En los dos primeros volúmenes de mis cuentos completos (éste es el segundo) reúno más de cincuenta relatos, y todavía quedan muchos más para volúmenes futuros






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Le cambió la expresión mientras reflexionaba.

 Pero nada ha ocurrido  suspiró al fin.

 Lo sé. Pero el estudiante de Tywood me ha dicho que se tarda un día por siglo para desplazarse en el tiempo. Suponiendo que la anti­gua Grecia fuera el destino final, suman veinte siglos, es decir, veinte días.

 ¿Y se puede detener?

 Lo ignoro. Tal vez Tywood lo supiera, pero está muerto.

La enormidad del asunto me abrumó de golpe, con más fuerza que la noche anterior...

Toda la humanidad estaba sentenciada prácticamente a muerte. Y

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aunque eso era sólo una horrenda abstracción cobraba su insoportable realidad por el hecho de que yo también estaba sentenciado. Y mi es­posa, y mi hijo.

Más aún, se trataba de una muerte sin precedentes. Un cese de la existencia, y nada más. El momento de un suspiro. Un sueño que se esfuma. El tránsito de una sombra hacia la eternidad del no espacio y del no tiempo. A decir verdad, yo no estaría muerto en absoluto; simplemente, nunca habría nacido.

¿O sí? ¿Existiría yo..., mi individualidad..., mi ego..., mi alma, si se quiere? ¿Otra vida? ¿Otras circunstancias?

En aquel momento no pensé nada de esto con palabras. Pero si un frío nudo en el estómago pudiera hablar en esas circunstancias, creo que habría dicho algo parecido.

El jefe interrumpió mis cavilaciones:

 Entonces, sólo nos quedan dos semanas y media. No hay tiempo que perder. Ven.

Esbocé una sonrisa.

 ¿Qué hacemos? ¿Perseguir el libro?

 No  repuso fríamente . Pero hay dos líneas de acción que po­demos seguir. La primera es que quizás estés equivocado por completo, pues todo este razonamiento circunstancial puede representar una pis­ta falsa, tal vez puesta deliberadamente ante nosotros para ocultar la verdad; y tenemos que verificarlo. Y la segunda es que quizá tengas razón, pero debe de haber un modo de detener el libro, un modo que no implique perseguirlo en una máquina del tiempo; y, en tal caso, hemos de averiguar cuál es.

 Me gustaría aclarar, señor, que si es una pista falsa sólo un loco la consideraría creíble. Así que supongamos que tengo razón y que no hay manera de detenerlo.

 Entonces, joven amigo, estaré muy ocupado durante dos sema­nas y media y te aconsejaría que hicieras lo mismo. Así el tiempo pasa­rá más deprisa.

Tenía razón, desde luego.

 ¿Por dónde empezamos?  pregunté.

 Lo primero que necesitamos es una lista de todo funcionario o funcionaria que fuese subalterno de Tywood.

 ¿Por qué?

 Razonamiento. Tu especialidad, ¿no? Supongo que Tywood no sa­bía griego, así que alguien debió de hacer la traducción. Es improbable que nadie realizara semejante trabajo por nada y es improbable que Tywood pagara con dinero propio, contando sólo con su sueldo de profesor.

 Tal vez le interesara guardar más secretos de los que permite un sueldo del Gobierno.

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 ¿Por qué? ¿Dónde estaba el peligro? ¿Es delito traducir un texto de química al griego? ¿Quién deduciría de ello una confabulación como la que acabas de describir?

Nos llevó media hora hallar el nombre de Mycroft James Boulder, que constaba como < asesor», descubrir que figuraba en el catálogo uni­versitario como profesor auxiliar de filosofía y verificar por teléfono que, entre sus muchas cualidades, se contaba un cabal conocimiento del griego ático.

Lo cual fue una coincidencia, pues cuando el jefe estaba echando mano de su sombrero, el mensáfono interno se puso a funcionar y re­sultó que Mycroft James Boulder se encontraba en la antesala. Llevaba dos horas insistiendo en ver al jefe.

El jefe dejó el sombrero y abrió la puerta del despacho.

El profesor Mycroft James Boulder era un hombre gris. Tenía el cabello gris y ojos grises. Y su traje también era gris.

Pero, ante todo, tenía una expresión gris; gris y con una tensión que hacía que temblaran las arrugas de su delgado rostro.

 Hace tres días que estoy pidiendo una entrevista  murmu­ró  con alguien que sea responsable. No he podido ir más allá de usted.

 Tal vez sea suficiente  dijo el jefe . ¿Qué sucede?

 Es muy importante que se me conceda una entrevista con el pro­fesor Tywood.

 ¿Usted sabe dónde está?

 Estoy seguro de que el Gobierno lo tiene bajo custodia.

 ¿Por qué?

 Porque sé que planeaba un experimento que suponía la violación de las normas de seguridad. Por lo que puedo deducir, todo lo que ha ocurrido después deriva de la suposición de que, en efecto, se han violado dichas normas. Presumo, pues, que el experimento se ha inten­tado. He de saber si se llevó a cabo con éxito.

 Profesor Boulder, tengo entendido que usted sabe leer griego.

 Sí, sé griego.

 Y ha traducido textos de química para el profesor Tywood con dinero del Gobierno.

 Sí, como asesor contratado legalmente.

 Pero esa traducción, dadas las circunstancias, constituye un deli­to, pues le convierte en cómplice del delito de Tywood.

 ¿Puede usted establecer una conexión?

 ¿Usted no? ¿No ha oído hablar de las ideas de Tywood sobre el viaje en el tiempo o..., cómo lo llaman..., traslación microtemporal?

 Vaya.  Boulder sonrió . Entonces, se lo ha contado él.

 1Ko  masculló el jefe . El profesor Tywood ha muerto.

 ¿Qué? Entonces... No le creo.

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 Murió de apoplejía. Mire esto.

En su caja de caudales tenía una de las fotografías tomadas esa no­che. Tywood estaba desfigurado, pero reconocible; despatarrado y muerto.

Boulder jadeó como sí se le hubieran atascado los engranajes. Estu­vo mirando la foto durante tres minutos, según el reloj eléctrico de la pared.

 ¿Dónde es esto?  preguntó.

 En la planta de energía atómica.

 ¿Había concluido su experimento?

El jefe se encogió de hombros.

 Imposible saberlo. Estaba muerto cuando lo encontramos.

Boulder apretó los labios.

 Es .preciso averiguarlo. Se debe crear una comisión de científicos y, de ser necesario, repetir el experimento...

Pero el jefe se limitó a mirarle y a tomar un puro. Nunca le he visto hacer una pausa tan larga. Cuando dejó el puro, envuelto en la humareda, dijo:

 Hace veinte años, Tywood escribió un artículo para una revista...

 ¡Oh!  El profesor torció los labios . ¿Eso les dio la pista? Pue­den ignorarla. Él es físico y no sabe nada de historia ni de sociología. Sólo son sueños de estudiante.

 Entonces, usted no cree que enviar su traducción al pasado inau­gurará una nueva Edad de Oro, ¿verdad?

 Claro que no. ¿Cree usted que puede injertar los desarrollos de dos mil años de dura labor en una sociedad infantil e inmadura? ¿Cree que un gran invento o un gran principio científico nace ya completo en la mente de un genio, divorciado del entorno cultural? Newton tar­dó veinte años en enunciar la ley de la gravitación porque la cifra en­tonces vigente para el diámetro de la Tierra tenía un error del diez por ciento. Arquímedes estuvo a punto de descubrir el cálculo, pero falló porque los núméros arábigos, inventados por algún hínduista anó­nimo, le eran desconocidos. Más aún, la mera existencia de una socie­dad esclavista en la Grecia y la Roma antiguas significaba que las má­quinas no se consideraban muy atractivas, pues los esclavos eran más baratos y adaptables, y los hombres de genuino intelecto no perdían sus energías en aparatos destinados al trabajo manual. Incluso Arquí­medes, el más grande ingeniero de la antigüedad, se negaba a dar a conocer sus inventos prácticos; sólo mostraba abstracciones matemáti­cas. Y cuando un joven le preguntó a Platón de qué servía la geometría le expulsaron de la Academia, como hombre de alma mezquina y poco filosófica. Es decir, la ciencia no avanza en una embestida, sino que da cortos pasos en las direcciones permitidas por las grandes fuerzas

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que moldean la sociedad y que, a su vez, son moldeadas por ésta. Y ningún hombre avanza si no es sobre los hombros de la sociedad que le rodea...

El jefe le interrumpió.

 Díganos, pues, cuál fue su participación en el trabajo de Tywood. Aceptaremos su palabra de que no se puede cambiar la historia.

 Bueno, sí se puede, pero no intencionadamente... Cuando Tywood solicitó mis servicios para traducir ciertos pasajes al griego, acepté por dinero. Pero él quería la traducción en un pergamino; insistió en el uso de la terminología griega antigua (el lenguaje de Platón, por citar sus palabras), por mucho que yo tuviera que forzar el significado literal de los pasajes, y lo quería manuscrito en rollos. Sentí curiosidad. Yo también vi ese artículo. Me costó llegar a la conclusión obvia, pues los logros de la ciencia moderna trascienden en gran medida las especu­laciones de la filosofía, pero al fin supe la verdad, y de inmediato resul­tó evidente que la teoría de Tywood sobre el cambio de la historia era pueril. Hay veinte millones de variables para cada instante del tiempo y no se ha desarrollado ningún sistema matemático (ninguna psicohis­toria matemática, por acuñar una expresión) para manipular esa enor­me cantidad de funciones variables. En síntesis, cualquier variación de los acontecimientos de hace dos mil años cambiaría toda la historia subsiguiente, pero no de un modo previsible.

El jefe sugirió, con falsa calma:

 Como el guijarro que inicia el alud, ¿verdad?

 Exacto. Veo que comprende la situación. Reflexioné profunda­mente antes de actuar y, luego, comprendí cómo actuar, cómo debía actuar.

El jefe rugió, se levantó y tumbó la silla. Rodeó el escritorio y apo­yó una de sus manazas en la garganta de Boulder. Intenté detenerlo, pero me indicó con un gesto que me estuviera quieto...

Sólo le estaba apretando un poco la corbata. Boulder aún podía respirar. Se había puesto muy blanco y mientras el jefe hablaba se limí­tó a eso, a respirar.

 Claro  dijo el jefe , ya sé por qué decidió que debía actuar. Conozco a muchos filósofos trasnochados que creen que hay que arre­glar el mundo. Ustedes quieren arrojar los dados de nuevo para ver qué resulta. Tal vez ni siquiera les importe si vivirán o no en la nueva configuración, ni que nadie pueda averiguar lo que han hecho. Pero están dispuestos a crear, a pesar de todo; a darle a Dios otra oportuni­dad, como si dijéramos. Pero tal vez sea sólo porque quiero vivir, pero creo que el mundo podría ser peor. De veinte millones de maneras po­dría ser peor. Un tipo llamado Wilder escribió una obra titulada Por un pelo. Tal vez la haya leído. La tesis es que la humanidad sobrevivió

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apenas por un pelo. No, no le echaré un discurso sobre el peligro de extinción en la Era Glacial; no sé lo suficiente. Ni siquiera le hablaré de la victoria griega en Maratón, de la derrota árabe en Tours ni de los mongoles retrocediendo en el último momento sin siquiera ser de­rrotados, pues no soy historiador. Pero tomemos el siglo veinte. Los alemanes fueron detenidos dos veces en el Marne durante la Prime­ra Guerra Mundial. La retirada de Dunkerque fue durante la Segunda Guerra Mundial, y a los alemanes se los detuvo en Moscú y en Estalin­grado. Pudimos haber usado la bomba atómica en la última guerra y no lo hicimos, y cuando parecía que ambos bandos iban a hacerlo llega­mos al Gran Tratado, y únicamente porque el general Bruce sufrió una demora en la pista aérea de Ceilán y pudo recibir el mensaje inmediata­mente. Una vez tras otra, a lo largo de toda la historia, tan sólo golpes de suerte. Por cada probabilidad que no se concretó y que nos habría transformado en seres maravillosos, hubo veinte probabilidades que no se concretaron y que habrían acarreado un desastre para todos. Uste­des juegan con esa probabilidad de uno contra veinte y juegan con to­das las vidas de la Tierra. Y, además, lo han conseguido, ya que Tywood envió ese texto.

Escupió la última frase abriendo la manaza, de modo que Boulder cayó en la silla.

Y Boulder se echó a reír.

 Necio  dijo, jadeante . Anda muy cerca, pero está muy equi­vocado. ¿Así que Tywood envió el texto? ¿Está seguro?

 No se encontró ningún texto de química en griego en el lugar  masculló el jefe  y habían desaparecido míllones de calorías de ener­gía; lo cual no cambia el hecho de que tenemos dos semanas y media para que... las cosas resulten interesantes.

 ¡Pamplinas! Sin melodramatismos, por favor. Escúcheme y pro­cure entenderlo. Los filósofos griegos Leucipo y Demócrito desarrolla­ron una teoría atómica. Toda la materia, afirmaban, está compuesta por átomos. Las variedades de átomos habrían de ser distintas e inmu­tables y, mediante diferentes combinaciones, cada una formaría las di­versas sustancias halladas en la naturaleza. La teoría no fue resultado del experimento ni de la observación, sino que de algún modo surgió madurada ya. El poeta didáctico romano Lucrecio, en su De remm na­tura, «Acerca de la naturaleza de las cosas», afinó esa teoría, que parece asombrosamente moderna. En los tiempos helenísticos, Herón cons­truyó una máquina de vapor y las armas de guerra se mecanizaron. Se ha considerado ese periodo como una era mecánica abortada, que no llegó a nada porque no trascendíó su entorno social y económico ni congeniaba con él. La ciencia alejandrina fue una rareza inexplica­ble. Podríamos mencionar también la vieja leyenda romana sobre los

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libros de la Sibila, que contenían misteriosa información transmitida directamente por los dioses... En otras palabras, caballeros, aunque us­tedes tienen razón al pensar que cualquier alteración del pasado, por nimia que sea, podría acarrear consecuencias incalculables, y aunque comparto la opinión de que cualquier cambio aleatorio puede empeorar las cosas en vez de mejorarlas, debo señalar que se equivocan en su conclusión final. Es éste el mundo desde el que el texto de química en griego se ha enviado al pasado. Ha sido una carrera de la Reina Roja. Tal vez ustedes recuerden A través del espejo, de Lewis Carroll. En el país de la Reina Roja había que correr a toda prisa para permane­cer en el mismo lugar. ¡Y eso es lo que ocurrió en este caso! Tywood habrá pensado que estaba creando un mundo nuevo, pero fui yo quien preparó las traducciones, y me ocupé de que se incluyeran sólo esos pasajes que dieran cuenta de los raros jirones de conocimiento que los antiguos aparentemente obtuvieron de la nada. Y mi única intención en toda esa carrera fue la de permanecer en el mismo lugar.

Transcurrieron tres semanas, tres meses, tres años. No ocurrió nada. Y cuando nada ocurre no existen pruebas. Desistimos de las explica­ciones, y el jefe y yo también terminamos por dudar.

El caso nunca se cerró. Boulder no podía ser considerado un delin­cuente sin que se lo considerara también el salvador del mundo, y vice­versa. Se le ignoró, y finalmente el caso ni se resolvió ni se cerró; sim­plemente, se guardó en un archivo designado «>» y fue sepultado en el sótano más profundo de Washington.

El jefe está en Washington ahora y es una persona influyente. Y yo soy jefe regional del FBI.

Pero Boulder sigue siendo profesor auxiliar. En la universidad se tarda mucho en ascender.

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EL DÍA DE LOS CAZADORES

Comenzó la misma noche en que terminó. No fue gran cosa. Sim­plemente me molestó; aún me molesta.

Joe Bloch, Ray Manning y yo estábamos sentados a nuestra mesa favorita del bar de la esquina, con una velada por delante y ganas de charlar. Ése es el principio.

Joe Block se puso a hablar de la bomba atómica, de lo que había que hacer con ella, y dijo que nadie se lo habría imaginado cinco años atrás. Yo comenté que mucha gente lo había imaginado cinco años atrás y escribió historias sobre eso y ahora tendría dificultades para llevar la delantera a los periódicos. Todo esto derivó en divagaciones sobre todas las cosas raras que podían volverse ciertas, con gran cantidad de ejemplos.
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