En los dos primeros volúmenes de mis cuentos completos (éste es el segundo) reúno más de cincuenta relatos, y todavía quedan muchos más para volúmenes futuros






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 Sí  gruñó el capitán . ¿Y si nombran un administrador capaz? Entonces queda atrapado por esa rígida telaraña y se ve obligado a ser mediocre.

 En absoluto  replicó afablemente Antyok . Un hombre capaz puede trabajar dentro de los límites de las reglas y lograr lo que se propone.

 ¿Cómo?  preguntó Bannerd.

 Bueno... Bien...  Antyok se sentía repentinamente incómodo . Un método consiste en obtener un proyecto con prioridad A o, si es posible, doble A.

El capitán echó la cabeza hacia atrás, para echarse a reír, pero no llegó a hacerlo, pues se abrió la puerta y entraron unos hombres asusta­dos. Al principio, los gritos eran ininteligibles. Luego:

 ¡Señor, las naves se han ido! ¡Esos no humanos las tomaron por la fuerza!

 ¿Qué? ¿Todos?

 ¡Todos! ¡Naves y criaturas...!

A las dos horas, los cuatro volvieron a reunirse en el despacho de Antyok.

 No hay error  declaró fríamente Antyok . No queda una sola nave, ni siquiera nuestra nave de entrenamiento, Zammo. Y no hay

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una sola nave del Gobierno disponible en esta mitad del sector. Para cuando organicemos una persecución estarán fuera de la galaxia, cami­no a las Nubes Magallánicas. Capitán, era responsabilidad suya mante­ner una guardia adecuada.

 ¡Era nuestro primer día fuera del espacio!  exclamó el capitán . ¿Quién iba a suponer...?

 Un momento, capitán  interrumpió Zammo . Empiezo a en­tenderlo, Antyok. Usted tramó todo esto.

 ¿Yo?  preguntó Antyok con aire de distante ingenuidad.

 Esta noche usted comentó que un administrador inteligente ob­tenía un proyecto de prioridad A para lograr lo que se proponía. Usted obtuvo ese proyecto con el propósito de ayudar a los no humanos a escapar.

 ¿Yo hice eso? Pero ¿cómo? Fue usted quien mencionó el proble­ma de la decreciente tasa de natalidad en uno de sus informes. Fue Bannerd quien escribió esos artículos sensacionalistas que asustaron a la Agencia, convenciéndola de establecer un proyecto con prioridad doble A. Yo no tuve nada que ver.

 ¡Usted sugirió que yo mencionara lo de la tasa de natalidad!  vo­ciferó Zammo.

 ¿De veras?

 ¡Y fue usted quien sugirió que yo mencionara la tasa de natali­dad en mis artículos!  rugió Bannerd.

Los tres lo cercaron. Antyok se reclinó en la silla.

 No sé adónde quieren ir a parar. Si me están acusando, les ruego que se atengan a las pruebas legales. Las leyes del Imperio se rigen por material escrito, filmado o transcrito, o por declaraciones con testi­gos. Todas mis cartas como administrador figuran en este archivo, en la Agencia y en otros lugares. Yo jamás he pedido un proyecto de prio­ridad A. La Agencia me lo asignó, y Zammo y Bannerd son responsa­bles de ello. Según los papeles, al menos.

La voz de Zammo fue un gruñido casi ininteligible:

 Usted me embaucó para que enseñara a esas criaturas a manejar una nave espacial.

 Fue sugerencia de usted. Tengo en archivo el informe donde pro­pone estudiar la reacción de los no humanos ante las herramientas hu­manas. También lo tiene la Agencia. Las pruebas legales son claras. Yo no tuve nada que ver.

 ¿Ni con los globos?  inquirió Bannerd.

 ¡Hizo traer mis naves a propósito!  exclamó el capitán . ¡Cin­co mil globos! Usted sabía que necesitaría cientos de naves.

 Yo nunca pedí los globos. Fue idea de la Agencia, aunque creo que los amigos de Bannerd partidarios de la Filosofía ayudaron bastante.

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Bannerd se atragantó.

 ¡Usted le preguntó al dirigente cefeida que si podía leer la men­te!  escupió . ¡Le estaba diciendo que expresara interés en los globos!

 Vamos, usted mismo preparó la transcripción de la conversación, y eso también consta en los archivos. No puede probarlo.  Antyok se levantó . Tendrán ustedes que excusarme. Debo preparar un informe para la Agencia.  En la puerta, dio media vuelta . En cierto modo, el problema de los no humanos está resuelto; al menos, para satisfac­ción de ellos. Ahora procrearán y tendrán un mundo que se han ga­nado. Es lo que querían. Otra cosa: no me acusen de tonterías; hace veintisiete años que estoy en el Servicio, y les aseguro que mi papeleo es prueba suficiente de que he actuado correctamente en todo. Capi­tán, me alegrará continuar nuestra conversación de hoy cuando usted desee, para explicarle cómo un administrador capaz puede utilizar la burocracia con el objetivo de obtener lo que se propone.

Era notable que ese redondo rostro de bebé pudiera lucir una son­risa tan socarrona.

De: AgProvExt A: Loodun Antyok, administrador jefe, A 8 Tema: Servicio Administrativo, Permanencia en. Referencia: (a) Decisión Tribunal ServAd 22874 Q, fechada 1/978 I.G.

1. En vista de la opinión favorable vertida en refe­rencia (a), queda usted absuelto de toda responsabilidad por la fuga de no humanos de Cefeo. Se requiere que perma­nezca disponible para su próxima gestión. R. Horpritt, jefe, ServAd, 15/978 I.G.

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PRUEBAS CIRCUNSTANCIALES

 Pero tampoco fue eso  dijo pensativamente la doctora Calvin . Claro que al fin esa nave y otras similares pasaron a manos del Gobierno. El salto hiperespacial se perfeccionó y ahora tenemos colonias humanas en los planetas de algunas estrellas cercanas, pero no fue eso.  Yo había terminado de comer y la miraba a través del humo del cigarrillo . Lo que realmente cuenta es lo que le sucedió a la gente de la Tierra en los últimos cincuenta años. Cuando yo nací, cuando era pequeña, acabába­mos de pasar por la última guerra mundial. Fue un mal momento en la historia, pero significó el final del nacionalismo. La Tierra era demasiado pequeña para las naciones, que comenzaron a agruparse en regiones. Se tardó un tiempo. Cuando yo nací, Estados Unidos de América aún consti­tuía una nación y no formaba parte de la Región Norte. De hecho, el nombre de la compañía todavía es Robots de Estados Unidos... Y el trán­sito de naciones a regiones, que ha estabilizado nuestra economía y creado algo que equivale a una Edad de Oro, si se compara este siglo con el ante­rior, también fue obra de nuestros robots.

 Usted se refiere a las máquinas  dije . El cerebro de que usted hablaba fue la primera de las máquinas, ¿verdad?

 Sí, lo fue, pero no pensaba en las máquinas, sino en un hombre. Falleció el año pasado.  De pronto se le hizo un nudo en la garganta . O al menos decidió fallecer, porque sabía que ya no lo necesitábamos... Stephen Byerley.

 Sí, supuse que se refería a él.

 Inició su gestión en el año 2032. Usted era sólo un niño, así que no recordará cuán extraño era todo. Su campaña para la alcaldía fue sin duda la más rara de la historia...

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Francís Quínn era un político de la nueva escuela. Claro que esta expresión, como muchas similares, no significa nada. La mayoría de las «nuevas escuelas» poseen equivalentes en la vida social de la antigua Grecia, y tal vez hallaríamos cosas parecidas si conociéramos mejor la vida social de la antigua Sumeria y las viviendas lacustres de la Suiza prehistórica.

Pero, para eludir lo que promete ser un comienzo tedioso y compli­cado, quizá sea mejor apresurarse a aclarar que Quinn no era candidato ni solicitaba votos, no pronunciaba discursos ni llenaba urnas. Así como Napoleón no apretó el gatillo en Austerlitz.

Y como la política da pie a extraños compañeros de cama Alfred Lanning estaba sentado al otro lado del escritorio, con las enérgicas cejas blancas enarcadas sobre unos ojos agudizados por una impacien­cia crónica. No se sentía a gusto.

Si Quinn lo hubiera sabido, no se habría inmutado. Habló con voz cordial, casi profesionalmente afable:

 Entiendo que conoce a Stephen Byerley, doctor Lanning.

 He oído hablar de él. Como mucha gente.

 Sí, también yo. Tal vez usted piensa votar por él en las próximas elecciones.

 Lo ignoro  respondió Lanning con tono corrosivo . No he se­guido las tendencias políticas, así que no sé si se presentará como can­didato.

 Quizá sea nuestro siguiente alcalde. Desde luego, ahora es sólo un abogado, pero todo roble...

 Sí  interrumpió Lanning . Conozco el dicho. Todo roble ha sido bellota. Pero le pido que vayamos al grano.

 Estamos yendo al grano, doctor Lanning  dijo Quinn, en un tono de lo más afable . Me interesa que el señor Byerley sea a lo sumo fiscal, y a usted le interesa ayudarme.

Lanning frunció el ceño.

 ¿Me interesa? ¡Vamos!

 Bien, digamos entonces que le interesa a la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de EE.UU. Acudo a usted como Director Emé­rito de Investigación, porque sé que para la compañía usted es una especie de anciano sabio. Le escuchan con respeto; pero su conexión no es tan estrecha como para no gozar de bastante libertad de acción, aunque la acción sea algo heterodoxa.

El doctor Lanning guardó silencio un instante, rumiando sus pen­samientos.

 No le entiendo, señor Quinn  murmuró.

 No me sorprende, doctor Lanning. Pero es bastante sencillo. Ex­cúseme.  Quinn encendió un delgado cigarrillo con un encendedor

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de exquisita simplicidad, y su rostro huesudo cobró una expresión de serena diversión . Hemos hablado del señor Byerley, un personaje ex­traño y pintoresco. Era desconocido hace tres años. Hoy es famoso. Es un hombre enérgico y capaz y, por supuesto, el fiscal más apto e inteligente que he conocido. Lamentablemente no es amigo mío...

 Entiendo  dijo Lanning mecánicamente, mirándose las uñas.

 El año pasado tuve ocasión de investigar al señor Byerley, muy exhaustivamente  continuó Quinn . Siempre es conveniente some­ter la vida pasada de los políticos reformistas a un examen inquisitivo. Si usted supiera cuánto me ha ayudado...  Hizo una pausa para son­reírle sin humor a la punta del cigarrillo . Pero el pasado del señor Byerley es insípido. Vida tranquila en una ciudad pequeña, educación universitaria, una esposa que falleció joven, un accidente automovilís­tico seguido de una lenta recuperación, Facultad de Derecho, traslado a la metrópoli, abogado.  Sacudió lentamente la cabeza y añadió­Excepto su vida actual. Esto sí que es notable. ¡Nuestro Fiscal no come nunca!

Lanning irguió la cabeza y aguzó sus viejos ojos.

 ¿Cómo ha dicho?

 Nuestro fiscal nunca come  repitió Quinn, separando las síla­bas . Haré una pequeña corrección: nunca se le ha visto comer ni beber. ¡Nunca! ¿Comprende el peso de esta palabra? No rara vez, sino ¡nunca!

 Me parece increíble. ¿Puede usted confiar en sus investigadores?

 Puedo confiar en mis investigadores, y no me resulta increíble. Más aún, no sólo no le han visto beber, ya sea agua, ya sea alcohol; sino que no le han visto dormir. Hay otros factores, pero creo que he sido bastante claro.

Lanning se reclinó en el asiento. Hubo un silencio tenso, como en un duelo, y luego el viejo robotista sacudió la cabeza.

 No, usted sólo puede estar insinuando una cosa, dado que por algo me cuenta todo esto precisamente a mí, y lo que insinúa es absolu­tamente imposible.

 Pero ese hombre es inhumano, doctor Lanning.

 Si usted me dijera que es Satanás disfrazado, existiría una leve posibilidad de creerle.

 Le digo que es un robot, doctor Lanning.

 Le digo que es imposible, señor Quinn.

De nuevo ese silencio agresivo.

 No obstante  continuó Quinn, apagando el cigarrillo con afec­tación , tendrá que investigar esa imposibilidad con todos los recur­sos de la compañía.

 Por supuesto que no haré semejante cosa, señor Quinn. No

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puede sugerir en serio que la compañía intervenga en política local.  No tiene opción. Suponga que hago públicos estos datos... Al menos cuento con pruebas circunstanciales.

 Haga lo que le plazca.

 Pero no me place. Preferiría tener pruebas contundentes. Y tam­poco le agradaría a usted, pues la publicidad sería muy perjudicial para la compañía. Supongo que usted está familiarizado con las estrictas re­glas contra el uso de robots en mundos habitados.

 ¡Por supuesto!

 Ya sabe que su compañía es el único fabricante de robots posi­trónicos en el sistema solar, y si Byerley resulta ser un robot será un robot positrónico. También sabe que los robots positrónicos se alqui­lan, no se venden, y que su empresa continúa siendo propietaria y ad­ministradora de todos los robots y, por lo tanto, es responsable de los actos de todos ellos.

 Es fácil, señor Quinn, demostrar que la compañía jamás ha ma­nufacturado un robot humanoide.

 ¿Es posible hacerlo? Sólo por comentar las posibilidades.

 Sí, es posible.

 Y es posible también hacerlo en secreto, supongo. Sin registrarlo en los libros.

 No en el caso de un cerebro positrónico. Hay demasiados facto­res involucrados y existe una rigurosa supervisión del Gobierno.

 Sí, pero los robots se gastan, se estropean, dejan de funcionar... y son desmantelados.

 Y los cerebros positrónícos se usan de nuevo o se destruyen.

 ¿De veras?  preguntó Quinn con sarcasmo . Y si, por acci­dente, claro está, uno no fuera destruido y hubiera una estructura hu­manoide aguardando un cerebro...

 ¡Imposible!

 Usted tendría que probárselo al Gobierno y al público. ¿Por qué no a mí ahora?

 ¿Pero cuál sería nuestro propósito?  quiso saber Lanning, exas­perado . ¿Dónde está nuestra motivación? Concédanos un poco de sensatez.

 Por favor, mi querido Lanning. La compañía se sentiría muy sa­tisfecha si las diversas regiones permitieran el uso de robots positróni­cos humanoides en los mundos habitados. Las ganancias serían sucu­lentas. Pero el prejuicio de la opinión pública contra esa práctica es demasiado grande. Supongamos que ustedes la habituaran primero a dichos robots... Veamos, tenemos un hábil abogado, un buen alcalde... y es un robot. ¿Por qué no comprar mayordomos robot?

 Una fantasía. Un disparate ridículo.

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 Me lo imagino. ¿Por qué no probarlo? ¿O prefiere probárselo al público?

La luz del despacho se desvanecía, pero aún no llegaba a oscurecer el rubor de frustración del rostro de Alfred Lanning. El robotista pre­sionó un botón y los iluminadores de pared irradiaron una luz tenue.

 Pues bien  gruñó , veámoslo.

No era fácil describir el rostro de Stephen Byerley. Tenía cuarenta años, según su certificado de nacimiento, y en efecto aparentaba cua­renta años, pero era un cuarentón saludable, bien alímentado y afable y que daba un mentís al lugar común acerca de < aparentar la edad que se tiene».

Esto se notaba muchísimo cuando reía, y en ese momento se estaba riendo. Era una risa estentórea y continua, que se apagaba y renacía...

El rostro de Alfred Lanning se contrajo en un amargo gesto de re­probación. Le hizo una seña a la mujer que tenía sentada al lado, pero ella apenas frunció los labios, pálidos y finos.

Byerley recobró la compostura.

 Por favor, doctor Lanning, por favor... ¿Yo...? ¿Yo, un robot?

 No soy yo quien lo afirma  barbotó Lanning . Me sentiría muy satisfecho de que usted fuera humano. Como nuestra compañía no le ha fabricado, estoy casi seguro de que lo es; al menos, en un sentido legal. Pero como alguien alega seriamente que usted es un robot, y se trata de un hombre de cierto prestigio...

 No mencione su nombre, pues eso atentaría contra su férrea éti­ca; pero supongamos que es Frank Quinn, para facilitar la argumenta­ción, y continuemos.

Lanning resopló ante la interrupción e hizo una pausa, malhumora­do, antes de continuar en un tono aún más glacial:

 Un hombre de cierto prestigio, con cuya identidad no me intere­sa hacer adivinanzas. Estoy obligado a pedirle a usted que colabore para refutarlo. El mero hecho de que semejante afirmación se hiciese pública, a través de los medios de que dispone este hombre, asestaría un duro golpe a la compañía que represento, aunque la acusación jamás pudiera probarse. ¿Entiende?
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