
TEORÍA DEL CUERPO
ENAMORADO Por una erótica solar
Michel Onfray
Traducción, prólogo y notas de
Ximo Brotons
PRE-TEXTOS
Esta obra se benefició del P. A. P. GARCIA LORCA,
Programa de Publicación del Servicio de Cooperación y de Acción Cultural de la Embajada de Francia en España
y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores.
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Primera edición: noviembre de 2002 Diseño cubierta: Pre-Textos (S. G. E.) Título de la edición original en lengua francesa:
Théorie du corps amoureux.
Pour une érotique solaire © traducción, prólogo y notas: Ximo Brotons
© Éditions Grasset & Fasquelle, Paris, 2000
© de la presente edición:
pre-textos, 2002
Luis Santángel, 10
46005 Valencia impreso en españa / printed in spain
isbn: 84-8191-501-7
Depósito legal: V-4288-2002
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ÍNDICE
PRÓLOGO 6
Nadie sabe lo que puede un cuerpo 6
En cuanto al uso del bestiario filosófico, los dardos incendiarios del autor de esta Teoría del cuerpo enamorado se dirigen a la ostra celestial y perfectamente acabada, al elefante monógamo y a la abeja gregaria. En oposición a estos animales del sexo reproductor y socialmente útil, Onfray elige al pez masturbador, al cerdo regocijado y al erizo solitario como emblemas del eros ligero que propone. Como se ve, la disposición del libro es triple: por una parte, hay una genealogía del deseo, en la que primero se critica la noción de falta que nos somete a la avidez de encontrar nuestra media naranja, y en la que, más adelante, se incide positivamente en la idea del exceso como verdadero paradigma del deseo que nos constituye y que pide ser dilapidado. Aquí se enfrenta el pez cínico a la ostra platónica. Luego hay una lógica del placer en la que primero se destripa el concepto del ahorro que codifica el sexo en formas ascéticas y cristianas y en la que, más adelante, se le opone la idea de gasto como auténtico motivo del placer sexual, lúcidamente vinculado a la pura inmanencia de los cuerpos. Aquí la manada de los cerdos borra jubilosamente las tristes huellas de la pareja paquidérmica. Finalmente hay una teoría de las disposiciones, en la que Onfray ataca en primer lugar al gregarismo social basado en el instinto familiarista y comunitario para elegir, inmediatamente después, el contrato libertario que une a cuerpos voluntariamente dispuestos al disfrute sin cálculo de sus respectivos deseos desbordantes. Aquí el pequeño erizo soltero se alía con otros erizos en círculos invisibles a la ceguera instintiva de la colmena donde trabaja y se organiza la abeja. 7
PREFACIO 15
LA FELIZ VOLUPTUOSIDAD DE LAS LIBIDOS GOZOSAS 15
OBERTURA 21
MANIFIESTO POR LA VIDA FILOSÓFICA 21
CAPITULO PRIMERO 28
DE LA FALTA 28
CAPÍTULO SEGUNDO 40
DEL EXCESO 40
CAPÍTULO PRIMERO 57
DEL AHORRO 57
CAPÍTULO SEGUNDO 72
DEL GASTO 72
CAPÍTULO PRIMERO 88
DEL INSTINTO 88
CAPÍTULO SEGUNDO 102
DEL CONTRATO 102
CODA 117
MANIFIESTO POR LA NOVELA AUTOBIOGRÁFICA 117
BIBLIOGRAFÍA 125
MIGAJAS DE LA RATA DE BIBLIOTECA 125
ANEXO 130
BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA DE MICHEL ONFRAY 130
PRÓLOGO Nadie sabe lo que puede un cuerpo
Dejad que el gran viento en donde tiemblo
se una a la tierra donde crezco.
René Char, El desnudo perdido
En el fondo de este libro subyace no tanto una teoría sobre el sexo propiamente dicho cuanto una apuesta por una disposición sexual libre, centrada en la acción y, por tanto, con implicaciones éticas y políticas. Michel Onfray no ha tratado el erotismo con la penetración literaria de Bataille, ni ha reseñado las formas de la sexualidad como Foucault, pero ha aprovechado las lecciones de ambos. Su intención ha ido dirigida a promover un tipo social de eros que se desprenda de las múltiples trabas a las que el cristianismo y la sociedad normalizada lo tienen sometido.
De Bataille ha aprendido la experiencia del exceso y del gasto que nos saca del mundo instrumental y nos arroja, desnudos y a la intemperie, al ámbito sagrado de la intimidad. En la experiencia íntima del eros, los cuerpos enamorados descubren su inmanencia más radical y propia. Ese descubrimiento es desgarrador y negativo porque no hay comunicación ni intercambio plenos de la intimidad de cada cuerpo; sin embargo, de ese desgarro que indica el exceso propio de cada cuerpo y al que cada cuerpo enamorado se entrega, puede nacer una afirmación. Esa afirmación es el amor, "experiencia de la condición misma de la inmanencia como imposibilidad radical de la plenitud" (Savater) -o sea, de la ilusión de cualquier trascendencia, moral o metafísica-; experiencia que en el goce de ese desgarro imposible de ser convertido en algo útil nos devuelve la soberanía de la que podemos gozar los hombres y las mujeres, es decir, la libertad de no verse reducidos a la mera funcionalidad del cálculo, las identidades, las cosas.
De Foucault y sus tres volúmenes sobre la Historia de la sexualidad, Onfray se ha servido para rastrear sin complejos académicos la cuestión del eros en la Antigüedad clásica. De hecho, la práctica totalidad de autores que propone como modelos de una sexualidad libre pertenece al mundo grecorromano: Demócrito, Diógenes, Aristipo, Epicuro, Lucrecio, Horacio, Ovidio. Dice Foucault, en La voluntad de saber, primer tomo de su historia de la sexualidad: "En Grecia la verdad y el sexo se ligaban en la forma de la pedagogía, por la transmisión, cuerpo a cuerpo, de un saber precioso; el sexo servía de soporte a las iniciaciones del conocimiento". Este saber precioso era un saber magistral que se enseñaba a través de la experiencia y no del mecanismo torturador de la confesión: allí donde el secreto era el placer, la culpabilización hizo público el secreto y lo mutiló. Así se pasó, con el cristianismo, de la ars erotica a la scientia sexualis que modernamente no ha dejado de proseguir su tarea fiscalizadora hasta el punto de que "los nuevos procedimientos de poder funcionan no ya por el derecho sino por la técnica, no por la ley sino por la normalización, no por el castigo sino por el control, y que se ejercen en niveles y formas que rebasan el Estado y sus aparatos". Lo que Foucault intenta criticar no es tanto la consabida represión del sexo cuanto la producción social de una determinada disposición sexual, controlable y económica: creo que contra este dispositivo dirige Michel Onfray su erótica solar y trágica, su propuesta de celebrar los placeres inútiles contra el trabajo obligatorio. Es a lo que se refiere Foucault cuando acaba señalando: "Contra el dispositivo de sexualidad, el punto de apoyo del contraataque no debe ser el sexo-deseo, sino los cuerpos y los placeres".
Hasta aquí los antecedentes inmediatos al libro de Michel Onfray. ¿Dónde reside la novedad de su trabajo, qué es lo que aporta de nuevo esta Teoría del cuerpo enamorado? La propuesta de Michel Onfray consiste en haber recuperado el bagaje intelectual aquilatado por autores modernos como Bataille y Foucault, insertándolo en una perspectiva materialista y atea que se sirve del bestiario fabuloso de la Antigüedad para escenificarla y desarrollarla. Sobre todo hay una reivindicación del epicureísmo como casi la única tradición de pensamiento y acción que podemos oponer al platonismo y su versión popularizada: el cristianismo. Pero Onfray, que conoce bien estas tradiciones, ha querido aumentar la potencia subversiva y gozosa del epicureísmo, fecundándolo con las ideas anticonvencionales de un Diógenes, el hedonismo de un Aristipo de Cirene o el arte de vivir de los poetas elegíacos romanos. Todo ello desemboca en una apuesta por el libertinaje como uso más amplio y más intenso de la libertad de goce sexual y, por extensión, de libertad política: ya en otro de sus libros (Politique du rebelle) Onfray se servía de un antiguo apotegma del siglo XVII para definir al libertino como "aquel hombre de bien que no sabría arrodillarse y que es enemigo de todo lo que se llama servidumbre".
En cuanto al uso del bestiario filosófico, los dardos incendiarios del autor de esta Teoría del cuerpo enamorado se dirigen a la ostra celestial y perfectamente acabada, al elefante monógamo y a la abeja gregaria. En oposición a estos animales del sexo reproductor y socialmente útil, Onfray elige al pez masturbador, al cerdo regocijado y al erizo solitario como emblemas del eros ligero que propone. Como se ve, la disposición del libro es triple: por una parte, hay una genealogía del deseo, en la que primero se critica la noción de falta que nos somete a la avidez de encontrar nuestra media naranja, y en la que, más adelante, se incide positivamente en la idea del exceso como verdadero paradigma del deseo que nos constituye y que pide ser dilapidado. Aquí se enfrenta el pez cínico a la ostra platónica. Luego hay una lógica del placer en la que primero se destripa el concepto del ahorro que codifica el sexo en formas ascéticas y cristianas y en la que, más adelante, se le opone la idea de gasto como auténtico motivo del placer sexual, lúcidamente vinculado a la pura inmanencia de los cuerpos. Aquí la manada de los cerdos borra jubilosamente las tristes huellas de la pareja paquidérmica. Finalmente hay una teoría de las disposiciones, en la que Onfray ataca en primer lugar al gregarismo social basado en el instinto familiarista y comunitario para elegir, inmediatamente después, el contrato libertario que une a cuerpos voluntariamente dispuestos al disfrute sin cálculo de sus respectivos deseos desbordantes. Aquí el pequeño erizo soltero se alía con otros erizos en círculos invisibles a la ceguera instintiva de la colmena donde trabaja y se organiza la abeja.
Michel Onfray es hoy en día uno de los pocos intelectuales franceses que esquiva prudentemente la pedantería al uso de los cenáculos parisinos que siguen vendiendo pastiches urdidos con todos los tópicos de las últimas décadas. En su variopinta obra hay una apuesta personal por la filosofía que devuelve su sabor y su entraña a esos manoseados tópicos. Y cuando digo apuesta personal por la filosofía me refiero a la voluntad deliberada del autor de inscribir sus ideas en su existencia, de convertir la filosofía en una manera de vivir. Michel Onfray es un "filósofo original" en un sentido antihegeliano no porque su aportación intelectual sea especialmente novedosa, o heterodoxa o se centre en cuestiones específicas que vienen a desmontar el entramado bendecido del acontecer diario (aunque, desde luego, su aportación no se inscribe en ninguna teodicea), sino porque lleva a cabo su tarea de la forma apasionada y comprometida que define a aquellos que en su día tomaron la decisión de transformar su vida en una vida de actividad filosófica, más allá del ejercicio profesoral. Insisto en que Onfray no es ajeno a la moda remendadora que recorre a la intelectualidad actual francesa, pero a diferencia de tantos otros figurines, el autor de este libro pretende hablar en serio sin perder el humor.
Para ello es especialmente cuidadoso con su escritura, de la que podemos señalar algunos rasgos estilísticos. Onfray es un autor iconoclasta (valga como ejemplo el último Manual que ha escrito para sus alumnos del bachillerato francés), que conoce muy bien todas las corrientes históricas de la filosofía, que ha querido emular más bien a autores segundones y panfletarios que convertirse en un nuevo pope del pensamiento. Onfray no está exento de las limitaciones maniqueístas en las que a menudo incurre quien escribe desde el entusiasmo y la indignación (esos dos motores de la escritura de los que hablaba Chesterton), pero es de agradecer que haya preferido la polémica intelectual a las sutilezas de salón para dotarse de mejor munición en la lucha contra el miedo instituido. Su escritura es a menudo epigramática, lo que a la hora de ser traducida me ha dado no pocos quebraderos de cabeza, relampagueante, lírica a veces, siempre combativa. No dice muchas cosas nuevas y originales, pero señala lo importante y lo hace con gracia y con un indudable atractivo: la filosofía también puede ser una forma de seducción, y no hay mejor forma para empezar a amarla.
Esta Teoría del cuerpo enamorado es la segunda obra traducida al español de Michel Onfray. La primera se titula El vientre de los filósofos y se puede encontrar en Ediciones Oria, Guipúzcoa. Primero gastronomía, ahora erotismo: puntos hedonistas de resistencia al ascetismo funcional de nuestra sociedad del trabajo y del consumo. Puntos que parten de lo referido por Nietzsche en Ecce homo: "Estas cosas pequeñas -alimentación, lugar, clima, recreación, toda la casuística del egoísmo- son inconcebiblemente más importantes que todo lo que hasta ahora se ha considerado importante. Justo aquí es preciso comenzar a cambiar lo aprendido". Cambiar lo aprendido: es lo que García Calvo llama desaprender y en lo que, según Valéry, estriba la verdadera educación. A esta tarea educadora que empieza en los detalles más inmediatos y prosigue en obras de mayor calado intelectual (una teoría estética de la moral titulada La sculpture de soi y una reflexión sobre las posibilidades de una política libertaria a principios del siglo XXI, Politique du rebelle) se ha encomendado Michel Onfray desde su primer libro, dedicado a un seguidor primerizo y casi desconocido de Nietzsche: Georges Palante.
Y con las alusiones al filósofo trágico de Sils-Maria llegamos al autor bajo cuya advocación Michel Onfray ha escrito casi todas sus obras, incluida esta Teoría del cuerpo enamorado. ¿Qué aire nietzscheano recorre el pensamiento de Onfray? ¿El Nietzsche explicado académicamente more heideggeriano o el que, desde Bataille, Foucault, Deleuze, Klossowski, Rosset y Savater ha sido comprendido en su faceta de intelectual ilustrado, transvalorador, anticristiano, antinacionalista, trágico y un punto sofista, incluso, si cabe, progresista? Desde luego el Nietzsche al que apela frecuentemente Onfray se decanta por esta segunda caracterización, matizable según los casos y los motivos de reflexión, pero claramente opuesta al nietzscheanismo extraterrestre con el que demasiadas veces, y no con ingenuidad, se la confunde.
Sin embargo, según sus propias palabras, Friedrich Nietzsche tenía un precursor y éste no fue otro que Baruch Spinoza. Con el filósofo judío-holandés vuelvo al título de esta introducción y al tema que nos reúne. En un pasaje de su Ética Spinoza escribe: "Y el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede un cuerpo". Creo que una reivindicación de la libertad inmanente de los cuerpos gozosos no puede encontrar mejor campo experimental que el abierto por este aserto intelectual. Nadie sabe lo que puede un cuerpo: en contra de todo lo predicado por San Pablo y sus secuaces, el cuerpo no es una cárcel sino un límite de carne y sangre abierto a la experiencia soberana de la libertad en la que el temblor angustioso de lo íntimo se une a la fuerza desbordante de la materia. Esta experiencia es trágica incluso en el coito y los orgasmos simultáneos porque la herida de la que nace no puede ser cerrada ni curada por ninguna compenetración total que procure la salvación. Materialismo puro y duro de la experiencia erótica, la afirmación vital incluso en la pequeña muerte de los cuerpos enamorados supone no obstante la elevación del placer a virtud ética y la subversión política de todos los postulados reglamentistas del gregarismo social. Exceso incolmable que redobla el placer como imposibilidad de la trascendencia y del orden político basado en la funcionalidad de los individuos. Gasto catártico del deseo nómada que en la abertura del desgarro inmanente de los cuerpos encuentra su júbilo y su horror. Contrato solidario entre seres solitarios que se animan y se agrupan según afinidades electivas ajenas a las órdenes de la colmena.
Que nadie sepa lo que puede un cuerpo significa que por encima o por debajo, o al lado, o más acá o más allá de lo conocido, el cuerpo sigue irguiéndose en frágil baluarte de la libertad humana. El funcionalismo social querría reducir los cuerpos a puros instrumentos del trabajo productivo, valiéndose para ello de una epistemología pseudocientífica que anulase lo irracional del deseo, lo obsceno del placer y lo subversivo de determinadas disposiciones sexuales. Querría encerrar al eros en la reproducción, la escena consabida y el guión preestablecido. Delimitar muy bien qué es lo que puede hacerse de día y qué lo que puede soñarse de noche.
¡Pero mezclar el día y la noche, el sueño y la vigilia, la luz y su sombra, la experiencia del no-saber y el saber: eso sólo lo puede un cuerpo del que a ciencia cierta nada sabemos salvo que es mortal!1 Por eso, desde mi punto de vista, Michel Onfray comete un error cuando considera positivamente las posibilidades de la reproducción tecnológica de niños, pues no hay subversión cuando se confunde el placer improductivo con la producción exenta de voluptuosidad, virtud primera de una erótica libertaria. En La voluntad de saber Foucault nos advierte contra la "biopolítica" que convierte al "hombre moderno en un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente", y esto porque "el hecho de vivir ya no es un basamento inaccesible que sólo emerge de tiempo en tiempo, en el azar de la muerte y la fatalidad; pasa en parte al campo de control del saber y de intervención del poder".
Sólo la ignorancia radical, afirmada, experimentada, de los cuerpos libres se sustrae a este control y a esta intervención usurpadores. De estos cuerpos gozosamente libertarios nos habla Michel Onfray en este libro, donde ha situado su punto de mira en la encrucijada de la noche y del día, de la vida y de la muerte. Desde ese lugar abierto ha trazado la anatomía de su cuerpo enamorado, que al nacer ya triunfó una vez sobre la muerte, y que quiere reinventar por sí mismo, mientras el cuerpo aguante, el goce efímero y desmesurado de ese triunfo. Es lo único que pide, y lo que el poeta español Justo Jorge Padrón expresa inmejorablemente en unos certeros versos de su poema "Pleamar": Todo lo que amanece vive en nosotros, canta
esa felicidad que nos conmueve. Finalmente querría agradecer a Manuel Borrás y a Pre-Textos su cordial y permanente confianza en mi trabajo. También me gustaría recordar los apoyos y consejos que en los primeros momentos de la traducción me dispensaron Javier Palacios y Juan Trejo. Ha sido una experiencia lenta y farragosa, pero inestimablemente enriquecedora. Al fin lo puedo decir: que disfruten ustedes con la lectura.
Ximo Brotons, enero de 2002
TEORÍA DEL CUERPO ENAMORADO La virtud ya no encuentra crédito hoy en día, su fuerza
de atracción ha desaparecido; a menos que alguien intente
restablecerla otra vez en el mercado como una forma
inusitada de la aventura y del libertinaje. Nietzsche, La voluntad de poder, f. 435.
PREFACIO LA FELIZ VOLUPTUOSIDAD DE LAS LIBIDOS GOZOSAS
En el principio se oyen los murmullos del líquido amniótico. En esos momentos mi pequeño cuerpo está nadando en aguas tibias, moviéndose con la lentitud propia de un alma impulsada por alientos muy leves. La carne gira lentamente en el elemento acuático como un planeta que evoluciona en un cosmos lejano, casi inmóvil, o como una medusa flácida en la oscuridad de los fondos submarinos, casi hierática. Sólo se ve turbada por la marca que traza en mis órganos el flujo de energías vitales. En el confinamiento de este universo salado, como pez de los orígenes o virtud marina encarnada, obedezco enteramente a los afectos, pulsiones, emociones y otros instintos de mi madre. Su sangre, su aliento, su ritmo obligan a mi sangre, a mi ritmo, a mi aliento. Evidencia de perogrullo: todos los cuerpos, masculinos y femeninos, proceden de esta inmersión primitiva en un vientre de mujer.
Hipótesis: todos los cuerpos, masculinos y femeninos, aspiran según un principio de modalidades confusas a los reencuentros con estas voluptuosidades primitivas, a esos momentos en los que la vida despunta, y triunfa exclusivamente la fuerza de las potencias vitales. Siento las presiones del interior de la carne materna contra mi espalda, mis riñones, mi nuca, mis nalgas de niño llevado y suspendido en el agua; tengo memoria del limbo en mi fibra informada por la linfa, los nervios, los músculos; hay luces de camafeos rojas, rosas, naranjas, semejantes a los fuegos de las eclosiones planetarias o a las hogueras de las explosiones estelares; hay perfumes volátiles y fragancias infinitesimales, inscritos en la materia placentaria como esos olores marítimos que abisman felizmente el aire y el éter de las geografías costeras; se oyen ruidos sordos, graves, repetidos, dulces, ronroneos espesos de muy baja frecuencia; hay sonidos exteriores y movimientos interiores, está el oleaje de la fisiología materna y el rumor del mundo: entorno los párpados, vacilo con una lentitud extrema, modifico mi postura -y conozco mi primera erección-. Es el principio de una larga historia desarrollada bajo el signo del eterno retorno.
En las horas prenatales, en la época en que la imaginería médica aún no ha forzado la sombra del vientre materno, experimento los signos de mi masculinidad en la soledad, el aislamiento y la evidencia solipsista. La ignorancia en la que se encuentran entonces mis padres en este punto iguala la certeza inconsciente y carnal de mi entrada en el mundo masculino. Aunque apañada de toda visibilidad, la erección genealógica otorga a la materia un destino informado y esculpido por los accidentes existenciales que permiten obtener un temperamento sexual, una naturaleza. No se deviene hombre o mujer, se nace. La fisiología manda, la cultura sigue.
Fuera del vientre materno, lanzado a la agresión del quirófano donde resuenan los útiles de la cirugía -pinzas, tijeras, separadores, fórceps, jeringas, escalpelos-, mi carne viscosa y sanguinolenta se anima de un modo violento: contracciones, desperezos, muecas, estertores, gritos, agitaciones, lloros. Miradas técnicas del equipo médico este 1 de enero de 1959: cálculo del número de mis dedos del pie, aprehensión de mi conformación física general, solicitación de mis reflejos nerviosos, búsqueda de posibles malformaciones y, por supuesto, determinación del sexo, advenimiento de mi destino en la palabra médica que enuncia la chica o el chico. Luego, oscilación de mi ser entre un lado y el otro de la línea divisoria: las antípodas de un mismo planeta.
Como es evidente -todo diván parece testimoniarlo-, la continuación de mi aventura supone el despliegue de la carne anunciada: odiseas orales, voluptuosidades anales, satisfacciones sádico-anales, euforias genitales, regocijos fálicos, belicismo edípeo y síntomas asociados -chupar todo lo que pasa a mi alcance, absorber el mundo, aprehender lo real de una manera exclusivamente bucal, defecar con el júbilo del demiurgo que da a luz un universo, jugar con el esfínter como si fuese un cornetín, enroscar mi falo minúsculo alrededor de mi índice también liliputiense, someterme a su ley pero ignorarla absolutamente-. Sin olvidar la canónica opción de la doctrina: aspirar a la cama de mi madre anhelando la distracción cómplice de mi padre. Mi inconsciente conserva seguramente los detalles de este viaje al país de mi identidad. Muy probablemente mi relación con el mundo se inicia ahí, en estos años genealógicos: contacto oral y verbal con lo real, relación corporal y carnal, espiritual y ontológica con los otros, complexión vitalista y nerviosa, voluptuosa y sanguínea, pero también formas libidinales definitivas y tropismos sexuales cristalizados. Menos según los dogmas de la pura ortodoxia freudiana que en relación con las propuestas complementarias de la etología contemporánea.
Así pues, mi visión del mundo sexuado hunde sus raíces en las imágenes disponibles de los primeros momentos de mi existencia: pieles, contactos, emociones y sensaciones primeras, voces, caricias, gestos y signos iniciales. Igualmente las faltas, los fallos, defectos y carencias originarias dibujan en mis órganos una red que luego mi existencia tomará para drenar las informaciones, decodificarlas y examinar todas mis aventuras afectivas y amorosas, libidinales y sensuales. Mi carne atravesada por flujos almacena los datos con los cuales se define y |