El único y su propiedad” de Max Stirner






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Capítulo III
La verdad es una cosa muerta, es una letra, una palabra, un material que yo puedo emplear. Toda verdad para sí es un cadáver; si vive, sólo es como vive mi pulmón, es decir, según la medida de mi propia vitalidad. Las verdades son como el grano bueno y la cizaña: ¿son buen grano, son cizaña?; sólo Yo puedo decirlo.
Los objetos no son para mí más que los materiales que pongo en acción. La verdad es mía, y no tengo ninguna necesidad de desearla. No me propongo ponerme al servicio de la verdad; no es más que un alimento para mi cerebro pensador, como la patata lo es para mi estómago digestivo o el amigo para mi corazón sociable. Mientras tenga la satisfacción y la fuerza de pensar, toda verdad no me sirve más que para modelarla cuanto me es posible. La verdad es para mí lo que la mundalidad es para los cristianos: vana y frívola. No menos existe, lo mismo que las cosas del mundo continúan existiendo aunque el cristiano haya mostrado su nada; pero es vana, porque su valor no está en sí misma sino en Mí. Para sí, carece de valor. La verdad es una criatura.
Por vuestra actividad creáis innumerables obras; habéis cambiado el aspecto de la tierra y edificado por todas partes monumentos humanos; de igual modo, gracias a vuestro pensamiento, podéis descubrir innumerables verdades, y de ello nos regocijamos de todo corazón. Pero Yo no consentiré nunca en hacerme el esclavo de vuestras nuevas máquinas, no ayudaré a ponerlas en marcha más que para mi uso.
Todas las verdades inferiores a Mí son para mí bien venidas; de verdades por encima de Mí, de verdades a las que Yo debería doblegarme, no entiendo. No hay verdad por encima de mí, porque por encima de mí no hay nada. ¡Ni mi esencia, ni la esencia del Hombre están por encima de Mí! ¡Sí, de Mí, esta gota en la cuba, de este ser insignificante!
Creéis tener una audacia extraordinaria cuando afirmáis que no hay verdad absoluta, puesto que decís que cada época tiene su verdad y que sólo pertenece a ella. ¿Concedéis, sin embargo, que cada época tuvo su verdad?; pues con eso mismo creáis propiamente una verdad absoluta, una verdad que no falta en ninguna época, porque cada una, cualquiera que sea su verdad, tiene una. ¿Basta decir que se ha pensado en todo tiempo y que se han tenido, por consiguiente, pensamientos y verdades, distintos, en cada época que en la época precedente? No; se debe decir que cada época tuvo su verdad de fe, y de hecho, no se ha visto ninguna que no reconociese una verdad suprema ante la que no se inclinase como a la soberana majestad. La verdad de una época es una idea fija; cuando llega un día en que se encuentra otra verdad, no se la descubre sino porque se buscaba una; no se hacía más que reformar su locura y vestirla de nuevo. Porque se quería estar inspirado por una idea, se procuraba estar dominado, poseído por un pensamiento. El postrer vástago de esta dinastía es nuestra esencia o el Hombre.
Para toda crítica libre, el criterio era un pensamiento; para la crítica propia, egoísta, el criterio soy Yo. Yo el indecible, y por consiguiente, el impensable (porque lo pensado puede siempre expresarse, puesto que palabra y pensamiento coinciden). Es verdadero lo que es mío; es falso aquello que Yo no poseo; verdadera, por ejemplo, es la asociación, falsos son el Estado y la sociedad. La crítica libre y verdadera trabaja por la dominación lógica de un pensamiento, de una idea, de un Espíritu; la crítica propia no trabaja más que por mi deleite. Así se aproxima -y no querríamos ahorrarle esta vergüenza -a la crítica animal del instinto. Sucede conmigo como con el animal; criticando, no veo en mis asuntos más que a Mí y no a ellos. Yo soy el criterio de la Verdad, pero no soy una idea; soy más que una idea, porque excedo de toda fórmula. Mi crítica no es libre, frente a mí, ni es oficiosa al servicio de una idea, me es propia.
Del mismo modo que el mundo al convertirse en mi propiedad, ha venido a ser un material del que Yo hago lo que quiero, el Espíritu, al hacerse mi propiedad, ha de rebajarse al material, ante el cual no siento ya el terror de lo sagrado. En adelante no me estremeceré de horror ante ningún pensamiento por temerario o diabólico que parezca, porque, por poco importuno o desagradable que se vuelva para Mí, su fin está en mi poder; y en adelante no me detendré ya temblando ante una acción porque el espíritu de impiedad, de inmoralidad o de injusticia habite allí, ni más ni menos que San Bonifacio no se abstuvo por escrúpulo religioso de derribar las encinas sagradas de los paganos. Como las cosas del mundo se han hecho vanas, inevitablemente vanos deben hacerse los pensamientos del Espíritu.
Ningún pensamiento es sagrado, porque ningún pensamiento es una devoción; ningún sentimiento es sagrado (no hay sentimiento sagrado de la amistad, del santo amor maternal, etc.), ninguna fe es sagrada. Pensamientos, sentimientos, creencias, son irrevocables, y son mi propiedad, propiedad irrevocable que Yo mismo destruyo, como Yo la creo.
El Cristianismo puede verse despojado de todas las cosas u objetos, puede perder a las personas más amadas, esos objetos de su amor, sin desesperar por eso de sí mismo; es decir, en el sentido cristiano de su espíritu, de su alma. El propietario puede rechazar lejos de sí todos los pensamientos que eran queridos a su espíritu y encendían su celo; él volverá a ganar mil veces otro tanto; porque él, su creador, subsiste.
Inconsciente e involuntariamente, todos tendemos a la individualidad; sería difícil encontrar uno solo entre nosotros que no haya abandonado ningún sentimiento sagrado y roto con algún santo pensamiento o alguna santa creencia: pero no encontraríamos a nadie que no pudiera liberarse aún de uno u otro de sus pensamientos sagrados. Cada vez que atacamos una convicción, partimos de la opinión de que somos capaces de arrojar, por decirlo así, al adversario de las trincheras de su pensamiento. Pero lo que Yo hago inconscientemente, no lo hago más que a medias; así, después de cada victoria sobre una creencia, vuelvo a ser el prisionero (el poseído) de una nueva creencia, que me vuelve a tomar por entero a su servicio, ella hace de mí un fanático de la razón cuando he cesado de entusiasmarme por la Biblia, o un fanático de la idea de Humanidad cuando dejo de luchar por el Cristianismo.
Propietario de mis pensamientos, protegeré, sin duda, mi propiedad bajo mi escudo, exactamente como propietario de las cosas, a nadie dejo cogerlas; pero sonriendo acogeré el término del combate, sonriendo depondré mi escudo sobre el cadáver de mis pensamientos y de mi fe, y sonriendo, vencido triunfaré.
A la sentencia cristiana todos somos pecadores, yo opongo ésta: ¡Todos somos perfectos! Porque a cada instante somos todo lo que podemos ser y nada nos obliga jamás a ser más. Como no arrastramos con nosotros ninguna falta, ningún defecto, el pecado no tiene sentido. ¡Mostradme aún un pecador en un mundo en que nadie tiene ya que satisfacer nada superior a sí! Si Yo no quiero más que satisfacerme, no satisfaciéndome no peco, puesto que no ofendo en mí mismo ninguna santidad; al contrario, si debo ser piadoso, tengo que satisfacer a Dios; si debo obrar humanamente, tengo que satisfacer a la esencia del Hombre, a la idea de humanidad, etc. A quien el religioso llama un pecador, el humanista le llama un egoísta. Pero, una vez más, no tengo que contentar a nadie: ¿qué es, pues, el Egoísta, ese diablo a la nueva moda que se ha creado el Humanista? El Egoísta, ante el cual los humanistas se santiguan con espanto, no es más que un fantasma, como el diablo; no es más que un espantajo y una fantasmagoría de su cerebro. Si no estuviesen hechizados ingenuamente por la vieja antítesis del bien y del mal, a la que han dado respectivamente los nombres de humano y de egoísta para rejuvenecerlo, no habrían cocido al pecador encanecido en la caldera del egoísmo, y no habrían zurcido una pieza nueva a un vestido viejo. Pero no podían hacer otra cosa porque consideran como su deber ser Hombres.
¡Todos Somos perfectos y no hay sobre la Tierra un solo hombre que sea un pecador! Como hay locos que se imaginan ser Dios padre, Dios hijo o el hombre de la luna, hormiguean insensatos que se creen pecadores. Los primeros no son el hombre de la luna y ellos no son pecadores. Su pecado es quimérico.
Pero, se objeta insidiosamente, ¿su demencia o su posesión es, al menos, su pecado? Su posesión no es más que lo que han podido producir y el resultado de su desarrollo, exactamente como la fe de Lutero en la Biblia era todo lo que había podido producir. Su desarrollo conduce al primero a una casa de locos y al segundo al Panteón o al Walhalla. ¡No existe ningún pecador, ni ningún egoísmo pecaminoso!
No llames a los hombres pecadores y no lo serán: Tú sólo eres el creador de los pecados; Tú eres quien te imaginas amar a los hombres, quien los arrojas en el fango del crimen; Tú eres quien los hace viciosos o virtuosos, humanos o inhumanos, y Tú eres quien los salpicas con la baba de tu posesión; porque Tú no amas a los hombres, sino al Hombre. Yo te lo digo: no has visto jamás pecadores, sólo los has soñado.
Yo derrocho mi autodisfrute porque creo deber servir a otro que Yo, porque me creo deberes para con él y me creo llamado al sacrificio, a la abnegación, al entusiasmo. Pues bien, si no sirvo ya a ninguna Idea, a ningún Ser superior, dicho está que tampoco serviré ya a ningún hombre, salvo -y en otros casos- a Mí. Y así no es sólo por el ser o por la acción, sino incluso por la conciencia por lo que soy el Único.
Te corresponde más que lo divino, lo humano, etcétera; te corresponde lo que es tuyo.
Considérate más poderoso que todo aquello por lo que se te hace pasar y serás más poderoso; considérate más y serás más.
No estás simplemente destinado a todo lo divino y autorizado a todo lo humano, sino que eres poseedor de lo tuyo, es decir, de todo lo que puedes apropiarte con tu fuerza.
Se ha creído siempre que se debía darme un destino exterior a Mí y así se llegó finalmente a exhortarme a ser humano y a obrar humanamente, porque Yo=Hombre. Ése es el círculo mágico cristiano. El Yo de Fichte es igualmente un ser exterior y extraño a Mí, porque ese Yo es cada uno y tiene sólo derechos, de suerte que es el Yo y no Yo. Pero Yo, no soy un Yo junto a otros Yo; soy el solo Yo, soy Único. Y mis necesidades, mis acciones, todo en Mí es único. Por el solo hecho de ser ese Yo único, de todo hago mi propiedad poniéndome a la obra y desarrollándome. No es como Hombre como me desarrollo y no desarrollo al Hombre: soy Yo quien Me desarrollo.
Tal es el sentido del Único.

EL ÚNICO


La época precristiana y la cristiana persiguen fines opuestos. La primera quiso idealizar lo real, y la segunda realizar lo ideal; una buscó al Espíritu Santo, la segunda busca al cuerpo glorificado. Así, la primera conduce a la insensibilidad respecto a lo real, al desprecio del Mundo, mientras que la segunda finalizará con la ruina de lo ideal y el desprecio del Espíritu.
La oposición de lo real y lo ideal es incompatible y lo uno no puede nunca devenir lo otro: si lo ideal se hiciese real, no sería ya lo ideal, y si lo real se hiciese ideal sería lo ideal y no sería lo real. La contradicción de ambos términos no puede resolverse más que si se los destruye. Sólo en este se, en este tercer término, desaparece la contradicción. De lo contrario, ideal y real no se encuentran jamás. La idea no puede ser realizada y seguir siendo idea, es preciso que perezca como idea, lo mismo sucede con lo real que deviene ideal.
Ante Nosotros se presentan los antiguos partidarios de la idea, y los modernos partidarios de la realidad. Ni unos ni otros llegaron a deshacerse de esta oposición; se limitaron a suspirar, los antiguos por el Espíritu, y desde el día en que pareció que el deseo del mundo antiguo estaba satisfecho y que aquel Espíritu parecía llegar, los modernos comenzaron a aspirar por la realización de ese espíritu, realización que debe seguir siendo eternamente un piadoso deseo.
El deseo piadoso de los antiguos era la santidad, el de los modernos es la corporalidad. Pero lo mismo que la antigüedad debía sucumbir el día en que sus votos fuesen colmados (porque no existían más que por ellos), también es alcanzar la corporalidad sin salir del Cristianismo. A la corriente de santificación o de purificación que atraviesa el mundo antiguo (abluciones, etc.) le sigue la corriente de encarnación a través del mundo cristiano: el Dios se precipita en este mundo, se hace carne y quiere rescatar el mundo, es decir, llenarlo de él; como él es la Idea o el Espíritu, se acaba (Hegel, por ejemplo) por introducir la Idea en Todo, en el mundo, y se demuestra que la Idea, la razón está en Todo. A lo que los estoicos del paganismo alaban como el Sabio, responde en la cultura actual el Hombre; uno y otro dos seres sin carne. El sabio irreal, ese santo incorporal de los estoicos, ha venido a ser una persona real y un santo corporal en el Dios encarnado; el hombre irreal, el Yo incorporal llegará a ser real en el Yo corporal que Yo soy.
Al Cristianismo está ligada la cuestión de la existencia de Dios; esta cuestión, siempre y sin cesar repetida y debatida, prueba que el deseo de la existencia, de la corporalidad, de la personalidad, de la realidad, era para los corazones un asunto de constante preocupación, porque no llegaba nunca a una solución satisfactoria. Por fin declinó la cuestión de la existencia de Dios, pero para levantarse inmediatamente bajo una nueva forma, en la doctrina de la existencia de lo divino (Feuerbach). Pero lo divino tampoco tiene existencia, y su último refugio, que lo puramente humano puede ser realizado, pronto no tendrá ya asilo que ofrecerle. Ninguna idea tiene existencia, porque ninguna es susceptible de corporalizarse. La controversia escolástica del realismo y del nominalismo no tuvo otro objeto; en suma, ese problema atraviesa de un extremo a otro la historia cristiana y no puede encontrar en ella su solución.
El mundo cristiano se esfuerza en realizar las Ideas en todas las circunstancias de la vida individual y en todas las instituciones y en las leyes de la Iglesia y del Estado; pero esas Ideas resisten siempre a sus tentativas y siempre les queda alguna cosa que no es posible corporalizar (irrealizable); cualquiera que sea el ardor con que uno se esfuerza en dotarlas de un cuerpo, permanecen siempre sin realidad tangible.
El realizador de ideas se inquieta poco de las realidades, con tal de que esas realidades encarnen una idea; así, examina sin descanso si en lo realizado habita su núcleo, la Idea; al experimentar lo real, experimenta al mismo tiempo la Idea y comprueba si es realizable tal como él la piensa, o bien si la ha comprendido incorrectamente y por tanto es irrealizable.
En cuanto existencias, la familia, el Estado, etc., no interesan ya al cristiano; los cristianos no deben, como los antiguos, sacrificarse por esas cosas divinas, sino interesarse por ellas como realización del Espíritu. La familia real ha venido a ser indiferente, y una familia ideal (verdaderamente real) debe brotar de ella; familia santa, bendita de Dios, o en estilo liberal, racional. Para los antiguos, la familia, la patria, el Estado, etc. son actualmente divinos; para los modernos, aguardan la divinización y no son, bajo su forma existente, inacabados terrenales y deben ser liberados, es decir, deben ser realizados verdaderamente. En otros términos, la familia, etc. no son lo existente y lo real, sino lo divino, la Idea; la cuestión está en saber si tal familia podrá llegar a ser real por obra de lo verdadero real, de la Idea. El individuo no tiene por deber servir a la familia como una divinidad, sino servir a lo divino y elevar hasta él la familia aún no divina; es decir, avasallarlo todo a la idea, enarbolar por todas partes la bandera de la vida, y llevar la Idea a una actividad que sea realmente real y eficaz.
Si bien el Cristianismo y la antigüedad tienen que ver con lo divino, llegan siempre a él por las vías más opuestas. Al fin del paganismo, lo divino se hace extramundano; al fin del cristianismo, intramundano. La antigüedad no consiguió ponerlo completamente fuera del mundo y cuando el cristianismo emprende esa tarea, lo divino tiende a reintegrar el mundo que quiere rescatar. Pero, en el seno del Cristianismo, lo divino como intramundano no se transforma ni puede transformarse en lo mundano mismo, porque lo malo, lo irracional, lo fortuito, lo egoísta, son lo mundano, en el mal sentido de la palabra, y están y permanecen cerrados a lo divino. El Cristianismo comienza con la encarnación del Dios que se hace hombre y prosigue toda su obra de conversión y de redención, con el fin de llevar al Dios a florecer en todos los hombres y en todo lo humano y de penetrarlo todo del Espíritu. Él se atiene a preparar una sede para el Espíritu.
Si se llegó finalmente a detener la atención sobre el Hombre o la humanidad, fue de nuevo la idea lo que se eternizó. ¡El Hombre no muere! Se pensó haber encontrado la realidad de la idea: el Hombre que es el Yo de la historia; es él, ese ideal, el que se desarrolla, es decir, se realiza. Él es verdaderamente real y corporal, porque la historia es su cuerpo, del que los individuos no son más que los miembros. El Cristo es el Yo de la historia del mundo, hasta de la que precede a su aparición sobre la Tierra; para la filosofía moderna, ese Yo es el Hombre. La imagen de Cristo ha venido a ser la imagen del Hombre, y el Hombre como tal, el Hombre, nada más es el centro de la historia. Con el hombre reaparece el comienzo imaginario, porque el Hombre es tan imaginario como el Cristo. El Hombre, Yo de la historia del mundo, cierra el ciclo del pensamiento cristiano.
El círculo mágico del cristianismo se quebraría si cesara el conflicto entre la existencia y la vocación, entre Yo tal como soy y Yo tal como debo ser; el Cristianismo no consiste más que en la aspiración de la Idea a la corporalidad, y expira si desaparece la separación entre ambos. El Cristianismo sólo subsiste si la Idea persiste como Idea (y el Hombre y la Humanidad no son todavía más que Ideas sin cuerpo). La idea devenida corporal, el Espíritu encadenado o perfecto, flotan ante los ojos del cristiano y representan a su imaginación el último día o el objetivo de la historia, pero no son para él su presente.
El individuo sólo puede tomar parte en la edificación del reino de Dios, o bien, en su forma moderna, en el desarrollo de la historia y de la humanidad, y esta participación es la que da un valor cristiano, o, en forma moderna, humano; para lo demás no es más que un puñado de ceniza y el pasto de los gusanos.
Que el individuo es para sí una historia universal, y que el resto de la historia no es más que su propiedad, eso va más allá del Cristianismo. Para éste, la historia es superior, porque es la historia del Cristo o del Hombre; para el egoísta, sólo su historia tiene un valor, porque no quiere desarrollar más que a sí mismo y no el plan de Dios, los designios de la Providencia, la libertad, etc. Él no se considera un instrumento de la Idea o un recipiente de Dios, no reconoce ninguna vocación, no se imagina destinado a contribuir al desarrollo de la humanidad, y no cree en el deber de aportar en él su óbolo; vive su vida sin cuidarse de que la humanidad obtenga de ella pérdida o provecho. -¡Y qué! ¿Estoy yo en el mundo para realizar ideas, para realizar con mi civismo la Idea del Estado, o para dar por mi matrimonio una existencia como esposo y padre a la Idea de familia? ¿Qué me quiere esa vocación? Yo no vivo para realizar una vocación, al igual que la flor no nace y exhala perfume por deber.
El ideal Hombre está realizado cuando la concepción cristiana se transforma en la siguiente: Yo, este único, soy el Hombre. La cuestión: ¿Qué es el hombre? se ha convertido en la pregunta personal: ¿Quién es el hombre? Qué es, preguntaba por el concepto a realizar; comenzando por quién es desaparece la cuestión, porque la respuesta existe en quien interroga: la pregunta es su propia respuesta.
Se dice de Dios: Los nombres no te nombran. Eso es igualmente justo para Mí; ningún concepto me expresa, nada de lo que se considera como mi esencia me agota, no son más que nombres. Se dice, además, de Dios, que es perfecto, y no tiene ninguna vocación, no tiene que tender hacia la perfección. También esto es cierto para Mí.
Yo soy el propietario de mi poder, y lo soy cuando me sé Único. En el Único, el poseedor vuelve a la Nada creadora de que ha salido. Todo ser superior a Mí, sea Dios o sea el Hombre, se debilita ante el sentimiento de mi unicidad, y palidece al sol de esa conciencia.
Si yo baso mi causa en Mí, el Único, ella reposa sobre su creador efímero y perecedero que se devora él mismo, y Yo puedo decir:
Yo he basado mi causa en Nada.



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