Alicia estaba sentada en un banco del par-que que había al lado de su casa, con un libro yun cuaderno en el regazo y un bolígrafo en lamano. Lucía un sol espléndido y los pájarosalegraban la mañana con sus trinos, pero laniña estaba de mal humor. Tenía que hacer losdeberes. —¡Malditas matemáticas! ¿Por qué tengoque perder el tiempo con estas ridiculas cuentasen vez de jugar o leer un buen libro de aventuras?—se quejó en voz alta—. ¡Las matemáticas nosirven para nada! Como si su exclamación hubiera sido unconjuro mágico, de detrás de unos matorralesque había junto al banco en el que estaba sentadasalió un curioso personaje: era un individuolarguirucho, de rostro melancólico y vestido a laantigua; parecía recién salido de una ilustraciónde un viejo libro de Dickens que había en casa dela abuela, pensó Alicia.
5. 8 —¿He oído bien, jovencita? ¿Acabas de decirque las matemáticas no sirven para nada? —pre-guntó entonces el hombre con expresión preocu-pada. —Pues sí, eso he dicho. ¿Y tú quién eres?No serás uno de esos individuos que molestan alas niñas en los parques... —Depende de lo que se entienda por mo-lestar. Si las matemáticas te disgustan tanto co-mo parecen indicar tus absurdas quejas, tal vezte moleste la presencia de un matemático, —¿Eres un matemático? Más bien parecesuno de esos poetas que van por ahí deshojandomargaritas. —Es que también soy poeta. —A ver, recítame un poema. —Luego, tal vez. Cuando uno se encuentracon una niña testaruda que dice que las mate-máticas no sirven para nada, lo primero que tieneque hacer es sacarla de su error. —¡Yo no soy una niña testaruda! —protestóAlicia—. ¡Y no voy a dejar que me hables demates! —Es una actitud absurda, teniendo en cuen-ta lo mucho que te interesan los números. —¿A mí? ¡Qué risa! No me interesan ni unpoquito así—replicó ella juntando las yemas delíndice y el pulgar hasta casi tocarse—. No sénada de mates, ni ganas.
6. 9 —Te equivocas. Sabes más de lo que crees.Por ejemplo, ¿cuántos años tienes? —Once. —¿Y cuántos tenías el año pasado? —Vaya pregunta más tonta: diez, evidente-mente. —¿Lo ves? Sabes contar, y ése es el origen yla base de todas las matemáticas. Acabas de decirque no sirven para nada; pero ¿te has parado algu-na vez a pensar cómo sería el mundo si no tu-viéramos los números, si no pudiéramos contar? —Sería más divertido, seguramente. —Por ejemplo, tú no sabrías que tienes onceaños. Nadie lo sabría y, por lo tanto, en vez deestar tan tranquila ganduleando en el parque, a lomejor te mandarían a trabajar como a una per-sona mayor. —¡Yo no estoy ganduleando, estoy estu-diando matemáticas! —Ah, estupendo. Es bueno que las niñas deonce años estudien matemáticas. Por cierto, ¿sa-bes cómo se escribe el número once? —Pues claro; así —contestó Alicia, y escri-bió 11 en su cuaderno. —Muy bien. ¿Y por qué esos dos unos jun-tos representan el número once? —Pues porque sí. Siempre ha sido así. —Nada de eso. Para los antiguos romanos,por ejemplo, dos unos juntos no representaban el
7. 10número once, sino el dos —replicó el hombre, y,tomando el bolígrafo de Alicia, escribió un granII en el cuaderno. —Es verdad —tuvo que admitir ella—. Encasa de mi abuela hay un reloj del tiempo de losromanos y tiene un dos como ése. —Y, bien mirado, parece lo más lógico, ¿nocrees? —¿Por qué? —Si pones una manzana al lado de otramanzana, tienes dos manzanas, ¿no es cierto? —Claro. —Y si pones un uno al lado de otro uno,tienes dos unos, y dos veces uno es dos. —Pues es verdad, nunca me había fijado eneso. ¿Por qué 11 significa once y no dos? —¿Me estás haciendo una pregunta de ma-temáticas? —Bueno, supongo que sí. —Pues hace un momento has dicho que noquerías que te hablara de matemáticas. Eres bas-tante caprichosa. Cambias constantemente deopinión. —¡Sólo he cambiado de opinión una vez!—protestó Alicia—. Además, no quiero que mehables de matemáticas, sólo que me expliques lodel once. —No puedo explicarte sólo lo del once,porque en matemáticas todas las cosas están
8. 11relacionadas entre sí, se desprenden unas deotras de forma lógica. Para explicarte por qué elnúmero once se escribe como se escribe, tendríaque contarte la historia de los números desde elprincipio. —¿Es muy larga? —Me temo que sí. —No me gustan las historias muy largas;cuando llegas al final, ya te has olvidado delprincipio. —Bueno, en vez de la historia de los númerospropiamente dicha, puedo contarte un cuento, queviene a ser lo mismo...
9. El cuento de la cuenta —Había una vez, hace mucho tiempo, unpastor que solamente tenía una oveja —empezóel hombre—. Como sólo tenía una, no necesita-ba contarla: si la veía, es que la oveja estaba allí;si no la veía, es que no estaba, y entonces iba abuscarla... Al cabo de un tiempo, el pastor con-siguió otra oveja. La cosa ya era más complica-da, pues unas veces las veía a ambas, otras vecessólo veía una, y otras ninguna... —Ya sé cómo sigue la historia —lo inter-rumpió Alicia—. Luego el pastor tuvo tres ove-jas, luego cuatro..., y si seguimos contando másovejas me quedaré dormida. —No seas impaciente, que ahora viene lobueno. Efectivamente, el rebaño del pastor ibacreciendo poco a poco, y cada vez le costabamás comprobar, de un solo golpe de vista, siestaban todas las ovejas o faltaba alguna. Perocuando tuvo diez ovejas hizo un descubrimientosensacional: si levantaba un dedo por cada oveja
10. 13y no faltaba ninguna, tenía que levantar todos losdedos de las dos manos. —Vaya tontería de descubrimiento —comen-tó Alicia. —A ti te parece una tontería porque te en-señaron a contar de pequeña, pero al pastor nadiele había enseñado. Y no me interrumpas... Mientrasel pastor sólo tuvo diez ovejas, todo fue bien; peropronto consiguió algunas más, y entonces ya no lebastaban los dedos. —Podía usar los dedos de los pies. —Si hubiera ido descalzo, tal vez —convi-no él—. De hecho, algunas culturas antiguas losusaban, y por eso contaban de veinte en veinteen vez de hacerlo de diez en diez como nosotros.Pero el pastor llevaba alpargatas, y habría sidomuy incómodo tener que descalzarse para con-tar. De modo que se le ocurrió una idea mejor:cuando se le acababan los diez dedos, metía unapiedrecita en su cuenco de madera, y volvía aempezar a contar con los dedos a partir de uno,pero sabiendo que la piedra del cuenco valía pordiez. —¿Y no era más fácil acordarse de que yahabía usado los dedos una vez? —Como dice el proverbio, sólo los tontos sefían de su memoria. Además, ten en cuenta quenuestro pastor sabía que su rebaño iba a seguircreciendo, por lo que necesitaba un sistema que
11. 14sirviera para contar cualquier cantidad de ovejas.Por otra parte, la idea de las piedras le vino muybien para descansar las manos, pues en vez de le- vantar los dedos para la primera decena de ove-jas, empezó a usar piedras que metía en otro cuen-co, esta vez de barro. —¡Qué lío! —Ningún lío. Es más fácil de hacer que deexplicar: al empezar a contar las ovejas, en vezde levantar dedos iba metiendo piedras en elcuenco de barro, y cuando llegaba a diez vaciabael cuenco y metía una piedra en el cuenco de ma-dera, y luego volvía a llenar el cuenco de barrohasta diez. Si al final tenía, por ejemplo, cuatropiedras en el cuenco de madera y tres en el debarro, sabía que había contado cuatro veces diezovejas más tres, o sea, cuarenta y tres. —¿Y cuando llegó a tener diez piedras en elcuenco de madera? —Buena pregunta. Entonces echó mano de untercer cuenco, de metal, metió en él una piedra quevalía por las diez del cuenco de madera y vacióéste. O sea, que la piedra del cuenco de metal valíapor diez del cuenco de madera, que a su vez valíancada una por diez piedras del cuenco de barro. —Lo que quiere decir que la piedra delcuenco de metal representaba cien ovejas. —Muy bien, veo que has captado la idea. Sial cabo de una jornada de pastoreo, tras meter las
12. 15ovejas en el redil y contarlas una a una, el pastorse encontraba, por ejemplo, con esto —dijo elhombre, tomando de nuevo el bolígrafo y dibu-jando en el cuaderno de Alicia: —Quiere decir que tenía doscientas catorceovejas —concluyó ella. —Exacto, ya que cada piedra del cuenco demetal vale por cien, la del cuenco de madera valepor diez y las del cuenco de barro valen por una. Pero entonces al pastor le regalaron un blocy un lápiz... —No puede ser —protestó Alicia—, el blocy el lápiz son inventos recientes; los números setuvieron que inventar mucho antes. —Esto es un cuento, marisabidilla, y en loscuentos pueden pasar cosas inverosímiles. Si tehubiera dicho que entonces apareció un hada consu varita mágica, no habrías protestado; pero miracómo te pones por un simple bloc... —No es lo mismo: en los cuentos puedenaparecer hadas, pero no aviones ni cosas moder-nas. —Está bien, está bien: si lo prefieres, le re-galaron una tablilla de arcilla y un punzón. Y
13. 16entonces, en vez de usar cuencos y piedras deverdad, empezó a dibujar en la tablilla unos círcu-los que representaban los cuencos y a hacer mar-cas en su interior, como acabo de hacer yo en tucuaderno. Sólo que, en vez de puntos, hacía rayas,para verlas mejor. Por ejemplo,significaba ciento setenta y tres. Pero pronto sedio cuenta de que las rayas, si las hacía todasverticales, no eran muy cómodas, pues no re-sultaba fácil distinguir, por ejemplo, siete deocho u ocho de nueve. Entonces empezó a diver-sificar los números cambiando la disposición delas rayas: »A medida que iba familiarizándose conlos nuevos números, los escribía cada vez másdeprisa, sin levantar el lápiz del papel (perdón,el punzón de la tablilla), y empezaron a salirleasí:
14. 17 »Poco a poco fue redondeando las siluetasde sus números con trazos cada vez más fluidos,hasta que acabaron teniendo este aspecto: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 »Pronto comprendió que no hacía falta ponerlos círculos que representaban los cuencos, ahoraque los números eran compactos y no podían con-fundirse las rayas de uno con las del de al lado.Así que sólo dejó el círculo del cuenco cuandoestaba vacío; por ejemplo, si tenía tres centenas,ninguna decena y ocho unidades, escribía: —¿Y no es más fácil dejar sencillamente unespacio en blanco? —preguntó Alicia. —No, porque el espacio en blanco sólo seve si tiene un número a cada lado. Pero paraescribir treinta, por ejemplo, que son tres dece-nas y ninguna unidad, no puedes escribir sólo 3,porque eso es tres. Por tanto, era necesario el círcu-lo vacío. El pastor acabó reduciéndolo para que
15. 18fuera del mismo tamaño que los demás signos,con lo que el trescientos ocho del ejemplo ante-rior acabó teniendo este aspecto: 308 »Había inventado el cero, con lo que nuestromaravilloso sistema de numeración estaba com-pleto.» —No veo por qué es tan maravilloso —replicóAlicia—. A mí me parecen más elegantes losnúmeros romanos. —Tal vez sean elegantes, pero resultan pocoprácticos. Intenta multiplicar veintitrés por die-ciséis en números romanos. —No pienso intentarlo. ¿Te crees que me séla tabla de multiplicar en latín? —Pues escribe en números romanos tres miltrescientos treinta y tres. —Eso sí que sé hacerlo —dijo Alicia, yescribió en su cuaderno: MMMCCCXXXIII —Reconocerás que es más cómodo escribir3.333 en nuestro sistema posicional decimal. —Sí, lo reconozco —admitió ella a regaña-dientes—. ¿Pero por qué lo llamas sistema posi-cional decimal?
16. 19 —En el sistema romano, todas las M valenlo mismo, y también las demás letras, mientrasque en nuestro sistema el valor de cada dígitodepende de su posición en el número. Así, en el3.333, cada 3 tiene un valor distinto: el primerode la derecha representa tres unidades, el segun-do tres decenas, el tercero tres centenas y el cuar-to tres millares. Por eso nuestro sistema se llamaposicional. Y se llama decimal porque se saltade una posición a la siguiente de diez en diez:diez unidades son una decena, diez decenas unacentena, diez centenas un millar...
17. El agujero de gusano —No ocurrió realmente así, ¿verdad? —dijoAlicia tras una pausa. —No. Como ya te he dicho, lo que te hecontado no es la historia de los números, sino uncuento. La verdadera historia es más larga y máscomplicada; pero, en esencia, viene a ser lo mis-mo. Lo importante es que comprendas por quéun uno al lado de otro uno significa once y nodos. —Cuéntame más cuentos de números —pi-dió la niña. —Creía que detestabas las matemáticas. —Y las detesto; pero me gustan los cuentos.También detesto a las ratas, y sin embargo megustan las historias del ratón Mickey. —Puedo hacer algo mejor que contarte otrocuento: te invito a dar un paseo por el País de losNúmeros. —¿Está muy lejos? —Aquí mismo. Sígueme.
18. 21 El hombre se dio la vuelta y desaparecióentre los matorrales de los que había salido unosminutos antes. Sin pensárselo dos veces, Alicialo siguió. Oculta por la vegetación, había una granmadriguera, en la que aquel estrafalario indivi-duo se metió gateando. «Qué raro que haya una madriguera tangrande en el parque», pensó la niña mientrasentraba tras él. «Si es de un conejo, debe de ser un conejogigante; aunque en realidad no creo que hayaconejos sueltos por aquí...» La madriguera se hundía en la tierra oblicua-mente y, aunque estaba muy oscura, Alicia logra-ba ver la silueta del matemático, que avanzaba aun par de metros por delante de ella. De pronto el hombre se detuvo. Alicia llegójunto a él y vislumbró en el suelo un agujero deaproximadamente un metro de diámetro. Se aso-mó y sintió vértigo, pues parecía un pozo sinfondo, del que emanaba un tenue resplandorgrisáceo. Ai mirar con más atención, se dio cuen-ta de que era una especie de remolino, como elque se formaba en el agua de la bañera al quitarel tapón. Era como si la oscuridad misma se estu-viera colando por un desagüe. —Es un agujero de gusano —dijo él—. Con-duce a un mundo paralelo.
19. 22 A Alicia le sonaba lo de los agujeros degusano y los mundos paralelos, pero no sabíade qué. —Debe de ser un gusano muy grande —co-mentó con cierta aprensión. —No hay ningún gusano. Este agujero sellama así porque horada el espacio-tiempo igualque los túneles que excavan las lombrices horadanla tierra. —¿Tiene algo que ver con los agujerosnegros? —Mucho. Pero ya te lo explicaré otro día,cuando hablemos de física. Por hoy tenemosbastante con las matemáticas. Dicho esto, saltó al interior del remolino ydesapareció instantáneamente, como engullidopor una irresistible fuerza de succión. —Estás loco si crees que voy a saltar ahí den-tro —dijo la niña, aunque sospechaba que él ya nopodía oírla. Pero la curiosidad, que en Alicia eramás fuerte que el miedo e incluso que la pereza, lallevó a tocar el borde del remolino con la puntadel pie, para ver qué consistencia tenía. Fue como si un tentáculo invisible se leenrollara a la pierna y tirara de ella hacia abajo.Empezó a girar sobre sí misma vertiginosa-mente, como una peonza humana, a la vez quedescendía como una flecha por el remolino. Omás bien como una bala, pensó la niña, pues
20. 23había oído decir que las balas giran a gran ve-locidad dentro del cañón para que luego su tra-yectoria sea más estable. Curiosamente, no tenía miedo, ni la marea-ba la vertiginosa rotación, ni sentía ese vacío enel estómago que notaba cuando en la montañarusa se precipitaba hacia abajo. De pronto, tan bruscamente como habíacomenzado, cesó el blando abrazo del remolinoy cayó con gran estrépito sobre un montón dehojas secas. Alicia no sintió el menor daño y se puso enpie de un brinco. Miró hacia arriba, pero estabamuy oscuro. Le pareció ver sobre su cabeza, avarios metros de altura, un círculo giratorio algomenos negro que la negrura envolvente. Haciadelante, sin embargo, se veía un punto de luz,que era el final de un largo pasadizo. Lo recorrióa toda prisa, y desembocó en un amplio vestíbu-lo, iluminado por una hilera de lámparas col-gadas del techo. Alrededor de todo el vestíbulo había nu-merosas puertas, y ante una de ellas estaba el hom-bre con una llave de oro en la mano, disponién-dose a abrirla. Alicia corrió junto a él, y éste hizo girar lallave en la cerradura y abrió la puerta. Daba a unestrecho pasadizo al fondo del cual se veía un es-pléndido jardín.
21. 24 —Adelante —dijo el matemático con unaenigmática sonrisa, y la niña lo precedió por elpasadizo.
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