Contingencia, ironía y solidaridad






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Richard Rorty
Contingencia, ironía y solidaridad
Ediciones Paidós
Título original: Contingency, irony and solidarity

Publicado en inglés por Cambridge University Press, Nueva York, 1989.
Traducción de Alfredo Eduardo Sinnot
Buenos Aires. 1991

Capítulo 3

LA CONTINGENCIA DE UNA COMUNIDAD LIBERAL

Cualquiera que diga, como yo lo he hecho en el primer capítulo, que la verdad no está «ahí afuera», puede caer bajo la sospecha de relativismo y de irracionalismo. Cualquiera que proyecte dudas sobre la distinción en­tre la moralidad y la prudencia, como yo lo he hecho en el capítulo segun­do, puede caer bajo la sospecha de inmoralidad. Para apartar tales sospe­chas debo argumentar que la distinción entre absolutismo y relativismo, y entre moralidad y conveniencia, son herramientas obsoletas y difíciles de manejar, residuos de un léxico que debiéramos intentar sustituir. Pero «argumento» no es la palabra correcta. Pues de acuerdo con mi explica­ción del progreso intelectual como literalización de determinadas metá­foras, la refutación de las objeciones dirigidas contra la redescripción que uno hace de algunas cosas consistirá en gran medida en la redescripción de otras cosas, intentándose con ello flanquear las objeciones mediante la ampliación del alcance de las metáforas favoritas de uno. De tal modo, mi estrategia consistirá en intentar hacer que el léxico mediante el cual se expresan esas objeciones tenga mal aspecto, modificando de esa mane­ra el tema, en lugar de conceder al que formula la objeción, la elección de las armas y el terreno entrando de frente a sus críticas.

En este capítulo voy a defender que las instituciones y la cultura de una sociedad liberal estarían mejor servidas por un léxico de la reflexión moral y política que evitase las distinciones que he enumerado, que por un léxico que las conservase. Intentaré mostrar que el léxico del racionalismo ilustrado, si bien fue esencial en los comienzos de la democracia li­beral, se ha convertido en un obstáculo para la preservación y el progreso de las sociedades democráticas. Sostendré que el léxico que he insinuado en los dos primeros capítulos —un léxico que gira en torno de las nocio­nes de metáfora y de creación de sí mismo, y no en torno de las nociones de verdad, racionalidad y obligación moral— es más adecuado para ese propósito.

No estoy diciendo, sin embargo, que la explicación davidsoniana y wittgensteiniana del lenguaje, y la explicación nietzscheana y freudiana de la conciencia y del yo por mí esbozadas proporcionen los «fundamentos filosóficos de la democracia». Porque la noción de «fundamento filosófico» tiene vigencia en la misma medida que el léxico del racionalismo ilustrado. Aquellas explicaciones no fundamentan la democracia, pero sí permiten redescribir sus prácticas y sus metas. En lo que sigue intentaré reformular las esperanzas de la sociedad liberal de manera no racionalis­ta y no universalista, una manera que promueve la realización de aque­llas esperanzas mejor de lo que lo han hecho las descripciones anteriores. Pero ofrecer una redescripción de nuestras instituciones actuales no equi­vale a ofrecer una defensa de ellas contra sus enemigos; se asemeja más a amueblar nuevamente una casa que a apuntalarla o a colocar barrica­das a su alrededor.

La diferencia entre la búsqueda de fundamentos y el intento de redes­cripción es representativa de la diferencia entre la cultura del liberalismo y formas de vida cultural más antigua. Pues en su forma ideal la del libe­ralismo sería una cultura absolutamente ilustrada y secular. Una cultura en la que no subsiste vestigio alguno de divinidad, ya sea en la forma de un mundo divinizado o de un yo divinizado. En una cultura así no queda espacio para la noción de que hay fuerzas no humanas ante las cuales ha­brían de responder los seres humanos. Ello excluiría, o reinterpretaría drásticamente, no sólo la idea de sacralidad sino también la de «devoción a la verdad» y de «satisfacción de las necesidades más profundas del es­píritu». El proceso de desdivinización que he presentado en los dos capí­tulos iniciales culminaría, idealmente, en la incapacidad de ver ya una utilidad a la noción de que seres humanos finitos, mortales, de existencia contingente, puedan extraer el significado de su vida de otra cosa que no sean otros seres humanos finitos, mortales, de existencia contingente. En una cultura así, las advertencias de «relativismo», los interrogantes acer­ca de si modernamente las instituciones sociales se han vuelto cada vez más «racionales» y las dudas acerca de si las metas de la sociedad liberal son «valores morales objetivos» resultarían ser meramente bellos arcaís­mos.

A fin de dar cierta plausibilidad inicial a la tesis de que mi concepción se ajusta bien a la organización política liberal, permítaseme señalar al­gunos paralelos entre ésta y la defensa de la «libertad negativa» que hace Isaiah Berlín contra las concepciones finalistas de la perfección humana. En Two Concepts of Liberty dice Berlín, tal como yo lo he hecho en el ca­pítulo primero, que es preciso abandonar el enfoque rompecabezas de los léxicos, prácticas y valores. En palabras de Berlín, es preciso renunciar a «la convicción de que todos los valores positivos en los que los hombres han creído deben, finalmente, ser compatibles y, acaso, hasta implicarse recíprocamente».1 El énfasis que he puesto en la afirmación de Freud se­gún la cual debiéramos concebirnos a nosotros mismos sólo como uno más entre los experimentos de la Naturaleza y no como la culminación del designio de la Naturaleza, halla su eco en el uso que Berlin hace de la expresión de J. S. Mill «experimentos de vida» (que a su vez se evoca en el uso del término «experimento» por Jefferson y en Dewey para describir a la democracia norteamericana). En el segundo capítulo he arremetido contra el intento platónico-kantiano de hacer lo que Berlin llama una «es­cisión de nuestra personalidad en dos: la reguladora trascendente, dominante, y el haz empírico de deseos y de pasiones que deben ser disciplina­dos y sometidos».2

Berlin concluye su ensayo citando a Joseph Schumpeter, quien dice: «Lo que distingue al hombre civilizado del bárbaro es advertir la validez relativa de las propias convicciones y defenderlas, sin embargo, resueltamente.» Berlin comenta: «Pedir más que eso es, quizás, una necesidad metafísica profunda e incurable; pero permitir que ello determine nues­tra práctica es síntoma de una inmadurez moral y política igualmente profunda, y más peligrosa.»3 En la jerga que he estado desarrollando, la afirmación de Schumpeter de que ésa es la marca de la persona civiliza­da se traduce en la afirmación de que las sociedades liberales de nuestro siglo han producido cada vez más personas capaces de reconocer la con­tingencia del léxico en el cual formulan sus más altas esperanzas —las contingencias de su propia consciencia— y que se han mantenido no obs­tante fieles a esa consciencia. Figuras como Nietzsche, William James, Freud, Proust y Wittgenstein ilustran lo que he llamado «libertad como re­conocimiento de la contingencia». En este capítulo sostendré que ese reconocimiento es la principal virtud de los miembros de una sociedad li­beral, y que la cultura de esa sociedad debiera tener como objetivo curar­nos de nuestra «profunda necesidad metafísica».

Para mostrar qué aspecto tiene desde mi punto de vista la acusación de relativismo, examinaré el comentario del ensayo de Berlin hecho por un agudo crítico contemporáneo de la tradición liberal, Michael Sandel. Sandel dice que Berlin «se halla peligrosamente cerca de incurrir en la posición relativista». Y pregunta:

Si las convicciones que uno tiene son sólo relativamente válidas, ¿por qué las defiende resueltamente? En un universo moral trágicamente confi­gurado, como el que Berlin supone, ¿está el ideal de libertad menos sujeto a la inconmensurabilidad última de los valores que los ideales concurrentes? En tal caso, ¿en qué puede consistir su condición privilegiada? Y si la liber­tad no posee una condición moralmente privilegiada, si es sólo un valor en­tre muchos otros, entonces, ¿qué puede decirse en favor del liberalismo?4
Al formular esas preguntas, Sandel da por sentado el léxico del racionalismo ilustrado. Además, se aprovecha de la circunstancia de que Schumpeter y Berlin emplean ellos mismos ese léxico, e intenta de ese modo mostrar que la concepción de éstos es incoherente. El considerar con cierto detalle las preguntas de Sandel puede permitirnos aclarar qué tipo de concepciones deben sostener los que encuentran útiles las expre­siones «relativismo» y amoralmente privilegiado». Esto puede ayudarnos a mostrar por qué sería mejor evitar el empleo de la expresión «sólo rela­tivamente válido» para caracterizar la actitud de las figuras que Schum­peter, Berlín y yo deseamos exaltar.

Decir que las convicciones son sólo «relativamente válidas» podría parecer significar que están justificadas sólo para personas que sostienen ciertas otras creencias, pero no para cualquiera y para todos. Pero si fue­ra eso lo que se quiere decir, la expresión no tendría fuerza de contraste, pues no habría afirmación interesante que fuese absolutamente válida. La validez absoluta estaría limitada a trivialidades cotidianas, verdades ele­mentales de las matemáticas y cosas semejantes: ese tipo de creencias acerca de las cuales nadie se propone argumentar porque ni son polémi­cas ni fundamentales para la comprensión que alguien tenga de quién es y por qué vive. Todas las creencias que son fundamentales para la imagen que una persona tiene de sí misma son tales porque su presencia o su au­sencia sirve de criterio para discriminar las buenas personas de las ma­las, el tipo de persona que uno desea ser del tipo de persona que uno no desea ser. Una convicción que pueda estar justificada para cualquiera es de poco interés. Para sostener una convicción así no se requiere de una «resuelta valentía».

Debemos, pues, examinar la expresión «creencias sólo relativamente válidas» en tanto contrasta con afirmaciones que pueden estar justifica­das para todos aquellos que no están corrompidos, esto es, para todos aquellos cuya razón, considerada como facultad de búsqueda de la ver­dad, o cuya consciencia, considerada como detector interior de la recti­tud, es suficientemente poderosa para vencer las malas pasiones, las su­persticiones vulgares y los bajos prejuicios. La noción de «validez absolu­ta» carece de sentido salvo en la suposición de un yo que se divida con perfecta nitidez en la parte que tiene en común con lo divino y la parte que tiene en común con los animales. Pero si admitimos la oposición en­tre razón y pasión, o entre razón y voluntad, nosotros, los liberales, esta­remos incurriendo en una petición de principio en contra de nosotros mismos. Aquellos de nosotros que estamos de acuerdo con Freud y con Berlín en no escindir a las personas en razón y pasión, hemos de descar­tar la distinción tradicional entre «convicción racional» y «convicción producida por razones y no por causas» o, al menos, restringir su empleo.

La mejor manera de restringir su empleo es limitar la oposición entre formas racionales e irracionales de persuasión al interior de un juego de lenguaje, en lugar de intentar ampliarla a cambios interesantes e impor­tantes de conducta lingüística. Una noción restringida de racionalidad como ésa es todo lo que podemos permitirnos si aceptamos la tesis cen­tral del capítulo primero: que lo que finalmente importa son los cambios del léxico antes que los cambios de creencia, los cambios en los candida­tos a poseer valor de verdad y no las asignaciones de valor de verdad. Dentro de un juego de lenguaje, dentro de una serie de acuerdos acerca de lo que es posible e importante, podemos distinguir con provecho entre las razones de la creencia, y las causas de la creencia que no consisten en ra­zones. Lo hacemos comenzando por diferencias tan obvias como las existentes entre el diálogo socrático y la sugestión hipnótica. Intentamos des pués consolidar la distinción tratando casos más confusos: el lavado de cerebro, los medios publicitarios y lo que los marxistas llaman «falsa conciencia». Indudablemente, no hay una manera precisa de trazar una línea entre la persuasión y la fuerza, ni, por tanto, una manera precisa de trazar una línea entre la causa del cambio de una creencia que era tam­bién una razón, y la causa que era una «mera» causa. Pero la distinción no es más imperfecta que la generalidad de las distinciones.

No obstante, una vez que planteamos la pregunta acerca del modo en que pasamos de un léxico a otro, del dominio de una metafórica al de otra, la distinción entre razones y causas comienza a perder utilidad. Los que hablan el viejo lenguaje y no desean cambiarlo, los que consideran señal de racionalidad o de moralidad el hablar precisamente ese lengua­je, considerarán enteramente irracional el atractivo de las nuevas metáfo­ras, esto es, del nuevo juego de lenguaje que los radicales, la juventud, y la vanguardia están jugando. Se considerará la popularidad de las for­mas de hablar nuevas como una cuestión de «moda», de «la necesidad de rebelarse», o de «decadencia». Se considerará la cuestión de por qué la gente habla de esa manera como si se hallase por debajo del nivel del diá­logo: un tema que hay que trasladar a los psicólogos o, si es necesario, a la policía. Inversamente, desde la perspectiva de los que intentan em­plear el nuevo lenguaje, de los que intentan literalizar las nuevas metáfo­ras, se considerará irracionales a los que se adhieren al viejo lenguaje, víctimas de la pasión, del prejuicio, de la superstición, como una fuerza inerte del pasado, etcétera. Podrá contarse con los filósofos de uno y otro bando para apoyar las opuestas invocaciones a la distinción entre razón y causa mediante la elaboración de una psicología moral, una epistemolo­gía o una filosofía del lenguaje que contemplen bajo una luz negativa a los que están en el otro bando.

Aceptar la afirmación de que no hay un punto de vista fuera del léxico particular, históricamente condicionado y transitorio, que utilizamos ahora, desde el cual juzgar ese léxico, es renunciar a la idea de que pue­de haber razones para el empleo de los lenguajes, y, asimismo, de que puede haber razones dentro de los lenguajes para creer en las afirmaciones. Ello equivale a renunciar a la idea de que el progreso intelectual o político sea racional, en todos los sentidos neutrales que «racional» tenga en relación con los léxicos. Pero como parece desacertado decir que todos los grandes avances morales e intelectuales de la historia de Europa —el Cristianis­mo, la ciencia de Galileo, la Ilustración, el Romanticismo, etcétera— fue­ron afortunadas caídas en una irracionalidad temporal, la conclusión que debe extraerse es que la distinción entre lo racional y lo irracional es me nos útil de lo que pareció serlo alguna vez. Cuando se advierte que, tanto para la comunidad como para el individuo, el progreso es cuestión del uso de nuevas palabras y, asimismo, de argumentar a partir de premisas formuladas con viejas palabras, caemos en la cuenta de que el léxico crí­tico que gira en torno de nociones como «racional», «criterios», «argu­mento», «fundamento» y «absoluto» no es apto para describir la relación entre lo viejo y lo nuevo.

En la conclusión de un ensayo acerca de la concepción freudiana de la racionalidad, Davidson observa que una vez que hemos renunciado a la noción de «criterios absolutos de racionalidad» y utilizamos el término «racional» para dar a entender algo así como «coherencia interna», en­tonces, si no limitamos el alcance de la aplicación de ese término, nos ve­remos forzados a llamar «irracionales» a muchas cosas que deseamos elo­giar. En especial describiremos como «irracional» lo que Davidson llama «una forma de autocrítica y de reforma que tenemos en alta estima y que siempre se ha pensado que era la esencia misma de la racionalidad y la fuente de la libertad». Davidson plantea la cuestión así:

Lo que tengo presente es una forma especial de deseo o de valor de segun­do orden, y las acciones a que ella pueda dar lugar. Ello ocurre cuando una persona se forma un juicio positivo o negativo de alguno de sus propios de­seos y obra para cambiar esos deseos. Desde el punto de vista del deseo que ha cambiado, no hay razones para el cambio; la razón proviene de una fuen­te independiente y se basa en otras consideraciones, en parte contrarias. El agente tiene razones para cambiar sus propios hábitos y su carácter, pero esas razones proceden de un dominio de valores necesariamente extrínseco a los contenidos de las opiniones o los valores que experimentan el cambio. La causa del cambio, si tiene lugar, por tanto, no puede ser una razón para lo que ella causa. Una teoría que no pueda dar cuenta de la irracionalidad sería una teoría que tampoco puede explicar nuestros esfuerzos saludables, y nuestros ocasionales éxitos, de autocrítica y de mejora de uno mismo.5

Por supuesto, Davidson estaría equivocado si la crítica y la mejora de sí mismo se produjeran siempre dentro del marco de deseos no triviales del orden más elevado posible, los del verdadero yo, los deseos que son fundamentales para nuestra humanidad. Pues entonces esos deseos del nivel más elevado mediarían en la disputa entre los deseos del primero y del segundo nivel y la racionalizarían. Pero Davidson supone —correcta­mente, según pienso— que los únicos deseos que podrían ser tales deseos del nivel más elevado son tan abstractos y vacíos que carecen de poderes de mediación: son ejemplos de ello «Deseo ser bueno», «Deseo ser racio­nal» y «Deseo conocer la verdad». Como lo que se considere «bueno», «ra­cional» o «verdadero» estará determinado por la disputa entre los deseos del primero y del segundo nivel, las ansiosas protestas de buena voluntad del nivel más elevado son impotentes para intervenir en esa disputa.

Si Davidson tiene razón, entonces las suposiciones habitualmente in­vocadas en contra de Berlín y de Schumpeter están equivocadas. No po­dremos suponer que existe un marco máximo dentro del cual pueda plan­tearse, por ejemplo: «Si la libertad no posee una condición moralmente privilegiada, si sólo es un valor entre muchos otros, entonces, ¿qué puede decirse del liberalismo?» No podemos suponer que los liberales deban ser capaces de elevarse por encima de las contingencias de la historia y ver la especie de libertad individual que el Estado liberal moderno ofrece a sus ciudadanos como sólo un valor entre otros. Ni podemos suponer que lo racional sea colocar esa libertad al lado de otros candidatos (por ejemplo, el sentimiento de la meta nacional que los nazis ofrecieron durante un tiempo a los alemanes, o el sentimiento de conformidad con la voluntad de Dios que inspiró las guerras de religión) y utilizar entonces el término «razón» para examinar esos varios candidatos y descubrir cuáles —si los hay— son «moralmente privilegiados». Sólo el supuesto de que existe un punto de vista semejante, al cual debiéramos elevarnos, hace que cobre sentido la cuestión: «Si las convicciones que uno tiene son sólo relativa­mente válidas, ¿por qué las defiende resueltamente?»

Inversamente, ni la expresión de Schumpeter «validez relativa» ni la noción de un «criterio relativista» parecen adecuadas si se acepta la tesis de Davidson según la cual las nuevas metáforas son causas, pero no razo­nes, de los cambios de creencia, y la afirmación de Hesse de que son las nuevas metáforas las que han hecho posible el progreso intelectual. Si se aceptan esas afirmaciones, no hay cosas tales como un «criterio relativis­ta», de igual modo que no existirá una cosa tal como la blasfemia para quien piensa que Dios no existe. Porque no habría una perspectiva más elevada de la cual pudiésemos dar cuenta y a cuyos preceptos pudiése­mos faltar. No habrá una actividad tal como la de examinar valores con­currentes a fin de ver cuáles son moralmente privilegiados. Porque no ha­brá forma de elevarse por encima del lenguaje, de la cultura, de las instituciones, y de las prácticas que uno ha adoptado, y ver a éstas en plano de igualdad con todas las demás. Como dice Davidson: «el hablar un lengua je [...] no es un rasgo que el hombre pueda perder reteniendo sin embargo el poder de pensar. No hay, pues, posibilidades de que alguien pueda al­canzar un puesto privilegiado para comparar esquemas conceptuales desprendiéndose momentáneamente del propio».6 O, para decirlo a la manera heideggeriana, «el lenguaje habla al hombre», el lenguaje cam­bia en el curso de la historia, de manera que los seres humanos no pueden escapar de su historicidad. Lo más que pueden hacer es manipular las tensiones dentro de su propia época a fin de producir el comienzo de la época siguiente.

Pero, por cierto, si los presupuestos de las preguntas de Sandel son co­rrectos, entonces Davidson y Heidegger están equivocados. La filosofía davidsoniana y wittgensteiniana del lenguaje —la concepción del lengua­je como una contingencia histórica antes que como un medio que poco a poco va tomando la verdadera configuración del mundo verdadero y del verdadero yo— incurrirá en una petición de principio. Si aceptamos las preguntas de Sandel, entonces, en lugar de exigir una filosofía del lengua­je, exigiremos una epistemología y una psicología moral que proteja los intereses de la razón, preserve la distinción entre prudencia y moralidad, y garantice de ese modo que las preguntas de Sandel son atinadas. Que­rremos un modo diferente de concebir el lenguaje, una forma en la que se considere a éste como un medio en el cual hallar la verdad que está ahí afuera, en el mundo (o, al menos, en lo profundo del yo, en el lugar en el que hallamos los deseos permanentes, ahistóricos, del nivel más elevado, que diriman los conflictos de nivel inferior). Querremos restaurar los mo­delos de investigación basados en la distinción entre sujeto y objeto y en la de forma y contenido: los modelos que Davidson y Heidegger caracteri­zan como obsoletos.

¿Hay forma de resolver este empate entre la concepción tradicional según la cual siempre está en orden preguntarse: «¿Cómo conoce usted?», y la concepción según la cual a veces todo lo que podemos preguntarnos es por qué hablamos de esta manera? La filosofía, como disciplina, se vuelve ridícula cuando avanza hacia tales coyunturas y dice que hallará un terreno neutral en el cual dirimir la cuestión. No es que los filósofos hayan tenido precisamente éxito en hallar un terreno neutral en el cual instalarse. Sería mejor que los filósofos admitiesen que no hay una forma de romper ese empate, un único lugar al cual sea apropiado retroceder. Hay, en cambio, tantas maneras de quebrar el empate como temas de conversación. Se puede atacar la cuestión mediante diferentes paradig­mas de humanidad: el del contemplador frente al del poeta, o el de la per­sona piadosa frente al de la persona que acepta al azar como digna de de­terminar su destino. O se la puede abordar desde el punto de vista de una ética del buen trato y preguntarse si la crueldad y la injusticia disminui­rán si dejamos de preocuparnos por la «validez absoluta» o si, por el con­trario, sólo tales preocupaciones harán que nuestros caracteres se man­tengan lo suficientemente firmes para defender resueltamente al débil contra el fuerte. Se puede abordar —estérilmente, a mi modo de ver- mediante la antropología y la cuestión de si hay «universales culturales», o mediante la psicología y la cuestión de si hay universales psicológicos. Debido a esta indefinida multiplicidad de perspectivas, debido a ese vas­to número de maneras de abordar la cuestión oblicuamente e intentando flanquear al adversario, nunca hay en la práctica empate alguno.

Tendríamos un empate real y práctico —en tanto opuesto a un empate artificial y teórico— únicamente si determinados temas y determinados juegos del lenguaje fueran tabú; si, dentro de una sociedad existiera acuerdo general en cuanto a que determinadas cuestiones siempre son pertinentes, determinadas cuestiones preceden a otras, hay un orden fijo de discusión y los movimientos laterales no están permitidos. Esa sería precisamente la forma de sociedad que los liberales intentan evitar: una sociedad en la que imperase la «lógica» y la «retórica» estuviera fuera de la ley. Para la idea de una sociedad liberal es fundamental que, con respecto a las palabras en tanto opuestas a los hechos, a la persuasión en tanto opuesta a la fuerza, todo vale. No hay que fomentar esa disposición abierta porque, como enseñan las Escrituras, la Verdad es grande y pre­valecerá; ni porque, como sugiere Milton, la Verdad siempre vencerá en combate libre y abierto. Hay que fomentarla por sí misma. Una sociedad liberal es aquella que se limita a llamar «verdad» al resultado de los comba­tes así, sea cual fuere ese resultado. Es ésa la razón por la que se sirve mal a una sociedad liberal con el intento de dotarla de «fundamentos filosófi­cos». Porque dotarla de tales fundamentos presupone un orden natural de temas y de argumentos que es anterior a la confrontación entre los viejos y los nuevos léxicos, y anula sus resultados.

Esta última observación me permite volver a la tesis más amplia que formulé anteriormente: la tesis de que la cultura liberal necesita de una mejor descripción de sí antes que un conjunto de fundamentos. La idea de que tiene que haber fundamentos fue resultado del cientifismo de la Ilustración, el cual era a su vez una supervivencia de la necesidad religio­sa de disponer de proyectos humanos avalados por una autoridad no hu­mana. Fue natural para el pensamiento político liberal del siglo xviii in­tentar asociarse con el desarrollo cultural más prometedor de la época: las ciencias naturales. Pero desdichadamente la Ilustración tejió gran, parte de su retórica en torno a la figura del científico como una especie de sacerdote, como una persona que lograba ponerse en contacto con la ver­dad no humana por ser «lógico», «metódico» y «objetivo».7 En su momento ésa fue una táctica útil, pero en la actualidad lo es menos. Pues, en primer lugar, las ciencias no son ya el área más interesante, prometedora o excitante de la cultura. En segundo lugar, los historiadores de la ciencia han puesto de manifiesto lo poco que esa imagen del científico tiene que ver con el logro científico real, y hasta qué punto es un despropósito in­tentar aislar una cosa llamada «el método científico». Las ciencias, aun­que desde finales del siglo xviii se han desarrollado muchísimo y con ello han hecho posible la realización de metas políticas que sin ellas nunca se habrían alcanzado, han retrocedido, no obstante, a un segundo plano de la vida cultural. Ese retroceso se debe en gran medida a la creciente difi­cultad para dominar los diversos lenguajes con los que las ciencias se ma­nejan. No es algo que deba deplorarse sino, más bien, algo que hay que afrontar. Podemos nacerlo trasladando la atención a áreas que sí están en el primer plano de la cultura, aquellas que incitan la imaginación de la juventud, esto es, el arte y la política utópica.

En el capítulo primero señalé que la Revolución Francesa y el movi­miento romántico inauguraron una era en la que gradualmente llegamos a apreciar el papel histórico de la innovación lingüística. Esa apreciación se resume en la idea —vaga, equívoca, pero fecunda y sugerente— de que la verdad se hace y no se descubre. Señalé también que la literatura y la política son las esferas a las que los intelectuales contemporáneos dirigen su mirada cuando se interesan por los fines antes que por los medios. Puedo añadir ahora el corolario de que ésas son las áreas a las que debe­mos dirigirnos en busca del estatuto de una sociedad liberal. Necesita­mos una redescripción del liberalismo como la esperanza de que la cultu­ra en su conjunto pueda ser «poetizada», y no como la esperanza de la Ilustración de que se la pueda «racionalizar» o tornar «científica». Esto es, necesitamos colocar la esperanza de que puedan equilibrarse las posi­bilidades de cumplimiento de las fantasías privadas en lugar de la espe­ranza de que cada uno reemplace la «pasión» o la fantasía por la «razón». A mi modo de ver, una organización política idealmente liberal sería aquella cuyo héroe cultural fuese el «poeta vigoroso» de Bloom y no el guerrero, el sacerdote, el sabio o el científico «lógico», «objetivo», busca­dor de la verdad. Una cultura así se desembarazaría del léxico de la Ilus­tración que rinde culto a los presupuestos de las cuestiones que Sandel plantea a Berlín. No la aterrorizarían ya espectros llamados «relativis­mo» o «irracionalismo». Una cultura así no supondría que una forma cul­tural de vida no es más fuerte que sus fundamentos filosóficos. En lugar de ello, excluiría la idea de tales fundamentos. Concebiría la justificación de la sociedad liberal simplemente como una cuestión de comparación histórica con otros intentos de organización social: las del pasado y las ideadas por los utópicos.

Pensar que una justificación así es suficiente sería extraer las conse­cuencias de la insistencia de Wittgenstein en que los léxicos —todos los léxicos, aun los que contienen las palabras que más en serio tomamos
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