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41 Historias para jugar Explico a un grupo de niños (para el programa radiofónico «Muchas historias para jugar») una historia de fantasmas. Viven en Marte. O, mejor dicho, intentan sobrevivir en Marte, ya que allí nadie les toma en serio, y grandes y chicos se burlan de ellos... Nadie se asusta al oír arrastrar viejas cadenas de hierro. Así, finalmente, deciden emigrar a la Tierra donde, según les han dicho, mucha gente teme aún a los fantasmas. Los niños que me escuchan se ríen y aseguran que ninguno de ellos tiene miedo a los fantasmas. -La historia -les digo- se interrumpe aquí. Hace falta continuarla y acabarla. ¿Vosotros qué me sugerís? Aquí están las respuestas: -Mientras viajan hacia la Tierra, alguien cambia los carteles indicadores del espacio, y los fantasmas van a parar a una estrella lejana. -No hace falta que se equivoquen con los carteles indicadores. Los fantasmas no los ven porque llevan la sábana tapándoles los ojos, así que se pierden y van a parar a la Luna. -Algunos llegan a la Tierra, pero son demasiado pocos para asustar a la gente. Cinco niños, entre seis y nueve años, que hace un momento afirmaban unánimemente que no les asustan los fantasmas, están ahora igualmente de acuerdo en evitar que éstos invadan la Tierra. Como oyentes se sentían bastante seguros a la hora de reír: como narradores, en cambio, atienden a una voz interna que les recomienda prudencia. Su imaginación es gobernada, ahora, sin que lo sepan, por todos sus miedos (a los fantasmas y, obviamente, a cualquier otra entidad invisible o identificable con ellos). Es así que en la matemática de la imaginación influyen los movimientos del sentimiento. La historia puede avanzar sólo a través de múltiples filtros. Incluso habiendo sido presentada como una historia grotesca, los niños la han sentido como una posible amenaza. El «código del destinatario» ha hecho sonar el timbre de alarma donde el «código del transmisor» había querido provocar una carcajada. Llegado a este punto, el narrador puede escoger entre un final tranquilizante («los fantasmas van a parar al fondo de la Vía Láctea») o un final provocador («desembarcan en la Tierra y arman la marimorena»). Personalmente, en aquella ocasión escogí la vía de la sorpresa: en algún lugar de la Luna, los fantasmas huidos de Marte se encuentran con los fantasmas huidos de la Tierra por idénticas razones y juntos se pierden en los confines del espacio. Es decir que he intentado compensar el miedo con «una carcajada de superioridad». Si hice mal, cumpliré mi penitencia. Siguiendo con el mismo ciclo de transmisiones, a otro grupo de niños les propongo el caso de un hombre que no consigue dormir, porque cada noche oye voces lamentándose, y no descansa si antes no ha socorrido al prójimo, esté éste muy cerca o muy lejos. En mi historia, su protagonista puede trasladarse al instante a cualquier rincón de la Tierra. En definitiva, lo que propongo a los niños es una simple parábola de solidaridad. Pero, llegado el momento de consultar su parecer a mis oyentes, el primer niño al que pregunto me responde sin dudarlo: «Yo en lugar de ese hombre me pondría tapones en las orejas.» Deducir de esta respuesta que nos encontramos ante un niño egoísta y antisocial sería demasiado fácil y fuera de lugar. Todos los niños son por naturaleza egocéntricos, pero éste no es el punto. Este niño, en realidad, había «decodificado» la situación, destacando su lado cómico sobre el patético: no prestaba atención a los lamentos de cada noche, y en cambio se ponía en el lugar del pobre hombre que por las noches no consigue descansar, sin importar las razones que le impiden hacerlo. No he dicho antes que todo esto sucedía en Roma, y que los romanos, incluso de niños, hacen de todo un chiste. Además, los niños que se encontraban en aquel momento conmigo no se sentían cohibidos por el ambiente (no era la primera vez que se encontraban en aquel estudio de radio) y estaban habituados a decir lo primero que les pasase por la cabeza. En esas circunstancias hay que tener siempre en cuenta el exhibicionismo infantil. Debo decir, asimismo, que en el curso de la discusión que siguió a la narración de esta última historia, ese mismo niño fue el primero en reconocer que el mundo está lleno de sufrimientos de todas clases, que las cosas no son como deberían de ser, y si todos sintiéramos el deber de acudir a socorrer a todos los que sufren no nos quedaría ningún tiempo para dormir. De cualquier modo, la primera reacción del niño fue preciosa y me sugirió que la historia del pobre señor de buena voluntad debería tener un final feliz y no uno triste. Tendría que ponerlo en la posición de quien triunfa de sus enemigos, mejor que en el papel de una eterna víctima: por esa vez la historia podía acabar con nuestro altruista amigo siendo confundido con un ladrón, ya que actuaba de noche, y encerrado en prisión, de donde es liberado por las personas a las que ha ayudado, que acuden en su favor de todas partes del planeta. La reacción de mi joven oyente, destacando el lado cómico de la historia, reafirma la teoría de que no se puede predecir nunca qué parte de la narración pondrá en movimiento el sistema de decodificación de quien nos escucha. En otra ocasión, quiero recordar como me encontré explicando a unos niños una versión diferente de «Pinocho». Este nuevo «Pinocho» acaba por hacerse rico vendiendo la madera que consigue contando mentiras que le hacen crecer la nariz. En el debate que siguió al final de mi historia, que quedaba abierto a las sugerencias de los niños, la mayoría de ellos me pedían un final punitivo. La ecuación «mentira-mal» no se discute nunca. Además, «Pinocho» era identificado claramente con la figura del «mentiroso por antonomasia», y la justicia quiere que el mentiroso sea siempre castigado al final. Los niños se habían divertido muchísimo con «el listo de Pinocho», pero al final le castigaban, porque sentían que ése era su deber. Evidentemente ninguno de mis oyentes tenía la suficiente experiencia de la vida para saber que cierto tipo de ladrones, lejos de acabar sus días en prisión, acaban por convertirse en ciudadanos de primera categoría y llegan a ser considerados como puntales de nuestra sociedad: un final en que «el listo de Pinocho» llega a ser el hombre más rico y famoso del mundo, y hasta le dedican un monumento en vida, no se les puede ocurrir a los niños... El debate sobre el posible tipo de punición fue en esta ocasión de lo más vivaz y creativo. Entró en función la obligada pareja «mentira-verdad». Los niños decidieron que todas las riquezas amasadas por «Pinocho» con sus continuas mentiras se convirtiesen en humo en el momento en que de su boca saliese una verdad. ¡Ah!, pero «Pinocho» era muy listo y se guardaba muy mucho de decir la verdad. De modo que hacía falta engañarlo con algún truco para que la dijera. La búsqueda de este truco fue la parte más divertida. La «verdad», que si bien se acepta como un valor no es en sí «divertida», lo llega a ser cuando viene sazonada con un truco. En este punto, los niños ya no se identificaban con el papel del justiciero que debe vengar la «verdad ofendida», sino con el del «listo» que debe burlar a otro «listo». La moralidad convencional ya no era más que una excusa para su diversión, realmente «amoral». Para que llegue a ser una ley: «No hay creación auténtica sin una cierta ambigüedad.» Las historias «abiertas» -incompletas, o con un final a elegir- tienen la forma del problema fantástico: se dispone de ciertos datos, es necesario entonces decidir sobre su combinación resolutiva. En esta decisión final entran argumentos de diversa procedencia: fantásticos, basados en el puro movimiento de las imágenes; morales, en referencia al contenido; sentimentales, en referencia a la experiencia; ideológicos, si se nos presenta un «mensaje» a descifrar. Sucede a veces que se empieza por discutir el posible final de la historia y, sin darse cuenta, se acaba por discutir de temas que nada tienen que ver con la historia primitiva. En este caso, creo que es necesario sentirse libres para abandonar la historia a su destino y aceptar la conclusión que nos sugiera la casualidad. 42 Si el abuelo se vuelve gato En muchas ocasiones, he propuesto, a diferentes grupos de niños, en las localidades más diversas de Italia y del extranjero, la historia incompleta de un viejo jubilado que, sintiéndose inútil en casa, donde todos, grandes y pequeños, le ignoran sin hacerle ningún caso, decide irse a vivir con los gatos. Dicho y hecho: se va a la Plaza de la Argentina (la historia sucede en Roma), pasa por debajo de la barra de hierro que separa la calle de la zona arqueológica, reino de los gatos abandonados, y ya lo tenemos transformado en un gran gato gris. Al final de una larga serie de aventuras, regresa a su casa. Eso sí, siempre transformado en gato, que es aceptado y hasta mimado por sus antiguos familiares. Para él será la mejor poltrona, todas las caricias, la buena leche y la mejor carne. Como abuelo no era nadie: como gato es el centro de la casa... Al llegar aquí, pregunto a los niños: -¿Queréis que el abuelo se quede para siempre convertido en gato o preferís que vuelva a ser el abuelo de antes? El noventa y nueve por ciento de los niños prefiere que el gato vuelva a ser el abuelo. Bien por razones de justicia y de afecto; bien para librarse, tal vez, de un inconfesable y escondido sentido de culpa. Quieren que el abuelo regrese, que recupere sus prerrogativas humanas, que sea resarcido. Es la regla. Hasta el momento, sólo se me han presentado dos excepciones. Una vez, un niño insinuó que el abuelo haría mejor en continuar siendo un gato para siempre, para «castigar» a aquellos que lo habían tratado mal cuando era el abuelo. En otra ocasión, una niñita de cinco años me dijo, en tono pesimista: «Debería continuar siendo un gato, de lo contrario volverán a tratarlo tan mal como antes y volverá a tener el mismo problema.» Queda claro que en ambas excepciones se ve una corriente de simpatía hacia el abuelo. -Entonces... -pregunto a los niños-, ¿cómo se las arreglará el gato para volver a transformarse en abuelo? Los niños, independientemente de la latitud y de la altitud sobre el nivel del mar, coinciden en responder: «Debe volver a pasar bajo la barra de hierro, pero en el otro sentido.» La barra de hierro: ése es el instrumento mágico de la metamorfosis. Cuando expliqué la historia por primera vez aún no me había dado cuenta. Fueron los niños que me lo revelaron y me enseñaron la regla: «Quien pasa bajo la barra en un sentido se vuelve gato, quien pasa en el otro sentido se vuelve persona.» Ahora bien, si consideramos el papel destacado de la barra de hierro, resultaría posible la oposición entre «pasar por debajo» y «pasar por encima». Pero jamás he encontrado a alguien que mencionase esa posibilidad. Así, el uso mágico de la barra debe atender a reglas precisas e invariables. El «pasar por encima» está reservado a los gatos que nunca se transforman, que van y vienen y son siempre gatos... Es más, cuando en una ocasión un niño me preguntó: -«¿Cómo es que cuando el gato pasó bajo la barra, para volver a casa, no se transformó de nuevo en abuelo?», fue otro niño quien le dio la respuesta justa: «Aquella vez no pasó por debajo, pasó por encima de la barra.» Se me ocurre que tal vez la transformación del gato en abuelo no se deba a un acto de justicia, por parte de mis oyentes, sino a una cuestión de simetría fantástica: ha habido una transformación en un sentido, y la imaginación, sin saberlo, espera que al invertirse este sentido se invierta con él la primera transformación. La conclusión de esta historia es hija de la matemática y del corazón. Tal vez la impresión de que es el corazón el que dirige sea sólo un defecto de análisis. Con esto no quiero negar que el corazón tenga sus razones, como dijo Pascal. Pero, como hemos visto, también la imaginación tiene las suyas. 43 Juegos en el pinar Hora: 10,30. Giorgio (siete años) y Roberta (cinco años y medio) salen del hotel y se dirigen al pinar que lo circunda. Roberta: -¿Buscamos lagartijas? Yo, que observo desde la ventana, comprendo inmediatamente el porqué de esta propuesta: Roberta atrapa las lagartijas con las manos, a Giorgio en cambio le dan asco. Generalmente, Giorgio propone que jueguen a hacer carreras porque él es más veloz. Roberta de su parte suele proponer que jueguen a dibujar porque ella lo hace muy bien. Inocentemente, ambos se comportan en modo egoísta. Se mueven lentamente. Más que buscar lagartijas, buscan lo inédito. Novalis ya hablaba de esto: «Jugar es experimentar con lo inédito.» Evitan los espacios grandes y permanecen detrás de las cocinas del hotel, donde la pineda es menos salvaje. Se acercan a un montón de leña. Roberta: -Figura que nos escondíamos... Aquí, el uso del imperfecto es la señal de que la espera ha concluido. El «tanteo» está a punto de tomar la forma de un juego. El imperfecto establece la frontera entre el mundo real y el mundo de los símbolos del juego. Se esconden. Se mueven lentamente alrededor del montón de leña. Cambian de lugar algunos de los leños cortados. Algunos tienen idéntico tamaño, son manejables, cortados para la cocina. Los transportan a otro sitio. Detrás del montón de leña hay una gran caja de cartón y una cesta también muy grande. Toman posesión de ambas cosas. Giorgio pasa a dirigir el juego. Giorgio: -Figura que estábamos en la selva, para cazar tigres. El pinar, que forma parte de la realidad cotidiana de las vacaciones, no les interesa como tal pinar: he aquí que lo «promueven», lo convierten en un «símbolo», con un nuevo significado. «Cuando las cosas -dice Dewey- se convierten en símbolos y adquieren la capacidad representativa de tomar el lugar de otras, el juego pasa de ser una simple exhuberancia física a una actividad que incluye un factor moral.» Se dirigen ahora a una roca que emerge del terreno. La cesta y la caja se covierten (continúa la asignación de simbologías a los objetos) en dos cabañas. Recogen ramitas para el «fuego del campamento». El juego se configura como un orden abierto, procede descubriendo e inventando analogías. La palabra «selva» ha sugerido la palabra «cabañas». Pero ahora interviene la experiencia: ambos niños han jugado muchas veces a «casitas», y pasan a incorporar este juego al de la jungla. Roberta: -Figura que encendíamos el fuego. Giorgio: -Nos íbamos a dormir. Cada uno se retira a su «cabaña» y se acuestan durante unos segundos. Roberta: -Ahora ya era por la mañana, y yo iba a buscar los pollos para guardarlos. Giorgio: -No, tú ibas a buscar los pollos para hacer la comida. Ambos empiezan a recoger las piñas que hay por el suelo. Son las 11,15. Debemos notar como en el juego ha trancurrido ya un día. El tiempo del juego no es igual que el real; es más bien un ejercicio sobre el tiempo, una recapitulación: es de noche / se va a dormir; es de día / hay que levantarse. Jugar a recoger piñas en un pinar habría sido, desde el primer momento, la actividad más simple. En cambio, nadie ha hecho ningún caso de las piñas hasta que, sacadas de su contexto botánico, se les ha asignado la función de «pollos», se las ha dotado de nuevo significado. La razón de este «acoplamiento» puede haber sido, si nos basamos en el tablero de la asociación verbal, la letra «p» que emparenta «piñas» y «pollos». La imaginación trabaja en el juego con las mismas reglas de que se sirve en cualquier otra actividad creativa. Hora: 11,20. Sólo han pasado cinco minutos desde que han «dormido» y ya vuelven a «dormir» de nuevo. Aquí se produce una nueva interferencia: dentro del juego de la «selva» se proyecta el otro juego clásico de «papás y mamás». Este es el significado, en buena parte inconsciente, de «ir a dormir». Giorgio: -Quiero oír el silencio. Giorgio pronuncia esta frase con una entonación particular: probablemente la misma que usa su maestra cuando, en la escuela, propone el «juego del silencio». Cabe notar el continuo ir y venir entre el nivel de la experiencia y el nivel de la invención. Roberta: -¡Quiquiriquí! Ahora nos levantamos. Al signo de dramatización de Giorgio, que «ha hecho de la maestra», la niña responde «haciendo el gallo». En ambos casos los niños se han transformado ellos mismo en «símbolos». Giorgio en el de la maestra, Roberta en el del gallo. Y ha pasado un segundo día. ¿Por qué tanto tiempo? Tal vez para aumentar la distancia entre el juego, la creación, y el mundo de cada día. Para estar «más lejos», «más adentro» del juego. Giorgio: -Ahora ¡a cazar! Se levantan, se mueven en silencio por algunos instantes. Regresan hacia el montón de leña. Hora: 11,23. Roberta: -Yo me bebo una cerveza. Giorgio: -Yo me bebo un aperitivo. El montón de leña se ha transformado, de improviso, en un bar. No resulta tan clara esta desviación del juego. Tal vez el tema estaba perdiendo atractivo. Pero es más probable que habiendo comido de prisa, para salir a jugar, los niños sientan la necesidad de nutrirse, al menos simbólicamente. Como cazadores, naturalmente, tienen derecho a bebidas que normalmente les están prohibidas. Giorgio tiene un cinturón con dos pistolas. Saca una y se la ofrece a Roberta. Al comenzar a jugar no había pensado en hacerlo, y Roberta era demasiado orgullosa para pedírsela. Ahora, después que han dormido juntos dos veces, el ofrecimiento tiene visos de una declaración: Giorgio declara a Roberta como igual a él en el juego. Pero...¿no significa algo más? Roberta (apoyando el cañón de la pistola en la cabeza): -Figura que yo me suicidaba. Todo esto dura unos pocos segundos, como un rapidísimo drama de amor. Sobre este punto haría falta oír el parecer de un psicólogo. Roberta: -Entonces me convertía en una momia y tu huías. La momia, según me consta, era un recuerdo televisivo. Hora: 11,25. Vuelven a llevar los leños al montón, como si hubiesen acabado de jugar. Giorgio es el tipo de niño que ha sido enseñado a «volver a poner las cosas en su sitio». En esta acción descubrimos algo: Giorgio coloca cuidadosamente los leños, mientras que Roberta los tira sobre el montón. Roberta: -Figura que yo los tiraba. Este nuevo uso del imperfecto indica que incluso la acción de recoger y volver a colocar en su sitio los leños ha sido transformada en un juego, en un «símbolo» de sí misma. «Yo los tiro» querría decir trabajo, fatiga: «yo los tiraba» es como la representación de un papel. Hora: 11,35. Cerca del montón de leña hay una báscula. Los niños juegan a pesarse. No saben cómo hacerlo. Interviene la abuela de Giorgio como «experta», e inmediatamente se va. Hora: 11,40. Roberta se sienta en la caja de cartón y propone «hacer los payasos». Finge caer y rueda por el suelo. Giorgio acepta la propuesta y dice: -Juguemos a deslizarnos. Suben la caja a la roca que ya se ha transformado en un «tobogán» rudimentario por el que se dejan caer varias veces. Hora: 11,43. La gran caja de cartón se ha convertido en una barca. Ambos niños navegan juntos, entre el montón de leños y la roca. Giorgio: -Hemos llegado a una isla. Desembarcamos. Debemos amarrar la barca o el agua la arrastraría. Escalan la roca Está en curso una nueva transformación de las cosas. Desde el momento que la roca es una isla, el pinar ya no es una selva, sino un mar. Van a buscar la cesta, de modo que ya tienen una barca para cada uno. Hora: 11,50. Navegando llegan hasta la báscula, que figura que es otra isla. Roberta: -Ahora figura que ya era otro día. Esta vez, para pasar de un día a otro no han «dormido». En realidad este nuevo tipo de salto en el tiempo quiere acrecentar la distancia entre el juego de la selva y el del mar. Arrastran las barcas cantando y vuelven a navegar. La caja de Giorgio se rompe, y él cae. Roberta: -El mar se embravecía. La caída de Giorgio ha sido involuntaria: el imperfecto utiliza inmediatamente el error en modo creativo, interpretándolo en la lógica del juego. Giorgio se deja caer más veces. Para hacer olvidar una torpeza, la multiplica en una exhibición cómica. Roberta ríe. Giorgio ahora «hace el payaso», la risa de Roberta le compensa ampliamente. ¿Podemos pensar que su exhibición contiene un elemento de galanteo, de «danza nupcial»? Giorgio: -¡Tierra! ¡Tierra! Roberta: -¡Viva! Desembarcan junto a un pino. Giorgio: -¡Paz y bien! Giorgio vive en una región donde es frecuente encontrar franciscanos que van pidiendo limosna. Es posible que alguna vez haya fantaseado con la idea de jugar a ser un fraile. No resulta clara la razón de esta interferencia... Los frailes saludan así cuando entran en una casa. La «llegada al pino» puede haber sido para Giorgio como la «llegada a una casa»... En el juego, como en el sueño, la imaginación condensa las imágenes con una velocidad increíble. Debemos, eso sí, notar como la aparición en el juego de las«islas» interpreta en modo consecuente la frase inicial: —«Figura que nos escondíamos». Los niños están ahora verdaderamente «escondidos», lejos de todos: rodeados por el mar. Hora: 11,57. Giorgio se apercibe de que han perdido las pistolas. Ninguno de los dos sabe dónde buscarlas. El minuto anterior, para ambos, se halla lejano, en un pasado que no saben reconstruir. Les ayudo: desde mi ventana les indico donde están las pistolas. Las van a recoger sin asombrarse de mi «omnisciencia». Hora: 12,03. Cambian las naves. A Roberta le toca ahora la caja de cartón. Le pone en pie sobre un costado. Una de las tapas se abre como una puerta. La asociación de ideas resulta tan irresistible que la barca se ha transformado en una casa. Ahora son cazadores de conejos. Los «conejos» son las piñas que antes habían sido «pollos». El juego no las acepta nunca como tales piñas. Hora: 12,05. Han recogido las piñas dentro de la caja. Roberta: -Me quedaré aquí para siempre, con mi choza. Giorgio: -Yo voy a descansar. El futuro y el presente de dos verbos nos indican, aquí, un distanciamiento respecto del juego: una especie de pausa para reposar. El juego, cuando lo reemprenden, aparece «bifurcado». Giorgio dispara a los «conejos» y Roberta va a recogerlos, pero al mismo tiempo va buscando nuevos elementos de decoración para su «casita». Roberta: -Figura que yo me dedicaba a criar gallinas. Giorgio (que vuelve a navegar en la cesta): -Y yo venía a visitarte porque éramos amigos. El juego continúa aún por unos minutos, sin excesivo entusiasmo. Es Giorgio quien decide acabarlo, encaminándose al columpio y llamando a Roberta para que le empuje. El columpio los tiene entretenidos hasta la hora de ir a comer. Lo que acabamos de ver es una «lectura» del juego «explicado en el momento en que se produce». Como no soy un taquígrafo, el día que fui testigo de estas escenas, hace unos diez años, al no disponer de una grabadora, tuve que ir tomando apuntes en un cuaderno. Debería haber hablado de estos apuntes con un psicólogo. Pero para nuestros fines, sirve el hecho que estos apuntes nos revelan, en el «tablero del juego», todas aquellas constantes de que ya hemos hablado en la historia de «Pierino y el barro»: La selección verbal; la previa experiencia; la influencia del inconsciente (la escena breve y terrible de la pistola); los valores aprendidos (Giorgio «volviendo a poner en su lugar» los leños); etc. Para poder explicar plenamente un juego sería necesario poder reconstruir, paso a paso, la sucesión de la aparición de los «símbolos», seguir todas las «transformaciones» que se verifican; más aún; necesitaríamos ser capaces de entender las «idas y venidas» de esas mismas transformaciones y sus eventuales significados. Para todo este trabajo el elemento psicológico resulta insuficiente. Así pues no será la psicología, sino la lingüística, o la semiótica, las que nos explicarán por qué la acción de tirar los leños al montón requiere el verbo en imperfecto y no en presente; cómo llegan a imponerse ciertas analogías entre un objeto y otro, durante el juego, bien por vía de la forma, bien por el significado. Tenemos muchas e inteligentes «teorías» sobre el juego, pero no disponemos, aún, de una «fenomenología» de la imaginación que le da vida. |