosca a tener algo que ver con el espíritu. No iba a dejarse engañar por esas tonterías tan absurdas. El sabía lo que hacía. Y así, el espíritu y ese hombre quedaron absolutamente estancados. "Con la misma facilidad con la que te digo que todo esto podría ser una historia -continuó don Juan- te puedo decir que es una idiotez. Te puedo decir que esa historia es como el chupón que se les da a los niños que lloran. Esa historia es para los que lloran con el silencio de lo abstracto. Me escudriñó por un momento; luego sonrió. -Te gustan las palabras -dijo recriminándome-. Te da miedo el solo pensar en el conocimiento silencioso. Por otro lado, las historias, por más estúpidas que sean, te encantan y te hacen sentir seguro. Su sonrisa era tan pícara que acabé riendo. Me recordó que ya él me había dado un detallado relato de la primera vez que el espíritu tocó su puerta. Y por un momento, no pude imaginar de que me estaba hablando. -No sólo fue mi benefactor quien tropezó conmigo cuando me estaba muriendo del balazo que me dieron -explicó-. Ese día, el espíritu tocó mi puerta. Mi benefactor comprendió que él estaba allí como conducto del espíritu. Sin la intervención del espíritu, el encuentro con mi benefactor no hubiera significado nada. Manifestó que el nagual puede oficiar como conducto solamente después de que el espíritu ha manifestado su voluntad ya sea a través de casi imperceptibles manifestaciones o mediante comandos directos. Por lo tanto, no hay posibilidad de qué un nagual pueda elegir a sus aprendices siguiendo su propia volición o sus cálculos. No obstante, una vez que el espíritu se revela a través de sus augurios, el nagual no escatima nada para satisfacerlo. -Después de practicar por toda una vida -continuó-, los brujos, en especial los naguales, saben si el espíritu los está, o no los está, invitando a entrar al edificio dispuesto delante de ellos. Han aprendido a disciplinar su vinculo con el intento; de ese modo siempre están prevenidos; siempre saben lo que el espíritu les depara. Don Juan dijo que el camino de los brujos, en general, es un proceso arduo cuya finalidad es poner en orden al vínculo de conexión. Dijo también que ese vínculo, en el hombre común y corriente, está prácticamente inerte y que los brujos comienzan siempre con algo que no sirve para nada. Enfatizó que a fin de revivir el vínculo de conexión, los brujos necesitan un propósito extremadamente fiero y riguroso, un estado especial de la mente llamado intento inflexible. El reconocer y aceptar que el nagual es el único capaz de suplir ese intento inflexible es la parte de la brujería que resulta más difícil para los aprendices. Argüí que yo no veía ninguna dificultad en aceptar eso. -Un aprendiz es alguien que se esfuerza por limpiar y revivir su vínculo con el espíritu -explicó-. Una vez que ese vínculo revive, no puede continuar siendo un aprendiz; pero hasta ese día, necesita de un propósito indomable, un intento inflexible, del cual carece, por supuesto. Por esa razón, el aprendiz permite que el nagual le proporcione tal propósito y, para hacerlo, tiene que renunciar a su individualidad. Esa es la parte difícil. Repitió algo que me decía con mucha frecuencia: que no se reciben bien a los voluntarios en el mundo de la brujería, porque ya tiene propósitos propios y eso les dificulta enormemente renunciar a su individualidad. Si el mundo de los brujos exige ideas y actos contrarios a esos propósitos, los voluntarios simplemente se enfadan y se van. -Revivir el vínculo de un aprendiz es un verdadero logro para un nagual -continuó don Juan-. Dependiendo, por supuesto, de la personalidad del aprendiz, la tarea puede ser lo más simple que hay, o uno de los peores dolores de cabeza que uno puede imaginar. Don Juan me aseguró que, aunque yo pudiera tener otras ideas al respecto, la tarea de revivir mi vinculo con el intento no era tan molesta para él como la suya propia había sido para su benefactor. Admitió que yo tenía un mínimo de autodisciplina que me era muy útil, mientras que él nunca tuvo ni eso; y su benefactor, a su vez aún menos. -La diferencia se puede observar en la manera cómo el espíritu toca la puerta -continuó-. En algunos casos, el toque es apenas perceptible. En mi caso, fue un comando. Había recibido un balazo; la sangre me salla a borbotones por un agujero en el pecho. Mi benefactor tuvo que actuar con rapidez y sin vacilación; de la misma manera que su benefactor lo hizo con él. Los brujos saben que cuanto más fuerte sea el comando, más difícil será el discípulo. Don Juan me explicó que uno de los aspectos más ventajosos de su conexión con dos naguales fue el poder oír las mismas historias desde dos puntos de vista. Por ejemplo, la historia del nagual Elías y las manifestaciones del espíritu, vista desde la perspectiva del nagual Julián, el aprendiz, es la historia de la dura manera cómo el espíritu a veces toca la puerta. -Todo lo relacionado con mi benefactor era muy difícil -dijo, y comenzó a reír-. Cuando tenía veinticuatro años, el espíritu no sólo tocó su puerta, sino que casi la echó abajo. Dijo que la historia realmente empezó años atrás, cuando su benefactor era todavía un apuesto adolescente, vástago de una honorable familia de la ciudad de México. Un adolescente mimado, rico, con educación y con una personalidad tan carismática que todo el mundo lo quería, en especial las mujeres, quienes se enamoraban de él a primera vista. Desafortunadamente, estos atributos positivos no impedían su holgazanería, su total falta de disciplina, y su pasión por entregarse a todo vicio imaginable. Don Juan dijo que dada su personalidad y su situación hogareña -era el único hijo varón de una viuda rica quien, junto con sus otras cuatro hijas, colmaron de mimos al joven- no era nada difícil entender cómo se entregaba al vicio. Aún sus mismos amigos lo creían un delincuente moral que vivía sólo para darse a los placeres eróticos. A la larga, sus excesos lo debilitaron tanto que cayó mortalmente enfermo de tuberculosis, la temida enfermedad de la época. Pero su dolencia, en lugar de moderarlo, le creó una condición física que lo hizo sentirse más sensual que nunca. Ya que no tenía ni un mínimo de control, se entregó de lleno a la perversión y su salud se deterioró hasta el extremo en que no había esperanza para él. El dicho de que no hay mal que venga solo fue totalmente cierto. Mientras su salud declinaba, falleció su madre, quien era su única fuente de apoyo y moderación. Le dejó una considerable herencia, que podría haberle servido para vivir toda su vida, pero siendo el pervertido que era, gastó en pocos meses hasta el último centavo. Al no tener profesión ni oficio con qué respaldarse, se puso a vivir de lo que le caía en las manos. Sin el dinero que le proporcionaba seguridad, se quedó sin amigos e incluso las mujeres que en otros tiempos lo amaron, le volvieron la espalda. Por primera vez en su vida, se encontró frente a una realidad que le exigía algo de sí. Considerando su estado de salud, su situación podría haber sido el fin, pero era flexible. Decidió trabajar para ganarse la vida. Sus hábitos de sensualidad, empero, eran demasiado profundos para ser cambiados y lo forzaron a buscar empleo en lo único para lo cual tenía habilidades naturales: el teatro. Él mismo decía, medio en broma, que sus credenciales artísticas eran sus exageradas y banales reacciones emocionales, y el haber pasado la mayor parte de su vida adulta en el lecho de actrices. Se unió a una compañía teatral que viajaba a provincias. Fuera del círculo de amigos y relaciones que le era familiar se transformó en un actor dramático intenso: era siempre el héroe tísico de las obras religiosas y morales de la época. Don Juan comentó que una extraña ironía había marcado siempre la vida de su benefactor. Ahí estaba él, un perfecto depravado muriéndose a causa de su vida disoluta y aun así, desempeñando papeles de santos y míticos. Incluso llegó a encarnar el papel de Jesús en la interpretación de la Pasión durante la Semana Santa. Su salud resistió una sola gira teatral por los estados del norte: Dos cosas le sucedieron en la ciudad de Durango: su vida terminó y el espíritu tocó su puerta. Tanto su muerte como el toque del espíritu llegaron al mismo tiempo, a plena luz del día en los matorrales. La muerte lo sorprendió en el acto de seducir a una joven. Ya estaba sumamente débil y ese día se excedió demasiado. La joven, vivaz, fuerte y locamente apasionada por él, lo incitó, con su promesa de hacer el amor, a caminar hasta un lugar muy apartado y solitario, a kilómetros de distancia. Allí, en vez de hacer el amor, lo obligó a forcejear con ella por horas enteras. Cuando la joven por fin se rindió, él estaba completamente exhausto y tosía tanto que casi no conseguía respirar. Sintió un agudo dolor en el hombro. Tenía la sensación de que se le estaba desgarrando el pecho; un ataque de incontrolable tos lo hizo arquearse. Pero aun así su compulsión por buscar el placer lo obligó a consumar su seducción. Y continuó hasta que la muerte se le presentó en forma de una hemorragia. Fue entonces cuando el espíritu hizo su aparición, a través de la persona de un indio que acudió en su ayuda. Desde antes ya él había notado que el indio los seguía, pero no le dio más importancia al asunto, ya que estaba absorto en su seducción. Vio, como en un sueño, a la chica. Ella no estaba asustada ni había perdido la compostura. Callada y eficientemente, se puso su ropa y se esfumó como una brisa. También vio que el indio corrió hacia él y trató de incorporarlo. Lo oyó decir idioteces, suplicar a Dios y mascullar palabras incomprensibles en una lengua extraña. Después, el indio actuó con tremenda rapidez. Situándose de pie detrás de él, le propinó un fuerte golpe en la espalda. Muy racionalmente, el moribundo dedujo que ese hombre o bien estaba tratando de desatascar el coágulo de sangre que lo mataba, o lo estaba tratando de asesinar. A medida que lo golpeaba en la espalda más y más, el agonizante quedó convencido de que era el amante o el esposo de la muchacha, y que lo quería matar por haberla seducido. Pero al ver sus ojos intensamente brillantes, cambió de parecer; comprendió que el indio estaba simplemente loco y que no tenía nada que ver con la mujer. Con su último destello de racionalidad, prestó atención a los masculleos del indio. Estaba diciendo que el poder del hombre era incalculable; que la muerte existía sólo porque nosotros habíamos aprendido a intentarla; y que el intento de la muerte podía ser suspendido al hacer que el punto de encaje cambiara de posición. Después de tales aseveraciones, ya no le cupo la menor duda de que ese hombre estaba completamente loco. Su situación era tan terriblemente teatral, morir a manos de un indio loco que mascullaba idioteces, que juró vivir el drama hasta el fin. Y se prometió no morir de la hemorragia ni de los golpes, sino de risa. Y rió hasta morir. Don Juan comentó que, naturalmente, su benefactor no podía tomar al indio en serio. Nadie en sus cabales lo haría, porque nadie tiene una conexión con el espíritu que esté limpia; mucho menos un posible aprendiz que, después de todo, no se estaba dando de voluntario a la brujería. Dijo luego que desde el punto de vista del espíritu; a la brujería consiste en limpiar el vinculo que tenemos con él. El edificio que el espíritu empuja delante de nosotros, es en esencia, como una oficina de franquía, en la cual encontramos no tanto los procedimientos para franquear nuestro vinculo con el intento como el conocimiento silencioso que nos permite ganar franquía. Sin ese conocimiento silencioso no habría ningún procedimiento que funcionara. Explicó que los eventos desencadenados por los brujos con ayuda del conocimiento silencioso son tan sencillos, pero al mismo tiempo de proporciones abstractas tan inmensas, que los brujos decidieron, miles de años atrás, referirse a esos eventos sólo en términos simbólicos. Las manifestaciones y el toque del espíritu eran ejemplos de ello. Don Juan dijo que, por ejemplo, una descripción de lo que sucede durante el encuentro inicial entre un nagual y su posible aprendiz, desde el punto de vista del brujo, sería absolutamente incomprensible. Sería un perfecto disparate explicar que el nagual, gracias a su gran experiencia, está usando algo para nosotros inimaginable: su segunda atención, un estado de conciencia enriquecido a través de su entrenamiento en la brujería. Y lo está usando para enfocarlo en su invisible vinculo con un abstracto indefinible, con el propósito de hacer evidente el vinculo que tiene la otra persona, el aprendiz, con ese abstracto indefinible. Comentó que cada uno de nosotros, como individuos, estamos separados del conocimiento silencioso por barreras naturales, propias de cada individuo, y que la más inexpugnable de mis barreras era mi insistencia en hacer aparecer mi holgazanería como independencia. Lo reté a darme un ejemplo concreto. Le recordé que él mismo me había advertido que una de las estratagemas que ganan debates es emprender críticas en general, que no se pueden apoyar con ejemplos concretos. Don Juan me encaró con una sonrisa radiante. -En el pasado, yo te daba plantas de poder -dijo-. Al principio, hiciste lo imposible por convencerte de que lo que experimentabas eran alucinaciones. Después, querías que fueran alucinaciones especiales. Me acuerdo mucho de cómo me burlaba de tu insistencia en llamarlas experiencias alucinatorias didácticas. Dijo que mi necesidad de demostrar mi ilusoria independencia me forzaba a no aceptar lo que él me decía acerca de esas experiencias: aunque yo mismo silenciosamente sabía lo que él estaba haciendo. Estaba empleando plantas de poder, a pesar de ser medios muy limitados, para mover mi punto de encaje fuera de su posición habitual y hacerme entrar, de ese modo, en parciales y transitorios estados de conciencia acrecentada. -Utilizaste esa barrera de falsa independencia para explicarte a ti mismo tus experiencias con las plantas de poder -continuó-. La misma barrera sigue funcionando hasta el día de hoy. Ahora, la pregunta es: ¿cómo arreglas tus conclusiones para que tus experiencias actuales encajen dentro de tu esquema de holgazanería? Le confesé que el único arreglo que me permitía mantener mi falsa independencia era el no pensar acerca de mis experiencias. La carcajada de don Juan casi lo hizo caer de su silla. Se levantó y caminó para recobrar el aliento. Se sentó de nuevo ya recobrada la compostura. Se alisó el cabello hacia atrás y cruzó las piernas. Dijo que nosotros, como hombres comunes y corrientes, no sabemos que algo real y funcional, nuestro vínculo con el intento, es lo que nos produce nuestra preocupación ancestral acerca de nuestro destino. Aseguró que, durante nuestra vida activa, nunca tenemos la oportunidad de ir más allá del nivel de la mera preocupación, ya que desde tiempos inmemoriales, el arrullo de la vida cotidiana nos adormece. No es sino hasta el momento de estar al borde de la muerte que nuestra preocupación ancestral acerca de nuestro destino cobra un diferente cariz. Comienza a presionarnos para que veamos a través de la niebla de la vida diaria. Pero por desgracia, este despertar siempre viene de la mano con la pérdida de energía provocada por la vejez. Y no nos queda fuerza suficiente para transformar nuestra preocupación en un descubrimiento positivo y pragmático. A esa altura, todo lo que nos queda es una angustia indefinida y penetrante; un anhelo de algo incomprensible; y una rabia comprensible, por haber perdido todo. -Me gustan los poemas por muchas razones -dijo-. Una de ellas es porque captan esa preocupación ancestral y pueden explicarlo. Reconoció que los poetas estaban profundamente afectados por el vínculo con el espíritu, pero que se daban cuenta de ello de manera intuitiva y no de manera deliberada y pragmática como lo hacen los brujos. -Los poetas no tienen una noción directa del espíritu -continuó-. Esa es la causa por la cual sus poemas realmente no son verdaderos gestos al espíritu, aunque andan bastante cerca. Tomó uno de mis libros de poesía de la silla próxima a él. Era una colección de poemas escritos por Juan Ramón Jiménez. Lo abrió en una página señalada por un marcador; me lo tendió e hizo señas para que leyera. ¿Soy yo quien anda, esta noche, por mi cuarto, o el mendigo que rondaba mi jardín, al caer la tarde?... Miro en torno y hallo que todo es lo mismo y no es lo mismo... ¿La ventana estaba abierta? ¿Yo no me había dormido? ¿El jardín no estaba verde de luna? ... ...El cielo era limpio y azul... Y hay nubes y viento y el jardín está sombrío... Creo que mi barba era negra... Yo estaba vestido de gris... Y mi barba es blanca y estoy enlutado... ¿Es mío éste andar? ¿Tiene esta voz, que ahora suena en mí, los ritmos de la voz que yo tenía? ¿Soy yo, o soy el mendigo que rondaba mi jardín, al caer la tarde?... Miro en torno... Hay nubes y viento... El jardín está sombrío ... ...Y voy y vengo... ¿Es que yo no me había ya dormido? Mi barba está blanca... Y todo es lo mismo y no es lo mismo... Releí el poema otra vez para mis adentros y capté el estado de impotencia y azoro del poeta. Le pregunté a don Juan si él captaba lo mismo. -Creo que el poeta siente la presión de la vejez y el ansia que eso produce -dijo don Juan-. Pero eso es sólo una parte. La otra parte, la que me interesa es que el poeta, aunque no mueve nunca su punto de encaje, intuye que algo increíble está en juego. Intuye con gran precisión que existe un factor innominado, imponente por su misma simplicidad que determina nuestro destino. LOS TRUCOS DEL ESPIRITU |