Literatura francesa. Ed. Atlántida, Buenos Aires, 1944






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títuloLiteratura francesa. Ed. Atlántida, Buenos Aires, 1944
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Héctor P. Agosti

ECHEVERRIA*

Editorial Futuro

* Esteban, 1805, Bs. As.-1851, Montevideo, donde se instala por su posición: unitaria, contraria al gobierno de Rosas.

[Solapa izquierda] Más que un ensayo estrictamente histórico, este libro sobre Echeverría importa una sociología que procura indagar en el trasiego del pensamiento argentino partiendo del drama personal del autor de La cautiva. Héctor P. Agosti nos tiene revelada esa dirección de su temperamento creador con El hombre prisionero, con Defensa del realismo, con Cuaderno de bitácora, y más específicamente con Ingenieros, ciudadano de la juventud, cuya segunda edición ha aparecido recientemente.

Esta nueva aportación nos entrega rescatada, envuelta en las contradicciones de su pensamiento y en la luminosidad de sus aciertos, la imagen total de Esteban Echeverría. A la variada bibliografía echeverriana se agrega el estudio que faltaba en torno a la elucidación de lo ideológico, en función siempre de lo crucial argentino y americano. La mera exégesis aparece aquí suplantada por el análisis exhaustivo, por la inquisición profunda que nos remonta a las interrogaciones primordiales del ser nacional. Por eso mismo la evocación del pasado está teñida por la preocupación del porvenir.

En este apasionado diálogo con Echeverría surgen los problemas madres de la nacionalidad que tanto afectan al plano de la cultura como al económico-social desmenuzados por el riguroso método científico, que despunta un enfoque proclive a la polémica por su novedad.

EDITORIAL FUTURO

GIBSON 4021 BUENOS AIRES

 

DEL AUTOR

EL HOMBRE PRISIONERO. Ed. Claridad, Buenos Aires, 1938.

EMILIO ZOLA. Ed. Atlántida, Buenos Aires, 1941.

LITERATURA FRANCESA. Ed. Atlántida, Buenos Aires, 1944.

DEFENSA DEL REALISMO. Ed. Pueblos Unidos, Montevideo, 1945.

INGENIEROS, CIUDADANO DE LA JUVENTUD. P edición: Ed. Futuro, Buenos Aires, 1945; 2a edición: Ed. Santiago Rueda, Buenos Aires, 1950. (Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores.)

INGENIEROS, CIDADÃO DA JUVENTUDE. Traducción de José Geraldo Vieira. Ed. Brasiliense, San Pablo, 1947.

CUADERNO DE BITÁCORA. Ed. Lautaro, Buenos Aires, 1949.

Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Copyright by Editorial Futuro S. R. L., 1951

Se terminó de imprimir en Artes Gráficas Bartolomé U. Chiesino, Ameghino 838, Avellaneda, el día 23 de septiembre de 1951.

 

"...nuestra misión es esencialmente crítica porque la crítica es el gran instrumento de la razón". Echeverría.

 

 

ECHEVERRIA

A CRISTINA RUTH.

I

HOMBRE DE ESTE TIEMPO

Partir de lo que somos para saber lo que debemos ser representaba para Echeverría la actitud fundamental. "Ser grande en política --dijo alguna vez--, no es estar a la altura de la civilización del mundo, sino a la altura de las necesidades de su país". Ninguna meditación argentina ha sido por lo mismo más dolorosamente exhaustiva que la suya, más hostigada por una crítica que a él también alcanzaba a veces plenamente con los ramalazos de la autocrítica. Partir de lo que somos equivale a mirar con ojos muy abiertos la realidad concreta. Echeverría sabía mirarla valerosamente, porque bien comprendía que la realidad de un pueblo está constituida por esa entrecruzada trama que va desde lo que come hasta lo que piensa. Pero mirar la realidad concreta no es lo mismo que fraguar una realidad de fatídicas perversidades apoyada en invariantes psicológicas de carácter casi metafísico. Mirar la realidad equivale a partir desnudamente de lo que somos. Pero dicho preciso arranque no significa abrumar al país con acentos de fatalidad irredimible, sino descubrir lo que este país tiene de esencial y típico en el curso universal de la civilización. Si la hipocresía patriótica consiste en exaltar los dichos del turbio nacionalismo pregonando über alles [sobretodo] la superioridad del propio pueblo, el coraje patriótico no podrá consistir, sin embargo, en lo contrario: en amputar la condición redimible de ese pueblo, en desposeerlo de toda fertilidad probable, en despojarle toda apropiada excelencia, en inmovilizarlo con cualidades inmanentes, en mirarlo como sujeto marginal de la historia, como si su historia fuera el mero desenvolverse de aquellas atribuibles (e invariables) fatalidades psicológicas; como si el alud de los sucesos del mundo no estuviera llamándolo también a acompasarse con el ritmo primordial de la crónica humana. Aquel movimiento de negación casi absoluta puede computarse como contrapartida cuando se miden los excesos de alguna adulación sofística del pueblo; pero los extremos antihistóricos de la demagogia no justifican los extremos igualmente antihistóricos de la fatalidad abrumante. En los extremos late la inanidad de la interpretación psicologista de la historia, fantasía con prudentes recortes de pasividad que nos llevaría a dolernos pacientemente del país castigado por un infortunio irreversible, tan abrumador en su sustancia específica que ningún esfuerzo podría serle aplicado válidamente para transformarlo.

Cuando Echeverría se propone partir de lo que somos para prevenir la identidad de nuestro futuro, aquel ejercicio del patriotismo honrado comienza por indagar la teoría de la revolución, lo cual equivale a formular explícitamente el acta de acusación contra los culpables de la revolución incumplida. "Estar a la altura de las necesidades de su país" equivale puntualmente a instrumentar el cumplimiento de la revolución interrumpida. Quiere decir, entonces, que el prosista metódico del Dogma socialista confirma la necesidad de descubrir las particulares raíces del hecho argentino para diagnosticar con pericial exactitud sus remedios enérgicos. Y no se ve en esos remedios sino la imperiosidad de abreviar el hiato revolucionario, de cerrarlo cabalmente mediante la comprensión de las razones que propician entre nosotros la revolución total. Conocer el hecho argentino equivale por de pronto a mirar este país en sus particularidades gentilicias, sin empeñarse tampoco en suponer que dichas cualidades constituyan un suceso desgajado de la universalidad revolucionaria. Echeverría enseña la verdad de esta conexión universal de los sucesos revolucionarios, y frente a ciertas meditaciones ilusorias de la historia va a probarnos que las ideas no viven en compartimientos clausurados por fronteras nacionales, y que reproducen sus mismos efectos a poco que sus mismas causas originarias reaparezcan sobre otras latitudes. Más aun: va a probarnos que el pensamiento es en sí mismo "engendrador de la revolución", en tanto "no es un pensamiento aislado, parto solitario de la razón, sino una concepción racional deducida del conocimiento de la historia, y del organismo animado de la sociedad".

Los críticos no han sabido aislar esta lección primordial de Echeverría, que es sin duda la clave de su pensamiento: lo han visto como un remedador de doctrinas extranjeras, cuando ninguno pisó más firmemente que él la tierra argentina. Aquella recordada frase sobre las circunstancias de la grandeza política debiera haber servido de suficiente índice para los críticos. ¿No se nos estaba previniendo allí contra la falsedad doctrinaria de querer injertar sistemas políticos ajenos a las mudanzas materiales del país, no se nos estaba indicando allí que toda revolución argentina debía arrancar de una valoración muy afinada y precisa de los datos argentinos? Pero no por sobreponerse a la fría abstracción de los ideólogos se encerraba Echeverría en la aberración nacionalista de los restauradores del pasado colonial, cuyo salvajismo más consistía en las aduanas intelectuales que en los desbordes mazorqueros [terroristas de Rosas]. Aquella clave de la grandeza política queda explicada en su ensayo sobre la revolución del 48 [defensores del sufragio universal y socialistas, liderados por Louis Blanc derrocan al rey y proclaman la II República francesa, se suceden otras insurrecciones en Europa central] con la doctrina del paralelismo histórico, doctrina que afirma en estricta justicia el carácter mundial de los procesos transformadores. "Por lejana que esté la América, por ignorante y atrasada que la supongan, por más vallas que interpongan los gobiernos retrógrados que la despotizan para trabar su comunicación con la Europa, la América no podrá sustraerse a la invasión de las ideas que han engendrado la República en Francia; ni a la acción de los acontecimientos que nacerán de su seno", nos dice entonces Echeverría. El nacionalismo ideológico resulta así refutado muy explícitamente, porque el autor del Dogma sabe que el proceso transformador es uno e indivisible, cualesquiera sean sus peripecias particulares, y porque sabe también que el pensamiento originado en los países avanzados tiene que ejercitar necesariamente su acción de "desquicio" en los países más atrasados; aunque vanamente pretendan impedirlo las añejas y las renovadas inquisiciones.

Pero aquel pensamiento avanzado ha de ser una herramienta y no un plagio, y en la mansa sumisión a los modelos extranjeros encuentra Echeverría las razones principales de su discrepancia --agria muchas veces, injusta otras-- con los unitarios. Sarmiento [Domingo Faustino, 1811, San Juan-88, escritor y político, organiza la primera Escuela Normal (de maestros) de América] va a confiárnoslo también en el Facundo: la revolución francesa de 1830 --nos dice-- "descubrió toda la decepción del constitucionalismo de Benjamín Constant" [... de Rebecque, 1767-1830, escritor y político liberal]. Aquel constitucionalismo obstinado representó el sueño más ambicioso del partido unitario, y en su trasplante hasta las márgenes todavía irredentas del Plata descubre Echeverría una forma funesta de plagio político. "Los unitarios no comprendían —dice— el sistema social de un punto de vista nacional o argentino. Ellos buscaron lo ideal que habían visto en Europa o en los libros europeos, no lo ideal resultante del desenvolvimiento armónico y normal de la actividad argentina" (Cartas a De Angelis [Pedro, 1784, Nápoles-1859, Bs. As., historiador]). La censura a los unitarios, con los vientos de injusticia que por instantes presupone, es, sin embargo, la afirmación de un realismo crítico por parte de Echeverría y nunca el abandono de las ideas revolucionarias que justificaron nuestro impulso inicial como nación. El primer crítico que Echeverría debió padecer (un padecimiento más para él, que tantos soportara) alabó esa inexistente amputación casi como un título de gloria para el poeta de La cautiva. "No es por cierto, señores, el menor mérito de los autores del Dogma --escribe Estrada [José Manuel, 1842, Bs. As.-97, escritor y político] en su Política liberal-- haberse emancipado de la tradición que unía en espíritu a sus predecesores con los revolucionarios franceses y la escuela de Rousseau". Y esto expresa más un deseo del crítico que una verdad absoluta, más una voluntad de despojar al Dogma de su secuencia revolucionaria que de analizarlo en el proceso histórico que representa y procura estimular. Para Estrada, en efecto, se trata de cercenar la continuidad jacobina del ideal revolucionario. ¿No nos dice, acaso, que la doctrina del contrato social "disfrazó con apariencias filosóficas todas las inmoderaciones de la revolución francesa"? Y si bien es cierto que a Echeverría no puede calificárselo como seguidor puntualísimo de Rousseau [Jean-Jacques, 1712, Ginebra-78], ello no significa en modo alguno que se coloque en las contrarias de aquel pensamiento revolucionario: quiere decir únicamente que lo supera, porque no es ajeno a las repercusiones que en el terreno de la organización política asume el conflicto individuo-sociedad. La decepción constitucionalista, percibida por Sarmiento, es el anuncio más cierto y definitivo de ese conflicto, y cuando Echeverría censure a los unitarios por su remedo de aquella ilusión, ¿no vendrá a reprocharles que su obra más ambiciosa, la constitución de 1826, carezca "de cierta enérgica y plebeya originalidad"? Destaco especialmente la palabra plebeya para reasumir la actitud fundamental de Echeverría, en apariencia contradictoria con su atención constante al mejor pensamiento revolucionario de Francia. La tónica plebeya de que habla Echeverría fue sin duda la condición eficiente de la grande Révolution y el calificativo más estricto de los ejércitos libertadores en nuestra emancipación criolla. Al acentuar aquella condición aspiraba Echeverría a evidenciar el carácter especial de nuestra sociabilidad, a veces olvidado en las ensoñaciones aristocráticas de algunos unitarios. Había que estar entonces a la altura del país plebeyo, porque en esa comprensión de la realidad reside la grandeza política. Pero ¿acaso dicha atención a los sucesos del país mirados con desapasionado análisis realista se contradice con aquella invasión de las ideas provenientes de Europa? Para salvar esta contradicción aparente, quizás haya fabricado Estrada aquella teoría de la destitución revolucionaria, o la otra, más inexplicable todavía, que reduce la doctrina del Dogma a un puro empirismo casi oportunista. Pero parece evidente que aquella clave echeverriana descubre una inusitada fertilidad teórica, una fertilidad nada anacrónica, sino vivamente actual en la conciencia de los argentinos. Saber exactamente lo que somos no representa una abrumadora pesquisa sobre las actitudes inalterables del hombre argentino, sino más bien indagar las circunstancias sociales dentro de las cuales se mueve ese hombre como sujeto histórico. Partir de lo que somos equivale por lo mismo a conocer las necesidades del país, y la verdadera grandeza del político habrá de consistir entonces en colocarse a la altura de esas necesidades, en saberlas servir con adecuada eficiencia transformadora. Pero eso no convalida un grosero empirismo oportunista, sino una firmísima doctrina racionalizada, una obligación de mirar los adelantos de los países que marchan a la cabeza de la civilización para aprender de ellos lo verdaderamente aprovechable. Echeverría no ciega las fuentes culturales del país, como los mazorqueros de las décadas infames, o como sus presumibles herederos de todos los tiempos; no desprecia "la altura de la civilización del mundo": simplemente se niega a imitarla artificialmente, a imponer modos de conducta colectiva que no se encuentren justificados por la peculiaridad de nuestra constitución social o difundidos en la comprensión radical de las masas.

A lo que en definitiva habrá de negarse es a la intelectualización de la conducta política, a la torpe inanidad de los pensamientos abstractos: "Acordémonos que la virtud es la acción, y que todo pensamiento que no se realiza es una quimera indigna del hombre" (Dogma socialista). ¿En qué otra cosa puede consistir la ciencia del revolucionario verdadero sino en procurar que sus pensamientos se conviertan en acción, sino en acompasar sus anticipaciones doctrinarias con el grado de estricta comprensión de las masas, sin rezagarse de ellas por complacencia, sin adelantarse a ellas por soberbia? Y en la fórmula de Echeverría hay que mirar esa forzosa voluntad de transmutar los pensamientos en hechos materiales: esa voluntad tremenda de reanudar la revolución interrumpida, cuando no traicionada. El doctrinario sabe ponerse cumplidamente de lado cuando los temas de la acción concreta le aguijonean la sangre. Lo dice, muy dolidamente, en una carta a Pacheco y Obes [Melchor..., 1805, Bs. As.-55, militar uruguayo, luchó contra la ocupación brasileña]: "cuando se pelea a muerte y todo hombre empuña un fusil para defender su bolsa y su vida ¿quién podría detenerse a escuchar al mentido Apóstol, que en vez de enristrar una lanza da un consejo, y en lugar de enfilarse entre los combatientes se reserva el cómodo papel de trompeta doctrinario? ... escribir por escribir, sin que una creencia, una mira de utilidad pública nos mueva, me parece, no sólo un charlatanismo ignorante, sino el abuso más criminal y escandaloso, que pueda hacerse de esa noble facultad". Cuando los temas de la acción concreta le aguijonean la sangre, el doctrinario parece menospreciar su propia labor: piensa que quien pretenda derribar a Rosas con virulentas filípicas [arengas de Demóstenes contra Filipo de Macedonia] no es más que un charlatán cobarde. Quizás, en un pasajero desfallecimiento, él mismo no valoraba las dimensiones de su propia obra, no percibía que estaban incluidos esos temas de la acción concreta en todas las reflexiones de su realismo crítico. Lo cual equivale a decir que Echeverría no "escribía por escribir". Muy fundamentales presupuestos de transformación nacional movían su meditación apasionada. Los explicables desalientos de la acción sin visible transferencia inmediata pudieron dictarle de pronto esa incomprensión de su propia obra. ¿Quién no ha sentido alguna vez, en la alta noche callada, en el diálogo patéticamente desnudo consigo mismo, la inconformidad por el propio pensamiento que no alcanza a dibujarse en acto rotundo y definitivo, esa acongojante sensación del tiempo desvanecido sin rescate como una fuga de la propia vida irrealizada? Pero nunca los pasajeros desánimos desencajan de su obra fundamental al escritor auténtico, al que no se conforma con la agachada de ser un testigo mudo de su tiempo, al que pretende más bien determinar muy decididamente la marcha de su tiempo. Los abatimientos de Echeverría son igualmente efímeros, igualmente dictados por la inmovilidad de su destierro y por la certeza de su muerte temprana y sin remedio. "Dicen por ahí que tengo talento y escribo como nadie y lo que nadie por acá: ¡zoncería!. Yo tengo para mí que soy el más infeliz de los vivientes porque no tengo salud, ni esperanza, ni porvenir y converso cien veces al día con la muerte hace cerca de dos años", escribe a Gutiérrez [Juan María, 1809, Bs. As.-78, funda con Alberdi la Asociación de Mayo en 1838] y Alberdi [Juan Bautista, 1810, Tucumán-1884] en 1846. Y cuatro años después, estas palabras más desoladas todavía: "Sólo la deplorable situación de nuestro país ha podido compelerme a malgastar en rimas estériles la sustancia de mi cráneo". ¡La deplorable situación de nuestro país!... En ese deplorable medio el poeta tenía fama de estar viviendo entre las nubes porque pregonaba, con muy escasas inconsecuencias, la voluntad heroica de reasumir el curso de la revolución interrumpida. Hostigado por las facciones clásicas de la política argentina, el poeta debía de sentirse irremediablemente sólo entre los muros de la Montevideo sitiada: solo con sus propios pensamientos desvalidos de fruto inmediato. Era el anunciador de un tiempo nuevo, la voz profética que la leyenda quiere insertar en el osado oficio del poeta. Pero era el anunciador condenado a no ver con sus ojos el fruto del anuncio. Fue el hombre que no pudo hacer, si por ello se entiende poner las propias manos afanosas en la modificación real de los sucesos. Y en eso pudo radicarse también alguna parte de su implacable proscripción póstuma. Porque la desgracia de un hombre político consiste en que sus doctrinas se convierten en cantidades desperdiciables cuando no alcanzan a transformarse en acción. Y no siempre dicha transformación depende exclusivamente del doctrinario, sino de las circunstancias. Otros vienen después, en tiempos más favorables, y cosechan las glorias, mientras paralelamente suele oscurecerse el renombre (y hasta el nombre) del anunciador.

En esta oscuridad repentina se estaba traduciendo el suicidio histórico de la clase que él procuró adiestrar con sus lecciones. El poeta se había metido en las honduras de la vida argentina para comprenderla, pero también para encauzarla; para diagnosticar muy vivamente sus dolores, mas para presagiar también sus remedios con certera energía. Tal como los formulaba Echeverría, esos remedios no constituyen una sobre valoración apriorística de la sociedad sino una muy evidente voluntad de modificación social, porque renunciar a los principios previsibles de dicha transformación equivaldría a aniquilar al hombre como sujeto activo de la historia y a mantener residuos de fatalidad o mecanicismo en la maduración espontánea de las condiciones objetivas. Pero en la renuncia de aquellas condiciones mensurables se inscribe precisamente el drama argentino y se reconocen las razones del continuo destierro de Echeverría. Aquellos principios mensurables, ¿qué otra cosa significan, al fin de cuentas, sino la exaltación progresiva, en constante ensanchamiento revolucionario, de la tradición de Mayo? Esa tradición revolucionaria, concebida como norma de nuestro desarrollo, es la que siempre se procuró erradicar de la conciencia de las masas. Escribo siempre con mucha seguridad, porque si ahora los revisionistas de la historia nos ofrecen una versión lóbrega de la revolución (el "descastizamiento", la traición hacia la raza y hacia España, según ellos llaman a nuestra independencia política), antes nos sirvieron los empresarios de la historia oficial una versión inocente de la revolución despojada de su condición propicia de nuevos desarrollos en profundidad (como en esas adaptaciones pudorosas de los libros atrevidos que las muchas "bibliotecas rosas" ofrecen a sus lectoras), para que valiera de pantalla a la revolución traicionada.

Pero Echeverría emerge ahora de esa doble proscripción más vigorosamente que nunca, porque sus temas siguen ofreciéndose como ineludibles puntualizaciones del deber de los argentinos. Cada uno de sus temas es un dolor que pide ser reparado, y en la reiteración de los mismos males sin remedio, Echeverría se nos incorpora como una presencia viva en las corrientes de la propia sangre, como si su carne y sus nervios de anunciador otra vez recuperasen sobre nuestra tierra su extinguida estructura material. Hombre de nuestro tiempo por sus urgencias reparadoras, lo es asimismo por su sentimiento de la renovación total de la sociedad argentina. Siguen viviendo para nosotros sus palabras de entonces: "Y sabe V., señor Editor, ¿por qué critiqué entonces y ahora a los unitarios? Porque en mi país y fuera de él hay muchos hombres patriotas que están creyendo todavía, que la edad de oro de la República Argentina... está en el pasado, no en el porvenir; y que no habrá, caído Rosas, más que reconstruir la sociedad con los viejos escombros o instituciones, porque ya está todo hecho. Como esta preocupación es nocivísima, como ella tiende a aconsejarnos que no examinemos, que no estudiemos, que nos echemos a dormir y nos atengamos a los hombres del pasado; como ese pasado es ya del dominio de la historia, y es preciso encontrarle explicación y pedirle enseñanza, si queremos saber dónde estamos y adónde vamos; como por otra parte yo creo que el país necesitará, no de una reconstrucción, sino de una regeneración, me pareció entonces y me ha parecido ahora conveniente demostrar, que la edad de oro de nuestro país no está en el pasado sino en el porvenir; y que la cuestión para los hombres de la época, no es buscar lo que ha sido, sino lo que será por medio del conocimiento de lo que ha sido" (Cartas a De Angelis). ¿No resplandece por ello la nueva vitalidad de Echeverría en quienes se resisten obstinadamente a las trampas de la nostálgica reconstrucción del pasado? Lego mi pensamiento a Alberdi, había escrito, casi como un presentimiento, al filo de su propia muerte. Pero hay una transferencia del legado hacia los nuevos grupos sociales interesados en recuperar el tiempo ausente y en imponer una regeneración precisa. En esos grupos revive Echeverría como presencia activa, si es que la historia de un pueblo tiene sentido de unidad inalterable. Y en ese ver lo que fuimos --que es como ver lo que somos-- radica nuestra posibilidad de anticipar lo que deberemos ser. Es el sueño del porvenir venturoso lo que en definitiva se incorpora en esta adivinación de nuestro ser propicio. Pero tampoco se nos pregona en Echeverría (con todos los arrebatos románticos que el abuso crítico le otorga) ninguna blandura de pasiva ensoñación. Entre escribir la historia y hacer la historia sin duda es preferible hacerla. Echeverría es, por esencia, el hombre que pugna por hacer la historia. Pero todo hombre que se empeña en hacer la historia es necesariamente alguien que se desvela por injertar en la realidad concreta esa partícula de sueño que la torna transformable. Soñar en las realidades, ¿no era para Lenin el atributo del revolucionario verdadero? Echeverría se nos muestra así como un soñador de realidades, como un recomponedor y transformador de realidades: como un hombre de este tiempo ardientemente volcado hacia el futuro y prohibido por lo mismo para todas las afrentas de la reconstitución imposible del pasado.
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